Dos entrevistas y la trascripción de una charla…
El ojo del poder
Entrevista con Michel Foucault, incluida en El Panóptico, de Jeremías Bentham
Ed. La Piqueta, Barcelona, 1980. Traducción de Julia Varela y Fernando Alvarez-Uría.
Jean-Pierre Barou: El Panóptico de Jeremías Bentham es una obra editada a finales del siglo XVIII que ha permanecido desconocida. Sin embargo, tú has escrito una serie de frases sobre ella tan sorprendentes como éstas: “Un acontecimiento en la historia del espíritu humano”, “Una especie de huevo de Colón en el campo de la política”. Por lo que se refiere a su autor, el jurista inglés Jeremías Bentham, lo has presentado como el “Fourier de una sociedad policial”.(1) Para nosotros es un misterio. Pero, explícanos, cómo has descubierto El Panóptico.
Michel Foucault: Estudiando los orígenes de la medicina clínica; había pensado hacer un estudio sobre la arquitectura hospitalaria de la segunda mitad del siglo XVIII, en la época en la que se desarrolla el gran movimiento de reforma de las instituciones médicas. Quería saber cómo se había institucionalizado la mirada médica; cómo se había inscrito realmente en el espacio social; cómo la nueva forma hospitalaria era a la vez el efecto y el soporte de un nuevo tipo de mirada. Y examinando los diferentes proyectos arquitectónicos posteriores al segundo incendio del Hotel-Dieu en 1972 me di cuenta hasta qué punto el problema de la total visibilidad de los cuerpos, de los individuos, de las cosas, bajo una mirada centralizada, había sido uno de los principios básicos más constantes. En el caso de los hospitales este problema presentaba una dificultad suplementaria: era necesario evitar los contactos, los contagios, la proximidad y los amontonamientos, asegurando al mismo tiempo la aireación y la circulación del aire; se trataba a la vez de dividir el espacio y de dejarlo abierto, de asegurar una vigilancia que fuese global e individualizante al mismo tiempo, separando cuidadosamente a los individuos que debían ser vigilados. Había pensado durante mucho tiempo que estos eran problemas propios de la medicina del siglo XVIII y de sus concepciones teóricas.
Después, estudiando los problemas de la penalidad, he visto que todos los grandes proyectos de remozamiento de las prisiones (que dicho sea de paso aparecen un poco más tarde, en la primera mitad del siglo XIX), retornaban al mismo tema, pero ahora refiriéndose casi siempre a Bentham. Casi no existían textos ni proyectos acerca de las prisiones en los que no se encontrase el “invento” de Bentham, es decir, el “panóptico”.
El principio era: en la periferia un edificio circular; en el centro una torre; ésta aparece atravesada por amplias ventanas que se abren sobre la cara interior del círculo. El edificio periférico está dividido en celdas, cada una de las cuales ocupa todo el espesor del edificio. Estas celdas tienen dos ventanas: una abierta hacia el interior que se corresponde con las ventanas de la torre; y otra hacia el exterior que deja pasar la luz de un lado al otro de la celda. Basta pues situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un alumno. Mediante el efecto de contra-luz se pueden captar desde la torre las siluetas prisioneras en las celdas de la periferia proyectadas y recortadas en la luz. En suma, se invierte el principio de la mazmorra. La plena luz y la mirada de un vigilante captan mejor que la sombra que en último término cumplía una función protectora.
Sorprende constatar que mucho antes que Bentham esta preocupación existía ya. Parece que uno de los primeros modelos de esta visibilidad aislante había sido puesto en práctica en la Escuela militar de París en 1755 en lo referente a los dormitorios. Cada uno de los alumnos debía disponer de una celda con cristalera a través de la cual podía ser visto toda la noche sin tener ningún contacto con sus condiscípulos, ni siquiera con los criados. Existía además un mecanismo muy complicado con el único fin de que el peluquero pudiese peinar a cada uno de los pensionistas sin tocarlo físicamente: la cabeza del alumno pasaba a través de un tragaluz, quedando el cuerpo del otro lado de un tabique de cristales que permitía ver todo lo que ocurría. Bentham ha contado que fue su hermano el que visitando la Escuela militar tuvo la idea del panóptico. El tema de todas formas estaba presente. Las realizaciones de Claude-Nicolas Ledoux, concretamente la salina que construye en Arc-et-Senans, se dirigen al mismo efecto de visibilidad, pero con un elemento suplementario: que exista un punto central que sea el lugar del ejercicio y, al mismo tiempo, el lugar de registro del saber. De todos modos si bien la idea del panóptico es anterior a Bentham, será él quien realmente la formule, y la bautice. El mismo nombre de “panóptico” parece fundamental. Designa un principio global. Bentham no ha pues simplemente imaginado una figura arquitectónica destinada a resolver un problema concreto, como el de la prisión, la escuela o el hospital. Proclama una verdadera invención que él mismo denomina “huevo de Colón”. Y, en efecto, lo que buscaban los médicos, los industriales, los educadores y los penalistas, Bentham se lo facilita: ha encontrado una tecnología de poder específica para resolver los problemas de vigilancia. Conviene destacar una cosa importante: Bentham ha pensado y dicho que su procedimiento óptico era la gran innovación para ejercer bien y fácilmente el poder. De hecho, dicha innovación ha sido ampliamente utilizada desde finales del siglo XVIII. Sin embargo los procedimientos de poder puestos en práctica en las sociedades modernas son mucho más numerosos, diversos y ricos. Sería falso decir que el principio de visibilidad dirige toda la tecnología de poder desde el siglo XIX.
Michelle Perrot: ¡Pasando por la arquitectura! ¿Qué pensar por otra parte de la arquitectura como modo de organización política? Porque en último término todo es espacial, no solo mentalmente, sino materialmente en este pensamiento del siglo XVIII.
Foucault: Desde finales del siglo XVIII la arquitectura comienza a estar ligada a los problemas de población, de salud, de urbanismo. Antes, el arte de construir respondía sobre todo a la necesidad de manifestar el poder, la divinidad, la fuerza. El palacio y la iglesia constituían las grandes formas a las que hay que añadir las plazas fuertes: se manifestaba el poderío, se manifestaba el soberano, se manifestaba Dios. La arquitectura se ha desarrollado durante mucho tiempo alrededor de estas exigencias. Pero, a finales del siglo XVIII, aparecen nuevos problemas: se trata de servirse de la organización del espacio para fines económico-políticos.
Surge una arquitectura específica. Philippe Aries ha escrito cosas que me parecen importantes sobre el hecho de que la casa, hasta el siglo XVIII, es un espacio indiferenciado. En este espacio hay habitaciones en las que se duerme, se come, se recibe…, en fin poco importa. Después, poco a poco, el espacio se especifica y se hace funcional. Un ejemplo es el de la construcción de las ciudades obreras en los años 1830-1870. Se fijará a la familia obrera; se le va a prescribir un tipo de moralidad asignándole un espacio de vida con una habitación que es el lugar de la cocina y del comedor, otra habitación para los padres, que es el lugar de la procreación, y la habitación de los hijos. Algunas veces, en el mejor de los casos, habrá una habitación para las niñas y otra para los niños. Podría escribirse toda una “historia de los espacios” -que sería al mismo tiempo una “historia de los poderes”- que comprendería desde las grandes estrategias de la geopolítica hasta las pequeñas tácticas del habitat, de la arquitectura institucional, de la sala de clase o de la organización hospitalaria, pasando por las implantaciones económico-políticas. Sorprende ver cuánto tiempo ha hecho falta para que el problema de los espacios aparezca como un problema histórico-político, ya que o bien el espacio se reenviaba a la “naturaleza” -a lo dado, a las determinaciones primeras, a la “geografía física”- es decir a una especie de capa “prehistórica”, o bien se lo concebía como lugar de residencia o de expansión de un pueblo, de una cultura, de una lengua, o de un Estado. En suma, se lo analizaba o bien como suelo, o bien como aire; lo que importaba era el sustrato o las fronteras. Han sido necesarios Marc Bloch y Fernand Braudel para que se desarrolle una historia de los espacios rurales o de los espacios marítimos. Es preciso continuarla sin decirse simplemente que el espacio predetermina una historia que a su vez lo remodela y se sedimenta en él. El anclaje espacial es una forma económico-política que hay que estudiar en detalle. Entre todas las razones que han inducido durante tanto tiempo a una cierta negligencia respecto a los espacios, citaré solamente una que concierne al discurso de los filósofos. En el momento en el que comenzaba a desarrollarse una política reflexiva de los espacios (finales del siglo XVIII), las nuevas adquisiciones de la física teórica y experimental desalojaron a la filosofía de su viejo derecho de hablar del mundo, del cosmos, del espacio finito e infinito. Esta doble ocupación del espacio por una tecnología política y por una práctica científica ha circunscrito la filosofía a una problemática del tiempo. Desde Kant, lo que el filósofo tiene que pensar es el tiempo -Hegel, Bergson, Heidegger-, con una descalificación correlativa del espacio que aparece del lado del entendimiento, de lo analítico, de lo conceptual, de lo muerto, de lo fijo, de lo inerte. Recuerdo haber hablado, hace una docena de años de estos problemas de una política de los espacios, y se me respondió que era bien reaccionario insistir tanto sobre el espacio, que el tiempo, el proyecto, era la vida y el progreso. Conviene decir que este reproche venía de un psicólogo -verdad y vergüenza de la filosofía del siglo XIX-.
M. P.: De paso, me parece que la noción de sexualidad es muy importante tal como señaló Ud. a propósito de la vigilancia en el caso de los militares; de nuevo aparece este problema con la familia obrera; es sin duda fundamental.
Foucault: Totalmente de acuerdo. En estos temas de vigilancia, y en particular de la vigilancia escolar, los controles de la sexualidad se inscriben en la arquitectura. En el caso de la Escuela militar las paredes hablan de la lucha contra la homosexualidad y la masturbación.
M. P.: Siguiendo con la arquitectura, ¿no le parece que individuos como los médicos, cuya participación social es considerable a finales del siglo XVIII, han desempeñado de algún modo un papel de organizadores del espacio? La higiene social nace entonces; en nombre de la limpieza, la salud, se controlan los lugares que ocupan unos y otros. Y los médicos, con el renacimiento de la medicina hipocrática, se sitúan ente los más sensibilizados al problema del entorno, del lugar, de la temperatura, datos que encontramos en la encuesta de Howard sobre las prisiones (2).
Foucault: Los médicos eran entonces en cierta medida especialistas del espacio. Planteaban cuatro problemas fundamentales: el de los emplazamientos (climas regionales, naturaleza de los suelos, humedad y sequedad: bajo el nombre de “constitución”, estudiaban la combinación de los determinantes locales y de las variaciones de estación que favorecen en un momento dado un determinado tipo de enfermedad); el de las coexistencias (ya sea de los hombres entre sí: densidad y proximidad; ya sea de los hombres y las cosas: aguas, alcantarillado, ventilación; ya sea de los hombres entre sí: densidad y proximidad; ya sea de los hombres y los animales: mataderos, establos; ya sea de los hombres y los muertos: cementerios); el de las residencias (hábitat, urbanismo); el de los desplazamientos (emigración de los hombres, propagación de las enfermedades). Los médicos han sido con los militares, los primeros gestores del espacio colectivo. Pero los militares pensaban sobre todo el espacio de las “campañas” (y por lo tanto el de los “pasos”) y el de las fortalezas. Los médicos han pensado sobre todo el espacio de las residencias y el de las ciudades. No recuerdo quién ha buscado en Montesquieu y en Augusto Comte las grandes etapas del pensamiento sociológico. Es ser bien ignorante. El saber sociológico se forma más bien en prácticas tales como las de los médicos. Guepin ha escrito en los mismos comienzos del siglo XIX un maravilloso análisis de la ciudad de Nantes.
De hecho, si la intervención de los médicos ha sido tan capital en esta época, se debe a que estaba exigida por todo un conjunto de problemas políticos y económicos nuevos: la importancia de los hechos de población.
M. P.: Es chocante además la gran cantidad de personas que se ven concernidas por la reflexión de Bentham. En distintos sitios dice haber resuelto los problemas de disciplina planteados por un gran número de individuos a cargo de unos pocos.
