Publicamos un texto aparecido en Ctxt a comienzos de noviembre de 2022, su autora es psiquiatra infantojuvenil en el CSM de Villa de Vallecas (Madrid, España).
A pocas semanas de definirse el destino de la Ley Trans y con la conversación pública delirando alrededor de la cuestión, me propongo poner un poco de luz desde la ventana privilegiada que nos aporta la clínica psiquiátrica infantojuvenil.
Lo trans no es una moda ni un efecto adverso de las redes sociales como defienden reconocidos profesionales de la salud mental, disgustados porque se los está dejando fuera de la toma de decisiones sobre el devenir de esta cuestión. No existen unos “trans verdaderos” y otros que no lo son y que serían solamente jóvenes descarriados, agarrados a un ideal de la época. El fenómeno trans es un fenómeno mucho más complejo que el efecto de la imposición social de una minoría que se ha vuelto poderosa en manos de intereses capitalistas.
Llevo más de quince años sentada en una consulta de salud mental de la red pública atendiendo en primera línea los diversos problemas de la vida cotidiana de niños y adolescentes, escuchando sus historias y ocurrencias y contemplando lo que parecieran ser los primeros brotes de un mundo nuevo. No sé si para las generaciones anteriores, nuestros padres y abuelos fue igual de impactante el encuentro con las novedades de la experiencia que traían sus hijos y su entorno. Yo no puedo dejar de escucharlos fascinada, unas veces envidiosa y otras aliviada, pero siempre desde un afuera que recibe algunas salpicaduras, de esas que no llegan a calar en profundidad. Porque esta generación de adolescentes, además de ser nativos digitales, son nativos multicolor. Sus deseos sexuales, sus identidades (de género y más allá del género) se construyen arboriformes, coloridas y fluidas sin los límites de los mandatos de género cosidos a la piel. Lo binario de la sexualidad no desaparece, pero ya no comparece como compartimentos estancos sino como polos de una realidad biológica y simbólica que se enredada de mil formas en la experiencia. No es casualidad que coincida el desarrollo de las nuevas tecnologías con la multiplicación de las identidades. La posibilidad de jugar con la propia imagen, la desvinculación de ésta de la materialidad del cuerpo y la posibilidad de compartirla en las redes por todo lo extenso del planeta le han dado forma y legitimidad a las máscaras de cada cual. La moda se ha vuelto un universo inabarcable por la proliferación de propuestas que cambian antes de que puedas conocer la tendencia. Cortes de pelo cincelados, tintes arcoíris, vaqueros con nombres imposibles de todos los tiros, anchuras y largos, hacen que vaya a ser difícil decidir dentro de tres décadas qué va a ser volver a los años “veinte”. Con esto, quiero mostrar que “lo trans” es solo la puntita de un iceberg de un nuevo paradigma social que ha venido para quedarse y que no está tan mal. Es caótico y fluido, pero tiene más que ver con la realidad humana donde cada uno sufre y goza de forma absolutamente singular. Por lo tanto, esta nueva generación de adolescentes está viviendo en un mundo diferente y su construcción de la identidad sexual tiene nuevas coordenadas que están dando lugar a nuevas expresiones subjetivas y acentuando las disonancias entre el cuerpo y la identidad.
Y quiero rescatar este término, ‘disonancia’, para nombrar esta falta de conformidad, de correspondencia, de encaje entre la identidad sexual que propone la anatomía y la construida por el lenguaje. Porque, si intentamos describir lo que estamos observando –pues aún no ha llegado el tiempo de concluir nada sobre este complejo fenómeno trans–, creo que esta disonancia es lo que se escucha, lo que se repite en los púberes con identidades trans, el núcleo de su experiencia subjetiva en relación con su sexo y lo único genuino de este fenómeno clínico y social. En los más jóvenes aparece un rechazo radical a los primeros cambios puberales que produce su biología, un no reconocerse en lo femenino o masculino que está emergiendo. Antes de la afirmación identitaria (soy hombre/soy mujer) hay un “no” a lo que aparece en ese proceso de divergencia desde un cuerpo infantil apenas diferenciado. Esta honda disconformidad, muchas veces terriblemente dolorosa, hasta el punto de dejar a muchos jóvenes al borde del suicidio, se extiende al nombre propio. No reconocerse en el nombre que les han brindado los padres y la imperiosa necesidad de un nuevo nombre que les permita una inscripción social amable es otra consecuencia inmediata habitual. Enterrar el dead name, como llaman a su nombre de nacimiento rechazado, lo más profundo posible y encontrar un nuevo nombre es una tarea fundamental en la transición (y en algunos adolescentes incluso la única sin modificación de la identidad sexual). A veces el nuevo nombre se revela en sueños, otras es tomado de personajes admirados, de avatares infantiles o, más raramente, es sopesado con familiares o amigos.
