Un plato de soledad, de Theodore Sturgeon

Hay historias que se leen, y hay historias que te suceden…

Esta es de las segundas.

Escrita a principios de los años cincuenta, Un plato de soledad habla de los efectos desoladores del aislamiento en las entrañas de unas ciudades y un sistema que imposibilitan la vida misma.

Esperé, y entonces vi que su mano asomaba saliendo de las nítidas sombras.

-Allí -dijo-, allí. En la oscuridad. Quiero que seas… No te me acerques… Quiero que seas… una voz.

Hice lo que me pedía y me senté en las sombras quizá a unos dos metros de ella.

Me lo contó. No de la manera en que aparecía en los periódicos.

Tenía quizá diecisiete años cuando ocurrió. Estaba en el Parque Central de Nueva York. Hacía demasiado calor para un día de comienzos de primavera, y las laderas castañas tenían una capa de verde de exactamente la misma consistencia que la escarcha de aquella mañana en las piedras. Pero la escarcha había desaparecido y la hierba era valiente y había tentado a cientos de pares de pies para que dejaran el asfalto y el cemento y fueran a pisarla.

Entre ellos estaban los de la mujer. El suelo fértil fue una sorpresa para esos pies, lo mismo que el aire para los pulmones. Sus pies, mientras caminaban, dejaron de ser zapatos, y su cuerpo tuvo conciencia de ser más que ropa. Era el único tipo de día que puede lograr que alguien criado en la ciudad levante la mirada. Ella lo hizo.

Por un momento se sintió separada de la vida que vivía, en la que no había fragancia, en la que no había silencio, en la que nada encajaba de verdad y en la que nada se satisfacía. En ese momento la ordenada desaprobación de los edificios que rodeaban el pálido parque no podía alcanzarla; durante dos, tres limpias bocanadas de aire no le importó que todo el ancho mundo perteneciese a imágenes proyectadas en una pantalla; a diosas delicadamente acicaladas en aquellas torres de acero y cristal; que perteneciese, en resumen, siempre, siempre, a algún otro.

Así que levantó la mirada, y allí, encima de ella, estaba el platillo.

Era hermoso. Dorado, con una terminación mate como una uva de Concord verde. Producía un sonido apenas audible, un acorde compuesto por dos tonos y un silbido apagado como el viento en el trigo maduro. Iba a un lado y a otro como una golondrina, planeando, ascendiendo y bajando. Daba vueltas, brillando, se elevaba y descendía como un pez. Era como todas esas cosas vivas, pero además de esa belleza tenía todo el encanto de las cosas torneadas y bruñidas, medidas, mecánicas, métricas.

Al principio no sintió ningún asombro, pues aquello era tan diferente de todo lo que había visto antes que tenía que ser una ilusión óptica, una falsa evaluación de tamaño y velocidad y distancia que en un momento se resolvería como reflejo en un avión o el persistente resplandor de un soplete de soldar.

Apartó la mirada y de repente se dio cuenta de que muchas otras personas lo veían, de que también veían algo. La gente, a su alrededor, había dejado de moverse y de hablar y estiraba el cuello hacia arriba. Alrededor de ella había un globo de silencioso asombro, y fuera de él sentía el ruido de la vida de la ciudad, el gigante de respiración pesada que nunca inhala.

Volvió a mirar hacia arriba y por fin empezó a darse cuenta de lo grande que era y de lo lejos que estaba el platillo. No: de lo pequeño que era y de lo cerca que estaba. Era exactamente del tamaño del círculo más grande que podía trazar con las dos manos, y flotaba a menos de cincuenta centímetros de su cabeza.

Entonces llegó el miedo. Retrocedió y levantó un antebrazo, pero el platillo seguía allí flotando. Se inclinó de lado, torció el cuerpo, saltó hacia adelante, miró hacia atrás y hacia arriba para ver si se había librado de él. Al principio no pudo verlo; después, al mirar más hacia arriba, lo encontró, cerca y reluciente, vibrando y canturreando, exactamente encima de la cabeza.