Foucault: Al igual que sus contemporáneos Bentham se encuentra con el problema de la acumulación de hombres. Pero mientras que los economistas planteaban el problema en términos de riqueza (población-riqueza ya que mano de obra, fuente de actividad económica, consumo; y población-pobreza ya que excedente u ociosa), Bentham plantea la cuestión en términos de poder: la población como blanco de las relaciones de dominación. Se puede decir, creo, que los mecanismos de poder, que intervenían incluso en una monarquía administrativa tan desarrollada como la francesa, dejaban aparecer huecos bastante amplios: sistema lacunar, aleatorio, global, que no entra en detalles, que se ejerce sobre grupos solidarios o practica el método del ejemplo (como puede verse claramente en el sistema fiscal o en la justicia criminal); el poder tenía pues una débil capacidad de “resolución” como se diría en términos de fotografía, no era capaz de practicar un análisis individualizante y exhaustivo del cuerpo social. Ahora bien, las mutaciones económicas del siglo XVIII han hecho necesaria una circulación de los efectos de poder a través de canales cada vez más finos, hasta alcanzar a los propios individuos, su cuerpo, sus gestos, cada una de sus habilidades cotidianas. Que el poder, incluso teniendo que dirigir a una multiplicidad de hombres, sea tan eficaz como si se ejerciese sobre uno solo.
M. P.: Los crecimientos demográficos del siglo XVIII han contribuido sin duda al desarrollo de un poder semejante.
J.-P. B.: ¿No es sorprendente entonces saber que la Revolución francesa a través de personas como La Fayette, ha acogido favorablemente el proyecto del panóptico? Se sabe que Bentham, como premio a sus desvelos, ha sido hecho “Ciudadano francés” en 1791.
Foucault: Yo diría que Bentham es el complemento de Rousseau. ¿Cuál es, en efecto, el sueño rousseauniano que ha animado a tantos revolucionarios?: el de una sociedad transparente, visible y legible a la vez en cada una de sus partes; que no existan zonas oscuras, zonas ordenadas por los privilegios del poder real o por las prerrogativas de tal o tal cuerpo, o incluso por el desorden; que cada uno, desde el lugar que ocupa, pueda ver el conjunto de la sociedad; que los corazones se comuniquen unos con otros, que las miradas no encuentren ya obstáculos, que la opinión reine, la de cada uno sobre cada uno. Starobinski ha escrito páginas muy interesantes respecto a este tema en La Transparencia y el obstáculo y en La invención de la libertad.
Bentham es a la vez esto y todo lo contrario. Plantea el problema de la visibilidad, pero pensando en una visibilidad totalmente organizada alrededor de una mirada dominadora y vigilante. Hace funcionar el proyecto de una visibilidad universal, que actuaría en provecho de un poder riguroso y meticuloso. Así, sobre el gran tema rousseauniano -que es en alguna medida el lirismo de la Revolución- se articula la idea técnica del ejercicio de un poder “omnicontemplativo” que es la obsesión de Bentham. Los dos se unen y el todo funciona: el lirismo de Rousseau y la obsesión de Bentham.
M. P.: Hay una frase en el Panóptico: “Cada camarada se convierte en un vigilante”.
Foucault: Rousseau habría dicho justamente lo inverso: que cada vigilante sea un camarada. Véase El Emilio: el preceptor de Emilio es un vigilante, es necesario que sea también un camarada.
J.-P. B.: La Revolución francesa no sólo no hace una lectura próxima a la que hacemos ahora sino que incluso encuentra en el proyecto de Bentham miras humanitarias.
Foucault: Justamente, cuando la Revolución se pregunta por una nueva justicia el resorte para ella será la opinión. Su problema, de nuevo, no ha sido hacer que las gentes fuesen castigadas; sino hacer que ni siquiera puedan actuar mal en la medida en que se sentirían sumergidas, inmersas, en un campo de visibilidad total en el cual la opinión de los otros, la mi-rada de los otros, el discurso de los otros, les impidan obrar mal o hacer lo que es nocivo. Esto está presente constantemente en los textos de la Revolución.
M. P.: El contexto inmediato ha jugado también su papel en la adopción del panóptico por la Revolución: en este momento el problema de las cárceles está a la orden del día. A partir de 1770 tanto en Inglaterra como en Francia existe una fuerte inquietud respecto a este tema como puede constatarse a través de la encuesta de Howard sobre las prisiones traducida al francés en 1788. Hospitales y cárceles son dos grandes temas de discusión en los salones parisinos, en los círculos ilustrados. Se ha convertido en algo escandaloso el que las prisiones sean lo que son: una escuela del vicio y del crimen; y lugares tan desprovistos de higiene que en ellos se muere uno. Los médicos comienzan a decir cómo se deteriora el cuerpo, cómo se dilapida en semejantes sitios. Llegada la Revolución francesa, emprende a su vez una encuesta de alcance europeo. Un tal Duquesnoy es el encargado de hacer un informe sobre los establecimientos llamados “de humanidad”, vocablo que comprende hospitales y prisiones.
Foucault: Un miedo obsesivo ha recorrido la segunda mitad del siglo XVIII: el espacio oscuro, la pantalla de oscuridad que impide la entera visibilidad de las cosas, las gentes, las verdades. Disolver los fragmentos de noche que se oponen a la luz, hacer que no existan más espacios oscuros en la sociedad, demoler esas cámaras negras en las que se fomenta la arbitrariedad política, los caprichos del monarca, las supersticiones religiosas, los complots de los tiranos y los frailes, las ilusiones de ignorancia, las epidemias. Los castillos, los hospitales, los depósitos de cadáveres, las casas de corrección, los conventos, desde antes de la Revolución han suscitado una desconfianza o un odio que no fueron subestimados; el nuevo orden político y moral no puede instaurarse sin su desaparición. Las novelas de terror en la época de la Revolución, desarrollan todo un mundo fantástico de la muralla, de la sombra, de lo oculto, de la mazmorra, de todo aquello que protege en una complicidad significativa, a los truhanes y a los aristócratas, a los monjes y a los traidores: los paisajes de Ann Radcliffe son montañas, bosques, cuevas, castillos en ruinas, conventos en los que la oscuridad y el silencio dan miedo. Ahora bien, estos espacios imaginarios son como la “contra-figura” de las transparencias y de las visibilidades que se intentan establecer entonces. Este reino de “la opinión” que se invoca con tanta frecuencia en esta época, es un modo de funcionamiento en el que el poder podría ejercerse por el solo hecho de que las cosas se sabrán y las gentes serán observadas por una especie de mirada inmediata, colectiva y anónima. Un poder cuyo recorte principal fuese la opinión no podría tolerar regiones de sombra. Si se han interesado por el proyecto de Bentham se debe a que, siendo aplicable a tantos campos diferentes, proporcionaba la fórmula de un “poder por transparencia”, de un sometimiento por “proyección de claridad”. El panóptico es un poco la utilización de la forma “castillo: (torreón rodeado de murallas) para paradójicamente crear un espacio de legibilidad detallada.
J.-P. B.: Son en definitiva los rincones ocultos del hombre lo que el Siglo de las Luces quiere hacer desaparecer.
Foucault: Indudablemente.
M. P.: Sorprenden también las técnicas de poder que funcionan en el interior del panóptico. La mirada fundamentalmente, y también la palabra puesto que existen esos famosos tubos de acero -extraordinaria invención- que unen el inspector central con cada una de las celdas en las que se encuentran, nos dice Bentham, no un prisionero sino pequeños grupos de prisioneros. En último término, la importancia de la disuasión está muy presente en el texto de Bentham: “Ës preciso -dice- estar incesantemente bajo la mirada de un inspector; perder la facultad de hacer el mal y casi el pensamiento de quererlo”. Nos encontramos de lleno con las preocupaciones de la Revolución: impedir a las gentes obrar mal, quitarles las ganas de desearlo, en resumen: no poder y no querer.
Foucault: Estamos hablando de dos cosas: de la mirada y de la interiorización. Y, en el fondo, ¿no se trata del problema del precio del poder? El poder, de hecho, no se ejerce sin gastos. Existe evidentemente el coste económico, y Bentham lo dice. ¿Cuántos vigilantes hacen falta? ¿Cuánto, en definitiva, costará la máquina? Pero está además el coste propiamente político. Si se es muy violento se corre el riesgo de suscitar insurrecciones; si se interviene de forma discontinua se arriesga uno a dejar que se produzcan, en los intervalos, fenómenos de resistencia de un coste político elevado. Así funcionaba el poder monárquico. Por ejemplo, la justicia que detenía una proporción irrisoria de criminales, argumentaba diciendo: conviene que el castigo sea espectacular para que los demás tengan miedo. Poder violento por tanto que debía, mediante el ejemplo, asegurar las funciones de continuidad. A esto contestan los nuevos teóricos del siglo XVIII: es un poder demasiado costoso y con muy pocos resultados. Se hacen grandes gastos de violencia que en realidad no tienen valor de ejemplo, se ve uno incluso obligado a multiplicar las violencias, de forma tal, que se multiplican las rebeliones.
M. P.: Esto es lo que sucedió con las insurrecciones contra el patíbulo.
Foucault: Por el contrario, se cuenta con la mirada que va a exigir pocos gastos. No hay necesidad de armas, de violencias físicas, de coacciones materiales. Basta una mirada. Una mirada que vigile, y que cada uno, sintiéndola pesar sobre sí, termine por interiorizarla hasta el punto de vigilarse a sí mismo; cada uno ejercerá esta vigilancia sobre y contra sí mismo. ¡Fórmula maravillosa: un poder continuo y de un coste, en último término, ridículo! Cuando Bentham considera que él lo ha conseguido, cree que es el huevo de Colón en el orden de la política, una fórmula exactamente inversa a la del poder monárquico. De hecho, en las técnicas de poder desarrolladas en la época moderna, la mirada ha tenido una importancia enorme, pero como ya he dicho, está lejos de ser la única ni siquiera la principal instrumentación puesta en práctica.
M. P.: Parece que, respecto a esto, Bentham se plantea el problema del poder en función sobre todo de grupos pequeños. ¿Por qué? ¿Por qué piensa que la parte es el todo, y que si se logra el éxito a nivel de grupos puede luego extenderse al todo social? ¿O bien es que el conjunto social, el poder a nivel de todo social es algo que entonces no se concebía realmente? ¿Por qué?
Foucault: El problema consiste en evitar los obstáculos, las interrupciones; al igual que ocurría en el Antiguo Régimen, con las barreras que presentaban a las decisiones de poder los cuerpos constituidos, los privilegios de determinadas categorías, desde el clero, hasta las corporaciones, pasando por los magistrados. Del mismo modo que las barreras que, en el Antiguo Régimen presentaban los cuerpos constituidos, los privilegios de determinadas categorías a las decisiones de poder. La burguesía comprende perfectamente que una nueva legislación o una nueva Constitución no son garantía suficiente para mantener su hegemonía. Se da cuenta de que debe inventar una tecnología nueva que asegure la irrigación de todo el cuerpo social de los efectos de poder llegando hasta sus más ínfimos resquicios. Y en esto precisamente la burguesía ha hecho no sólo una revolución política sino que también ha sabido implantar una hegemonía social que desde entonces conserva. Esta es la razón por la que todas estas invenciones han sido tan importantes y han hecho de Bentham uno de los inventores más ejemplares de la tecnología de poder.
J.-P. B.: No obstante, no se sabe a quién beneficia el espacio organizado tal como Bentham preconiza, si a los que habitan la torre central o a los que vienen a visitarla. Se tiene la sensación de estar ante un mundo infernal del que no escapa nadie, ni los que son observados ni los que observan.
Foucault: Esto es sin duda lo que hay de diabólico en esta idea como en todas las aplicaciones a que ha dado lugar. No existe en ella un poder que radicaría totalmente en alguien y que ese alguien ejercería él solo y de forma absoluta sobre los demás; es una máquina en la que todo el mundo está aprisionado, tanto los que ejercen el poder como aquellos sobre los que el poder se ejerce. Pienso que esto es lo característico de las sociedades que se instauran en el siglo XIX. El poder ya no se identifica sustancialmente con un individuo que lo ejercería o lo poseería en virtud de su nacimiento, se convierte en una maquinaria de la que nadie es titular. Sin duda, en esta máquina nadie ocupa el mismo puesto, sin duda ciertos puestos son preponderantes y permiten la producción de efectos de supremacía. De esta forma, estos puestos pueden asegurar una dominación de clase en la misma medida en que disocian el poder de la potestad individual.
M. P.: El funcionamiento del panóptico es, desde este punto de vista, un tanto contradictorio. Está el inspector principal que desde la torre central vigila a los prisioneros. Pero, al mismo tiempo, vigila a sus subalternos, es decir, al personal; este inspector central no tiene ninguna confianza en los vigilantes, e incluso se refiere a ellos de un modo un tanto despectivo pese a que, en principio, están destinados a serle próximos. ¡Pensamiento, pues, aristocrático!