De ahí que la transexualidad me parece, siguiendo a Paul Preciado hablando de sí mismo, una salida posible (no la única) para inscribirse socialmente, para hacerse un lugar en el que habitar sin que esa disonancia chirríe a todas horas.
Lo que estas disonancias nos vienen a mostrar y que ya ha sido codificado abundantemente por los teóricos del género y las teorías queer es que la identidad sexual no viene determinada por la anatomía ni por la biología, sino que es un constructo elaborado por el lenguaje en momentos tempranos de la vida con el que uno se encuentra al llegar la pubertad y se convierte en verdad del sujeto en el instante que se manifiesta. No es una elección consciente sino un hallazgo involuntario del sujeto que debe ser reconocido. Que el sexo designado por la anatomía y la identidad sexual enunciada por el sujeto coincidan es una casualidad. No es preciso encontrar ninguna avería en el desarrollo psicobiológico de la persona.
El problema que se añade a esta identidad disonante, además de que los conceptos identidad y disonancia no se llevan bien, es que en la actualidad no es fácil ser hombre o mujer sin estar validado por una serie de características físicas. No es suficiente la gestualidad y la vestimenta para ser reconocido por los otros. Esto empuja a que muchos adolescentes que viven esta disonancia recurran a las hormonas e incluso a la cirugía para responder a esta exigencia social. ¿Y por qué no? ¿Debemos avalarlos en este camino?
En general, las intervenciones sobre el cuerpo suelen horrorizarnos más allá de las argumentaciones a las que nos agarramos firmemente apostando por la salud. La mezcla de ambos sexos en un sujeto supone un encuentro con lo aberrante, con lo que nos cuesta nombrar de ese engendro de carne y lenguaje que somos. Pero, pasando por encima de nuestros espantos, además de los efectos que tienen sobre la salud (pues no toda intervención tiene secuelas, y si las tiene, una persona puede decidir asumirlos), debemos tener en cuenta la falsa promesa de acabar con esa disonancia a golpe de inyecciones y bisturí. Y eso, por los relatos en primera persona de individuos trans que han pasado por intervenciones de reasignación sexual, sabemos que nunca termina de lograrse. Por lo cual, intervención sí, intervención no, en la orientación terapéutica debemos estar advertidos de que hay algo irremediable de la identidad sexual de cada sujeto, sea la que sea, y convencidos de que de todas se puede construir un lugar bello y habitable.
En ese sentido la Ley Trans ha venido a proteger a las personas con identidades no normativas de la tutorización de falsos expertos sanitarios que permitan o no su transición. No existe ningún saber científico que certifique géneros. Por lo tanto, como plantea Elisabeth Duval, aunque el término autodeterminación encierre una imposibilidad conceptual, pues la identidad no es algo que el sujeto decida libremente, puede ser válido por defecto para permitir que la identidad declarada sea reconocida y respetada, ya que el sujeto es el único autorizado para nombrarse como sea aun cuando no tenga los 18 años. La Ley Trans no está habilitando ninguna otra cosa que el reconocimiento legal de la identidad sexual y el nombre propio. Las intervenciones médico-quirúrgicas continuarán siendo reguladas por la Ley de Autonomía del paciente que, de hecho, se vienen realizando ya en menores desde hace años con el consentimiento de sus padres. Este reconocimiento formal de la identidad sin necesidad de patologización ni supervisión sanitaria restará sufrimiento a muchos adolescentes en proceso de construcción de su identidad que, como leí por ahí, no tendrán que sacarse el carnet de buen trans.
Por último, ¿cuál sería entonces la función de los clínicos en este tema? Se trataría de escuchar y acompañar el sufrimiento psíquico, en caso de que existiera, en relación a la identidad sexual cualquiera que sea, dejando de lado nuestros juicios e ideales.