Sobre el reconocimiento, los cuidados y la demencia; de Janelle S. Taylor

Fuente: Medical Anthropology Quarterly, New Series, Vol. 22, Núm. 4 (Diciembre, 2008), pp. 313–335

Desde Primera vocal queremos agradecer a lxs traductorxs que nos han mandado el presente texto. Si se prefiere, y dada la longitud del artículo, aquí puede descargarse la versión en pdf.

La aparición de la demencia plantea preguntas perturbadoras. ¿Te reconoce todavía la persona con demencia? Si alguien no puede reconocerte, ¿puede todavía preocuparse por ti? Este ensayo toma esas preguntas como punto de entrada para una investigación más amplia del reconocimiento, sus vinculaciones con el cuidado y cómo demandas de “reconocimiento” social y político están vinculadas a, o basadas en, la capacidad demostrada de “reconocer” a personas y cosas. En las palabras y las acciones de su madre gravemente discapacitada, la autora encuentra una guía hacia una pregunta mejor, más compasiva, que puede hacerse sobre la demencia: ¿cómo podemos tratar de «mantener juntos los cuidados»?

Mi madre vive con demencia progresiva. Desde que mi padre murió, hace como tres años y medio, he estado muy implicada en su cuidado.

La estoy oyendo. Porque escribo estas palabras en vez de decirlas, no puedo oír tu respuesta, pero estoy oyendo la pregunta que, como he podido aprender, siempre llega.

Hablo de mi madre y su estado con amigos, compañeros de trabajo y otras personas a mi alrededor, tan abiertamente como hablaría de cualquier otro aspecto importante de mi vida familiar. Con el tiempo, me he dado cuenta de que ante la mención de la demencia, las pérdidas de memoria o el alzhéimer, todo el mundo, casi sin excepción, responde con alguna versión de la misma pregunta: «¿Te reconoce?»

Hay variantes, por supuesto:

«¿Sabe todavía quién eres?».

«Eso sí, sabe que eres tú, ¿no?».

«Pero al menos todavía sabe tu nombre, ¿verdad?».

De la manera en que sea formulada, la pregunta es siempre si mi madre me reconoce, lo cual significa: ¿puede ella recitar “los hechos” de quién soy, cuál es mi nombre y qué relación me une a ella?

La repetición frecuente ha hecho que esta pregunta me suene rara. Como hija, he aprendido que cuando alguien a quien amas te pregunta lo mismo una y otra vez es probablemente un síntoma de demencia. Como antropóloga, sin embargo, estoy convencida de que cuando mucha gente hace la misma pregunta una y otra vez es probablemente un síntoma de algo importante y no resuelto sobre lo social. Si la mera mención de la demencia trae con regularidad tipos particulares de preguntas sobre el «reconocimiento», me parece que se trata de un hecho social digno de reflexión.

En este ensayo, tomo esas preguntas como punto de entrada para una investigación sobre el reconocimento, sus vínculos con el cuidado y qué implican esos vínculos: para la gente con demencia y para el resto de nosotras, las personas «temporalmente sin discapacidades mentales» (Friedell 2003), que compartimos el mundo con ellos por ahora y que podemos sumarnos a su equipo en el futuro.

La investigación sobre la que informo aquí es claramente de las que no se eligen, impuesta sobre mí por pérdidas de las que cambian la vida, que habría evitado si hubiera podido, pero de las que he aprendido bastante de todas maneras. Mi formación como antropóloga sanitaria me ha impulsado, a lo largo de todo lo que ha ido ocurriendo, a tomar notas y registrar observaciones sobre conversaciones, eventos y experiencias que parecían importantes, a recolectar materiales y documentos que parecieron relevantes, y a buscar y leer análisis académicos y relatos personales acerca de la demencia. El que sigue es, por tanto, «autoetnográfico», en el sentido de que se refiere a ciertos aspectos de lo social que han resultado visibles e interesantes para mí a causa de mi posición particular como hija de una encantadora y amada madre con demencia en fase avanzada. Es un intento de decir la verdad como la veo desde donde estoy ahora.

«¿Te reconoce?»

Resulta tentador buscar detras y más allá de esta pregunta las intenciones que motivan a cualquier persona particular a preguntarla. Creo que merece la pena resistir el impulso de lanzarse a explicaciones sesgadas hacia lo individual, sin embargo, por lo menos durante el tiempo suficiente para valorar la muy específica y compartida forma que toma esta pregunta, como una cuestión acerca del «reconocimiento».

El filósofo Paul Ricoeur, en The Course of Recognition (2005), busca desarrollar una aproximación filosófica al «reconocimiento» que pudiera contener todo el rango de múltiples significados del término. Empezando por las definiciones contenidas en los diccionarios, Ricoeur considera los puntos de solape etimológico y semántico que vinculan un sentido de «reconocimiento» con otro. Por debajo de esta proliferación de significados, identifica tres grupos semáticos significativos, que analiza como momentos en una dialéctica que empieza con el reconocimiento como una identificación (de cosas), avanza hacia el auto-reconocimiento y finalmente concluye con el reconocimiento por un Otro. Como deja claro, tienen lugar transformaciones críticas a lo largo de ese movimiento desde el primero al último de esos momentos: el «reconocimiento» cambia de la voz activa a la voz pasiva según se mueve desde un asunto cognitivo e intelectual hacia otro ético y político. Lo que empieza en el «reconocimiento» intelectual activo por parte del ser soberano de objetos externos termina en la recepción pasiva de «reconocimiento» dada por otros al sujeto social y políticamente insertado.

Es el alcance amplio del marco de Ricoeur para el «reconocimiento» lo que encuentro útil. Cuando una amiga o un compañero de trabajo me preguntan «¿Te reconoce?», ella o él están, en términos de Ricoeur, dando voz al primero de los tres «momentos» diferentes en «el trayecto del reconocimiento»: la pregunta se refiere a la capacidad de mi madre, como ser soberano, de dibujar activamente distinciones intelectuales entre los objetos y la gente a su alrededor.

Ordinariamente, en mi vida, cuando alguien me pregunta algo que encuentro desconcertante o antipático, respondo con mi propia pregunta: «¿Por qué lo preguntas?». De una forma similar, el análisis de Ricoeur me ayuda a darle la vuelta a la pregunta que la gente me hace todo el rato sobre mi madre, para responder con mi propia pregunta: ¿cómo se vinculan, o se fundamentan, las demandas de «reconocimiento» social y político con la capacidad demostrada de «reconocer» personas y cosas? Cuando las personas mayores con demencia sufren cambios cognitivos, ¿cómo otorgamos a estos cambios una importancia decisiva a la hora de determinar si y cómo merecen «reconocimiento» como personas totalmente sociales y miembros de una comunidad?

Cuando todo el mundo viene y me pregunta «¿Te reconoce?», creo que la pregunta realmente es (o debería ser): «¿La reconoces tú, la reconocemos nosotros a ella? ¿Le otorgamos reconocimiento?».

«¿Te reconoce?»