Pero, al mismo tiempo, quisiera hacer esta observación en lo que se refiere al personal subalterno: ha constituido un problema para la sociedad industrial. No ha sido cómodo para los patronos encontrar capataces, ingenieros capaces de dirigir y de vigilar las fábricas.
Foucault: Es un problema considerable que se plantea en el siglo XVIII. Se puede constatar claramente en el caso del ejército, cuando fue necesario fabricar “suboficiales” que tuviesen conocimientos auténticos para organizar eficazmente las tropas en caso de maniobras tácticas, con frecuencia difíciles, tanto más difíciles cuanto que el fusil acababa de ser perfeccionado. Los movimientos, los desplazamientos, las filas, las marchas exigían este personal disciplinario. Más tarde los talleres vuelven a plantear a su modo el mismo problema; también la escuela con sus maestros, sus ayudantes, sus vigilantes. La iglesia era entonces uno de los raros cuerpos sociales en el que existían pequeños cuadros competentes. El religioso, ni muy alfabetizado ni totalmente ignorante, el cura, el vicario entraron en lid cuando se necesitó escolarizar a centenas de millares de niños. El Estado no se dotó con pequeños cuadros similares hasta mucho más tarde. Igual sucedió con los hospitales. No hace aún mucho que el personal subalterno hospitalario continuaba estando constituido en su mayoría por religiosas.
M. P.: Estas mismas religiosas han desempeñado un papel considerable en la aplicación de las mujeres al trabajo: aquí se sitúan los famosos internados del siglo XIX en los que vivía y trabajaba un personal femenino bajo el control de religiosas formadas especialmente para ejercer la disciplina de las fábricas.
El Panóptico está lejos de estar exento de estas preocupaciones ya que se puede constatar la existencia de esta vigilancia del inspector principal sobre el personal subalterno, y esta vigilancia sobre todos, a través de las ventanas de la torre, sucesión ininterrumpida de miradas que hace pensar en “cada camarada se convierte en un vigilante”, hasta el punto de que se tiene la impresión, un poco vertiginosa, de estar en presencia de una invención que en alguna medida se va de las manos de su creador. Bentham, en un principio, quiere confiar en un poder único: el poder central. Pero, leyéndolo uno se pregunta, ¿a quién mete Bentham en la torre? ¿Al ojo de Dios? Sin embargo Dios está poco presente en su texto; la religión no desempeña sino un papel de utilidad. Entonces, ¿a quién? En definitiva es preciso decir que el mismo Bentham no ve muy claro a quien confiar el poder.
Foucault: Bentham no puede confiar en nadie en la medida en que nadie debe ser lo que era el rey en el antiguo sistema, es decir, la fuente del poder y de la justicia. La teoría de la monarquía lo suponía. Era preciso confiar en el rey. Por su propia existencia, querida por Dios, él era la fuente de la justicia, de la ley, del poder. El poder que radicaba en su persona no podía sino ser bueno; un mal rey equivalía a un accidente de la historia o a un castigo del soberano absolutamente perfecto, Dios. Por el contrario, no se puede confiar en nadie cuando el poder está organizado como una máquina que funciona según engranajes complejos, en la que lo que es determinante es el puesto de cada uno, no su naturaleza. Si la máquina fuese tal que alguien estuviese fuera de ella, o que tuviese él solo la responsabilidad de su gestión, el poder se identificaría a un hombre y estaríamos de nuevo en un poder de tipo monárquico. En el Panóptico, cada uno, según su puesto, está vigilado por todos lo demás, o al menos por alguno de ellos; se está en presencia de un aparato de desconfianza total y circulante porque carece de un punto absoluto. La perfección de la vigilancia es una suma de insidias.
J.-P. B.: Una maquinaria diabólica, como has dicho, que no perdona a nadie. La imagen quizá del poder de hoy. Pero, ¿cómo crees que se ha llegado hasta aquí? ¿Por voluntad de quién y con qué objeto?
Foucault: La cuestión del poder se simplifica cuando se plantea únicamente en términos de legislación o de Constitución; o en términos de Estado o de aparato de Estado. El poder es sin duda más complicado, o de otro modo, más espeso y difuso que un conjunto de leyes o un aparato de Estado. No se puede comprender el desarrollo de las fuerzas productivas propias del capitalismo, ni imaginar su desarrollo tecnológico, si no se conocen al mismo tiempo los aparatos de poder. En el caso, por ejemplo, de la división de trabajo en los grandes talleres del siglo XVIII, ¿cómo se habría llegado a este reparto de tareas si no hubiese existido una nueva distribución del poder al propio nivel del remodelamiento de las fuerzas productivas? Lo mismo sucede con el ejército moderno: no basta con que exista otro tipo de armamento, ni otra forma de reclutamiento, fue necesario que se produjera a la vez esta nueva distribución de poder que se llama disciplina, con sus jerarquías, sus cuadros, sus inspecciones, sus ejercicios, sus condicionamientos y domesticaciones. Sin esto, el ejército tal como ha funcionado desde el siglo XVIII no hubiera sido posible.
J.-P. B.: De todos modos, ¿existe alguien o algunos que impulsan el todo?
Foucault: Se impone una distinción. Está claro que en un dispositivo como el ejército, el taller o cualquier tipo de institución, la red del poder adopta una forma piramidal. Existe pues una cúspide. Sin embargo incluso en un caso así de simple, esta “cúspide” no es la “fuente” o el “principio” de donde se derivaría todo el poder como de un centro luminoso (esta es la imagen según la cual se representa a la monarquía). La cúspide y los elementos inferiores de la jerarquía están en una relación de sostén y de condicionamiento recíprocos; se “sostienen” (el poder como “chantaje” mutuo e indefinido). Pero si lo que me preguntas es si esta nueva tecnología de poder tiene históricamente su origen en un individuo o en un grupo de individuos determinados, que habrían decidido aplicarla para servir sus propios intereses y utilizar así, en su beneficio, el cuerpo social, te responderé: no. Estas tácticas han sido inventadas, organizadas, a partir de condiciones locales y de urgencias concretas. Se han perfilado palmo a palmo antes de que una estrategia de clase las solidifique en amplios conjuntos coherentes. Hay que señalar además que estos conjuntos no consisten en una homoge-neización sino más bien en un juego complejo de apoyos que adoptan los diferentes mecanismos de poder unos sobre otros permaneciendo sin embargo en su especificidad. Así, actualmente, la interrelación entre medicina, psiquiatría, psicoanálisis, escuela, justicia, familia, en lo que se refiere a los niños, no homogeneiza estas distintas instancias sino que establece entre ellas conexiones, reenvíos, complementariedades, delimitaciones, lo que supone que cada una conserva hasta cierto punto las modalidades que le son propias.
M. P.: Ud. rechaza la idea de un poder que sería una super-estructura, pero no la idea de un poder que es, en cierto modo, consustancial al desarrollo de las fuerzas productivas, que forma parte de él.
Foucault: Por supuesto. Y el poder se transforma continuamente con estas fuerzas. El Panóptico era una utopía-programa. Pero ya en la época de Bentham el tema de un poder espacializante, vigilante, inmovilizante, en una palabra, disciplinario, estaba desbordado por mecanismos mucho más sutiles que permitían la regulación de los fenómenos de población, el control de sus oscilaciones, la compensación de sus irregularidades. Bentham es “arcaizante” por la importancia que da a la mirada, es muy actual por la importancia que concede a las técnicas de poder en general.
M. P.: No existe un Estado global, existen micro-sociedades, microcosmos que se instauran.
J.-P. B.: ¿Es preciso entonces, frente al despliegue del panóptico, poner en cuestión la sociedad industrial? ¿O conviene hacer responsable a la sociedad capitalista?
Foucault: ¿Sociedad industrial o sociedad capitalista? No sabría responder si no es diciendo que estas formas de poder se encuentran también en las sociedades socialistas: la transferencia ha sido inmediata. Pero, sobre este punto, preferiría que intervenga la historiadora.
M. P.: Es cierto que la acumulación de capital surge por una tecnología industrial y por la puesta en marcha de todo un aparato de poder. Pero no es menos cierto que un proceso semejante aparece de nuevo en la sociedad socialista soviética. El estalinismo, en cierto modo, corresponde también a un período de acumulación de capital y de instauración de un poder fuerte.
J.-P. B.: De nuevo encontramos, como de pasada, la noción de beneficio; en este sentido, la máquina inhumana de Bentham se muestra como algo muy valioso, al menos para algunos.
Foucault: ¡Evidentemente! Habría que tener el optimismo un poco ingenuo de los dandys del siglo XIX para imaginarse que la burguesía es tonta. Por el contrario, conviene tener en cuenta sus golpes de genio. Y, entre ellos justamente, está el hecho de que ha sido capaz de construir máquinas de poder que posibilitan circuitos de beneficios los cuales, a su vez, refuerzan y modifican los dispositivos de poder, y esto de forma dinámica y circular. El poder feudal, funcionando por deducciones y gasto, se minaba a sí mismo. El de la burguesía se mantiene no por la conservación sino mediante transformaciones sucesivas. De aquí se deriva que la posibilidad de su caída y de la Revolución formen parte de su historia prácticamente desde sus comienzos.
M. P.: Se puede señalar que Bentham concede una enorme importancia al trabajo, al que se refiere una y otra vez.
Foucault: Ello responde al hecho de que las técnicas de poder se han inventado para responder a las exigencias de la producción. Me refiero a la producción en un sentido amplio (puede tratarse de “producir” una destrucción, como en el caso del ejército).
J.-P. B.: Cuando, dicho sea de paso, empleas el término “trabajo” en tus libros, raramente lo haces en relación al trabajo productivo.
Foucault: Porque se da el caso de que me he ocupado de gentes que estaban situadas fuera de los circuitos del trabajo productivo: los locos, los enfermos, los prisioneros, y actualmente los niños. El trabajo para ellos, tal como deben realizarlo, tiene un valor predominante disciplinario.
J.-P.B.: El trabajo como forma de domesticación. ¿No se da siempre?
Foucault: Por supuesto. Siempre se ha hablado de la triple función del trabajo: función productiva, función simbólica y función de domesticación o disciplinaria. La función productiva es sensiblemente igual a cero para las categorías de las que me ocupo, mientras que las funciones simbólica y disciplinaria son muy importantes. Pero, lo más frecuente, es que coexisten los tres componentes.
M.P.: Bentham, en todo caso, me parece muy seguro de sí, muy confiado en el poder penetrante de la mirada. Se tiene incluso la sensación de que no calibra muy bien el grado de opacidad y de resistencia del material que ha de corregir, que ha de integrar en la sociedad -los famosos prisioneros-. Además, ¿no es el panóptico de Bentham, en cierto modo, la ilusión del poder?
Foucault: Es la ilusión de casi todos los reformadores del siglo XVIII que han concedido a la opinión un poder considerable. Puesto que la opinión necesariamente era buena por ser la conciencia inmediata de cuerpo social entero, los reformadores creyeron que las gentes se harían virtuosas por el hecho de ser observadas. La opinión era para ellos como la reactualización espontánea del contrato. Desconocían las condiciones reales de la opinión, los “media”, una materialidad que está aprisionada en los mecanismos de la economía y del poder bajo la forma de la prensa, de la edición, y más tarde del cine y de la televisión.
M. P.: Cuando dices que han desconocido los “media”, quieres decir que no se han dado cuenta de que les haría falta utilizarlos.
Foucault: Y que esos media estarían necesariamente dirigidos por intereses económicos-políticos. No percibieron los componentes materiales y económicos de la opinión. Creyeron que la opinión sería justa por naturaleza, que se extendería por sí misma, y que sería una especie de vigilancia democrática. En el fondo, es el periodismo -innovación capital del siglo XIX- el que ha puesto de manifiesto el carácter utópico de toda esta política de la mirada.
M. P.: En general los pensadores desconocen las dificultades que van a encontrar para hacer “prender” su sistema. Ignoran que siempre habrá escapatorias y que las resistencias jugarán su papel. En el terreno de las cárceles, los detenidos no han sido gente pasiva; es Bentham quien nos hace pensar lo contrario. El discurso penitenciario se despliega como si no existiese nadie frente a él, como si no existiese más que una “Tábula rasa”, gente que hay que reformar para arrojar luego al circuito de la producción. En realidad hay un material -los detenidos- que resiste de un modo formidable. Lo mismo se podría decir del taylorismo, sistema que constituye una extraordinaria invención de un ingeniero que quiere luchar contra la gandulería, contra todo lo que hace más lento el ritmo de producción. Pero en última instancia, se puede uno preguntar:¿ha funcionado realmente alguna vez el taylorismo?