Se mordió la lengua.

Por el rabillo del ojo vio que un hombre se persignaba. Lo hizo porque me vio aquí con una aureola sobre la cabeza, pensó. Y eso fue lo más importante que le había ocurrido en toda la vida. Nadie la había mirado y hecho un gesto de respeto, nunca, jamás. Debido al terror, al pánico y al asombro, el consuelo de ese pensamiento se le metió en la cabeza y quedó allí, para sacarlo y mirarlo de nuevo en momentos de soledad.

Pero lo más fuerte ahora era el terror. Retrocedió, mirando hacia arriba, ensayando un ridículo paso de baile. Podría haber chocado con alguien. Había muchas personas conteniendo el aliento y estirando el pescuezo, pero no tocó a nadie. Dio varias vueltas y descubrió, horrorizada, que era el centro de una multitud opresiva que señalaba algo. El mosaico de ojos miraba desorbitado y el círculo interior usaba sus muchas piernas para empujar alejándose de ella.

La suave nota del platillo se volvió más grave. El objeto se inclinó, bajó dos o tres centímetros.

Alguien gritó, y la gente se alejó en todas direcciones, se arremolinó y volvió a calmarse en un nuevo equilibrio dinámico, un anillo mucho más grande a medida que más y más personas corrían a engrosarlo contra los esfuerzos del círculo interior para escapar.

El platillo zumbó y se inclinó…

La mujer abrió la boca para gritar, cayó de rodillas y el platillo la golpeó.

Le cayó sobre la frente y quedó allí pegado. Casi pareció que la levantaba. La mujer se irguió de rodillas, hizo un esfuerzo por llegar a aquello con las manos y entonces se le agarrotaron los brazos. Durante quizá un segundo el platillo la mantuvo rígida, entonces le envió un temblor extático por todo el cuerpo y la soltó. La mujer cayó al suelo, golpeando dolorosamente los muslos contra los tacones y los tobillos.

El platillo cayó a su lado, rodó una vez sobre el borde describiendo un pequeño círculo y se detuvo. Quedó allí quieto y apagado y metálico, diferente y muerto.

La muchacha se quedó allí tendida, mirando vagamente el azul grisáceo del buen cielo de primavera, y vagamente oyó unos silbatos.

Y algunos gritos tardíos.

Y una voz potente y estúpida gritando «¡Aire, necesita aire!», lo que hizo que todo el mundo se acercara más.

Entonces no quedó mucho cielo a causa de la mole vestida de azul con los botones metálicos y la libreta de cuero sintético.

-Bueno, bueno, ¿qué pasó aquí? Todos atrás, por favor.

Y las oleadas cada vez más amplias de observación, interpretación y comentario: «La derribó.» «Alguien la derribó.» «Alguien la derribó y…» «A plena luz del día…» «El parque va a tener que ser…», etcétera, etcétera: la adulteración del hecho hasta que se perdió del todo, porque la excitación es mucho más importante.

Alguien con un hombro más duro que el resto, y también con una libreta en la mano, se abrió paso con ojo de testigo, dispuesto a cambiar «… una morena bonita…» por «una morena atractiva» para las ediciones vespertinas, pues «atractiva» es lo menos que puede ser una mujer si es víctima en las noticias.

La placa brillante y la cara rubicunda se inclinaron sobre ella:

-¿Estás muy herida, hermana?

Y los ecos que se fueron perdiendo entre la multitud: Muy herida, muy herida, herida muy grave, la molió a palos, a plena luz del día…

Y otro hombre más, delgado y resuelto, gabardina de color habano, mentón partido y una sombra de barba:

-¿Así que un platillo volador? Muy bien, agente, yo me hago cargo.

-¿Y quién demonios es usted para hacerse cargo?