Lo que me llevó a preguntarme con detenimiento acerca de los significados del término «reconocimiento» fue el simple hecho de que encontraba esta pregunta a la vez ubicua y bastante difícil de responder.

Mi madre se alegra siempre de verme. ¿Sabe mi nombre todavía? Hace años que no la oigo pronunciarlo. No hace tanto, ella señaló un retrato de su padre que cuelga en el salón y dijo: «Ese es mi padre». Y al menos hasta hace un año o así, se refería por su nombre a Chuck, mi padre, con quien estuvo casada durante cuarenta y nueve años hasta su muerte. Pero no la he oído decir otros nombres desde hace mucho tiempo. En este punto, mi madre tiene dificultades para encontrar todo tipo de palabras, no ya nombres. Cuando le llegan las palabras, se dispersan demasiado rápido, y raramente se quedan juntas lo suficiente como para formar una frase completa. No espero escuchar mi nombre en su voz nunca más.

Sin embargo, antes incluso de que se convirtiera en discapacitada, mi madre raramente me llamaba Janelle. Ese es el nombre que me dio al nacer, y ha sido siempre el nombre que uso fuera de casa, pero a lo largo de los años mi madre me dio muchos otros nombres también. En casa fui Nellie, o a veces Nelle-Belle. Pero, normalmente, era Cariño, Primor, Niña, Repollo, Amiga, Bicha, o cualquiera de muchos otros apodos tontos.

Y, ahora, soy Desconocida. Un día, hace unos meses, entré en la sala de actividades de la unidad de demencia segura en la que mi madre vive ahora, y la encontré sentada en una mesa con otras tres señoras de pelo blanco y dos guapas jóvenes ayudantes, jugando a alguna versión del póker con un mazo de enormes cartas. Mamá me vio, y una sonrisa se fue desplegando en su cara, mientras levantaba su mano para señalarme, y dijo: «¡Pero bueno!, ¿qué tal, Desconocida?». Es un nombre que una usaría, por supuesto, solo con alguien que fuera realmente cercano. Cuando me llama Desconocida, sé que no soy una desconocida para ella.

No solo es difícil saber si mi madre me «reconoce», en el sentido estrecho de recordar mi nombre, sino que la cuestión, para mí, parece más y más irrelevante cada vez. Sé que es por una preocupación por mí, y por mi madre, el motivo por el que bienintencionados amigos y compañeras me hacen la pregunta. Están buscando una marca con la que calibrar el progreso de mi madre en lo que todo el mundo entiende como un viaje, de solo ida, colina abajo. Quienes tienen alguna experiencia de primera mano con la demencia tienden, yo creo, a imaginarlo más o menos como una pérdida puramente cognitiva en un almacén de hechos recordados, manifestada en la pérdida de la capacidad de recitar nombres y fechas y otros trozos de información. Conocer los nombres de nuestros propios hijos e hijas se presenta, en esta mirada, como el más obvio y dramático de lo que Elinor Fuchs llama los “todavías”. Escribe Fuchs:

Una puede medir el avance de la demencia por los “todavías”. La trabajadora social preguntará los “todavías”: ¿Todavía come sola? ¡Bien! ¿Todavía mastica? ¡Bien! ¿Baño todavía? Bueno, es comprensible. Y también tenemos los nuestros: ¿Aún le gusta arreglarse? ¿Va a la peluquería? ¿Se hace las uñas? ¿Aún conserva el francés y el italiano? Sí, algunas palabras, bastante buen acento. ¿Todavía toca el piano? O, sí, el “Vals de aniversario”, una vez tras otra. ¿Aún le gustan las fiestas? Uhh, ¡que si le gustan! (Fuchs, 2005)

Aun así, cabe señalar que la capacidad de recordar nombres ni siquiera merece un lugar en la propia lista de “todavías” de Fuchs. Puesto en el contexto de preguntas acerca del grado en el que una persona es capaz de comer, bañarse, vestirse o hablar, y así sucesivamente, que recuerde los nombres puede no parecer tan importante.

Para quienes tienen alguna experiencia personal con la demencia, los “todavías” tienen un correlato en las “primeras veces”. La primera vez que mi madre repitió la misma pregunta varias veces a lo largo de una conversación corta por teléfono, hace casi nueve años ahora, lloré inconsolablemente ante la perspectiva de, como temía entonces, «perderla». Retrospectivamente, aquella primera “primera vez” me parece bastante inocua, y mi respuesta a ella bastante agitada. Me maravilla que una discapacidad tan menor me pareciera entonces tan aterradora. Otras “primeras veces” que vinieron después han sido más duras. La primera vez después de la muerte de mi padre que mi madre preguntó por él. La primera vez que tuve que tomar una decisión sobre su medicación. La primera vez que intentó firmar y no pudo. La primera vez que necesitó mi ayuda en la ducha.

Sin embargo, cabe decir que no todos los “todavías” y las “primeras veces” cuentan necesariamente una historia sombría de implacable declinar, pérdida, humillación y desaparición. A pesar de todos los cambios por los que ha pasado, mi madre “todavía” es en muchos sentidos la persona alegre y cariñosa que siempre he sabido que era. Mamá sigue disfrutando de bromas ligeras y vaciles, como siempre. Todavía le gusta estar con gente, todavía se ilumina radiante ante los niños cuando los ve, todavía le gusta el toma y daca de la conversación. Y, por mi parte, debo decir que algunas de las “primeras veces” han sido momentos dulces que guardo con cariño. La “primera vez” desde mi primera infancia que mi madre y yo paseamos de la mano por la calle. La primera vez que la metí en cama por la noche con sus peluches alrededor. La primera vez (en al menos cuarenta años) que cantamos juntas, sin vergüenza y en voz alta, aunque ligeramente desafinada, el estribillo de “She’ll be coming ‘round the mountain”.

Entre tantos “todavías” y “primeras veces”, muchas de ellas tristes y dolorosas, algunas dulces y divertidas, cuanto más me implico en la parte práctica de cuidar de mi madre, más raro me parece que el resto del mundo parezca preocuparse solo acerca de la estrechísima pregunta de si ella todavía me «reconoce», en el muy específico sentido de ser capaz de identificarme por mi nombre.

«¿Te reconoce?»

Lo extraño de la pregunta se hace obvio cuando consideramos el procedimiento que sería necesario para responderla.

Imaginemos que te encuentras a dos personas, y que una de ellas está preguntando a la otra con urgencia: «¿Cómo me llamo? ¿Quién soy? ¿Cuántos años tengo? ¿De qué nos conocemos?». ¿No asumirías que es la que pregunta, y no la que está siendo cuestionada, quien sufre una pérdida de memoria?

Yo no necesito que mi madre me diga mi nombre, o cuál es nuestra relación. Yo ya sé estas cosas. Y, además, sé que ella sufre pérdidas cognitivas: es exactamente eso lo que significa tener demencia. ¿Por qué, entonces, me empeñaría en hacerle estas preguntas que yo que no puede responder de ningún modo? Hacer algo así me parece desagradable en todos los estándares normales de intercambio social, si no directamente mezquino. No puedo hacerlo. Supongo que podríamos decir que mi madre me educó mejor que eso.

