Crítica y experiencia propia de la terapia multifamiliar; texto anónimo

¿Hay algo peor que hacer terapia con un mal terapeuta? Sí, cincuenta personas haciendo terapia con un mal terapeuta.

Sucede  que las relaciones intrafamiliares, siendo  estas  reflejo de la sociedad en la que vivimos en la cual reina un sistema de dominación de élites, suelen ser relaciones  verticales en las que  la forma de jerarquía  más común es aquella en la que los hijos son los que han de obedecer a sus progenitores. Las relaciones de opresión que se dan dentro de las familias generan sufrimiento y, si no son analizadas y cuestionadas, este sufrimiento es difícil de gestionar, más en el propio entorno familiar.

En 1972 el antipsiquiatra David Cooper escribió el libro titulado La muerte de la familia, en el que  hace una sagaz reflexión sobre la familia, la locura  y cómo la estructura jerárquica familiar hace mella en nuestro ser y nos daña. Recientemente, Paris Williams escribió una serie de artículos en los que trata sobre cómo la reforma psiquiátrica, que transformó los manicomios y gracias a la cual  los usuarios pudieron volver a vivir con sus familias ingiriendo grandes dosis de medicación psiquiátrica, provocó que el debate sobre las relaciones familiares y las crisis de los usuarios se paralizase.

Desde hace un tiempo, dentro de las instituciones estatales están surgiendo distintos tipos de terapias, las cuales se consideran como alternativas al sistema psiquiátrico vigente. El psiquiatra Javier Sempere aparece como una prestigiosa figura de estas terapias que se presentan como alternativa e impulsa espacios para ello en distintas ciudades del Estado español. Pues bien, hace unos meses participé en una de esas sesiones. Para ello suscribí el compromiso que se exige de confidencialidad y la aceptación de ser grabado en vídeo para sesiones internas del equipo de profesionales. Respetando estos compromisos, y dado que en el curso de la sesión hubo una serie de cuestiones que me suscitaron ciertas inquietudes, hago las siguientes reflexiones…

Para iniciar la sesión entramos  en una sala grande donde ya había unas veinticinco personas sentadas en círculo. La persona que empezó a facilitar la sesión no se presentó inicialmente como facilitador de la sesión, pero preguntó a los nuevos asistentes quiénes éramos. Se dio por hecho que su función en la sesión sería retomar el hilo para que no se perdiera el sentido de las conversaciones y darle un carácter terapéutico al conjunto.

Más tarde supe que el equipo facilitador lo formaban un psiquiatra y un psicólogo. Junto a ellos estábamos personas psiquiatrizadas, sus familias y algún que otro trabajador de salud  pública y de servicios sociales que afirmaban estar ansiosos por “aprender de vosotros” y que guardaron silencio durante toda la sesión.

Desde el equipo de facilitación, Javier Sempere, psiquiatra,  interpelaba activamente a quien estaba callado en la sesión e incluso, por iniciativa propia, sacaba a relucir experiencias traumáticas que al parecer  había  tratado con esas personas  en sesiones anteriores. El  diálogo era muy rápido, casi se solapaban las experiencias de una persona y de otra. El discurso general que parecía quererse instalar estaba marcado por intervenciones del tipo “Hay que ser feliz”, “Si quieres, puedes”, “Todos tenemos baches en nuestra vida pero podemos salir de ellos”, “Querer es poder”, etc. Es decir, todo estaba en nuestras manos, en la fuerza que como individuos teníamos para cambiar cómo nos sentíamos.

A algunas personas se les notaba claramente incómodas, o incluso violentadas por el hecho de estar allí y de esas maneras. Yo trataba de imaginarme en su piel, recordaba los tiempos en mi adolescencia en los que tuve una crisis, y me preguntaba qué hubiese sentido si de repente hubiese ido con mi familia delante de tantas personas desconocidas, pero de mi pueblo, a poner en público y sin mayor cuidado mis sentires y pesares, mis miserias… Seguramente alguien me hubiera dicho “esto es por tu bien”, que es la frase que nos suele decir quien nos quiere ayudar pero no sabe cómo.

Durante la sesión y al salir de ella sentí mucha frustración, indignación y malestar por lo allí vivido, así que decidí reflexionar sobre la experiencia  y de ahí surgió la necesidad de realizar este texto con la intención de compartir mi visión sobre esta terapia.