El destello de una cartera de cuero marrón, una cara tan cerca por detrás que la barbilla se apretó contra el hombro de la gabardina. La cara dijo, con temor: «FBI» y los ecos de aquello también se fueron alejando. El policía asintió: todo el policía se inclinó en un solo cabeceo genuflexo.

-Busque ayuda y despeje esta zona -dijo la gabardina.

-¡Sí, señor! -dijo el policía.

«FBI, FBI», murmuró la multitud, y encima de la mujer hubo más cielo para mirar.

Se incorporó y había gloria en su cara.

-El platillo me habló -cantó la mujer.

-Cállese -dijo la gabardina-. Ya tendrá oportunidad de hablar.

-Sí, hermana -dijo el policía-. Dios mío, este gentío podría estar lleno de comunistas.

-Cállese usted también -dijo la gabardina.

Alguien entre la multitud dijo a algún otro que un comunista había golpeado a esa muchacha, mientras que otro hizo correr la voz que la muchacha había sido golpeada porque era comunista. Empezó a levantarse, pero unas manos solícitas la obligaron a sentarse de nuevo. Ya había treinta policías en el lugar.

-Puedo caminar -dijo ella.

-Tómeselo con calma -le dijeron.

Colocaron una camilla a su lado y la pusieron a ella encima y la taparon con una manta grande.

-Puedo caminar -dijo mientras la llevaban entre la multitud.

Una mujer se puso pálida y volvió la cabeza.

-¡Ay, qué horrible!

Un hombre pequeño, con ojos redondos, la miraba y miraba sin sacarle los ojos de encima, relamiéndose.

La ambulancia. La metieron dentro. La gabardina ya estaba allí.

Un hombre de chaqueta blanca con las manos muy limpias:

-¿Cómo ocurrió, señorita?

-Está prohibido hacer preguntas -dijo la gabardina-, Seguridad.

El hospital.

-Tengo que volver a trabajar -dijo la muchacha.

-Quítese la ropa -le dijeron.

Entonces, por primera vez en su vida, tuvo un dormitorio para ella. Cada vez que se abría la puerta, veía a un policía afuera. Se abría muy a menudo para dejar pasar al tipo de civiles que eran muy amables con los militares y al tipo de militares que eran aún más amables con ciertos civiles. No sabía qué hacían ni qué querían. Cada día le hacían cuatro millones quinientas mil preguntas. Aparentemente nunca hablaban entre ellos, porque cada uno le hacía las mismas preguntas una y otra vez.

-¿Cómo se llama?

-¿Qué edad tiene?

-¿Dónde nació?

A veces la ponían en extraños aprietos con las preguntas.

-Su tío. Se casó con una mujer de Europa Central, ¿verdad? ¿De qué sitio de Europa Central?

-¿A qué clubes o a qué organizaciones fraternales perteneció? ¡Ah! Hablando de aquella banda de estafadores de la calle Sesenta y tres, ¿quién estaba realmente detrás?

Una y otra vez:

-¿Qué quiso decir cuando dijo que el platillo le había hablado?

Y ella decía:

-Me habló.

Y ellos decían:

-Y dijo…

Ella negaba con la cabeza.

Había muchos que gritaban y después muchos que eran amables. Nadie había sido nunca tan amable con ella, pero pronto comprendió que nadie estaba siendo amable con ella. Lo que hacían era tratar de que se relajara, que pensara en otras cosas, para poder dispararle de pronto la pregunta: «¿Qué quiere decir con eso de que le habló?»

Pronto fue como mamá o como la escuela o como cualquier otro sitio, y se quedaba con la boca cerrada y los dejaba gritar. Una vez la sentaron durante horas y horas en una silla dura con una luz delante de los ojos y no le dieron nada de beber. En su casa había un tragaluz sobre la puerta del dormitorio y su madre solía dejar la luz de la cocina encendida toda la noche, todas las noches, para que no tuviese miedo. La luz no le molestaba nada.