Foucault: En efecto, otro de los elementos que sitúa también a Bentham en lo irreal es la resistencia efectiva de las gentes. Cosas que Vd., Michelle Perrot, ha estudiado. ¿Cómo se ha opuesto la gente en los talleres, en las ciudades, al sistema de vigilancia, de pesquisas continuas? ¿Tenían conciencia del carácter coactivo, de sometimiento insoportable de esta vigilancia? ¿O lo aceptaban como algo natural? En suma, ¿han existido insurrecciones contra la mirada?
M. P.: Sí, han existido insurrecciones contra la mirada. La repugnancia de los trabajadores a habitar las ciudades obreras es un hecho patente. Las ciudades obreras, durante mucho tiempo, han sido un fracaso. Lo mismo sucede con la distribución del tiempo tan presente en el Panóptico. La fábrica y sus horarios han suscitado durante largo tiempo una resistencia pasiva que se traducía en el hecho de que, simplemente, no se iba. Es la prodigiosa historia del San Lunes en el siglo XIX, día que los obreros habían inventado para “tomar aire” cada semana. Han existido múltiples formas de resistencia al sistema industrial obligando a los patrones a dar marcha atrás en el primer momento. Otro ejemplo: los sistemas de micro-poderes no se han instaurado de forma inmediata. Este tipo de vigilancia y de encuadramiento se ha desarrollado, en un primer tiempo, en los sectores mecanizados que contaban mayoritariamente con mujeres o niños, es decir, con personas habituadas a obedecer: la mujer a su marido, el niño a su familia. Pero en los sectores digamos viriles, como la metalurgia, se observa una situación muy distinta. La patronal no llega a implantar inmediatamente su sistema de vigilancia, y debe, durante la primera mitad del siglo XIX, delegar sus poderes. Establece un contrato con el equipo de obreros a través de su jefe que es generalmente el obrero más anciano o más cualificado. Se ejerce un verdadero contra-poder por parte de los obreros profesionales, contra-poder que comporta algunas veces dos facetas: una contra la patronal en defensa de la comunidad obrera, la otra, a veces, contra los mismos obreros ya que el jefecillo oprime a sus aprendices o a sus camaradas. En realidad, estas formas de contra-poder obrero existieron hasta el momento en que la patronal supo mecanizar las funciones que se le escapaban, pudiendo abolir así el poder del obrero profesional. Existen numerosos ejemplos: en el caso de los laminadores, el jefe de taller tuvo los medios para resistir al patrón hasta el momento en que entraron en escena máquinas casi automáticas. El golpe de ojo del laminador -de nuevo aquí la mirada- que juzgaba si la materia estaba a punto será sustituido por el control térmico; basta la lectura de un termómetro.
Foucault: Sabido esto, hay que analizar el conjunto de las resistencias al panóptico en términos de táctica y de estrategia, pensando que cada ofensiva que se produce en un lado sirve de apoyo a una contra-ofensiva del otro. El análisis de los mecanismos de poder no tiene como finalidad mostrar que el poder es anónimo y a la vez victorioso siempre. Se trata, por el contrario, de señalar las posiciones y los modos de acción de cada uno, las posibilidades de resistencia y de contra-ataque de unos y otros.
J.-P. B.: Batallas, acciones, reacciones, ofensivas y contraofensivas, hablas como un estratega. Las resistencias al poder, ¿tendrían características esencialmente físicas? ¿Qué pasa con el contenido de las luchas y las aspiraciones que se manifiestan en ellas?
Foucault: En efecto, esa es una cuestión teórica y de método importante. Me sorprende una cosa: se utiliza mucho, en determinados discursos políticos el vocabulario de las relaciones de fuerza; el término “lucha” es uno de los que aparecen con más frecuencia. Ahora bien, me parece que se duda a la hora de sacar consecuencias, e incluso, a la de plantear el problema que subyace a este vocabulario. Quiero decir: ¿Hay que analizar estas “luchas” en tanto que peripecias de una guerra? ¿Hay que descifrarlas a partir de un código que sería el de la estrategia y de la táctica? ¿La relación de fuerzas en el orden de la política es una relación de guerra? Personalmente no me siento de momento preparado para responder sí o no de una forma definitiva. Pienso solamente que la pura y simple afirmación de una “lucha” no puede servir de explicación primera y última en los análisis de las relaciones de poder. Este tema de la lucha no es operativo más que si se establece concretamente, y respecto a cada caso: quién está en la lucha, en qué lugar, con qué instrumentos y con qué racionalidad. En otros términos, si se toma en serio la afirmación de que la lucha está en el corazón de las relaciones de poder, hay que tener presente que la brava y vieja “lógica” de la contradicción no basta, ni con mucho, para desembrollar los procesos reales.
M. P.: Dicho de otro modo, y para volver al panóptico, Bentham no proyecta sólo una sociedad utópica, describe también una sociedad existente.
Foucault: Describe en la utopía un sistema general de mecanismos concretos que existen realmente.
M. P.: Y, para los prisioneros, ¿tiene sentido tomar la torre central?
Foucault: Sí, con la condición de que éste no sea el sentido final de la operación. Los prisioneros haciendo funcionar el panóptico y asentándose en la torre, ¿cree Ud. que entonces sería mucho mejor que con los vigilantes?
NOTAS
(1) Michel Foucault describe así El Panóptico y a Jeremías Bentham en su obra Vigilar y castigar. Siglo XXI, México, 1976.
(2) John Howard publica los resultados de su encuesta en su libro: The State of the Prisions in England and Wales, with Preliminary Observations and an Account of some Foreign Prisions and Hospitals (1777).
¿A qué llamamos castigar?
Entrevista con Michel Foucault realizada en diciembre de 1983 y revisada por Foucault en febrero de 1984. Ha sido publicada por la Revue de L’Université de Bruxelles, 1984. Traducida por F.H. Alvarez. Publicada en la Revista Española Archipiélago N° 2 y en la Revista Argentina No hay derecho N° 2, diciembre de 1990.
Foulek Ringelbeim: La publicación de su libro “Vigilar y Castigar” en 1974 supuso algo así como la caída de un meteorito en el terreno de penalistas y criminólogos. Esta obra, al proponer un análisis del sistema penal en la perspectiva de la táctica política y de la tecnología del poder, trastocó las concepciones tradicionales sobre la delincuencia y sobre la función social de la pena.
Este libro desconcertó a los jueces represivos, al menos a aquellos que se preguntaban por el sentido de su trabajo y conmovió a numerosos criminólogos que, dicho sea de paso, no aceptaron gustosos que su discurso fuese calificado de mera palabrería. En la actualidad son cada día más raros los libros de criminología que no se refieran a “Vigilar y castigar” como un trabajo absolutamente insoslayable. Sin embargo el sistema penal no cambia y “la palabrería” criminológica continúa invariable. Es como si se rindiese homenaje al teórico de la epistemología jurídico-penal sin poder beneficiarse de sus enseñanzas, como si entre la teoría y la práctica existiese una impermeabilidad total.
Su intención no ha sido sin duda realizar un trabajo de reformador, pero ¿sería posible imaginar una política criminal que se sustentase en sus análisis e intentase extraer de ellos algunas consecuencias?
Michel Foucault: Convendría quizás comenzar por precisar qué es lo que he intentado hacer con este libro. Mi objetivo principal no ha sido realizar una obra crítica, si se entiende por tal la denuncia de los inconvenientes del sistema penal actual. Tampoco he pretendido erigirme en historiador de las instituciones, en el sentido en que no he querido relatar cómo había funcionado la institución penal y carcelaria durante el siglo XIX. He intentado plantear un problema distinto: descubrir el sistema de pensamiento, la forma de racionalidad que, desde finales del siglo XVIII, subyacía a la idea de que la prisión es, en último término, el medio mejor, o uno de los más eficaces y más racionales, para castigar las infracciones que se producen en una sociedad. Es evidente que al hacer esto estaba impulsado por determinadas preocupaciones relacionadas con lo que se podría hacer hoy. En efecto, se me ocurrió que oponiendo, como se hacía tradicionalmente, reformismo y revolución no se estaban poniendo los medios para pensar las condicione que podían dar lugar a un real, profunda y radical transformación. Me parece que con mucha frecuencia en las reformas del sistema penal se admitía implícitamente, y a veces también explícitamente, el sistema de racionalidad que se había definido y aplicado hace ya tiempo, y que únicamente se intentaba saber qué instituciones y prácticas permitían la realización del proyecto inicial, conseguir sus fines. Al desentrañar el sistema de racionalidad subyacente a las prácticas punitivas pretendía señalar cuáles eran los principios lógicos que era necesario reexaminar si de verdad se quería transformar el sistema penal. Yo no he dicho que fuera forzosamente necesario librarse de él, pero creo que es muy importante saber, cuando se quiere llevar a cabo una transformación y una renovación, no sólo qué son las instituciones y cuáles son sus efectos reales, sino también cuál es el tipo de pensamiento que las sustenta: ¿qué es lo que se puede admitir todavía de ese sistema y cuáles son, por el contrario, las dimensiones que deben ser relegadas, abandonadas transformadas? Es lo mismo que he intentado hacer con la historia de las instituciones psiquiátricas. Y es verdad que estoy un poco sorprendido, y un tanto decepcionado, de ver que todo esto no conducía a ningún proyecto de reflexión ni de pensamiento que habría podido reunir, en torno a un mismo problema, a personas muy diferentes: magistrados, teóricos del derecho penal, funcionarios de la institución penitenciaria, abogados, trabajadores sociales y personas que hubiesen pasado por las cárceles. En este sentido es cierto que por razones que son sin duda de orden cultural y social, los años setenta han sido enormemente decepcionantes. Se lanzaron muchas críticas en todas las direcciones y con frecuencia esas ideas tuvieron una cierta difusión y ejercieron en ocasiones una cierta influencia, pero raramente se produjo una cristalización de las cuestiones planteadas en un proyecto colectivo destinado a determinar cuáles serían las transformaciones a emprender. Por mi parte, y pese a mis deseos, nunca he tenido la posibilidad de establecer contactos de trabajo con profesores de derecho penal, magistrados, ni tampoco, por supuesto, con algún partido político.
Y así el partido socialista que desde 1972 contó con nueve años para preparar su llegada al poder, y que hasta cierto punto ha sido receptivo en sus discursos a muchos de los temas que se plantearon en los años sesenta, nunca hizo una tentativa seria para definir por adelantado cuál podría ser su práctica real cuando accediese al poder. Parece que las instituciones, los grupos y los partidos políticos que habrían podido abrir un trabajo de reflexión sobre estas cuestiones no lo han hecho…
F. R.: En efecto, se tiene la impresión de que el sistema conceptual no ha evolucionado en absoluto .A pesar de que los juristas y los psiquiatras reconocen a la vez la pertinencia y la novedad de sus análisis, se enfrentan, según parece, a la imposibilidad de trasvasarlos a la práctica, a la hora de definir lo que, utilizando un término ambiguo, se podría denominar una política criminal.
M. F.: Plantea usted un problema que es efectivamente muy importante y difícil. Como sabe pertenezco a una generación de personas que han visto desplomarse la mayor parte de las utopías que habían sido construidas durante el siglo XIX y los comienzos del siglo XX. También hemos comprobado los efectos perversos, en ocasiones desastrosos, que pueden ser producidos por los proyectos más generosos en sus intenciones. Por mi parte he intentado con firmeza no jugar el papel del intelectual profeta que indica por adelantado a las gentes lo que deben hacer y les impone marcos de pensamiento, objetivos y medios extraídos de su propio cerebro trabajando encerrado en su despacho rodeado de libros. Me ha parecido que el trabajo de un intelectual, de lo que llamo “un intelectual específico”, consiste en intentar desasirse del poder de imposición y desasirse también, en la contingencia de su formación histórica, de los sistemas de pensamiento que nos resultan familiares en la actualidad, que nos parecen evidentes y que forman parte de nuestras percepciones, actitudes y comportamientos. Después es preciso trabajar en común con personas implicadas en la práctica, no sólo para modificar las instituciones y sus prácticas, sino también para reelaborar las formas de pensar.
F. R.: ¿Lo que usted ha calificado, y que sin duda ha sido mal interpretado, de “palabrería criminológica” consiste precisamente en no poner en cuestión ese sistema de pensamiento en el que todos esos análisis han sido realizados a lo largo de siglo y medio?
