Un Epílogo, contra viento y marea

Epílogo del libro UHP (¡Uníos Hermanxs Psiquiatrizadxs en la guerra contra la mercancía!)

Contra viento y marea

«Por los míos, con los míos, hasta vencer.» Dicho insurreccional.

Estas son las últimas palabras del presente libro, su epílogo y adiós. No aportan más teoría ni más crítica antipsiquiátrica, más bien son una declaración de intenciones, una autocrítica y reflexión final que se ha hecho absolutamente necesaria con el tiempo. Algunos llevamos ya varios años con este tema de salud mental y revuelta a cuestas, y echando un vistazo hacia atrás, volviendo la mirada a tantos análisis y ataques realizados, nos hemos dado cuenta de que queda algo por decir, algo fundamental. Hemos olvidado una de las consignas más coreadas de la autonomía, un grito de guerra que debiera ser gesto inaugural de todo proceso de lucha digno de llamarse así: «Nuestro mayor enemigo seguimos siendo nosotros mismos».

Se ha insistido en la belleza de nuestra diferencia, en su aporte definitivo a la constitución de nuestra subjetividad, pero sin embargo, no hemos ahondado lo suficiente en otras vertientes que también son componentes esenciales de los individuos que somos… y sobre todo, de los individuos que queremos ser. La enfermedad lo muerde todo, hiere y mata, pero no lo es todo. No podemos cederle ese privilegio ontológico. Eso sería lo mismo que reconocer que no hay parte de nosotros que no quede inexorablemente determinada por ella, y que por lo tanto no somos ni podemos ser otra cosa que enfermos. Toda nuestra subjetividad quedaría conformada por el dolor, estaríamos paralizados, petrificados, congelados en un grito de horror perpetuo. No podríamos dar el paso definitivo del psiquiatrizado en lucha: la toma de conciencia de la propia situación, y por lo tanto, de las represiones a las que su persona está sometida. Sobre todo, no podríamos ser sujetos revolucionarios que conquistan su autonomía y su salud identificando a sus enemigos y luchando contra ellos. Por supuesto, soy absolutamente consciente de que se me pueden objetar casos en los que la enfermedad sí lo es todo, en los que la vida no es otra cosa que dolor, y en los que el paso de la toma de conciencia no puede darse, quedando la existencia fracturada en mil fragmentos irreconciliables. La enfermedad mental no es un todo del que podamos hablar en términos universales, la enfermedad mental afecta a personas concretas, y cada una de ellas acarrea su propio universo.

Obviamente existen grados y casos, no hay una uniformidad que nos permita formular enunciados genéricos. Caer en ello sería sencillamente una estupidez, y cualquier teoría que se hiciese aspirando a semejante universalidad no sería otra cosa que una impostura.

En el espinoso tema de la enfermedad mental, los que hacemos teoría desde la propia enfermedad nos acercamos y nos alejamos continuamente, señalamos, atacamos y huimos, no podemos sermonear ni dar recetas mágicas, porque nuestra propia experiencia nos enseña que no existen. He conocido personas que tras un cuarto de siglo de represión psiquiátrica, de encierros, medicaciones salvajes e incluso terapias electroconvulsivas, ya no son interlocutores posibles, no hay manera de establecer contacto con ellos (o por lo menos, por el momento no la conocemos), la vida se casca y la pena infinita gobierna el fondo de sus ojos. Ahí sí, ahí la enfermedad ha devenido completamente dolor, ahí, las reflexiones que se tratarán en las líneas que siguen no tienen sentido alguno. Me quedo mudo. Impotente, supurando rabia. No tengo autoridad ninguna para gritar «arriba, levanta hermano», yo ni siquiera puedo intuir el dolor de su caída. Solo me queda exigir respeto, promover el más delicado y exigente de los cuidados, buscar en el estudio las salidas a esa terrible situación, y procurar venganza hacia todas las instituciones que son responsables de la misma.

Sin embargo, aquí quiero hablar de situaciones más comunes y cotidianas, de la enfermedad en un punto de su desarrollo no tan devastador. Quiero hablar de una parte importante del aquí y ahora de nuestra enfermedad, y busco hacerlo desde lo que yo mismo he vivido/ sufrido y de lo que he visto en otros muchos casos cercanos a mí. Por supuesto lo hago desde el dolor, como condición necesaria para articular mi habla, como punto de partida y elemento legitimador de mis palabras. Esa es la diferencia con el caso descrito anteriormente, como enfermo en lucha hablo desde el dolor, no ha llegado el momento (porque no me han sacudido lo suficiente, porque aún soy joven, porque no tengo ninguna lesión cerebral o porque no me rindo) en que este me colonice completamente y se encarne en mí. Hablo pues para los que pueden escuchar, y pido amor y afecto para los que, aunque solo sea por el momento (como soñador que soy, me niego a aceptar los diagnósticos de irreversibilidad y sueño con traer a mis hermanos de vuelta), no pueden hacerlo.

