Terapeutas egocéntricos, pacientes ausentes, Apuntes sobre relaciones terapéuticas; de Javier Erro

terapeutas egocentricos_paula regoLa primera pregunta

En la película Juana la Loca (Vicente Aranda, 2001), hay una escena que nos puede servir de punto de partida para cuestionar la práctica profesional en el ámbito de la salud mental. La reina Juana va a ser destituida de sus funciones y recluida de por vida en aislamiento debido a que manifiesta ciertas extravagancias impropias de una jefa de estado, extravagancias que le valieron un apodo-diagnóstico: “la loca”. Su marido, el rey Felipe, decide convocar a los mandatarios de Castilla para que ratifiquen estas medidas y se hagan efectivas. En un momento de la reunión la reina Juana aparece para sorpresa de todos y, ante su boquiabierta audiencia, pregunta desafiante: “¿Qué es lo que os sorprende? No contabais con mi presencia”.

Estas frases ponen de relieve, con claridad, un aspecto de la relación terapeuta-paciente que la mayoría de los manuales no plantean, y que tiene una serie de consecuencias sobre la misma. Me refiero a la ausencia del paciente en tanto que persona completa. Me gustaría plantear que el hecho de estar presente con el cuerpo, no significa que se esté en una completa presencia, y que esto tiene una serie de consecuencias.

Ciertamente, podría plantear esto en un nivel más pragmático, resaltando técnicas y escuelas terapéuticas que tienen técnicas asignadas a priori, sin tener en cuenta los matices del relato que se presenta. Sin embargo, esto supondría quedarme constreñido a una perspectiva reducida que, si bien puede ser útil en otros momentos, no me permitiría, en este caso, llegar a una visión más completa que nos muestre que esta ausencia es la norma, y no la excepción. Considero necesario un cierto nivel de abstracción que nos permita observar la cuestión como un todo, en la medida de lo posible. Profesionales y pacientes puede utilizar esta reflexión para aplicarla a su caso particular.

Llamaremos cuerpo, no a la exclusiva parte física de piel y órganos, sino a todo aquello que ha sido estudiado desde las investigaciones, aquello sobre lo que se han producido una serie de discursos e intervenciones. Esa concentración de imaginarios pasados, presentes y futuros, con sus expectativas y preocupaciones. El cuerpo como acumulación de datos observables y medibles: pensamientos concretados en frases, emociones medidas fisiológicamente, la contabilidad de las conductas y, en suma, la parte de la persona que podemos predecir, conocer y controlar. El profesional, en el mejor de los casos, evalúa conductas, emociones y pensamientos: es decir, cuerpo y manifestaciones del mismo. El hecho de “estudiar” o “investigar” la mente, el hecho de utilizar esas palabras para designarlo, presupone una naturaleza de lo psicológico como algo material, corpóreo.

El cuerpo está presente, pero la persona está ausente. Y en la palabra “persona” incluimos no solo lo que podemos controlar y medir, sino también la relación que tiene con su realidad. La persona es aquello que se nos escapa y que no podemos comprender, sea porque el entendimiento humano tiene límites, o porque los formatos terapéuticos excluyen y desprecian aquello incontrolable y misterioso, lo que escapa al diagnóstico prescrito. A los profesionales no nos interesa lo complejo, nos conformamos con la parte más tecnológica, la más previsible. Como es lo único sobre lo que podemos ejercer poder, argumentamos que es la única información necesaria. El argumento que indica “es lo único observable y medible” da por sentado que solamente es relevante lo que yo puedo observar y medir, situándolo por encima de lo que el paciente puede estar viviendo.

La cuestión no es proponer que debemos conocer completamente a la persona, ya que es sencillamente imposible. “Conocer completamente” también forma parte de una pretensión de control de la información y de poder sobre esa persona. Más bien puede ser interesante considerar si esa ausencia viene derivada de una desigualdad fundamental entre profesional y paciente, y si esto es así, cómo devolver horizontalidad a esta relación. Para que la persona esté presente no hace falta conocer todo sobre ella, sino que tome resonsabilidad sobre su vida, y para ello, el profesional debe querer que lo haga.