Todo parece estar en el individuo, en su familia. Si se quiere, se puede. si no puede… ¿será que no quiere? Esta es una terapia llena de consignas de animosa interpelación positiva que individualizan el sufrimiento, de modo que todos los factores más allá de lo individual (sociales, económicos y políticos) quedan obviados, al responsabilizar en exclusiva a la persona que sufre de su propia recuperación y hacerla sentir mal si la recuperación no sucede o tarda más de la cuenta en ocurrir. Con lo cual, nos encontramos con cero cuestionamiento del papel patriarcal en la familia nuclear, cero cuestionamiento de los tiempos que vivimos, pocas  y poco profundas  críticas en cuanto a los efectos de la medicación y a la industria farmacéutica que sustenta los malestares que producen.

Estos mantras paulo-cohelhístas dignos de ser eslóganes de campañas de refrescos que quitan la sed pero dañan nuestra salud, nos son repetidos hasta la saciedad cuando no nos encontramos bien. Mantras que escuché en uno u otro formato en la sesión de Terapia Multifamiliar a la que asistí (“Multis”, como la llaman desenfadadamente estos trabajadores de la salud mental).

Detrás de estas sesiones que se presentan a sí mismas como terapias hay mucha tela que cortar. ¿Quién decide que sea el psiquiatra el que dirige la sesión? ¿Alguien cobra por estar en la sesión? ¿A quién se dirige la gente cuando habla? Estas y otras cuestiones abiertas demuestran la falta de horizontalidad y de trabajo en colectivo que van asociados a las terapias multifamiliares.

El no decidir en colectivo lo que se hace dificulta que se colectivice el malestar y se haga propio y común. La poca intención de que cambien las tornas impide que cuestionemos el sistema dominante, en el que el individualismo con su mirarse al ombligo no nos deja hacer propio el dolor de la persona que tenemos al lado. La falta de horizontalidad rompe con la empatía y el compromiso que, de hecho, serían la fortaleza de estos grupos; esto no quiere decir que no esté bien que alguien dinamice los grupos, pero debería hablarse de cómo y escoger quién los dinamiza. Quizá sea mejor que  los dinamice alguien que haya pasado por unas circunstancias similares, que seguro que los hay, y no alguien que pretende ser “sano” y “curar” a los demás.

La familia puede ser generadora de represión, frustración, etc. Pero también continúa siendo el espacio de mayor contención y cuidado que en muchos casos solemos tener. Supongo que a la hora de plantearse una terapia familiar, habrá que valorar si la familia en cuestión puede ser un espacio de cuidado, capaz de reflexionar sobre su posible papel como causa y no evitación del problema o sufrimiento, o no es un espacio de cuidado y, por lo tanto, cuestionar el papel que la familia está teniendo en nuestras vidas. Ante esta última situación, crear vínculos afectivos a través de colectivos autogestionados de supervivientes de la psiquiatría o de redes informales (amistades, compañeros de curro o vecindado) fortalece el no tener que depender de la familia[1].

Concluyendo, sí, estas son las nuevas terapias alternativas a la psiquiatría. Pues alternativas son ya que tienen el mismo resultado que tiene la psiquiatría hegemónica. Porque cuando dos caminos van al mismo destino, por pocas piedras que parezca que tenga uno de los  caminos, el destino va a ser el mismo, y a veces los tropezones de las piedras del camino por el que tardamos más en llegar nos hacen ver más claro dónde tenemos que poner los pies para pisar y volver a andar. Con esto vengo a decir que si lo más parecido a que nos organicemos los supervivientes de la psiquiatría es que un psiquiatra guíe las sesiones en las que participamos, mal vamos. Mal vamos porque si no mejoramos con esta terapia creeremos que algo nos pasa a nosotros que ya no tiene solución y quizás nos lancemos hacia la psiquiatría convencional con los ojos cerrados, pensando que nosotros por nuestra cuenta poco podemos hacer.

Cuando estamos en un estado de tristeza profunda, no encontrándole un sentido a la vida, quizás lo mejor no sea compartir nuestro malestar con un grupo de desconocidos, ni tan siquiera con nuestra familia. Y mucho menos que se nos anime a hacerlo.

¿Cuánto se ahorrará papá Estado con grupos de cincuenta personas haciendo terapia con dos o tres profesionales a la semana? Sobre este tema un compañero ya escribió un artículo sobre las terapias que vienen de los movimientos sociales y quehaceres populares, y cómo pierden su fortaleza al pasar a manos del sistema estatal. Ya no hace falta que nos hagan recortes, nos recortamos nosotros mismos. ¡Colabora con la policía, golpéate a ti mismo!­, que decía aquella pegatina punk.

[1] Algunos de estos grupos son el colectivo Flipas Gam en Madrid y la Xarxa de Grups deSuport Mutu per supervivents de la Psiquiatria  en Catalunia.


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