M. F.: Así es. Posiblemente haya utilizado un término un tanto desenvuelto y, en consecuencia, podemos retirarlo. Pero tengo la impresión de que las dificultades y contradicciones que la práctica penal ha soportado durante los últimos siglos nunca han sido reexaminadas a fondo. Y desde hace ahora ciento cincuenta años siempre se repiten exactamente las mismas nociones, los mismos temas, los mismos reproches, las mismas críticas y las mismas exigencias como si nada hubiese cambiado. A partir del momento en que una institución, que presenta tantos inconvenientes, que suscita tantas críticas, no produce más que una indefinida repetición de los mismos discursos, la “palabrería” se convierte en un síntoma serio.
F. R.: En “Vigilar y Castigar” analiza la “estrategia” que consiste en transformar determinados ilegalismos en delincuencia, lo que convierte el aparente fracaso de la prisión en su triunfo. Es como si un determinado “grupo” se sirviese, más o menos concientemente, de esta vía para obtener efectos que no estarían explícitos. Se tiene la impresión, posiblemente falsa, de que se produce así una astucia del poder que subvierte los proyectos y desbarata los discursos de los reformadores humanistas. Desde este punto de vista se produciría una cierta semejanza entre sus análisis y el modelo de interpretación marxista de la historia(pienso en las páginas en las que muestra cómo determinado tipo de ilegalismos se ven especialmente reprimidos mientras que otros son tolerados). Pero a diferencia del marxismo no se ve claramente qué “grupo”, o qué “clase”, qué intereses se juegan en esta estrategia.
M. F.: Hay que distinguir diferentes cosas en el análisis de una institución. En primer lugar está lo que podríamos llamar su racionalidad o su finalidad, es decir los objetivos que propone y los medios de que dispone para conseguirlos, en suma, se trata del programa de la institución tal como ha sido definido -por ejemplo, las concepciones de Bentham sobre la prisión- . En segundo lugar se plantea la cuestión de los efectos. Evidentemente los efectos coinciden muy pocas veces con la finalidad; y así, el objetivo de la prisión corrección, de la cárcel como medio para reformar al individuo, no se ha conseguido, se ha producido más bien el efecto inverso y la cárcel ha servido sobre todo para intensificar los comportamientos delictivos. Ahora bien, cuando el efecto no coincide con la finalidad se plantean distintas posibilidades: o bien se reforma la institución, o bien se utilizan esos defectos para algo que no estaba previsto con anterioridad pero que puede perfectamente tener un sentido y una utilidad. Esto es lo que podríamos denominar el uso. Y así, la prisión, que no ha conseguido la enmienda de los delincuentes, ha servido especialmente de mecanismo de eliminación. El cuarto nivel de análisis podría ser designado con el nombre de configuraciones estratégicas, es decir, a partir de esos usos en cierta medida imprevistos, nuevos, y pese a todo buscados hasta cierto punto, se pueden erigir nuevas conductas racionales que sin estar en el programa inicial responden también a sus objetivos, usos en los que pueden encontrar acomodo las relaciones existentes entre los diferentes grupos sociales.
F. R.: Efectos que se transforman en fines…
M. F.: Efectivamente, efectos que son retomados para diferentes usos, y esos usos racionalizados, organizados en función de nuevos fines.
F. R.: ¿Pero eso no es algo premeditado, no existe un proyecto maquiavélico oculto en la base de todo esto?
M. F.: No, no existe un sujeto o un grupo que sea el responsable de esa estrategia sino que, a partir de efectos diferentes a los fines iniciales y de la utilización de esos efectos, se construye un determinado número de estrategias.
F. R.: Estrategias cuya finalidad escapa, a su vez, en parte a quienes las conciben.
M. F.: Sí, aunque a veces esas estrategias son perfectamente concientes: se puede decir que la manera de utilizar la prisión por la policía es prácticamente conciente. Simplemente ocurre por lo general, que las estrategias no se formulan explícitamente, a diferencia del programa. El programa inicial de la institución, su finalidad primera, está, por el contrario, manifiesto y sirve de justificación, mientras que las configuraciones estratégicas con frecuencia no están claras incluso para aquellos que ocupan un puesto en la institución y juegan en ella un determinado papel. Pero este juego puede perfectamente consolidar una institución y pienso que la cárcel se ha consolidado pese a las críticas que se le han hecho, debido a que se han entrecruzado en su espacio singular diferentes estrategias de distintos grupos sociales.
F. R.: Usted explica claramente cómo la pena de prisión fue denunciada como el gran fracaso de la justicia penal, desde comienzos del siglo XIX, y ello en los mismos términos que se hace hoy día. No existe un solo penalista que no esté convencido de que la prisión no consigue los objetivos que le han sido asignados: la tasa de criminalidad no disminuye; la cárcel lejos de “resocializar” fabrica delincuentes; aumenta la reincidencia; no garantiza la seguridad… De todas formas los establecimientos penitenciarios siguen estando llenos y no se percibe en relación a ellos el inicio de un cambio bajo el gobierno socialista en Francia.
Pero al mismo tiempo usted le ha dado la vuelta al problema. Más que buscar las razones de un fracaso sometido permanentemente a retoques se ha preguntado para qué sirve y a quiénes beneficia ese problemático fracaso. Y descubre así que la prisión es un instrumento de gestión y de control diferencial de los ilegalismos. En este sentido, lejos de constituir un fracaso, la prisión, por el contrario, ha conseguido triunfar claramente a la hora de definir un determinado tipo de delincuencia, la delincuencia de las clases populares; ha logrado producir una determinada categoría de delincuentes, identificándolos para mejor diferenciarlos de otras categorías de infractores provenientes de la burguesía.
Por último, usted ha observado que el sistema penitenciario permite convertir en natural y legítimo el poder legal de castigar, lo naturaliza. Esta idea conecta con la vieja cuestión de la legitimidad del funcionamiento de la penalidad ya que el ejercicio del poder disciplinario no agota el poder de castigar, incluso si, como usted ha mostrado, esa es su función principal.
M. F.: Eliminemos, si le parece, algunos malentendidos. En primer lugar, en este libro sobre la prisión es evidente que no me he planteado la cuestión del fundamento del derecho de castigar. Lo que he querido analizar es el hecho de que a partir de una determinada concepción del fundamento del derecho a castigar, que se puede encontrar en los penalistas o en los filósofos del siglo XVIII, eran perfectamente concebibles diferentes modos de penalidad. De hecho, en este movimiento de reformas que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XVIII, se sugiere un amplio abanico de formas de castigar, siendo, al fin, la cárcel la que en cierto modo salió ganando. La cárcel no ha sido el único modo de castigar, pero se ha convertido en uno de los principales. La cuestión pues que me planteé consistía en dilucidar por qué se había optado por ella, y cómo esta forma de penalidad había influido no sólo en la práctica judicial, sino también en un determinado número de problemas bastante fundamentales para el derecho penal. Así, por ejemplo, la importancia concedida a los aspectos psicológicos o psicopatológicos de la personalidad criminal, que se mantuvo a lo largo de todo el siglo XIX, ha estado hasta cierto punto inducida por una práctica punitiva que se proponía como finalidad la enmienda y que, en último término, se estrellaba ante la imposibilidad de corregir.
He dejado pues a un lado el problema del fundamento del derecho a castigar para plantear otro diferente, a mi juicio descuidado con frecuencia por los historiadores: los medios de castigar y su racionalidad. Pero esto no quiere decir que la cuestión del fundamento del castigo no sea importante. Sobre este punto pienso que hay que ser a la vez modesto y racional, racionalmente modesto y recordar aquello que decía Nietzsche hace ya más de un siglo, a saber, que en nuestras sociedades contemporáneas ya no se sabe con exactitud qué es lo que se hace cuando se castiga, ni tampoco qué puede en el fondo justificar la punición: todo ocurre como si practicásemos un tipo de castigo en el que se entrecruzan ideas heterogéneas, sedimentadas unas sobre otras, que provienen de historias diferentes, de momentos distintos, de racionalidades divergentes.
Así pues, si no me he referido a ese fundamento del derecho a castigar no es porque no lo considere importante; yo creo que una de las tareas más importantes consistiría, sin duda, en repensar articulando el derecho, la moral, la institución, el sentido que se le puede conferir hoy a la punición legal.
F. R.: El problema de la definición de la punición es tan complejo que no solamente no se sabe a ciencia cierta lo que es castigar sino que además parece existir una cierta repugnancia a castigar. De hecho los jueces afirman cada vez más que no castigan sino más bien curan, tratan, reeducan, sanan. En la actualidad recurrir al psiquiatra, al psicólogo, al asistente social es un acto de rutina judicial, tanto penal como civil. Usted ha analizado este fenómeno que muestra sin duda alguna un cambio epistemológico en la esfera jurídico-penal. La justicia penal parece haber cambiado de sentido. El juez aplica cada vez menos el código penal al autor de una infracción y trata cada vez más de patologías y de alteraciones de la personalidad.
M. F.: Pienso que usted tiene razón. ¿Por qué la justicia penal ha establecido con la psiquiatría unos lazos que en principio deberían resultarle fuertemente embarazosos? Parece evidente que entre los problemas que trata la psiquiatría y el ámbito en que se mueve la práctica del derecho penal existe una clara heterogeneidad, no me atrevo a hablar de contradicción. Son dos formas de pensamiento que se mueven en niveles muy distintos, y no se percibe, en consecuencia, a partir de qué lógica podría la una servirse de la otra. Sin embargo es cierto, y se trata de un hecho sorprendente que arranca del siglo XIX, que la justicia penal de la que en principio podría esperarse que desconfiaría enormemente del pensamiento psiquiátrico, psicológico o médico, se ha sentido fascinada por este pensamiento.
Existen por supuesto resistencias y también, evidentemente, conflictos que no hay que subestimar. Pero si consideramos un período más largo de tiempo, de siglo y medio, resulta claro que la justicia penal ha sido receptiva y cada vez más acogedora con esas formas de pensamiento. Es muy posible que los planteamientos psiquiátricos hayan resultado en ocasiones molestos a la práctica penal, pero en la actualidad parece que ésta los promueve, lo que permite mantener en el equívoco la cuestión de aber qué es lo que se hace cuando se castiga.
F. R.: En las últimas páginas de “Vigilar y Castigar” señala que las técnicas disciplinarias se han convertido en una de las principales funciones de nuestra sociedad. Su poder ha alcanzado su más fuerte intensidad en la institución penitenciaria. Por otra parte afirma también que la prisión no es absolutamente indispensable para un tipo de sociedad como la nuestra, ya que pierde gran parte de su razón de ser en medio de dispositivos de normalización cada día más numerosos. ¿Se podría pensar en una sociedad sin cárceles? Esta utopía comienza a ser considerada en serio por algunos criminólogos. Por ejemplo Louk Hulsman, catedrático de derecho penal de la Universidad de Rótterdam y experto de las Naciones Unidas, defiende una teoría de abolición del sistema penal. Hulsman constata que una gran parte de los delitos escapan al sistema penal sin que ello ponga en peligro a la sociedad. Propone, en consecuencia, descriminalizar sistemáticamente la mayor parte de los actos y comportamientos que la ley convierte en crímenes o delitos, y sustituir el concepto de crimen por el de “situación-problema”. En lugar de castigar y de estigmatizar se trataría de intentar solucionar los conflictos a través de procedimientos de arbitraje, por vías de conciliación no judiciales. Habría que contemplar las infracciones como si fueran riesgos sociales, con lo cual lo esencial sería la indemnización de las víctimas. La intervención del aparato judicial quedaría así reservada para los asuntos graves, o, en última instancia para aquellos en que fracasen los intentos de conciliación o las soluciones del derecho civil. Las propuestas de Hulsman implican toda una revolución cultural. ¿Qué piensa usted acerca de estas posturas abolicionistas que esquemáticamente acabo de exponer? ¿Pueden considerarse como una de las posibles prolongaciones de “Vigilar y Castigar”?
M. F.: Creo que existen muchas cosas interesantes en las tesis de Hulsman y entre ellas el desafío que presenta a la cuestión del fundamento del derecho a castigar al afirmar que ya no hay que castigar más.
Encuentro también muy interesante que plantee la cuestión del fundamento del derecho a castigar considerando al mismo tiempo los medios para responder a lo que se considera una infracción. Dicho de otro modo, la cuestión de los medios no es, según él, simplemente una consecuencia de lo que se había planteado respecto al fundamento del derecho a castigar puesto que la reflexión sobre el fundamento del castigar y la manera de reaccionar ante una infracción deben de estar íntimamente unidas. Todo ello me parece muy estimulante e importante, y aunque no estoy demasiado familiarizado con su trabajo me pregunto si la noción de situación-problema no puede suponer una psicologización de la cuestión y de su resolución. ¿Una práctica semejante no corre el riesgo, incluso si él no lo desea, de conducir a una especie de disociación entre, por una parte, las reacciones sociales colectivas e institucionales del crimen que va a ser considerado como un accidente, y que deberá ser solucionado como tal accidente, y, por otra parte, a una hiperpsicologización por lo que se refiere al criminal, que va a constituirlo en objeto de intervenciones psiquiátricas o médicas con fines terapéuticos?