He aquí algunas preguntas, derivadas de la que pronuncia Juana “La Loca”: ¿Qué es lo que nos sorprende de la presencia de la persona? ¿Qué nos asusta? ¿Por qué no utilizamos el sentido común que nos aconseja su presencia completa para tratar sobre su vida? Quizás sea nuestra propia incapacidad para comprender a una persona en su complejidad, aunque más bien, parece asustar el hecho de que para comprender a una persona, hace falta salir de los marcos terapéuticos, dar paso a la creatividad y a la horizontalidad en la relación. En realidad, nos asusta dar poder al paciente, o lo que es lo mismo, perder poder nosotros como profesionales.

La ausencia es, en sí misma, esta desigualdad, esa falta de horizontalidad. La ausencia es ese poder del que nos cuesta desprendernos, lo que sostiene nuestros privilegios terapéuticos. No es necesaria, ni útil para el cuidado de la Salud Mental, no se puede proponer ningún argumento que la justifique, y por ello vamos a analizar en qué puntos se manifiesta para poder plantear el modo de devolver la presencia a la persona.

El profesional egocéntrico

El ego de los terapeutas es una muestra de este poder. El paciente pasa de ser sujeto a ser objeto. Este objeto sirve para alcanzar metas profesionales y/o pruebas para evidenciar la efectividad de tal o cual enfoque terapéutico. No se plantea, de entre las diferentes terapias, qué técnicas o modelos pueden servirle al paciente, guiándose por las necesidades y opiniones de este último. Antes bien, se escogen las técnicas y modelos a priori, adaptando la narrativa del paciente a las necesidades del enfoque terapéutico y a los objetivos del terapeuta. De esta manera, dejamos de necesitar la presencia de la persona con una agencia propia.

Este es el punto de vista egocéntrico: el terapeuta se sitúa en el centro de la relación, el paciente es el satélite. De esta manera, la terapia va del primero al segundo, basándose en las reglas del primero, muchas veces sin escuchar al segundo más de lo que escucha al modelo terapéutico. Una queja habitual de los “usuarios” del sistema de Salud Mental es, precisamente, la prepotencia de los profesionales, la sensación de ser tratados como objetos sin valor.

Otra de las señales de que a muchos profesionales no les hace falta una persona como interlocutora es la proliferación de libros y páginas webs de autoayuda. El ego ya no se limita a tratar a un paciente cada vez, sino que necesita de un público enormemente amplio, con unas variabilidades infinitas no estudiadas y al que, por tanto, se le proporcionará una información edulcorada y reducida. Una vez más, profesional en el centro y todo girando a su alrededor.

El paradigma biologicista también supone un intento de reducir a una sencilla explicación lo que, en realidad, es tremendamente complejo. Subyace a este enfoque la necesidad de callar a la persona, la necesidad de eliminar la comunicación y convertir el mínimo esfuerzo en máximo beneficio. Se investigan los psicofármacos debido a los beneficios económicos de las industrias farmacéuticas, pero debajo de ello reposa la imperiosa orden de no necesitar la presencia del paciente, de convertirse en el único ego presente en la relación terapéutica, que acaba convirtiéndose en una relación del profesional consigo mismo. Si las hipótesis del desequilibrio químico en el cerebro en algún momento se demostrasen como ciertas, no habría cambiado nada, los psicofármacos continuarían siendo los mismos y las personas continuarían necesitando retomar las riendas de todos los aspectos de sus vidas. Por tanto, no hay que ver en este enfoque una amenaza a la terapia psicológica, sino el intento de quedarse solo en la consulta, el querer invisibilizar los problemas de las personas, el miedo a la horizontalidad y su consiguiente pérdida de poder y privilegio.

El paciente pasivo

Es también una consecuencia de esta ausencia el que los pacientes busquen a expertos que les digan qué tienen que hacer, o qué pastilla tienen que tomar, para que sus problemas se “curen” y que sus síntomas “desaparezcan ya”. En muchas ocasiones no quieren proporcionar información y se limitan a la enumeración de síntomas para facilitar la elección del tratamiento. A veces llegan con el diagnóstico ya hecho por la información recogida en una página web.

