El consumo de psicofármacos entre la población asalariada se ha duplicado desde el inicio de la pandemia; de Lis Gaibar

Hemos encontrado este texto reciente en El Salto. Nos ha pillado en mitad de la nuestras reflexiones acerca de los resultados arrojados por nuestra reciente encuesta sobre el confinamiento. Una de las ideas más claras que tenemos al respecto es que las personas con diagnósticos psiquiátricos y experiencias psíquicas inusuales no constituimos una categoría distinta de seres humanos, asumirlo sería reduccionista: ni todos respondemos de manera homogénea a estímulos y presiones semejantes, ni podemos dejar de lado los determinantes objetivos (esta perogrullada es importante mencionarla, dado que con frecuencia se nos trata como si fuéramos un subconjunto humano estereotipado y escindido de la realidad social, una burda simplificación llevada a cabo tanto por los productos culturales como por la misma lógica taxonómica de los psiquiatras). El hecho de que la preocupación por el deterioro de las condiciones de vida sea una de las cuestiones más expuestas por las personas que ha rellenado el cuestionario enlaza directamente con algo que tiene que ver con la clase social, con la capacidad económica para encarar una nueva recesión.

A partir de lo ya mencionado, nos interesa con esta entrada seguir pensando en cómo algunas de las cuestiones que nos suceden en el contexto de la pandemia tienen quizás más que ver con lo que está atravesando un amplio segmento de la población que con lo que nos pasa en la medida en la que tenemos algún  tipo de problemática asociada a la salud metal. En este sentido, toca acercarse al consumo de psicofármacos en el confinamiento… uno de los datos recabados en la encuesta fue el siguiente: «De entre todas las personas encuestadas, 91 habitualmente toman psicofármacos. 35 de ellas sienten que durante el periodo del confinamiento necesitarían o están necesitando más, 16 sienten que necesitan menos y 40 de ellas sienten que necesitan la misma dosis que antes del confinamiento». Es decir, que se aprecia un incremento considerable a la hora de recurrir a psicofármacos respecto a la situación precedente (duele denominarla «normal», y por tanto nos permitiremos no hacerlo). Algo que en términos generales y según lo expuesto el siguiente texto, parece compartir la clase trabajadora.

Por nuestra parte, y creemos que con cierta experiencia acumulada para ello, hacemos una advertencia al respecto. La psiquiatría lleva atomizando problemas colectivos desde hace décadas, ofrece tratamientos que se acompañan de un claro relato individualizador… uno es el que está escacharrado a nivel cerebral y uno es el que debe drogarse para estar recuperar la salud perdida. Las preguntas que debemos hacernos tienen que desbordar ese marco, porque más allá de que se recurra al consumo de fármacos para sobrellevar situaciones, lo cierto es que los desencadenantes del sufrimiento psíquico son algo tangible, a diferencia de los desequilibrios químicos que presuntamente causan nuestra tristeza o nuestros delirios. Y a ellos es a donde debemos apuntar, a ese conjunto de desigualdades, precariedades y opresiones que ha engendrado esta situación.

Las farmacias vienen observando, desde el inicio de la pandemia, un incremento en la demanda de productos relajantes o para el insomnio que no precisen de receta médica. La crisis sanitaria ha sido, y continúa siendo, difícil de sobrellevar en muchos hogares y para muchas personas, y la interrelación entre lo laboral y la salud queda especialmente evidenciada en el contexto actual. Ya antes de la declaración del estado de alarma algunos sectores empezaron a notar los efectos del coronavirus en sus puestos de trabajo, varios colectivos denunciaron desprotección, los ERTE no han llegado a todos y, en general, la incertidumbre por las consecuencias laborales de la pandemia están llevando a gran parte de la población a una situación complicada. Pero si bien es evidente que el covid-19 ha afectado a la salud mental y laboral de la ciudadanía, falta concretar de qué manera lo ha hecho.

En ello están trabajando la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y el Instituto Sindical de Trabajo Ambiente y Salud (ISTAS-CCOO) a través de una encuesta de la que han compartido recientemente los primeros resultados, que corresponden a 12.000 respuestas acumuladas desde el 1 de mayo. El estudio, que pretende conocer el impacto entre las personas que tenían trabajo —ya fuera como asalariadas o autónomas— a fecha de 14 de marzo, proyecta en los datos preliminares —la encuesta sigue abierta para ampliar la muestra— una serie de conclusiones que acercan las consecuencias de la crisis en la salud de la población trabajadora. Entre las más importantes, los resultados provisionales concluyen que algo más de uno de cada tres trabajadores percibe que su estado de salud ha empeorado durante la pandemia.

Albert Navarro, investigador de la UAB, recuerda la estrecha relación entre los riesgos psicosociales y la salud laboral. Aunque los llamados sectores esenciales son los que han asumido una mayor carga de estrés por exponerse más al virus, “la pandemia ha afectado a todos los trabajadores, incluso a aquellos que han podido teletrabajar”, advierte. Un informe del Ayuntamiento de Madrid que estudia el impacto económico y laboral de los hogares por la situación de confinamiento en la capital refuerza esta afirmación: ocho de diez trabajadores de la ciudad —tanto por cuenta ajena como propia— aseguran que su entorno laboral (localización, horarios, despidos…) han sufrido cambios.