La sacaron del hospital y la metieron en la cárcel. En algunos sentidos eso era bueno. La comida. La cama también estaba bien. Por la ventana veía a muchas mujeres haciendo ejercicio en el patio. Le explicaron que ellas tenían camas mucho más duras.

-Aunque le parezca mentira, usted es una joven muy importante.

Al principio eso fue agradable, pero como siempre resultó que no lo decían de verdad. Siguieron trabajando con ella. Una vez le llevaron el platillo. Estaba dentro de una enorme caja de madera con candado y ésta metida a su vez en una caja de acero con cerradura Yale. El platillo sólo pesaba un kilo, pero cuando terminaron de empaquetarlo hicieron falta dos hombres para llevarlo y cuatro hombres con armas para custodiarlo.

Le hicieron representar toda la escena de cómo había ocurrido, mientras unos soldados sostenían el platillo sobre su cabeza. No fue lo mismo. Habían hecho muchas muescas y sacado muchos pedazos del platillo, y además tenía aquel color gris apagado. Le preguntaron si sabía algo, y por una vez les contó.

-Ahora está vacío -dijo.

Con la única persona que hablaba era con un hombre pequeño y barrigón que la primera vez que estuvo solo con ella le dijo:

-Mira, me da asco ver cómo te han tratado. Pero quiero que entiendas que yo tengo que hacer mi trabajo. Mi trabajo consiste en descubrir por qué no les cuentas lo que dijo el platillo. Yo no quiero saber qué dijo, y jamás te lo preguntaré. Ni siquiera quiero que me lo cuentes. Averigüemos, nada más, por qué guardas ese secreto.

Averiguarlo llevó horas de conversación sobre una neumonía que había tenido y la maceta que había hecho en segundo grado y que su madre había arrojado por la escalera de incendios y cómo la habían dejado en la escuela y el sueño de tener una copa de vino entre las manos y mirar por encima a un hombre.

Y un día, tal como le vino a la cabeza, le explicó por qué no quería contar nada acerca del platillo:

-Porque habló conmigo, y eso a nadie más le incumbe.

Hasta le contó lo del hombre que se había persignado aquel día. Era la única otra cosa propia que tenía.

El hombre era agradable. Fue el que le advirtió sobre el juicio.

-No me corresponde decirte esto, pero te van a dar un tratamiento completo. Juez y jurado y todo lo demás. Mi consejo es que digas lo que quieras, nada más y nada menos. Y no dejes que te saquen de quicio. Tienes derecho a ser dueña de algo.

Se levantó, soltó un juramento y se fue.

Primero vino un hombre y durante un largo rato le explicó cómo podrían atacar la tierra desde el espacio sideral, seres mucho más fuertes y listos que nosotros, y quizá ella tenía la clave para la defensa. De manera que había contraído esa deuda con el mundo entero. Y aunque no atacasen la tierra, pensemos en la ventaja que ella podría dar a ese país sobre los enemigos. Después le apuntó con un dedo y dijo que lo que ella hacía equivalía a trabajar para los enemigos de su país. Y resultó que ese hombre era quien la iba a defender en el juicio.

El jurado la declaró culpable de desacato al tribunal y el juez recitó una larga lista de castigos que podía aplicarle. Le aplicó uno y lo suspendió. La volvieron a meter otro tiempo en la cárcel, y un buen día la soltaron.

Al principio fue maravilloso. Consiguió un trabajo en un restaurante y una habitación amueblada. Había aparecido tanto en los periódicos que su madre no la quería en casa. Su madre estaba borracha casi todo el tiempo y a veces le daba por romper todo el barrio, pero igual tenía ideas muy especiales sobre la decencia, y aparecer todo el tiempo en los diarios por espionaje no era lo que ella consideraba ser respetable. Así que puso su nombre de soltera en el buzón y pidió a su hija que no volviese nunca más a vivir con ella.