Ellos mismos se limitan a un cuerpo y se tienden en la mesa del terapeuta a recibir la cirugía adecuada. Pero esto no debe servir a los profesionales como argumento para validar el evitar que el paciente sea partícipe de las decisiones sobre su vida. Antes bien, parece el reflejo de una sociedad que no admite problemas y los trata de suprimir o alejar. También es el resultado de años de propaganda científica acerca de la “corporeidad” de los problemas de salud mental, señalando el desequilibrio químico como causa del problema de la misma manera que las enfermedades son causadas por imperfecciones en otros órganos. Pretender argumentar que los pacientes refuerzan su propia pasividad cuando somos nosotros los que se la hemos inculcado parece poco riguroso, así como también es poco riguroso sumarse a la corriente de buscar una sociedad sin problema alguno gracias al desarrollo científico, en lugar de señalar lo poco saludable y falso de esta idea. Dentro del concepto de salud mental debería incluirse que esta siempre será imperfecta, que siempre será compleja y multifacética, que siempre requerirá un gran esfuerzo mantenerla o recuperarla. Dar otra idea es mentir, ir en contra de la salud mental que se supone debemos promover.

La pasividad es una lógica que concuerda con la lógica tradicional en los sistemas de salud mental. Para que estos funcionen es necesaria esta pasividad. En efecto los recursos de tiempo y dinero imponen unas limitaciones, se hace imprescindible un diagnóstico que guíe la planificación de un tratamiento de la manera más rápida posible. Tanto en el sistema público como en el privado, aunque más evidentemente en el primero, se ha acabado reduciendo a un cuerpo al paciente, como si hubiese sido limado por las condiciones económicas. Esto cobra mayor importancia en la medida en que el sistema de salud mental forma parte de una red de influencias sobre el individuo, influencias en las que diferentes sistemas interaccionan entre sí, sobre la persona, convirtiéndola en cuerpo-objeto, promoviendo la pasividad. Lo que llega a consulta es más manejable, más pequeño que una persona debido a que es previamente reducido por todos los sistemas de simplificación de la vida y viene a que le reduzcamos todavía más.

Sería interesante cuestionarse cuál es la actitud que los profesionales deben tener hacia los pacientes y cuál la de los pacientes frente a los profesionales. De hecho, ahondar en esta reflexión puede llevarnos a difuminar los roles de unos y otros, encontrando campos en común donde la información se pueda compartir sin que unos y otros asuman papeles predeterminados. Si nuestro objetivo es un nivel razonable de salud mental, quizás reducir la pasividad del paciente debería ser una de nuestras prioridades fundamentales, ya que la pasividad en la vida cotidiana es uno de los habituales mantenedores del sufrimiento psíquico. Para plantearse el cómo hacerlo quizás sea necesario dejar de producir nuevas escuelas terapéuticas, alimentadoras de egos, y empezar a hablar entre profesionales y pacientes, planteando si el problema no estará presente, independientemente del tipo de terapia, en la propia relación terapéutica, entendida como una forma de relación social desigual.

Dos grandes paradigmas

La cuestión no está, por tanto, en señalar como incompetentes a los grandes paradigmas de la Psiquiatría y la Psicología (los psicofármacos y la terapia cognitivo-conductual), ya que estaríamos equivocándonos desde la base. La cuestión está en señalarlos como incompletos, señalar la falsa ilusión de que son suficientes. El problema son las condiciones que rodean la terapia, no las técnicas usadas en sí mismas (excepto las técnicas evidentemente inhumanas).

No es casualidad que estos dos paradigmas principales sean los que tienen menos en cuenta a la persona como un todo, encajando perfectamente en los principios posmodernos de individualismo, reduccionismo y eficacia laboral de los cuerpos, entendiendo estos últimos como la única parte a tener en cuenta de una persona, obviando una realidad compleja e interactiva. Debido a que ha resultado imposible conocer completamente a la persona, se la ha reducido, para que quepa en la teoría. Teoría basada en la experiencia del investigador o terapeuta que observa, no en la experiencia de la persona con sufrimiento psíquico.

La ilusión principal consiste en considerar que hay que intervenir únicamente sobre aquellos síntomas señalados como problemáticos en las clasificaciones diagnósticas. En ocasiones esto será suficiente para el paciente, pero habitualmente una intervención exclusiva sobre estos síntomas no bastará para que la persona pueda considerarse a sí misma como saludable mentalmente. Cesarán los ataques de ansiedad, el quedarse en casa sin ir a trabajar, el discurso delirante o el lavarse las manos durante dos horas antes de comer. Pero si la realidad de esa persona no es sana, y le exige la presencia de sufrimiento psicológico, este se manifestará mediante otros síntomas diferentes o mediante problemáticas no clasificables, difusas, múltiples, oscuras, no evidentes para un profesional acostumbrado a los manuales, y también invisibles, a veces, para el propio sujeto que las sufre.