Como decía al principio, hemos atacado enemigos (no sé si mucho y bien, pero al menos estamos en ello) pero nos hemos olvidado de atacarnos a nosotros mismos. Se nos ha pasado por alto, fruto sin duda de una teoría inmadura, arrojar las armas de la crítica contra nuestras propias subjetividades. Mirarse uno mismo, examinarse y llegar a poner si hiciera falta una bomba bajo nuestros culos, como decía Cooper, es una exigencia revolucionaria. Es decir: la autocrítica, el análisis propio y el intento de superar nuestras propias contradicciones, es una tarea necesaria para todo aquel que persiga acabar con las condiciones en las que se desarrolla su existencia. Ahí reside la razón de la revolución: buscar pasar a otra cosa, destruyendo previamente lo que hay. Otra Cosa totalmente distinta de lo que existe. Dar un salto mortal y aterrizar con una sonrisa. Por eso desde el punto de vista del enfermo, algunas perspectivas anarquizantes que defienden hablar tan solo de revuelta no pueden servirle. El destruir lo que hay y ya se verá no nos vale, la apología del caos como asolación y punto y final, no puede tener sentido. Queremos saltar. Queremos dejar de estar enfermos, vivir nuestra diferencia sin represión y sin dolor. Para eso hay que incendiar el presente y dar paso a algo tan diferente como diferentes somos nosotros. Ahí cobra sentido nuestra palabra anarquía.

Es más sencillo combatir los privilegios ajenos que los propios, es más fácil atacar las concesiones de las que disfrutan nuestros enemigos que encarar las que nosotros vivimos, pero también es más radical lo segundo que lo primero. Enfrentarse a uno mismo va a la raíz del problema, sin tapujos, sin cortinas de humo. La rebeldía se desnuda a la vez que se hace fuerte. Esta radicalidad vale para cualquier revolucionario, y el caso del enfermo mental no constituye una excepción. La patología mental, el dolor del que venimos hablando desde el comienzo, lleva a los individuos a una serie de experiencias jodidas que les sitúan en la posibilidad de juzgar a la sociedad en la que viven y declararle la guerra como punto de partida de su emancipación. El enfermo toma conciencia de cómo transcurre su vida, de qué y quienes hacen que eso sea así, y de cuáles son los caminos para acabar con una situación de opresión.

Sin embargo, la enfermedad también desencadena otras situaciones y otros procesos que deben ser revisados escrupulosamente. El enfermo parte de una situación de debilidad, llega a la conciencia por el dolor de su propia experiencia. Su ser débil se convierte en un arma de peso, pues da razón de su lucha, de su anhelo de cambio. Las ideologías sucumben tarde o temprano, sin embargo, una lucha que se fundamente en el sufrimiento y no en las ideas de otro, tiene garantizada su perdurabilidad y su entereza. Las pajas teóricas y las argumentaciones filosóficas pasan de moda o ceden al desencanto, la rebeldía viva de quien pelea por conquistar una salud que le ha sido arrebatada no sabe de apariencias ni banalidades. Las ideas no nos poseen, nosotros poseemos a las ideas. Nuestra lucha no es una abstracción, nuestra lucha es nuestra vida. Sin embargo, esa debilidad implica un riesgo dentro de la sociedad del espectáculo. En un contexto en el que las relaciones están mediatizadas (al menos todas aquellas que no hayan sido aún reconquistadas), la enfermedad también puede sufrir un proceso de espectacularización. Y en este caso sucede lo mismo que con la verdura (por poner un ejemplo ilustrativo): que inmersa en las condiciones espectaculares pierde su esencia, su sabor, su verdad. Así es cómo los roles se enquistan en la supervivencia cotidiana de los individuos, y las vidas se reducen a la reproducciones de tristes guiones escritos por otros.

Lamentablemente también existe el rol del pirado, del loco. Este tiene dos caras principales: la del atormentado y la de la víctima. La primera tiene su origen en una absurda concepción romántica de la locura, que exalta la rareza, la extravagancia o la soledad como valores en sí mismos (se puede ser raro y estar muy contento de ello, y se puede hacer una apología gratuita del malditismo y la exclusión, lo cual tiene más que ver con una adolescencia mal curada que con otra cosa). La segunda es más grave y difícil de superar, ya que induce al sujeto a un inmovilismo apático que aturde los sentidos y atrapa a la conciencia en un callejón sin salida. La victimización acarrea cierta comodidad: la del espectador, ya que anula la acción como motor de la existencia y la sustituye por la contemplación del propio sufrimiento. Se trata de un proceso gradual y progresivo que se va comiendo poco a poco la empatía del enfermo hasta dejarle solo, ya que es incapaz de interactuar con la gente que le rodea al margen de su dolor. El sufrimiento deviene espectáculo: para los demás y para uno mismo. Este implica a su vez la pérdida de salud (ya que al triunfar la inacción se impide la toma de conciencia, y en consecuencia se frustra la lucha por la emancipación) y la creación de relaciones de compasión. La compasión no tiene nada que ver con el reconocimiento de los problemas ajenos y la cooperación en sus tareas de eliminación, no puede dar lugar a una relación entre iguales, de ida y vuelta, sino que implica la utilización de la pena como moneda de cambio: uno se limita a lamentar y consolar al desdichado (a menudo con cierta satisfacción autocomplaciente), y este contempla (a menudo con cierto regodeo) el espectáculo. Como se puede intuir, las relaciones fundamentadas en la compasión son todo menos sanas, hacen del enfermo más enfermo, del que se compadece más ignorante y de la vida más falsa. Uno no ayuda a un compañero caído cantando su desdicha, y un caído no puede conseguir levantarse si pierde el tiempo gimoteando.