F. R.: ¿Esta concepción del delito no conduce además a la abolición de las nociones de responsabilidad y de culpabilidad? En la medida en que existe el mal en nuestras sociedades, la conciencia de culpa que, según Ricoeur, habría nacido con los griegos ¿no cumpliría una función social necesaria? ¿Puede concebirse una sociedad liberada de todo sentimiento de culpa?
M. F.: No creo que lo importante sea si una sociedad puede funcionar sin culpabilidad, sino más bien, si la sociedad puede hacer funcionar la culpabilidad como principio organizador y fundador del derecho. Y es ahí donde la cuestión se complica.
Paul Ricoeur tiene perfecto derecho a plantearse el problema de la conciencia moral y lo hace en tanto que filósofo o historiador de la filosofía. Es legítimo afirmar que existe la culpabilidad, que ha existido desde un cierto tiempo. Se puede discutir también si este sentimiento proviene de los griegos o tiene otro origen. De todos modos existe y no se ve fácilmente cómo una sociedad como la nuestra, enraizada todavía fuertemente en una tradición, que es también la de los griegos, podría estar al margen de la culpabilidad. Durante largo tiempo se ha podido pensar que era posible articular un sistema de derecho y una institución judicial en torno a una noción como la de culpabilidad. Para nosotros por el contrario la cuestión sigue abierta.
F. R.: Actualmente cuando un individuo comparece ante alguna de las instancias de la justicia penal debe dar cuenta no sólo del acto prohibido que ha cometido sino también de su propia vida.
M. F.: Es cierto. Se ha discutido mucho, por ejemplo en los estados Unidos, acerca de las penas indeterminadas. Me parece que en casi todas partes se ha abandonado esta práctica, pero sin embargo ese sistema implicaba una cierta tendencia, una cierta tentación que no creo que haya desaparecido: hacer recaer el juicio penal más sobre un conjunto de cualidades características de una existencia o de una manera de ser que sobre un acto concreto. Hay que tener en cuenta también la medida adoptada recientemente en Francia, de aplicación de penas en relación a los jueces. Se ha intentado reforzar -y la intención es buena- el poder y el control del aparato judicial sobre el desarrollo del castigo penal, lo que de hecho ha servido para hacer disminuir la independencia de la institución penitenciaria. Sin embargo, en contrapartida, hete aquí que va a existir un tribunal compuesto, según creo, por tres jueces, encargado de decidir si se le concede o no a un detenido la libertad condicional. Esta decisión será adoptada teniendo en cuenta una serie de elementos entre los cuales figura en primer lugar la primera infracción, que se verá en cierto modo reactualizada, ya que la parte civil y los representantes de la víctima estarán presentes y podrán intervenir. A esto se van a añadir los datos relativos a la conducta del individuo en la cárcel, tal y como han sido observados, considerados, interpretados por los guardianes, por los administradores, por los psicólogos y los médicos. Todo este magma de elementos heterogéneos y dispersos es lo que va a permitir adoptar una decisión de tipo judicial. Aún en caso de que esta práctica fuese jurídicamente aceptable, conviene saber qué consecuencia implicaría de hacho, así como los riesgos que representaría la justicia penal, en su funcionamiento corriente, el hecho de que arraigue el hábito de adoptar una decisión penal en función de una buena o mala conducta.
F. R.: La medicalización de la justicia conduce, poco a poco, a un desplazamiento del derecho penal en el interior de las prácticas judiciales. El sujeto de derecho se ve reemplazado por el neurótico o el psicópata, más o menos irresponsable, cuya conducta vendría determinada por factores psico-biológicos. Como reacción a esta concepción, algunos penalistas contemplan la posibilidad de retornar al concepto de punición susceptible de conciliarse más adecuadamente con el respeto a la libertad y a la dignidad del individuo .No se trata de volver a un sistema de castigo brutal y mecánico en el que se hace abstracción del régimen socioeconómico en el que funciona, que ignoraría la dimensión social y política de la justicia, sino de encontrar de nuevo una coherencia conceptual y distinguir bien lo que depende del derecho y lo que corresponde a la medicina. Se me ocurre aquella frase de Hegel: “Si consideramos que toda pena conlleva derecho se honra al delincuente como ser racional”.
M. F.: Creo en efecto que el derecho penal forma parte del juego social en una sociedad como la nuestra y que esto no hay que ocultarlo. Esto significa que los individuos que forman parte de esta sociedad se reconocen en tanto que tales como sujetos de derecho, por lo que son susceptibles de ser penalizados y castigados cuando infringen alguna norma. Pienso que en esto no hay nada escandaloso, pero el deber de la sociedad es hacer que los individuos concretos puedan reconocerse de hecho como sujetos de derecho, lo que resulta difícil si el sistema penal que se utiliza es arcaico, arbitrario e inadecuado respecto a los problemas reales que se plantean en una sociedad. Consideremos, por ejemplo, el ámbito específico de la delincuencia económica. El verdadero trabajo a priori no consiste en inyectar cada vez más medicina, más psiquiatría para modular este sistema y hacerlo más aceptable, sino que lo que es necesario es repensar el sistema penal en sí mismo. Con esto no quiero decir que volvamos a la severidad del Código Penal de 1810 sino proponer que nos planteemos seriamente la idea de un derecho penal que definiría claramente lo que en una sociedad como la nuestra puede ser considerado como objeto de castigo, proponer la idea misma de un sistema que defina las reglas del juego social. Desconfío de aquellos que quieren retornar al sistema de 1810 sirviéndose del pretexto de que la medicina y la psiquiatría desdibujan el sentido de lo que es la justicia penal; desconfío también de aquellos que aceptan en el fondo este sistema de 1810 sometiéndolo simplemente a ajustes, a mejoras, en fin, atenuándolo mediante modulaciones psiquiátricas y psicológicas.
Las redes de poder
Este es el texto de la conferencia proferida en 1976 en la Facultad de Filosofía de la Universidad del Brasil. Publicado en la revista anarquista “Barbarie” N° 4 y 5 en 1981-82, San Salvador de Bahía, Brasil. La traducción del francés al portugués la realizó Ubirajara Reboucas, y la traducción del portugués al castellano la hizo Eloisa Primavera y fue publicada en la revista Fahrenheit 451, N° 1, Bs. As., diciembre de 1986 (revista publicada por estudiantes de la carrera de Sociología UBA)
Vamos a intentar hacer un análisis de la noción de poder. Yo no soy el primero, lejos de ello, que intenta desechar el esquema freudiano que opone instinto a represión, instinto y cultura. Toda una escuela de psicoanalistas intentó, desde hace decenas de años, modificar, elaborar este esquema freudiano de instinto vs cultura, e instinto vs represión -me refiero tanto a psicoanalistas de lengua inglesa como francesa. Como Melanie Klein, Winnicott y Lacan, que intentaron demostrar que la represión, lejos de ser un mecanismo secundario, ulterior, tardío, que intentaría controlar un juego instintivo dado por la naturaleza, forma parte del mecanismo del instinto, o, por lo menos, del proceso a través del cual se desenvuelve el instinto sexual, se constituye como pulsión.
La noción freudiana de TRIEB no debe ser interpretada como un simple dato natural, o un mecanismo biológico natural sobre el cual la represión vendría a depositar su ley de prohibición, sino, según esos psicoanalistas, como algo que ya está profundamente penetrado por la represión. La carencia, la castración, la laguna, la prohibición, la ley, ya son elementos a través de los cuales se constituye el deseo como deseo sexual, lo cual implica, por lo tanto, una transformación de la noción primitiva de instinto sexual tal como Freud la había concebido al final del siglo XIX. Es necesario entonces, pensar al instinto no como un dato natural, sino como una elaboración, todo un juego complejo entre el cuerpo y le ley, entre el cuerpo y los mecanismos culturales que aseguran el control sobre el pueblo.
Por lo tanto, creo yo que los psicoanalistas desplazaron considerablemente el problema, haciendo surgir una nueva noción de instinto, una nueva concepción de instinto, de pulsión, de deseo. Pero lo que me perturba, o por lo menos me parece insuficiente, es que en esta elaboración propuesta por los psicoanalistas, ellos cambian tal vez el concepto de deseo, pero no cambian en absoluto la concepción de poder.
Continúan considerando que el significado del poder, el punto central, aquello en que consiste el poder, es aún la prohibición, la ley, el hecho de decir no, una vez más la fórmula “tú no debes”. El poder es esencialmente aquello que dice “tú no debes”. Me parece que esta es una concepción -y de eso hablaré más adelante- totalmente insuficiente del poder, una concepción jurídica, una concepción formal del poder, y que es necesario elaborar otra concepción de poder que permitirá sin duda comprender mejor las relaciones que se establecieron entre poder y sexualidad en las sociedades occidentales.
Voy a intentar desarrollar, o mejor, mostrar en qué dirección se puede desarrollar un análisis del poder que no sea simplemente una concepción jurídica, negativa, del poder, sino una concepción positiva de la tecnología del poder.
Frecuentemente encontramos entre los psicoanalistas, los psicólogos y los sociólogos, esta concepción según la cual el poder es esencialmente la regla, la ley, la prohibición, lo que marca un límite entre lo permitido y lo prohibido. Creo que esta concepción de poder fue, a fines del siglo XIX, formulada incisivamente (y extensamente elaborada) por la etnología. La etnología siempre intentó detectar sistemas de poder en sociedades diferentes a las nuestras en términos de sistemas de reglas. Y nosotros mismos, cuando intentamos reflexionar sobre nuestra sociedad, sobre la manera como el poder se ejerce en ella, lo hacemos fundamentalmente a partir de una concepción jurídica: dónde está el poder, quién detenta el poder, cuáles son las reglas que rigen al poder, cuál es el sistema de leyes que el poder establece sobre el cuerpo social. Por lo tanto, para nuestras sociedades hacemos siempre una sociología jurídica del poder y cuando estudiamos sociedades diferentes a las nuestras hacemos una etnología que es esencialmente una etnología de la regla, una etnología de la prohibición. Vean, por ejemplo, en los estudios etnológicos de Durkheim a Levi Strauss, cuál fue el problema que siempre reaparece, perpetuamente reelaborado: El problema de la prohibición, especialmente la prohibición del incesto. A partir de esa matriz, de ese núcleo que sería la prohibición del incesto, se intentó comprender el funcionamiento general del sistema. Y fue necesario esperar hasta años más recientes para que aparecieran nuevos puntos de vista sobre el poder, ya sea desde Marx o desde perspectivas más alejadas del marxismo clásico. De cualquier modo a partir de allí veíamos aparecer con los trabajos de Clastres, en Bélgica, por ejemplo, toda una nueva concepción del poder como tecnología, que intenta emanciparse de ese primado, de ese privilegio de la regla y la prohibición que, en el fondo, había reinado sobre la etnología desde Durkheim hasta Levi Strauss.
En todo caso, la cuestión que yo quería plantear es la siguiente: ¿Cómo fue posible que nuestra sociedad, la sociedad occidental en general, haya concebido al poder de una manera tan restrictiva, tan pobre, tan negativa? ¿Por qué concebimos siempre al poder como regla y prohibición, por qué este privilegio? Evidentemente podemos decir que ello se debe a la influencia de Kant y aquella idea según la cual, en última instancia, la ley moral, el “tú no debes”, la oposición “debes/no debes”, es, en el fondo, la matriz de la regulación de toda la conducta humana. Pero, en verdad, esta explicación por la influencia de Kant es evidentemente insuficiente. El problema consiste en saber si Kant tuvo tal influencia. ¿Por qué fue tan poderosa? ¿Por qué Durkheim, filósofo de vagas simpatías socialistas del inicio de la tercera república francesa, se puede apoyar de esa manera sobre Kant cuando se trataba de hacer el análisis del mecanismo del poder en una sociedad? Creo que podemos analizar la razón de ello en los siguientes términos: en el fondo, en Occidente, los grandes sistemas establecidos desde la Edad Media, se desarrollaron por intermedio del crecimiento del poder monárquico, a costa del poder, o mejor, de los poderes feudales. Ahora, en esta lucha entre los poderes feudales y el poder monárquico, el derecho fue siempre el instrumento del poder monárquico contra las instituciones, las costumbres, los reglamentos, las formas de ligación y de pertenencia características de la sociedad feudal.