En efecto, la forma más habitual de medir la eficacia de un psicofármaco o una técnica terapéutica es la de observar en qué medida reduce los síntomas. Una vez implementada la técnica en cuestión, no se le suele preguntar al paciente más que por el estado del síntoma, y si se le pregunta, solo se tiene en cuenta su reducción. No obstante, el paciente podría señalar, por ejemplo, que prefiere no tomar medicación más de dos meses, o que no quiere estar toda la vida haciendo relajación en las cenas con amigos, o que las frases proporcionadas para aumentar su asertividad no le sirven para todas las situaciones, o que la activación conductual no le elimina la angustia existencial. Dado que estas situaciones no entran dentro del lenguaje terapéutico, se obvian en la práctica clínica las preguntas que las sacarían a la luz, con una clara consecuencia: el paciente sigue ausente, solamente está su cuerpo. Con o sin síntomas, la salud mental continúa precaria.

En las clasificaciones diagósticas, los problemas asociados al sufrimiento psíquico se despersonalizan, sin hacer caso a las especificidades con las que se presentan en cada uno. Pero también se descolectivizan, asumiendo que las personas estamos más bien aisladas de lo que nos rodea. Del individualismo se coge el aislamiento, pero no la unicidad de cada ser humano, de lo colectivo se coge la masificación, no la interacción social. Se hace evidente que la Psicología y la Psiquiatría no son ciencias imparciales, por lo que la cuestión, puestos a ser partidarios de algo, será decidir de qué.

Una verdad irresponsable

Hemos visto como la ausencia del paciente, entendido como persona completa, afecta de forma determinante a tres factores de la relación terapéutica: alimenta el egocentrismo del terapeuta, promueve la pasividad del paciente y ensalza determinadas escuelas terapéuticas reduccionistas. Estos tres factores, a su vez, están envueltos por un halo de misterio, una sensación de mecanismo indescifrable que permite el privilegio sobre la información. Los discursos sociales también pueden fomentar que los pacientes se comporten voluntariamente como inferiores en la relación terapéutica.

Todo el mundo interacciona con el sufrimiento psicológico, todo el mundo conoce a alguna persona cercana etiquetada como enferma mental. Mucha gente sabe en qué consiste, qué dificultades plantea este sufrimiento, qué implicaciones tiene la etiqueta, qué consecuencias la medicación en el día a día. Sin embargo, los discursos científicos, al alcance de muy pocos, han vaciado el contenido de este saber popular, de esa empatía natural y ha sido asumido por la sociedad debido al revestimiento de infalibilidad de la ciencia. Este vacío de conocimiento se compensa con un discurso simplificador y reduccionista, producido por los últimos que deberían producirlo: las farmacéuticas, la biopsiquiatría, las universidades, los centros de investigación privados o subvencionados por empresas y el rígido modelo cognitivo-conductual. Todos sabemos que “el saber es poder”, pero Foucault señaló que también “el poder es saber”, y en este caso, el restringido círculo de personas que “saben” en que consiste esta problemática, están facultados para producir un discurso cuyo halo de misterio mantiene su status como especialistas, discurso que sustituirá al sentido común en la mayor parte de la sociedad. Cuantos menos tengan el saber, más se ampliará el poder y el alcance de este discurso.

Esta especialización choca con una realidad que evidencia la transversalidad de la salud mental y sus problemas. Todos tenemos una mente que requiere uno o varios tipos de cuidado. Nadie es completamente estable, nadie no ha tenido nunca momentos de sufrimiento psicológico, pero prácticamente todos los que lo viven en sociedades occidentales recurren al silencio o al especialista. Y no existiría ningún problema con estas dos opciones, si no fuese porque son dos caminos prefijados y prácticamente obligatorios debido a la mitificación creada por los propios profesionales respecto a su práctica, dando la sensación de que la investigación hace avances útiles, cuando, en realidad, no se ha avanzado prácticamente nada desde hace décadas en cuanto al contenido de las terapias. Los únicos avances de utilidad realizados han venido del cambio en la relación terapéutica o en la perspectiva general asociada a esta relación. Cambio filosófico al fin y al cabo, y no científico como se trata de vender. La única diferencia entre un tipo de cambio y otro consiste en que el filosófico (político) puede realizarlo cualquiera con sus iguales, pero para el segundo hace falta carrera y recursos económicos, es decir, formar parte de un reducido núcleo de elegidos con poder de definición sobre lo que está sucediendo y lo que no.