Desprotección, transmisión y género

De los más de 10.000 asalariados que han respondido a la encuesta de la UAB-ISTAS, casi la mitad ha asegurado haber ido a trabajar en algún momento sin las medidas de protección adecuadas para evitar el contagio, y un 14% afirma haberlo hecho siempre o casi siempre. En este punto, Navarro puntualiza que estas cifras hacen alusión a percepciones del trabajador o trabajadora, no a la situación real de exposición en los puestos de trabajo, pero incide en que “las percepciones del trabajador son importantes por el estrés que puede generar la enfermedad”. El investigador explica que el porcentaje de los empleados que dice haber ido a trabajar sin protección suficiente de manera habitual aumenta en el caso de sanitarios, trabajadores de la limpieza o peones de construcción, donde estos porcentajes se sitúan entre el 20 y el 35%.

Otro resultado revelador, explica el investigador, es que si bien la mayoría reconoce estar preocupada tanto por contagiarse del virus como por transmitirlo, llama la atención el porcentaje de trabajadores que muestran un mayor temor por contagiar a otras personas, algo que sucede “especialmente entre los trabajadores y trabajadoras de ‘primera línea’, que muestran mucho más miedo por transmitir la enfermedad que por contagiarse, por llevar el virus a casa”. Este tipo de conclusiones, explica, sostienen que los efectos de la pandemia son transversales y que los ejes de segregación, como el sexo o la clase, son relevantes para mostrar que la pandemia no afecta de la misma manera, ni con la misma gravedad, a todo el mundo. En este aspecto, Navarro comparte que, a falta de terminar de recopilar datos y analizarlos en mayor profundidad, estas diferencias se están acrecentando durante la crisis. El citado informe del Ayuntamiento de Madrid corrobora la teoría: la caída de ingresos más severa se ha producido en los hogares de rentas más bajas, donde la expectativa de recuperación económica es también la más reducida.

Recurrir a psicofármacos

La situación de incertidumbre y dificultad económica que están atravesando miles de personas ha incrementado los niveles de estrés, ansiedad o dificultad para conciliar el sueño. Los primeros resultados del estudio de la UAB e ISTAS revelan un incremento muy significativo de las personas que han recurrido a psicofármacos desde el inicio de la pandemia: el número de trabajadores y trabajadoras que consumen analgésicos opiodes se ha duplicado desde el inicio del estado de la crisis, y el porcentaje de encuestados que afirman consumir tranquilizantes, sedantes o somníferos se acerca al 20%. Unos datos especialmente relevantes teniendo en cuenta que España ya se situaba por encima de la media europea en el consumo de ansiolíticos, antidepresivos y sedantes antes de la pandemia, que un informe de 2018 advertía de que el consumo de este tipo de medicamentos seguía al alza y que los expertos recuerdan que estos medicamentos pueden generar dependencia y determinados efectos adversos, algo a lo que se suma que, en el contexto actual, las adquisiciones sin receta médica se han multiplicado, con los riesgos para la salud que implica el autoconsumo de medicamentos.

Además de las personas que han empezado a consumir psicofármacos en los últimos meses, una de cada tres personas que ya lo hacían antes de la pandemia afirma haber aumentado su dosis o haber optado por un producto más fuerte. “Hay ocupaciones que consumen todavía mucho más, llegando a casi triplicar lo que consumían antes, como las gerocultoras, enfermeras o auxiliares de enfermerías”.

En un grado algo menor, pero todavía por encima de la media, también trabajadores de peluquería o del sector de la limpieza han incrementado la dosis. Carreras, muchas de ellas, altamente feminizadas. “En general, las mujeres consumen más psicofármacos que los hombres, antes de la pandemia ya era así, pero ahora el aumento es todavía mayor y eso probablemente está vinculado a la ocupación que ejercen, que en muchos casos son profesiones vinculadas con los cuidados”.

Otro de los datos que ha sorprendido en los resultados iniciales es el significativo aumento de personas que afirman tener problemas para conciliar el sueño. “Si el porcentaje de gente que aseguraba tener dificultades para dormir se ubicaba en 2016, en la encuesta a nivel estatal de riesgos psicosociales, en poco más de un 12%, en este sondeo más de un 40% de la población trabajadora general asegura que le está sucediendo desde el inicio de la crisis”, remarca Navarro. Un dato que explica el significativo aumento en el consumo de tranquilizantes y somníferos.

Cuantificar para actuar

La directora del Departamento de Salud Mental y Abuso de Sustancias de la OMS, Dévora Kestel, ya advertía de que el sufrimiento causado por el virus implicaría consecuencias en la salud mental y hacía referencia a la incertidumbre sobre el futuro laboral. Navarro concreta que una de las principales consecuencias de la pandemia posiblemente sea el empeoramiento de las condiciones laborales, y retoma a este respecto el consumo de psicofármacos: “Esperamos que estos efectos sean transitorios y el porcentaje de consumo disminuya progresivamente, pero no sabemos si eso va a ser así”.

Aunque los efectos de la crisis sanitaria van a ser notables en todos los sectores, los investigadores intuyen que hay determinadas profesiones en las que la salud laboral se está viendo más comprometida. Entran en este grupo los sanitarios, pero no solo; también entre personal de limpieza, peluqueros y peluqueras, gerocultores, repartidores o profesionales de los cuidados. Con el objetivo de comprobar estas hipótesis y recopilar más respuestas para conocer en mayor profundidad cómo está afectando el covid-19 a la población a nivel laboral (incluyendo autónomos), el grupo mantiene aún la encuesta abierta.

El objetivo final del trabajo, explica Navarro, es exponer estos resultados para que sean útiles de cara a la búsqueda de medidas que palien los efectos de la pandemia y mejoren la situación de los trabajadores y trabajadoras, ya que, recuerda, la salud del trabajador se puede mejorar mejorando sus condiciones, y todo apunta a que “saldremos de la situación actual en condiciones sensiblemente diferentes”.


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