Voy a dar dos ejemplos: por un lado el poder monárquico se desarrolla en Occidente apoyándose, en gran parte, sobre las instituciones jurídicas y judiciales, y así, desarrollando tales instituciones, logró sustituir la vieja solución de los litigios privados a través de la guerra civil por un sistema de tribunales, con leyes, que proporcionaban de hecho, al poder monárquico la posibilidad de resolver él mismo las disputas entre los individuos. De esa manera, el derecho romano, que reaparece en Occidente en los siglos XIII y XIV, fue un instrumento formidable en manos de la monarquía para lograr definir las formas y los mecanismos de su propio poder, a costa de los poderes feudales. En otras palabras, el crecimiento del Estado en Europa fue parcialmente garantizado por (o, en todo caso, usó como instrumento) el desarrollo de un pensamiento jurídico. El poder monárquico, el poder del Estado, está esencialmente representado en derecho. Ahora bien, sucede que al mismo tiempo que la burguesía que se aprovecha extensamente del desarrollo del poder real, y de la disminución del retroceso de los poderes feudales, tenía un interés en desarrollar ese sistema de derecho que le permitiría, por otro lado, dar forma a los intercambios económicos, que garantizaban su propio desarrollo social. De modo que el vocabulario, la forma del derecho fue un sistema de representación del poder común a la burguesía y a la monarquía. La burguesía y la monarquía lograron instalar, poco a poco, desde el fin de la Edad Media hasta el siglo XVIII una forma de poder que se representaba como discurso, como lenguaje, el vocabulario del derecho. Y cuando la burguesía se desembarazó finalmente del poder monárquico, lo hizo precisamente utilizando ese discurso jurídico que había sido hasta entonces el de la monarquía, el cual fue usado en contra de la propia monarquía.
Para proporcionar un ejemplo sencillo, Rousseau, cuando hizo su teoría del Estado, intentó mostrar cómo nace un soberano, pero un soberano colectivo, un soberano como cuerpo social, o mejor, un cuerpo social como soberano a partir de la cesión de los derechos individuales, de su alienación, y de la formulación de leyes de prohibición que cada individuo está obligado a reconocer pues fue él mismo quien se impuso la ley, en la medida en que él mismo es miembro del soberano, en la medida en que él es él mismo el soberano. Entonces, el instrumento teórico por medio del cual se realizó la crítica de la institución monárquica, ese instrumento teórico fue el instrumento del derecho. En otras palabras, Occidente nunca tuvo otro sistema de representación, de formulación y de análisis del poder que no fuera el sistema de derecho, el sistema de la ley. Y yo creo que esta es la razón por la cual, a fin de cuentas, no tuvimos hasta recientemente otras posibilidades de analizar el poder excepto esas nociones elementales, fundamentales, que son las de la ley, regla, soberano, delegación de poder, etc. Y creo que es de esta concepción jurídica del poder, de esta concepción del poder a través de la ley y del soberano, a partir de la regla y la prohibición, de la que es necesario ahora liberarse si queremos proceder a un análisis del poder, no desde su representación sino desde su funcionamiento.
Ahora bien, ¿cómo podríamos intentar analizar el poder en sus mecanismos positivos? Me parece que en un cierto número de textos podemos encontrar los elementos fundamentales para un análisis de ese tipo. Podemos encontrarlos tal vez en Bentham, un filósofo inglés de fin del siglo XVIII y comienzos del XIX que, en el fondo, fue el más grande teórico del poder burgués, y podemos evidentemente encontrarlos en Marx también, esencialmente en el libro II del Capital. Es ahí que pienso que podemos encontrar algunos elementos de los cuales me serviré para analizar el poder en sus mecanismos positivos.
En resumen, lo que podemos encontrar en el libro II del Capital, es, en primer lugar, que en el fondo no existe un poder, sino varios poderes. Poderes quiere decir formas de dominación, formas de sujeción que operan localmente, por ejemplo, en una oficina, en el ejército, en una propiedad de tipo esclavista, o en una propiedad donde existen relaciones serviles. Se trata siempre de formas locales, regionales de poder, que poseen su propia modalidad de funcionamiento, procedimiento y técnica. Todas estas formas de poder son heterogéneas. No podemos entonces hablar de poder, si queremos hacer un análisis del poder, sino que debemos hablar de los poderes o intentar localizarlos en sus especificidades históricas y geográficas.
Así, a partir de ese principio metodológico, ¿cómo podríamos hacer la historia de los mecanismos de poder a propósito de la sexualidad? Creo que, de modo muy esquemático, podríamos decir lo siguiente: El sistema de poder que la monarquía había logrado organizar a partir del fin de la Edad Media presentaba para el desarrollo del capitalismo como inconvenientes mayores:
1. El poder político, tal como se ejercía en el cuerpo social era un poder muy discontinuo. Las mallas de la red eran muy grandes, un número casi infinito de cosas, de elementos, de conductas, de procesos escapaban al control del Poder. Si tomamos, por ejemplo, un punto preciso, -la importancia del contrabando en toda Europa hasta fines de siglo XVIII- podemos percibir un flujo económico muy importante, casi tan importante como el otro, un flujo que escapaba enteramente al poder. Era además, una de las condiciones de existencia de personas, puesto que de no haber existido piratería marítima, el comercio no habría podido funcionar, y las personas no habrían podido vivir. Bien, en otras palabras, el ilegalismo era una de las condiciones de vida pero al mismo tiempo significaba que había ciertas cosas que escapaban al poder y sobre las cuales no tenía control. Entonces, inconvenientes procesos económicos, diversos mecanismos, de algún modo quedaban fuera de control, y exigían la instauración de un poder continuo, preciso, de algún modo atómico.
Pasar así de un poder lagunar, global, a un poder continuo e individualizante, que cada uno, que cada individuo, en él mismo, en su cuerpo, en sus gestos, pudiese ser controlado, en vez de esos controles globales y de masa.
2. El segundo gran inconveniente de los mecanismos de poder, tal como funcionaban en la monarquía, es que eran sistemas excesivamente onerosos. Y eran onerosos justamente porque la función del poder -aquello en lo que consistía el poder- era esencialmente el poder de recaudar, de tener el derecho de recaudar cualquier cosa -un impuesto, un décimo cuando se trataba del clero, sobre las cosechas que se realizaban, la recaudación obligatoria de tal o cual porcentaje para el señor, para el poder real, para el clero-. El poder era entonces, recaudador y predatorio. En esta medida operaba siempre una sustracción económica, y lejos, consecuentemente, de favorecer o estimular el flujo económico, era permanentemente su obstáculo y freno. Entonces aparece una segunda preocupación, una segunda necesidad; encontrar un mecanismo de poder tal, que al mismo tiempo que controlase las cosas y las personas hasta en sus más mínimos detalles, no fuese tan oneroso ni esencialmente predatorio, que se ejerciera en el mismo sentido del proceso económico.
Bien, teniendo así a la vista esos dos objetivos creo que podemos comprender groseramente la gran mutación tecnológica del poder en Occidente. Tenemos el hábito -y una vez más según el espíritu de un marxismo un tanto primario- de decir que la gran invención, todo el mundo lo sabe, fue la máquina de vapor, o cosas de ese tipo. Es verdad que eso fue muy importante pero hubo toda una serie de otras invenciones tecnológicas, tan importantes como esas y que fueron en última instancia condiciones de funcionamiento de las otras. Así ocurrió con la tecnología política, hubo toda una invención al nivel de las formas de poder a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Por lo tanto, es necesario hacer no sólo la historia de las técnicas industriales, y yo creo que podemos agrupar en dos grandes capítulos las invenciones de tecnología política, las cuales debemos acreditar sobre todo a los siglos XVII y XVIII. Yo las agruparía en dos capítulos porque me parece que se desarrollaron en dos direcciones diferentes: De un lado existe esta tecnología que llamaría de disciplina. Disciplina es, en el fondo, el mecanismo del poder por el cual alcanzamos a controlar en el cuerpo social hasta los elementos más tenues por los cuales llegamos a tocar los propios átomos sociales, eso es, los individuos. Técnicas de individualización del poder. Cómo vigilar a alguien, cómo controlar su conducta, su comportamiento, sus aptitudes, cómo intensificar su rendimiento, cómo multiplicar sus capacidades, cómo colocarlo en el lugar donde será más útil, esto es lo que es, a mi modo de ver, la disciplina.
Y les cito en este instante el ejemplo de la disciplina en el ejército. Es un ejemplo importante porque fue el punto donde fue descubierta la disciplina y donde se la desarrolló en primer lugar. Ligada entonces a esta otra invención de orden técnica que fue la invención del fusil de tiro relativamente rápido. A partir de ese momento podemos decir lo siguiente: que el soldado dejaba de ser intercambiable, dejaba de ser pura y simplemente carne de cañón y un simple individuo capaz de golpear. Para ser un buen soldado había que saber tirar; por lo tanto, era necesario pasar por un proceso de aprendizaje. Y era necesario que el soldado supiera desplazarse, que supiera coordinar sus gestos con los de los demás soldados, en suma, el soldado se volvía habilidoso. Por lo tanto, precioso. Y tanto más precioso más necesario era conservarlo, y tanto más necesidad de conservarlo más necesidad había de enseñarle técnicas capaces de salvarle la vida en la batalla, y mientras más técnicas se le enseñaban más tiempo duraba el aprendizaje, más precioso era él, etc. Y bruscamente se crea una especie de agrupación de esas técnicas militares de adiestramiento que culminarán en el famoso ejército prusiano de Federico II, que gastaba lo esencial de su tiempo haciendo ejercicios. El ejército prusiano, el modelo de disciplina prusiana, es precisamente la perfección, la intensidad máxima de esa disciplina corporal del soldado que fue hasta cierto punto el modelo de las otras disciplinas.
El otro lugar en el cual vemos aparecer esta nueva tecnología disciplinar es la educación. Fue primero en los colegios y después en las escuelas secundarias donde vemos aparecer esos métodos disciplinarios donde los individuos son individualizados dentro de la multiplicidad. El colegio reúne decenas, centenas y a veces, millares de escolares, y se trata entonces de ejercer sobre ellos un poder que será justamente mucho menos oneroso que el poder del preceptor que no puede existir sino entre alumno y maestro. Allí tenemos un maestro para decenas de discípulos y es necesario, a pesar de esa multiplicidad de alumnos que se logre una individualización del poder, un control permanente, una vigilancia en todos los instantes; así, la aparición de este personaje que todos aquellos que estudiaron en colegios conocen bien, que es el vigilante o celador, que en la pirámide corresponde al suboficial del ejército; aparición también en las notas cuantitativas, de los exámenes, de los concursos, etc., posibilidades, en consecuencia, de clasificar a los individuos de tal manera que cada uno esté exactamente en su lugar, bajo los ojos del maestro o en la clasificación-calificación o el juicio que hacemos sobre cada uno de ellos.
Vean, por ejemplo, cómo ustedes están sentados delante de mí, en fila. Es una posición que tal vez les parezca natural; sin embargo, es bueno recordar que ella es relativamente reciente en la historia de la civilización y que es posible encontrar todavía a comienzos del siglo XIX escuelas donde los alumnos se presentaban en grupos de pie alrededor de un profesor que les dictaba cátedra. Eso implica que el profesor no puede vigilarlos realmente e individualmente: hay un grupo de alumnos por un lado y el profesor por otro. Actualmente ustedes son ubicados en fila, los ojos del profesor pueden individualizar a cada uno, puede nombrarlos para saber si están presentes, qué hace, si divagan, si bostezan, etc. Todo esto, todas estas futilidades, en realidad son futilidades pero son futilidades muy importantes, porque finalmente, al nivel de toda una serie de ejercicios del poder, es en esas pequeñas técnicas que estos nuevos mecanismos pudieron investir, pudieron operar.
Lo que pasó en el ejército y en los colegios puede ser visto igualmente en las oficinas a lo largo del siglo XIX. Y es lo que llamaré tecnología individualizante de poder, y es tecnología que enfoca a los individuos hasta en sus cuerpos, en sus comportamientos; se trata, grosso modo, de una especie de anatomía política, de anátomo-política, una política que hace blanco en los individuos hasta anatomizarlos.