Pero, por supuesto, en el momento en que cualquiera se embarca en tales interrogatorios, está ya dando por sentado que los «estándares normales de intercambio social» no se aplican. Y, de muchas maneras, no pueden aplicarse a personas con demencia, que a menudo hablan o se comportan de formas raras, y en ese sentido son desagradables, simplemente porque su discapacidad les impide mantener las reglas de intercambio social y el sentido de cómo actuar dentro de ellas. Aun así, encuentro sorprendente que para mucha gente cuyas funciones cognitivas no están afectadas, que aún pueden respetar las sutilezas sociales, la mera sospecha de que alguien podría sufrir demencia parece justificar, o incluso requerir, que suspendan todas las reglas y hábitos aprendidos a lo largo de su vida acerca de cómo tratar a otra persona educadamente y con bondad. Lauren Kessler recuerda:

Siempre le corregía cuando me llamaba Judy (su hermana). Cada vez que iba a visitarla, descolgaba las fotos enmarcadas de su vestidor (las que le había llevado yo para que recordara a su familia) y las señalaba una a una, inquiriendo. «Sabes quién es este, ¿verdad, Mamá?». Por supuesto, ella no lo sabía. Así que le contaba, una y otra vez, en cada visita, quién era quién. Y entonces le preguntaba de nuevo… Pensando ahora en esto, me destroza mi falta de sensibilidad. ¿Qué me creía que estaba haciendo? Tras meses de terapia de orientación en la realidad, conseguí solo dos cosas: me hice miserable a mí e irrité a mi madre.

Kessler es inusual solo en el grado de reflexión crítica con el que ahora recuerda estos asuntos. El tipo de achicharramiento al que un día sometió a su madre es muy común: tan común como para que un estupendo librito que ofrece trucos prácticos sobre cómo hablar con un familiar o un amigo con alzhéimer, recomiende específicamente: «No les pidas que te digan cuál es tu nombre o cuál es la relación que os une» (Strauss 2001).

«¿Te reconoce?»

Cuando mis amistades me preguntan si mi madre todavía me reconoce, lo hacen por una preocupación empática hacia mí, y hacia el sufrimiento emocional que asumen que debo experimentar, por lo que suele llamarse “el terror del alzhéimer”. Un componente de este terror es un juicio ético.

No solo es trágico, sino que está mal que una persona olvide a sus relaciones cercanas, especialmente a sus familiares. El filósofo Avishai Margalit, en un libro titulado The Ethics of Memory, pregunta:

¿Hay una ética del recuerdo? (…) ¿Estamos obligados a recordar gente y eventos del pasado? Si lo estamos, ¿cuál es la naturaleza de estas obligaciones? ¿Son el recuerdo y el olvido propiamente merecedores de alabanza o rechazo moral?

Margalit concluye que sí hay una ética del recuerdo, pero muy poca moral del recuerdo. En su argumentación, la ética pertenece a las relaciones sociales “densas” con aquellas personas más cercanas y más queridas en nuestras vidas, mientras que la moral concierne a relaciones sociales “leves”, con personas con las que no estamos unidas por lazos especiales, «los extraños y los remotos». El recuerdo compartido es, según él, «el cemento que mantiene las relaciones densas».

El recuerdo de los nombres es un ingrediente especialmente importante de ese cemento. The Ethics of Memory empieza con la historia de un comandante del Ejército israelí que admitió públicamente que había olvidado el nombre de un soldado de su unidad que cayó mientras estaba bajo sus órdenes. Su comentario atrajo respuestas de indignación y enfado porque, explica Margalit, recordar el nombre del soldado es solo una metonimia para recordar al propio joven soldado. Es recordar a una persona lo que es importante. Recordar a la persona es importante porque, sin ello, el cuidado no es posible:

Lo que está en juego aquí es el cuidado del comandante. (…) La relación entre el recuerdo y el cuidado (…) es, sostengo, una relación interna: una relación que no podría dejar de obtener entre estos dos conceptos, ya que el recuerdo es parte constitutiva de la noción de cuidado. Si me preocupo por alguien o por algo, y luego olvido a esa persona o cosa, esto significa que he dejado de cuidar de ella o de ello. (Margalit, 2002)

Para Margalit, «cuidar», «preocuparse» es primariamente una actitud hacia los demás. Trabaja para especificar qué tipo de actitud es y cómo difiere de otras: cuidar «sugiere consideración por otras personas», está «concernida con sus deseos y necesidades», es «una actitud generosa», y es una actitud «exigente hacia los otros» porque «lo que encontramos difícil es la atención que implica el cuidado». De cualquier forma en que podamos especificarla, sin embargo, «cuidar» consiste en un estado mental y un sentimiento subjetivo e interno de un individuo concreto, y al que se le presupone la capacidad de «reconocimiento» en su sentido cognitivo estrecho.

En términos de Margalit, si mi madre ha olvidado mi nombre, y no me «reconoce», entonces seguramente ha dejado de «preocuparse» por mí, de «cuidarme».

«¿Te reconoce?»

No estoy tan convencida de que la incapacidad de recordar nombres necesariamente signifique que una persona con demencia no puede «reconocer» o «cuidar» de otras, por motivos que exploro más abajo. Pero, muy a menudo, sí que significa que otras personas dejan de «reconocer» o «cuidar» de ella.

Cuando mi padre murió, quinientas personas acudieron a su funeral. Muchas de ellas eran personas que yo no conocía, parte del círculo amplio de amigos, conocidos, colegas y antiguos alumnos que él había llegado a tratar a lo largo de las décadas que trabajó en un instituto del área de Seattle, como director con un estilo de administración activo y una actitud amistosa y extravertida. Muchas de estas personas conocían a mi madre, sin embargo, y algunas eran amigos de toda la vida que yo reconocía, de cara o de nombre al menos, de mi primera infancia. Otras eran gentes que conocieron a través de los varios grupos en que se habían implicado: el club de inversiones, el “salón” mensual de discusión, el grupo que caminaba con ellos cada mañana en el centro comercial, y otros. Otras eran principalmente amigas de mi madre: vecinas, mujeres con las que había trabajado en sus distintos puestos de oficina a lo largo de los años,.. madres de los amigos de algunos de sus hijos e hijas con las que había trabado amistad, antiguas amigas de sus días en la universidad. Aquel día, unidas con ella en el duelo, todas aquellas personas saludaron a Mamá con abrazos y lágrimas y condolencias.

Y desaparecieron. Unas pocas amigas sí vinieron a ver a Mamá al menos una o dos veces, en los primeros meses después de la muerte de Papá. Pero, quitando esas pocas visitas, cuando repasaba el libro de visitas de la residencia en que vivía Mamá, veía… a nadie. Dos años y medio después, cuando llegó la hora de trasladar a mi madre a una unidad especializada en demencia, ubicada en otra residencia, escribí a todos los amigos de mis padres de quienes tenía datos de contacto, informándoles de su nueva dirección, contándoles que ella estaría sin duda encantada de recibir visitas, pidiéndoles por favor pasar mi nota a cualquier otra persona que yo pudiera haber olvidado, y pidiéndoles por favor que me contactaran si tenían cualquier pregunta. Nadie respondió.