 

Un buen ejemplo de este poder de definición nos remonta a los años 80 en España, cuando se desmantelaron buena parte de los manicomios y parecía que la crueldad hacia las personas con sufrimiento psíquico había cesado. Los trabajadores de la salud mental del momento dieron este paso con muy buenas intenciones, venían de una manera de hacer política en la que estaba claro quiénes eran los malos y la injusticia se pintaba con vivos colores. En aquel momento cesaron los malos tratos (disminuyeron, más bien) y una buena parte de los que habitaban el manicomio a la fuerza volvieron a sus casas.

 

Tras el franquismo, el estado español se sumó precipitadamente al carro de la biopolítica, eliminando los lugares de control explícito, pero sin dejar de lado ese control, repartiéndolo en incontables proporciones, tan pequeñas, que ya nos parecen invisibles. Por lo que respecta al campo de la Salud Mental, el manicomio se hizo múltiple, se instaló en las interacciones sociales. Anteriormente los locos eran un punto ciego del espejo, al salir estos, hubo que mirarlos y hablarlos de una determinada manera. Y esa manera no fue aleatoria, obedecía a una realidad que necesitaba producir una nueva verdad sobre la forma normal de comportarse, menos restrictiva que antes, una verdad en la que primaba el individualismo, pero no la diversidad. Cada vez que se hablaba del loco, se producía una verdad sobre el que está loco y, por tanto, una verdad sobre mí, que no lo estoy. Y así continúa siendo.

 

La reinserción social que estaba reservada al sufrimiento psicológico se reveló como ficticia, reduciéndose, más bien, a un escaparate de ejemplos de conductas a no seguir bajo ningún concepto. Todo esto en un contexto en que varias figuras del imaginario social pasaban por el mismo proceso: homosexuales y drogodependientes con el SIDA, vagabundos, quinquis, transexuales, activistas políticos, etc. Todos ellos y ellas conformaron un catálogo, cuando no de lo prohibido, al menos de lo rechazable.

 

Por tanto, no solo los profesionales de la salud mental producen discursos sobre lo que entra dentro de la normalidad, es decir, de lo aceptable, sino que también lo hace la sociedad en general. En este contexto, los profesionales tienen que elegir entre repetir la verdad oficial, pensando en mantener el status quo, o producir nuevas verdades, pensando, precisamente, en la salud mental. Si estas nuevas verdades deben llevar a un cambio social, o político, habrá que hacerse cargo.

 

 

El sentido común llamando a la puerta

 

He empezado este artículo con una pregunta, me gustaría terminar con otra. Dado que, como hemos visto, la relación terapéutica en el marco de la salud mental, está basada en una desigualdad fundamental que tiene que ver con la reducción del paciente a un cuerpo. La persona completa no es posible ni deseable conocerla, por lo que la Psicología y la Psiquiatría han creado una metáfora sobre lo que es la mente, es decir, han creado un corpus teórico que señala lo que hay que observar y cómo reaccionar en función de lo observado, metáfora que actúa generando la ilusión de que sabemos lo que estamos haciendo. Paradójicamente, esta mente se estudia como se estudia el cuerpo, pues lo que verdaderamente es el objeto del cambio terapéutico no se puede estudiar.

 

Para que el paciente esté presente en la relación, para que no esté exclusivamente esa parte de la mente corporeizada, o del cuerpo mentalizado, se hace necesario eliminar la desigualdad fundamental que ya hemos mencionado. No es el objeto de este artículo el de elaborar una propuesta, ya que esta debe ser creada en colectivo, intercambiando experiencias y a lo largo de los años. Lo único que sí que considero necesario adelantar es que este cambio debe apuntar a desbancar los privilegios terapéuticos de los que disfruta el profesional sobre el paciente, que la información debe ser intercambiada de forma bidireccional, y no en el formato monólogo tan imperante, que los pacientes deben ser parte activa de este proceso y, para ello, en ocasiones deberán ser empujados por los propios profesionales hacia su propio empoderamiento, y que, por último, estos cambios, de hacerse un día realidad, supondrán el cambio de muchas estructuras sociales que tienen que ver con la salud mental de los individuos, conduciendo a la sociedad hacia un mayor grado de autonomía y libertad.


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