En el restaurante conoció a un hombre que la invitó a salir. La primera vez que le ocurría. Gastó todo lo que tenía en comprar un bolso rojo haciendo juego con los zapatos. No eran del mismo tono, pero todo era rojo. Fueron al cine y después él no trató de besarla ni nada parecido, sino que trató de averiguar qué le había dicho el platillo volador. Ella no contó nada. Volvió a casa y lloró toda la noche.

Después unos hombres se sentaron en un reservado y se pusieron a hablar, y cada vez que ella pasaba cerca callaban y la fulminaban con la mirada. Hablaron con el jefe, y el jefe se acercó y le contó que eran ingenieros electrónicos que trabajaban para el gobierno y tenían miedo de hablar del trabajo mientras ella anduviese por allí: ¿acaso no era una especie de espía? La echaron.

Una vez vio su nombre en una máquina tocadiscos. Metió una moneda y tecleó aquel número, y la canción decía «el platillo volador bajó un día y le enseñó una nueva manera de tocar que no explicaré, pero ella me llevó fuera de este mundo». Y mientras la escuchaba, alguien del lugar la reconoció y la llamó por su nombre. Cuatro de ellos la siguieron hasta su casa y tuvo que trancar la puerta.

A veces estaba bien durante meses seguidos, y entonces alguien la invitaba a salir. Tres de cada cinco veces los siguieron a ella y al que la había invitado. Una vez el hombre que estaba con ella arrestó al hombre que iba detrás. Dos veces el hombre que iba detrás arrestó al hombre que estaba con ella. Cinco de cada cinco veces trataban de sacarle información sobre el platillo volador. A veces salía con alguien y fingía que era una cita verdadera, pero no lo hacía bien.

Así que se mudó a la costa y consiguió un puesto de limpiadora nocturna de oficinas y tiendas. No había muchos sitios que limpiar, pero eso también significaba que había menos personas que recordaran su cara de los periódicos. Como un reloj, cada dieciocho meses algún periodista volvía a sacar toda la historia en una revista o en un suplemento dominical; y cada vez que alguien veía un faro en una montaña o una luz en un globo sonda, tenía que ser un platillo volador, y tenía que haber chistes trillados sobre la voluntad del platillo volador de contar secretos. Entonces, por dos o tres semanas, ella no salía a la calle durante el día.

Una vez pensó que lo había conseguido. La gente no la quería, así que empezó a leer. Durante un tiempo las novelas estuvieron muy bien, hasta que descubrió que la mayoría eran como las películas: sobre la gente guapa que es la verdadera dueña del mundo. De modo que aprendió cosas: sobre los animales, los árboles. Una asquerosa ardilla atrapada en el alambre de una cerca la mordió. Los animales no la querían. A los árboles no les importaba.

Entonces se le ocurrió la idea de las botellas. Reunió todas las que pudo y escribió en papeles y los metió dentro y las tapó con el corcho. Recorría a pie kilómetros de playa arrojando las botellas lo más lejos posible. Sabía que si la persona apropiada encontraba una, daría a esa persona la única cosa en el mundo que le ayudaría. Esas botellas la sostuvieron durante tres años continuos. Todo el mundo tiene que hacer algo en secreto.

Y por fin llegó el momento en el que eso dejó de servir. Uno puede seguir tratando de ayudar a alguien que quizá existe; pero pronto se deja de fingir que existe esa persona. Y eso es todo. El fin.

-¿Tienes frío? -pregunté cuando terminó de contarme.

Las olas eran más tranquilas y las sombras más largas.

-No -respondió ella desde las sombras. De repente dijo-: ¿Crees que estaba furiosa contigo porque me viste sin ropa?

-¿Por qué no habrías de estarlo?

-¿Sabes una cosa? No me importa. No hubiera querido… No hubiera querido que me vieras ni siquiera con vestido de baile o con una túnica. Es imposible cubrir mi esqueleto. Se nota; está allí hagas lo que hagas. No quería que me vieras. En absoluto.

-¿Yo o cualquiera?