En todo momento hemos partido del siguiente supuesto: un enfermo, para superar su propia condición de enfermo, debe hacer prevalecer su autonomía como sujeto, el mantenimiento de su identidad pasa por reconocer las condiciones en las cuales se desarrolla su vida y su dolor, e imponer contra viento y marea su voluntad de superarlas. La salud y la libertad son lo que nos jugamos, así que más vale saber poner en movimiento nuestras potencias y nuestras armas. Las víctimas esperan, no atacan… y el que no ataca no gana. Nunca hay que perder de vista el hecho de que la enfermedad mental atenúa, pero no exime. Me explico, evidentemente, una persona aquejada de sufrimiento psíquico no podrá responder siempre y en las mismas condiciones que un individuo que no padezca ese sufrimiento, sin embargo, esto no le exonera de tener responsabilidades. Si a una persona que tiene la capacidad de asumir responsabilidades se le induce a renunciar a ellas, se le está mutilando, se le está mermando la voluntad, y por tanto la posibilidad de estar mejor (otro caso sería el señalado más arriba, en el que el enfermo no es capaz en ningún caso de gobernarse a sí mismo). Tristemente, la sociedad pone en movimiento tendencias que hacen que el enfermo mental renuncie a sus propias potencialidades y se abandone a la desolación. Caer en ellas puede hacer de la enfermedad un proceso irreversible.

Abandonarse y ser derrotado viene a ser lo mismo. La enfermedad no puede convertirse en coartada de nuestros miedos, no puede ser una excusa tras la cual escondernos y no hacer frente a nuestros deberes… los principales: cuidar de nosotros mismos y de los nuestros, o dicho de otra manera: luchar. Buscar salidas es la obligación de quien está atrapado. Si uno tiene recursos para buscarse la vida (currando, pidiendo bajas a la seguridad social o robando), uno tiene que buscársela, no vale quedarse en casa, diciendo a los demás: «Es que estoy loco». Esta tampoco puede ser la respuesta cuando tu gente te pide ayuda, cuando las cosas se ponen feas. Si se puede escuchar, se escucha, si se puede echar un cable, se echa. El resto es rendirse, dejarse tocar fondo. A la salud se llega mediante el coraje y la pelea, pero para hundirse en la enfermedad tan sólo hay que dejarse llevar. Estas afirmaciones también valen para los grupos de personas cercanas al enfermo, tratar con cuidado a alguien que está jodido no es equivalente a tratarle como un inútil o tolerarle todo. Nuestras palabras y acciones también tienen valor, ese es un hecho que debe ser reivindicado. Para lo bueno y para lo malo, para afirmarnos a nosotros mismos y para adquirir compromisos con quienes nos rodean.

Otro de los principales errores de los enfermos mentales consiste en creer que su dolor es un absoluto en comparación con el dolor de los demás, especialmente con el de aquellos que no comparten ninguna patología mental. Sencillamente se trata de una gilipollez. El cierre de todos los cerrojos sobre uno mismo nos impide ver el dolor ajeno, aprender de él y colaborar a atenuarlo. El dolor por esencia es casi siempre legítimo, puede ser mayor o menor, pero por lo general, en distintos sujetos se resiste a las comparaciones. El dolor es algo propio e intransferible, por eso no se puede despreciar el de los demás, y menos apelando al de uno mismo. No hay porqué pensar, por ejemplo, que una psicosis o una depresión hagan más daño que la pérdida de un ser querido (teniendo en cuenta además, que esta puede producir aquellas). La empatía, la capacidad de una persona para participar afectivamente en la realidad de otra, es un indicador de la salud.

Por último, cabe señalar un deber más que tienen todos los enfermos que son conscientes de su situación: el de socializar sus conocimientos. El saber adquirido por el estudio y por la experiencia debe ser puesto en común para lograr de él el máximo de los beneficios. El gesto comunista de compartir cuanto se sabe en la guerra contra la Bestia alivia más que cualquier píldora. La cuerda que se va tejiendo con cada historia contada y cada recurso utilizado, conforma la escalera con la que escalaremos los cielos.


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