Solo una amiga sigue presente en la vida de mi madre. Cada mes o dos, Eli Davis conduce una hora y media desde su casa hasta Seattle para visitar a Mamá, trayéndole regalos y abrazos, y su permanentemente alegre persona, incluso organizando con el personal del centro una sesión de cuentacuentos para todas las residentes del sector demencia. La quiero mucho por esto, y me pregunto: ¿dónde está el resto? ¿Dónde están las parejas con las que mis padres socializaban, la mujer con la que Mamá pasó horas y horas al teléfono durante toda mi infancia? ¿Qué ha sido de todos sus amigos? Pienso acerca de los amigos individuales de mis padres que conozco: cada uno es una persona cálida, divertida, buena. El triste hecho es, de todas formas, que, como grupo, la han abandonado.

Esto no debería sorprenderme tanto. Es, quizá, difícilmente esperable que los amigos den un paso al frente ante desafíos ante los que incluso parientes cercanos a menudo flaquean. Quizá no sea lo mismo en todos sitios (y me atrevo a tener esperanza en que más experiencia vital pruebe que aquí tampoco es así), pero me parece que no se espera que las amistades de clase media en los Estados Unidos carguen el peso de difusas y profundas obligaciones de cuidado. Más lanchas de paseo que botes salvavidas, no están hechas para navegar las aguas bravas. Y, de hecho, estas son aguas duras, corrosivas, amargas. La demencia parece actuar como un disolvente poderoso sobre muchos tipos de lazo social. Dudo que muchas amistades sobrevivan a su aparición (y, quizá de forma significativa, he sido incapaz de encontrar ningún estudio publicado sobre amistades y demencia).

A menudo, en el mundo social que mis padres (y yo) habitamos, las amistades se enraízan en experiencias compartidas de gestionar la parte práctica de la vida, como “socios” que trabajan en la misma oficina, se inscriben en la misma institución, recogen criaturas en la misma guardería, y así sucesivamente, y tienden a diluirse una vez que esas realidades ya no son compartidas (Plath, 1980). Una vez que mi madre se jubiló, sus criaturas crecieron y se fueron, muchas de esas conexiones se atrofiaron, y formó muy pocas nuevas. Conforme sus capacidades disminuyeron, su mundo social se contrajo severamente, hasta que se centró casi exclusivamente (y de forma bastante opresiva) en mi padre.

Las amistades en este mundo social también son construidas mediante intercambios continuados de invitaciones, confidencias, favores, regalos, tarjetas y demás. Como discute Ricoeur, «la lógica de darse regalos usualmente implica una reciprocidad, que es mínimamente evidente en gratitud y más a menudo reclama una devolución en especie» (Connolly, 2007). Cuando la amistad se enraíza en la reciprocidad, entonces una persona que ya no puede trabar los intercambios sociales habituales llega a ser difícil de «reconocer» como amiga. En el funeral de mi padre, vi a una de las amigas de mis padres por primera vez en muchos años y le expliqué brevemente que Mamá tenía lo que parecía ser alzhéimer. Ella exclamó: «Sí, bueno, ¡no me ha mandado una tarjeta de felicitación navideña en años!». Y aún sonaba bastante indignada.

El hecho de que mi madre se haya mudado a una institución ha podido ser también explicación a su abandono social. La institución en la que mis hermanos y yo la ubicamos después de la muerte de nuestro padre no era una residencia, sino una “comunidad de retiro”, que apelaba a personas ricas y con seguros caros, en la que solo algunos residentes eran discapacitados y Mamá tenía su propio apartamentito agradable amueblado con sus propias cosas. El lugar tenía más el aire de un dormitorio universitario que de una institución sanitaria intimidante. Aun así, se puede decir que cualquier ingreso en una institución médica supone una forma de «muerte social». Escribiendo sobre las unidades de alzhéimer en residencias, J. Neil Henderson describe este punto de vista:

Cuando una persona es internada en una residencia, experimenta un proceso de mortificación (Goffman 1961). La raíz mort-, como en muerte, no es accidental en el uso de mortificación por parte de Goffman para caracterizar el efecto de esa ubicación. (…) Cuando una persona es extraída de su casa por dependencias que interrumpen su capacidad, o la de su familia, para enfrentar las exigencias de la vida, la mudanza a una residencia se convierte en el primer paso en un doble ritual funerario. (…) El yo psicosocial de la persona ahora interna es asesinado en la puerta de la residencia. En este punto empieza el, a veces largo, segundo paso en el ritual funerario. Más que yacer supina en el sudario, como en algunas culturas, el o la paciente languidece en calidad de paciente a largo plazo, hasta que las funciones biológicas cesan, que es cuando el segundo, y definitivo, entierro tiene lugar.

No solo los amigos, sino también sus parientes más cercanos a menudo abandonan a las personas mayores que son internadas con demencia. La gran mayoría les visita solo breve y ocasionalmente (Yamamoto-Mitani et al., 2002). E incluso entre la parentela que actúa como cuidadores principales de personas con demencia, «en la práctica, la capacidad de reconocer a otros aparece como el determinante más importante de si ocurre o no la muerte social» (Sweeting y Gilhooly, 1997).

«¿Te reconoce?»

Detrás de la pregunta inevitable viene, muy a menudo, la anécdota. Toma la forma de una historia acerca de un encuentro con alguien que no les recuerda. La incapacidad de recordar un nombre casi siempre es el remate:

«… pero no creo realmente que ella supiera ni el nombre de sus hijos».

«… y entonces me di cuenta de que ella no me recordaba para nada».

Sé que la gente que me cuenta estas historias lo hace por un impulso de simpatía, pero siempre me quedo un poco perdida. ¿Qué se supone que tengo que decir? A menudo murmuro alguna especie de incómoda defensa de la persona, «Bueno, sí, seguramente tenga algo de pérdida de memoria…, seguro que no lo puede evitar».

Con el tiempo, he empezado a pensar que lo que es importante de estas historias es la forma en que las evidencias de la demencia siempre sirven para cortarlas. Es como si alguien con demencia ya no pudiera ser parte de ninguna historia que pudiera continuar: y si la historia de su vida termina, su vida debe terminar también. Más de una vez, algún interlocutor compasivo me ha señalado cómo de difícil debe ser haber perdido a mi padre y a mi madre. Me veo a mí misma teniendo que insistir: «Pero no he perdido a mi madre, ella no está muerta».

No es insignificante, creo, que el término alzhéimer (con el que todas las formas de demencia son igualadas) sea frecuentemente conjugado con la palabra terror. Cuando se trata de escribir sobre demencia, el terror parece el género adecuado. Una persona a la que quieres, y con la que te unen lazos indisolubles, resulta ser alguien a quien no conoces de nada, que no se «preocupa», que no «cuida» de ti, y que incluso puede buscar hacerte daño: es el guion gótico clásico. Resurge en todas partes. Para dar solo un ejemplo, consideremos este pasaje de la crítica de Stephen Holden en The New York Times sobre la película de Bille August de 2002, A song for Martin:

Como en Iris, A Song for Martin focaliza sin pestañear en el terror especial del alzhéimer, al tiempo que Barbara contempla despesperada a su marido volverse un extraño y desaparecer ante sus ojos. (Holden, 2002).