La muchacha vaciló.

-Tú.

Me levanté y me estiré y caminé un poco, pensando.

-El FBI ¿no intentó impedirte que tiraras esas botellas?

-Sí, claro. Gastaron no sé cuánto dinero de los contribuyentes recogiéndolas. Todavía hacen alguna inspección de vez en cuando. Pero se están cansando. Todos los mensajes de las botellas dicen lo mismo.

Se echó a reír. No sabía que pudiese hacerlo.

-¿De qué te ríes?

-De todos: los jueces, los carceleros, las máquinas tocadiscos, la gente. ¿Sabes que no me habría ahorrado ningún problema si les hubiera contado todo al principio?

-¿No?

-No. No me habrían creído. Lo que querían era una nueva arma. Ciencia superior de una raza superior para destruir a esa raza superior si tenían la oportunidad o la nuestra si no la tenían. Todos esos cerebros -musitó, con más asombro que desdén-, todas esas medallas. Piensan «raza superior» y asocian eso con «ciencia superior». ¿Acaso no se les ocurre que una raza superior también tiene sentimientos superiores, tal vez risa superior o hambre superior? -Hizo una pausa-. ¿No es hora de que me preguntes qué dijo el platillo?

-Te lo diré -mascullé.

Hay en ciertas almas vivas

una atroz forma de soledad,

tan grande que debe ser compartida

como la compañía que comparten los seres inferiores.

Esa soledad es mía, y quiero que con esto sepas

que en la inmensidad

hay alguien más solo que tú.

-Santo Dios -dijo ella, con fervor, y se echó a llorar-. ¿Y a quién está dirigido?

A la persona más sola

-¿Cómo lo sabías? -susurró la muchacha.

-¿Acaso no fue lo que pusiste en las botellas?

-Sí -dijo ella-. Cuando la situación se vuelve insoportable, cuando a nadie le importas ni le importaste nunca… tiras una botella al mar y con ella se va una parte de tu soledad. Te sientas y piensas que alguien, en alguna parte, la encontrará… y que por primera vez descubrirá que es posible comprender la peor cosa que existe.

La luna se estaba poniendo y las olas habían callado. Miramos hacia arriba, hacia las estrellas.

-No sabemos lo que es la soledad. La gente pensó que era un platillo, pero no lo era. Era una botella con un mensaje dentro. Tuvo que cruzar un océano más grande, todo el espacio, sin muchas probabilidades de encontrar a alguien. ¿Soledad? Nosotros no conocemos la soledad.

Cuando pude le pregunté por qué había tratado de matarse.

-Lo que me dijo el platillo -explicó- me ayudó. Quería… retribuirle el favor. Estaba lo bastante mal como para recibir ayuda; quería saber si estaba lo bastante bien como para ayudar. ¿Nadie me quiere? Perfecto. Pero no me digas que nadie, en ninguna parte, quiere mi ayuda. Eso no lo puedo soportar.

Respiré hondo.

-Encontré una de tus botellas hace dos años. Desde entonces te he estado buscando. Cartas de mareas, tablas de corrientes, mapas y… mucho caminar. Aquí oí hablar de tí y de las botellas. Alguien me dijo que habías dejado de hacerlo, que ahora te daba por salir a caminar por las dunas de noche. Yo sabía por qué. Corrí hasta aquí.

Necesitaba aspirar otra vez.

-Tengo un pie deforme. Pienso bien, pero las palabras no me salen de la boca como están en mi cabeza. Tengo esta nariz. Jamás tuve relación con una mujer. Nunca me quisieron contratar para trabajos donde tuvieran que mirarme. Tú eres hermosa -dije-. Tú eres hermosa.

La muchacha no dijo nada, pero fue como si saliera de ella una luz, más luz y menos sombra que las que podría proyectar la experta luna. Entre las muchas cosas que eso significaba era que hasta la soledad tiene un límite para quienes están suficientemente solos durante suficiente tiempo.


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