Bien, he ahí una familia de tecnologías de poder que aparecieron en los siglos XVII y XVIII, y después tenemos otra familia de tecnologías de poder que aparecen un poco más tarde, en la segunda mitad del siglo XVIII, y que fue desarrollada -es preciso decir que la primera, para vergüenza de Francia, fue sobretodo desarrollada en Francia y en Alemania- principalmente en Inglaterra, tecnologías estas que no enfocan a los individuos como individuos, sino que ponen blanco en lo contrario, en la población. En otras palabras, el siglo XVIII descubrió esa cosa capital: que el poder no se ejerce simplemente sobre los individuos entendidos como sujetos-súbditos -lo que era la tesis fundamental de la monarquía, según la cual por un lado está el soberano y por otro los súbditos-. Se descubre que aquello sobre lo que se ejerce el poder es la población. ¿Qué quiere decir población? No quiere decir simplemente un grupo humano numeroso, quiere decir un grupo de seres vivos que son atravesados, comandados, regidos, por procesos de leyes biológicas. Una población posee una natalidad, una mortalidad, una población tiene una curva etaria, una pirámide etaria, tiene una morbilidad, tiene un estado de salud, una población puede perecer o al contrario puede desarrollarse.
Todo esto comienza a ser descubierto en el siglo XVIII. Se percibe que la relación de poder con el sujeto, o mejor, con el individuo no debe ser simplemente esa forma de sujeción que permite al poder recaudar bienes sobre el súbdito, riquezas y eventualmente su cuerpo y su sangre, sino que el poder se debe ejercer sobre los individuos en tanto constituyen una especie de entidad biológica que debe ser tomada en consideración si queremos precisamente utilizar esa población como máquina de producir todo, de producir riquezas, de producir bienes, de producir otros individuos, etc. El descubrimiento de la población es, al mismo tiempo que el descubrimiento del individuo y del cuerpo adiestrable, creo yo, otro gran núcleo tecnológico en torno al cual los procedimientos políticos de Occidente se transformaron. Se inventó en ese momento, en oposición a la anátomo-política que recién mencioné, lo que llamaré bio-política. Es en ese momento que vemos aparecer cosas, problemas como el del hábitat, el de las condiciones de vida en una ciudad, el de la higiene pública, o la modificación de las relaciones entre la natalidad y la mortalidad. Fue en ese momento que aparece el problema de cómo se puede hacer para que la gente tenga más hijos, o en todo caso, cómo podemos regular el flujo de la población, cómo podemos controlar igualmente la tasa de crecimiento de una población, de las migraciones, etc. Y a partir de allí toda una serie de técnicas de observación entre las cuales está la estadística, evidentemente, pero también todos los grandes organismos administrativos, económicos y políticos, todo eso encargado de la regulación de la población.
Por lo tanto, creo yo, hay dos grandes revoluciones en la tecnología de poder: descubrimiento de la disciplina y descubrimiento de la regulación, perfeccionamiento de una anátomo-política y perfeccionamiento de una bio-política.
La vida se hace a partir del siglo XVIII, objeto de poder, la vida y el cuerpo. Antes existían sujetos, sujetos jurídicos a quienes se les podía retirar los bienes, y la vida además. Ahora existen cuerpos y poblaciones. El poder se hace materialista. Deja de ser esencialmente jurídico. Ahora debe lidiar con cosas reales que son el cuerpo, la vida. La vida entra en el dominio del poder, mutación capital, una de las más importantes sin duda en la historia de las sociedades humanas, y, es evidente, que se puede percibir cómo el sexo se vuelve a partir de ese momento, el siglo XVIII, una pieza absolutamente capital, porque en el fondo, el sexo está exactamente ubicado en el lugar de la articulación entre las disciplinas individuales del cuerpo y las regulaciones de la población. El sexo viene a ser aquello a partir de lo cual se puede garantizar la vigilancia sobre los individuos, y entonces se comprende por qué es en el siglo XVIII y justamente en los colegios, que la sexualidad de los adolescentes se vuelve un problema médico, un problema moral, casi un problema político de primera importancia; porque a través, y so pretexto de este control de la sexualidad se podía vigilar a los colegiales, a los adolescentes a lo largo de sus vidas, a cada instante, aún durante el sueño.
Entonces, el sexo se tornará un instrumento de disciplinarización, y va a ser uno de los elementos esenciales de esa anátomo-política de la que hablé, pero por otro lado es el sexo el que asegura la reproducción de las poblaciones, y con el sexo, con una política del sexo podemos cambiar las relaciones entre natalidad y mortalidad; en todo caso la política del sexo se va a integrar al interior de toda esa política de la vida, que va a ser tan importante en el siglo XIX. El sexo es el eje entre la anátomo-política y la bio-política, él está en la encrucijada de las disciplinas y de las regulaciones y es en esa función que él se transforma al fin del siglo XIX, en una pieza política de primera importancia para hacer de la sociedad una máquina de producir.
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Foucault – ¿Quieren ustedes hacer alguna pregunta?
Auditorio – ¿Qué tipo de productividad pretende lograr el poder en las prisiones?
Foucault – Esa es una larga historia: el sistema de la prisión, quiero decir, de la prisión represiva, de la prisión como castigo, fue establecido tardíamente, prácticamente al fin del siglo XVIII. Antes de esa fecha la prisión no era un castigo legal, se aprisionaba a las personas simplemente para retenerlas antes de procesarlas, y no para castigarlas, salvo casos excepcionales. Bien, se crean las prisiones como sistema de represión, afirmándose lo siguiente: la prisión va a ser un sistema de reeducación de los criminales. Después de un periodo en prisión, gracias a una domesticación de tipo militar y escolar, vamos a poder transformar a un delincuente en un individuo obediente a las leyes. Se buscaba la producción de individuos obedientes.
Ahora bien, inmediatamente, en los primeros tiempos de los sistemas de las prisiones quedó en claro que ellos no producían aquel resultado sino, en verdad, su opuesto: mientras más tiempo se pasaba en prisión menos se era re-educado y más delincuente se era. No sólo productividad nula sino productividad negativa. En consecuencia, el sistema de las prisiones debería haber desaparecido. Pero permaneció y continúa, y cuando preguntamos a las personas qué podríamos colocar en vez de las prisiones, nadie responde.
¿Por qué las prisiones permanecieron a pesar de esta contra-productividad? Yo diré que precisamente porque de hecho producían delincuentes y la delincuencia tiene una cierta utilidad económico-política en las sociedades que conocemos. La utilidad mencionada podemos revelarla fácilmente:
1. Cuantos más delincuentes existan más crímenes existirán, cuantos más crímenes haya más miedo tendrá la población y cuanto más miedo haya en la población más aceptable y deseable se vuelve el sistema de control policial. La existencia de ese pequeño peligro interno permanente es una de las condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control, lo que explica porqué en los periódicos, en la radio, en la televisión, en todos los países del mundo sin ninguna excepción, se concede tanto espacio a la criminalidad como si se tratase de una novedad en cada nuevo día. Desde 1830, en todos los países del mundo se desarrollaron campañas sobre el tema del crecimiento de la delincuencia, hecho que nunca ha sido probado, pero esta supuesta presencia, esa amenaza, ese crecimiento de la delincuencia es un factor de aceptación de los controles.
2. Pero eso no es todo, la delincuencia posee también una utilidad económica; vean la cantidad de tráficos perfectamente lucrativos e inscritos en el lucro capitalista que pasan por la delincuencia: la prostitución; todos saben que el control de la prostitución en todos los países de Europa es realizado por personas que tienen el nombre profesional de proxenetas y que son todos ellos ex-delincuentes que tienen por función canalizar para circuitos económicos respetables, de personas que tienen cuentas en bancos, los lucros recaudados sobre el placer sexual. La prostitución permitió volver oneroso el placer sexual de las poblaciones y su encuadramiento permitió derivar para determinados circuitos el lucro sobre el placer sexual. El tráfico de armas, el tráfico de drogas, en suma, toda una serie de tráficos que por una u otra razón no pueden ser legalmente y directamente realizados en la sociedad, pueden serlo por la delincuencia, que los asegura.
Si agregamos a eso el hecho de que la delincuencia sirve masivamente en el siglo XIX y aún en el siglo XX a toda una serie de alteraciones políticas tales como romper huelgas, infiltrar sindicatos obreros, servir de mano de obra y guardaespaldas de los jefes de partidos políticos, incluso de los más o menos dignos. Aquí estoy hablando precisamente de Francia, en donde todos los partidos políticos tienen una mano de obra que varía entre repartidores de propaganda hasta los aporreadores o matones, mano de obra que está constituida por delincuentes. Así tenemos toda una serie de instituciones económicas y políticas que operan sobre la base de la delincuencia y en esta medida la prisión que fabrica un delincuente profesional, posee una utilidad y una productividad.
Auditorio– ¿Cómo ves la relación entre saber y poder? Es la tecnología del poder que provoca la perversión sexual o es la anarquía natural biológica que existe en el hombre que provoca…
Foucault– Sobre este último punto, es decir sobre lo que motiva, lo que explica el desarrollo de esta tecnología, no creo que podamos decir que sea el desarrollo biológico. Intenté demostrar lo contrario, es decir, ¿cómo forma parte del desarrollo del capitalismo esta mutación de la tecnología del poder? Forma parte de ese desarrollo en la medida en que, por una parte, fue el desarrollo del capitalismo lo que hizo necesaria esta mutación tecnológica, pero, por otro lado, esa mutación hizo posible el desarrollo del capitalismo; una implicación perpetua de dos movimientos que están de algún modo engrampados el uno con el otro.
Bien, con respecto a la otra cuestión… Cuando existe alianza del placer con el poder, ese es un problema importante. Lo que quiero decir brevemente es que es justamente eso que parece caracterizar los mecanismos de poder en función de nuestras sociedades, es lo que hace que no podamos decir simplemente que el poder tiene por función interdictar, prohibir. Si admitimos que el poder sólo tiene por función prohibir, estamos obligados a inventar mecanismos -como Lacan y otros están obligados a hacerlo- para poder decir: “Vean: nos identificamos con el poder” o entonces decimos que hay una relación masoquista que se establece con el poder y que hace que gocemos de aquel que prohíbe; pero en compensación si usted admite que la función del poder no es esencialmente prohibir sino producir, producir placer, en ese momento se puede comprender, al mismo tiempo cómo se puede obedecer al poder y encontrar en el hecho de la obediencia placer, que no es masoquista necesariamente. Los niños nos pueden servir de ejemplo: creo que la manera que se hizo de la sexualidad de los niños un problema fundamental para la familia burguesa del siglo XIX, provocó y volvió posible un gran número de controles sobre la familia, sobre los padres, sobre los niños, etc., al mismo tiempo que produjo toda una serie de placeres nuevos: placer de los niños en jugar con su propia sexualidad contra sus padres o con sus padres, etc., toda una nueva economía del placer alrededor del cuerpo del niño. No hace falta decir que los padres, por masoquismo, se identificaron con la ley…
Auditorio – Usted no respondió a la pregunta que se le hizo sobre las relaciones entre el saber y el poder, y sobre el poder que usted, Michel, ejerce a través de su saber…
Foucault – En efecto, la pregunta debe ser planteada. Bien, creo que -en todo caso en el sentido de los análisis que hago cuya fuente de inspiración usted puede ver- las relaciones de poder no deben ser consideradas de una manera un poco esquemática como: de un lado están los que tienen el poder y del otro los que no lo tienen.
Aquí un cierto marxismo académico utiliza frecuentemente la oposición clase dominante/clase dominada, discurso dominante/discurso dominado, etc. Ahora, en primer lugar, ese dualismo nunca será encontrado en Marx; en cambio sí puede ser encontrado en pensadores reaccionarios y racistas como Gobineau, que admiten que en una sociedad hay dos clases, una dominada y la otra que domina. Usted va a encontrar ello en muchos lugares pero nunca en Marx porque en efecto, Marx es demasiado astuto como para poder admitir esto; él sabía perfectamente que lo que hace la solidez de las relaciones de poder es que ellas no terminan jamás, que no hay de un lado algunos y de otro lado muchos, ellas atraviesan en todos lados; la clase obrera retransmite relaciones de poder. El hecho de que usted sea estudiante implica que ya está inserto en una cierta situación de poder; yo, como profesor, estoy igualmente en una situación de poder; estoy en una situación de poder porque soy hombre y no una mujer, y por el hecho de que usted sea una mujer implica que está igualmente en una situación de poder, pero no la misma, todos estamos en situación… Bien, si de cualquier persona que sabe algo podemos decir “usted ejerce el poder”, me parece una crítica estúpida en la medida en que se limita a eso. Lo que es interesante es, en efecto, saber cómo en un grupo, en una clase, en una sociedad operan mallas de poder, es decir, cuál es la localización exacta de cada uno en la red del poder, cómo él lo ejerce de nuevo, cómo lo conserva, cómo él impacta en los demás, etc.