O, alternativamente, una persona muere, pero su cuerpo sigue viviendo: esta es la historia básica de zombis. En un artículo titulado “Muerte a cámara lenta: un descenso hacia el alzhéimer”, que leí en la revista Harper’s por el tiempo en que empecé a usar el término alzhéimer en conexión con mi propia madre, Eleanor Cooney describía a su madre en términos que recuerdan fuertemente a los de la historia de zombis:

La lloro exactamente como si hubiera muerto. Se ha ido, la he perdido, pero todavía soy responsable de su cuerpo vivo que respira y de los fantasmas de su cabeza… (Cooney, 2001).

Incluso organizaciones que apoyan a personas con alzhéimer caen en las historias de terror. La sección de Dallas de la Asociación del Alzhéimer, en su página web, intenta motivar a donantes potenciales mediante la evocación de imágenes de aterradores ladrones de cuerpos que vienen a por ti:

Es una pesadilla. Y no te puedes despertar. (…) El alzhéimer golpeará a 986 nuevos estadounidenses hoy. Y mañana. No sabemos quién estará en ese grupo de víctimas. Podría ser alguien que conoces. Alguien de tu familia. Tu mejor amiga. Podrías ser tú. Simplemente, no lo sabemos. Sabemos esto: otros 986 serán tomados hoy, y cada día, ¡hasta que lo paremos!

Estas narrativas del alzhéimer, tanto la variante gótica como la de zombis, parten de la misma premisa básica: el cuerpo puede seguir vivo, pero la persona con alzhéimer está muerta, ida, ya no está aquí, ya no es una persona. Él o ella no sabe tu nombre, no te «reconoce» y, por tanto, no puede «preocuparse» por ti, «cuidar» de ti, pero tú tienes que «cuidar» de él o ella: y ese «cuidado» es visto como una infinita carga de tristeza sin alivio posible.

Tales narrativas no son “solo” historias. El juicio de una persona cuidadora de que otra, con demencia, está “socialmente muerta” provoca mucho daño real cuando la lleva a ignorar a la persona con demencia, o a tratarla en formas deshumanizadoras. Uno de los cuidadores entrevistados por Helen Sweeting y Mary Gilhooly, en su estudio basado basado en entrevistas sobre la «demencia y el fenómeno de la muerte social», les describió a su mujer y cómo la trata:

Supongo que la gente podría decir que es como vivir con los muertos vivientes. (…) No habla, no hace nada, solo está ahí sentada. (…) Es muy fácil, en realidad, es como un bebé grande. (…) O sea, te sientas ahí, básicamente ignorándola, (…) sabes que tienes que limpiarla y cosas así, (…) pero no es como si pudieras sentarte a su lado y hablarle y tratar de sacarle una sonrisa: estoy ya de vuelta de eso. (Sweeting y Gilhooly, 1997)

De hecho, lo muy “de vuelta” que este hombre estaba queda perfectamente retratado en su descripción de cómo dejaba a su mujer atada al váter cuando él quería salir de casa un rato. (Sweeting y Gilhooly, 1997).

En el caso de personas hospitalizadas que se ven sujetas a varios tipos de tecnologías de mantenimiento de las funciones vitales, el juicio de que una persona con demencia está «como muerta» puede convertirse en una profecía autocumplida cuando sirve como una «lógica para facilitar la muerte» (Kaufman, 2005) e induce decisiones que permiten a la muerte ocurrir. Como Sharon Kaufman señala, la construcción de la demencia como «una condición tanto de muerte-en-vida como de vida-en-muerte» se expresa, en el contexto clínico, en las afirmaciones contradictorias y las posturas de los profesionales sanitarios hacia la demencia cercana al deceso en contextos hospitalarios.

El personal médico, a veces sin darse cuenta, proporciona directivas contradictorias a las familias, y una especie de doble lenguaje (…) en torno al misterio de la vida (…) Emerge en el lenguaje que el personal médico usa para explicar el declive fisiológico, la ausencia de tratamientos beneficiosos, y el rol que la demencia juega ante la cercanía de la muerte. Toma la siguiente forma: «Tu madre no está realmente (o completamente) muerta, o no está ya muerta, pero tampoco está viva». O: «Ella no está realmente viva, pero podemos mantenerla con vida un poco más». O: «No está significativamente vivo, pero podemos seguir cuidándole». Prácticamente, la vida y la muerte se mezclan en este lenguaje.

El propio término demencia, cabe señalar, comprende una gran variedad de condiciones distintas y grados de discapacidad. Las personas hospitalizadas en soporte vital cuyo trance discute Kaufman están mucho más limitadas en sus capacidades que alguien como mi madre, y en su situación la línea entre la «vida» y la «muerte» es, en efecto, muy ambigua. Reduciendo todas esas diferencias, sin embargo, e igualando todas las formas de demencia con la muerte, las «historias de terror» decretan efectivamente una sentencia de muerte social sobre cualquiera a quien se le coloque esa etiqueta, independientemente de su grado de discapacidad.

«¿Te reconoce?»

Cuando una persona con demencia es construida narrativamente como “muerta”, el drama principal no se centra en él o ella, sino en el sufrimiento de la pareja y los miembros de la familia. Como ha señalado Lawrence Cohen, las discusiones públicas sobre el alzhéimer lo describen

como «una maratón», una «vigilia extenuante» en la que hay cuerpos «que necesitan ser vigilados o atados», un «calvario», (…) y, más reveladoramente, un «funeral sin fin». (…) El sufrimiento que retrata (…) ese lenguaje temporal no es el de la persona anciana [sino el de] «las otras víctimas». (…) El descubrimiento, reiterado continuamente, del periodismo sobre el alzhéimer es que es el cuidador quien es en realidad la víctima. (Cohen, 1998).

Cuidar a alguien cuya demencia progresa y sus capacidades menguan es, en efecto, un enorme trabajo. Soy la primera en señalar que no soy yo quien hace la mayor parte del trabajo duro de satisfacer las necesidades prácticas de mi madre. Hasta su muerte, era mi padre quien se encargaba de todas las tareas que mi madre solía hacer, a medida que ella, una a una y año a año, fue perdiendo la capacidad de gestionarlas. Para cuando murió, él era quien llevaba todas las facturas, las compras, la cocina, las tareas domésticas, así como el jardín, la lavadora, la correspondencia y todo el resto de tareas que, durante una vida entera, había cedido felizmente a mi madre (y, antes, a la suya). Es posible, creo yo, que el esfuerzo de cuidar de ella (o, quizá sea más preciso, el esfuerzo de cuidar de ella mientras rehusaba toda ayuda y trataba de «protegerla» mediante la ocultación ante otros de su grado de dependencia) puede haber sido un factor que contribuyera al ataque al corazón que acabó con su vida.

Hoy en día, tres años y medio después, mi madre sigue necesitando ayuda en su higiene personal, ducha, vestido, lavado de dientes, irse a la cama, y hay que recordarle a veces comer. El grueso de este trabajo es realizado por el agradable, atento, sobrecargado y seriamente precarizado personal (muchos de ellos, migrantes de primera generación de Somalia, Vietnam, Filipinas y otros lugares) que trabaja en el sector de demencia de la lujosa residencia de vida asistida en la que, gracias a un sustancioso seguro médico a largo plazo, mi madre puede permitirse vivir. Incluso así, queda mucho que hacer para mis hermanos y hermanas y yo misma. Mis hermanos y yo hacemos turnos para acompañar a Mamá a sus revisiones médicas, dentales, oftalmológicas y (más frecuentemente de lo que me parece razonable) de enfermeras contratadas por la compañía de seguros para realizar “evaluaciones” de sus capacidades cognitivas. Le compro ropa u otras cosas cuando las necesita, y hablo con el personal de su residencia sobre muchos asuntos menores que aparecen en el día a día. Mi hermana maneja las finanzas de mi madre. Los cuatro intercambiamos correos electrónicos regularmente sobre este u otro asuntillo que surge. Y, por supuesto, la visitamos.

Cuando la gente me pregunta si mi madre todavía «me reconoce», están expresando su preocupación por mí, preguntándome cómo me manejo bajo la carga de sufrimiento que su demencia debe poner sobre mí. Cuando los amigos que tienen poca experiencia con la demencia imaginan empáticamente lo que debo estar pasando, sospecho que probablemente piensan en asuntos prácticos cotidianos que se funden sin interrupción con un sufrimiento emocional extremo, como parte del «terror del alzhéimer». Y están muy preparados para escucharme hablar de mis cargas y mi sufrimiento.

Lo que encuentran mucho más difícil de escuchar, creo yo, es que yo no soy una víctima, y que estar con mi madre no es una pesadilla o un horror. Ella no está «muerta», no se ha «ido» y no es solo un «cuerpo». Es verdad que hemos tenido mucha suerte: el declive de mi madre ha sido muy suave y amable, y ha seguido siendo cariñosa y estando de buen humor a lo largo del proceso. Nunca (hasta ahora) la he visto enfadada, sospechosa o violentamente agitada. No parece estar deprimida. Aparte de su demencia, mi madre goza generalmente de buena salud, sigue pudiendo moverse, no tiene dolores crónicos y toma poca medicación. Pese a que está seriamente discapacitada, mi madre sigue siendo dulce, alegre y sociable. Disfruto de su compañía. Muchas otras familias han sido mucho menos afortunadas en su experiencia de la demencia, y en ellas seguramente las historias góticas y de terror sí resuenan. Pero mi experiencia con la demencia de mi madre no es una «historia de terror». Y esto, también, entra dentro de lo posible.

«¿Te reconoce?»

El «reconocimiento», según los filósofos Nancy Fraser y Axel Honneth,

se ha convertido en una palabra clave de nuestro tiempo. Venerable categoría de la filosofía hegeliana, resucitada recientemente por teóricos políticos, esta noción está resultando central para los esfuerzos en conceptualizar las luchas del presente sobre la identidad y la diferencia. Ya se trate de reclamaciones sobre tierras indígenas o el trabajo feminizado de los cuidados, el matrimonio homosexual o el velo musulmán, los filósofos morales usan cada vez más el término reconocimiento para desentrañar las bases normativas de las reclamaciones políticas. Coinciden en que una categoría que condiciona la autonomía de los sujetos mediante una mirada intersubjetiva captura bien los desafíos morales de muchos conflictos contemporáneos. (Fraser y Honneth, 2003).

Solo después de enfrentarme a las cuestiones del «reconocimiento» llegué a conocer escritos filosóficos sobre «las políticas del reconocimiento». Me lancé a estos trabajos esperando encontrar en ellos marcos teóricos que pudieran darme un agarre crítico sobre las cuestiones que me habían estado molestando: ¿qué procesos sociales se dan detrás de esta pregunta constante sobre el «reconocimiento»? ¿Por qué es aparentemente tan difícil para la gente «reconocer» (como amigo, como persona, incluso como ser vivo) a alguien que, por culpa de la demencia, no puede acordarse de los nombres? ¿Cómo el que los amigos den la espalda, en la escala de las redes personales, se relaciona con los procesos de «muerte social», exclusión social y abandono de personas con demencia en un nivel más general? En resumen, ¿cómo las cuestiones acerca del «reconocimiento» en su sentido estrecho cognitivo se ven implicadas en las «políticas del reconocimiento» a gran escala?

El filósofo Charles Taylor, en un ensayo fundamental sobre las «políticas del reconocimiento», sostiene que, dado que el sentido de sí misma se enraíza en la pertenencia de una persona a un grupo cultural, cuando el sistema político en el que viven deja de reconocer la identidad cultural del grupo al que pertenecen, esto causa daños reales a los individuos. En sus palabras, «La falta de reconocimiento muestra no solo una falta de respeto. Puede infligir una herida dolorosa, endosando a sus víctimas un autodesprecio incapacitante» (Taylor, 1994). Este marco, desarrollado en el contexto de la participación en debates acerca del multiculturalismo y las políticas de la identidad, especialmente en América del Norte, no apela directamente a la situación de las personas con demencia. Quienes sufren demencia no constituyen un grupo cultural que se pueda comparar a otros considerados por Taylor. Por supuesto, nadie desarrolla su sentido primario de sí centrado en la identificación con quienes sufren demencia como grupo cultural. Los discursos que igualan el alzhéimer con la muerte pueden de hecho llevar a algunas personas con demencia a sufrir ese «autodesprecio incapacitante», especialmente ahora que la enfermedad es diagnosticada suficientemente pronto como para que la persona afectada pueda ser consciente del estigma asociado a ella. Aun así, esa «falta de reconocimiento» descrita por Taylor está lejos de ser el único o el principal desafío que la demencia arroja sobre el sentido de sí.

Nancy Fraser ha desarrollado un concepto de «reconocimiento» menos centrado en problemas del desarrollo del sentido de sí de un individuo, y más en lo que ella llama «la condición intersubjetiva de la paridad participatoria» (Fraser, 2003), en otras palabras, los «patrones institucionalizados de valor cultural» (Fraser, 2003) que permiten o deniegan a las personas la posibilidad de participar con otras en pie de igualdad, en una actividad o interacción concreta. A Fraser le preocupa desarrollar un sentido de la justicia que pueda dirigirse a, y distinguir entre, las demandas y peticiones formuladas por distintos grupos autoidentificados. La Red Internacional de Defensa y Apoyo a la Demencia (DASNI, por sus siglas en inglés), fundada en 2001, es hasta donde yo sé el único grupo identitario que se aglutina en torno al hecho compartido de tener demencia. DASNI sostiene que en torno a un tercio de sus miembros son personas que tienen demencia ellas mismas (DASNI, 2009). El liderazgo de DASNI incluye personas con demencia, y uno de los objetivos primarios del grupo es encontrar «formas de que el movimiento del alzhéimer sea más inclusivo para personas con demencia» (DASNI, 2008). Uno de los desafíos que DASNI ha de enfrentar, sin embargo, es que las personas con demencia generalmente no se «identifican» con su condición, ni reclaman pertenencia común a un grupo de personas con quienes la comparten. Y, tal y como Michael Bérubé señala, a la hora de discutir «ciudadanía y discapacidad», con referencia a su hijo Jamie, que tiene síndrome de Down:

Fraser escribe como si la promesa de democracia supusiera la promesa de mejorar la paridad participatoria entre la ciudadanía, cosa que es así, y escribe como si supiéramos lo que «paridad participatoria» propiamente significa, cosa que no sabemos. (Bérubé, 2003).

No está claro qué formas de participación política están al alcance de personas como mi madre, quien (como ha quedado documentado en el «mini-examen de estatus mental» que la compañía de seguros ha pedido) no puede decir en qué día, mes, estación o año estamos, ni en qué ciudad o país. Que la cuestión no esté clara no quiere decir que no sea importante, ni debemos saltar necesariamente a la conclusión de que la gente con demencia no puede ser mejor «reconocida» como ciudadanía, en términos de las «políticas del reconocimiento» desarrolladas por Fraser, Taylor y otros. Sí significa, sin embargo, que los marcos teóricos disponibles se quedan cortos al tener en cuenta la demencia.

El desarrollo de argumentos filosóficos sobre las «políticas del reconocimiento» que puedan acomodar más facilmente los dilemas de la gente con demencia necesitará probablemente, sospecho, encontrar otras formas de entender los «yoes». Quizá necesitamos dejar de mirar solo a los individuos como portadores de esa «mismidad», y empezar a mirar más a cómo esa «mismidad» se distribuye en redes, sostenida por contextos favorables, surgiendo en las prácticas de los cuidados. La crítica que Ingunn Moser dirige hacia una concepción biomédica estrecha de la demencia es, creo yo, relevante también para la teoría política, en la medida en que también parte de una comprensión racionalista e individualista del “yo”:

Al localizar y fijar la subjetividad y la humanidad en las competencias cognitivas y hacer de la autonomía y la independencia el patrón estándar de subjetividad humana y agencia, la versión biomédica de la demencia deviene fatal para el sujeto. (Moser, s.d.).

A fin de que remitan a cómo el «reconocimiento», en su sentido estrecho cognitivo, se relaciona con las «políticas del reconocimiento» en una escala mayor, los argumentos acerca de las «políticas del reconocimiento» deben estirarse para incluir lo que Annemarie Mol nombra como una «política del qué» (Mol, 2003). El «reconocimiento» es inseparable del «cuidado», y ambos pueden ser entendidos no solo como estados interiores o emocionales de individuos, sino como prácticas, formas particulares de actividad, al mismo tiempo social, representacional y muy concretamente materiales.

«¿Te reconoce?»

Mi madre seguramente suspendería una pregunta sorpresa sobre mi nombre, pero al mismo tiempo se ilumina cuando me ve. Está deseando charlar, e intenta hablar, aunque a menudo las palabras se le escapan, y las frases se distraen y se desvían en direcciones insospechadas. Las dificultades para hablar no parecen molestarle terriblemente, sin embargo. Aún hay placer en ello.

En un café, mientras compartimos un helado, Mamá y yo compartimos lo que podría pasar por una conversación. He aprendido a preguntar solo el tipo de pregunta que no requiere responder informaciones concretas: «Y qué, ¿todo bien por tu lado estos días?», «¿Cómo le va a mi madre favorita, estás bien?». Le cuento historietas divertidas sobre mis retoños. A veces hojeamos una revista, mirando las fotos y comentándolas. A veces miramos por la ventana y yo hago observaciones generales que no requieren de respuesta específica. «Parece que ya va entrando la primavera, mira las hojas brotando de los árboles». «¡Pues sí que hay gente hoy dando un paseo!». «El pelo de ese chico es realmente rizado». Con cada intercambio, Mamá me sonríe, irradiando cariñosa de esa forma familiar, casi conspirativa, como si ambas compartiéramos la misma broma.

Y empiezo a ver, también, que Mamá tiene su propia experiencia del mundo, distinta de la mía, e interesante a su manera. El aflojarse de la memoria, que la deja varada en el instante presente, también le permite habitarlo de forma más plena de lo que yo soy capaz, pillada como estoy siempre en la prisa de mis días, tan llenos de agendas, fechas límite, planes y arreglos. Morris Friedell, afectado él mismo de alzhéimer, describe:

Me encuentro más sensible visualmente. (…) Todo parece más rico: líneas, planos, contrastes. Es una compensación maravillosa. (…) Nosotros [quienes padecemos la enfermedad de alzhéimer] podemos apreciar las nubes, las hojas, las flores como nunca antes. (Shenk 2001)

Aceptar esta “compensación” es, en palabras de Floyd Skloot (quien escribe maravillosamente sobre, y pese a, su demencia),

no es tanto un asunto de hacer limonada con los limones que la vida nos da, sino más bien aprender a saborear el golpe, el gusto, la textura y el retrogusto de una cucharada de cítricos no adulterados. (Skloot, 2003)

Mientras caminamos despacio de la mano, por los alrededores de la residencia en la que vive ahora, ella responde con interés a muchas cosas en torno a nosotras: la preciosura de un bebé, el azul de una casa azulada, el sorprendente hecho de que se abra la puerta de un coche, la sorpresa de un perrete con jersey, el ángulo improbable que dibuja un señor portando una bolsa tan pesada que tiene que vencerse entero hacia el lado mientras camina. A veces, en compañía de Mamá, soy capaz de ralentizarme lo suficiente como para conseguir una nueva apreciación del momento. Hace algunos días, pasamos media hora mirando por la ventana del dormitorio de mi madre, hacia el lugar en que una mujer se sentaba en la acera, junto a su bebé en un carrito, haciendo pompas de jabón. La brisa agarraba las pompas y las elevaba, girando y bailando, pillando la luz de la tarde en relámpagos irisados. Era el tipo de cosa que no me sentaría a contemplar normalmente: y era bella. Una madre joven que no conozco creó un fugaz instante de asombro, y mi propia madre, envejecida y discapacitada, me ayudó a verlo.

Entonces. Nuestras conversaciones no van a ningún lado, pero apenas importa lo que decimos, en verdad, o si ya lo hemos dicho antes, o si es preciso o interesante o siquiera comprensible. De lo que se trata es del intercambio en sí. Mamá y yo jugamos a la pelota con expresiones, incluyendo caricias, sonrisas y gestos tanto como palabras, lanzándonoslas de la una a la otra en arcos suaves y fáciles. Que se le caiga la pelota más y más frecuentemente no hace que el juego sea menos disfrutable. Es una manera de estar juntas. Reflexionando sobre cómo su propia madre se deslizaba hacia la demencia, el novelista Ian McEwan escribió pequeños comentarios y observaciones sobre ella: «La entiendo decirme simplemente que está muy contenta de que estemos fuera juntos viendo las mismas cosas. El contenido es irrelevante. El negocio es compartir». (McEwan, 2001).

Como mucha gente cuyo conocimiento de la demencia viene dado de forma primaria por su experiencia cuidando a alguien que lo tiene, llegué a esta perspectiva como si fuera un descubrimiento mío original, sin darme cuenta hasta más adelante de que muchas académicas e investigadoras ya han argumentado convincentemente que, en palabras de Cohen, «la deformación senil del habla no es necesariamente un giro hacia la carencia de significados».

Suena loco. No tiene sentido si te fijas en las palabras. Pero si escuchas más bien el tono y los patrones de la voz, si miras el lenguaje corporal, entonces se parece muchísimo a una conversación. Él pregunta. Ella responde. Él comenta. Ella comenta a su vez. Toman turnos. Se miran. Claramente están conectando. (…) Estamos tan enfocados en las palabras (…), en el acto de hablar, que hemos olvidado cómo comunicarnos sin ellas. Más aún, pensamos que no hay comunicación sin palabras (lo cual, por supuesto, significa que creemos que no podemos comunicarnos con aquellos que, en las últimas fases del alzhéimer, han perdido la mayor parte de su lenguaje). Estas frases que Hayes y Frances M. se dicen pueden no tener sentido en cuanto conversación, pero hay significados en ellas. (…) Están consiguiendo algo a partir de este instante. (Kessler, 2007).

Incluso cuando el habla es incoherente y vacía de significado lingüístico, en la interacción cara a cara hay un patrón suave y apropiado de alternancia en la vocalización, así como una gesticulación que va y viene. Con la emisión de solo «¡Bah!», «Shah», «¡Brrr!» y «Bupalupa», Anna y Abe eran capaces de comunicarse sin recurrir a interpretación intelectual alguna. Había una adecuación y una relación significativa entre el alzarse y decaer de sus tonos, sus pausas y sus cambios de postura. (…) Lo que este ejemplo ilustra es el argumento de Merleau-Ponty sobre que la comunicación se encarna en la corporeidad, o más específicamente, en la capacidad corporal para el gesto». (Kontos, 2006).

En la residencia, muchas personas tenían problemas para dirigirse a las demás o para entender qué se estaba diciendo. Y aun así, la convención social de la charla de vecinas sobre el tiempo era una que todo el mundo entendía. Esto les permitía tener conversaciones incluso con personas que padecían afasia y que no usaban las palabras de forma convencional. La entonación era adecuada para una charla sobre el tiempo, por lo que la urgencia para producir el contenido correcto era menor. La transcripción de una conversación así no tiene ningún sentido, pero en la situación específica la conversación puede ser suave, placentera y clara para todas las presentes. (Pols, 2005).

Hay, por tanto, mucho más en la conversación que el habla, y mucho más habla que la mera transmisión de información. Es un lugar común en la investigación científica sobre el alzhéimer y otras formas de demencia que la memoria procedimental (saber cómo hacer tal o cual cosa) a menudo persiste mucho más allá que la memoria proposicional (saber tal o cual cosa). La gente que ya no puede hablar coherentemente puede, a menudo, formar parte de (y disfrutar) actividades como pasear, bailar o cantar que están encarnadas en la memoria procedimental.

La conversación, en sí misma, es, para mi madre, una de estas actividades. Mucho en ello es procedimental realmente, un conocimiento sobre cómo interactuar con gente. Cuando hago un chiste, ella se ríe. Cuando cuento una historieta sobre algo que ocurrió, ella murmura con simpatía. Cuando expreso una opinión, está de acuerdo. Cuando nos sentamos juntas, ella atiende a mi presencia, me alcanza, me toca la mano. Estas prácticas comunicativas son, creo yo, también prácticas de cuidado: mi madre tiene cuidado de la suavidad del flujo que va y viene, cuida de que todo siga, y al hacerlo actúa en una forma cuidadosa hacia mí y hacia otras personas a su alrededor.

«¿Te reconoce?»

Quizá no me «reconozca» en un sentido cognitivo estrecho, pero Mamá sí que me «reconoce» como alguien que está ahí con ella, alguien quizá cercano, y no necesita tener todos los detalles resueltos para «cuidar» de mí. El impulso del cuidado, el hábito del cuidado, el conocimiento encarnado sobre cómo cuidar…, estas cosas atraviesan lo más profundo de mi madre, una buena mujer de acuerdo a las normas de su generación, que pasó la mayor parte de su vida muy comprometida en el cuidado de otras personas: sus hijxs, su marido, sus nietxs, sus amigxs. No hace tanto, cuando llegué a visitarla, la encontré sentada en la sala de actividades tomando en su regazo, con la facilidad que da la práctica, una muñeca bebé muy realista vestida de púrpura. Al verme, sonrió e irradió hacia la muñeca: «¡Míralo! ¡Tan lindo!». Se lo cambió de brazo, le ajustó un poco el vestido, y me miró de nuevo. «No creo que se vaya a despertar». El hecho de que mi madre estuviera sosteniendo una muñeca y de que probablemente no pudiera distinguirla de un bebé vivo y real es, para mí, menos importante que la revelación, que ese momento me brindaba, de la persistencia con la que el conocimiento procedimental sobre cómo cuidar permanecía en su interior, y su deseo y su necesidad de hacerlo. El progreso de su demencia le complica, hoy en día, comprender la naturaleza de las necesidades de otra gente o las causas de su sufrimiento, pero todavía percibe y responde a otros, y todavía le mueve el aliviar sus pesares.

A veces, la disyunción entre una capacidad severamente disminuida de comprender y esa intacta capacidad de cuidar puede originar situaciones dolorosamente irónicas. El día que mi padre murió, mis hermanos, mi hermana y yo nos juntamos en la casa de nuestros padres, en shock, intentando comprender lo que acababa de pasar y lo que teníamos que hacer a continuación, mientras bebíamos el café, aún tibio, que había preparado mi padre esa misma mañana, y llorábamos. Aunque se lo habíamos explicado, Mamá no entendió que su marido durante 49 años se había ido. En un momento, miró a mi hermano pequeño y se dio cuenta de que sus ojos estaban irritados y rojos. Acercándose a acariciarle el brazo, su cara se tornó hacia una preocupación empática, le miró y le preguntó dulcemente: «¿Qué te pasa? ¿Estás resfriado?».

Pero, otras veces, cuando los problemas son más sencillos y sus causas menos dramáticas, este cuidado es, en sí, un regalo precioso. Una vez, hace algo más de un año, pasé por la residencia en la que mi madre vivía al final de un día muy ocupado en una semana especialmente intensa (me había quedado hasta muy tarde la noche antes intentando terminar de corregir prácticas de mis alumnos, y luego había pasado el día entero dando clase y en reuniones). La encontré sentada en una zona común, y subimos juntas a su habitación. Encendí la tele y nos sentamos juntas en el sofá. Exhausta, me eché hacia atrás y bostecé. Mamá, con unos golpecitos en mi mano dijo: «¡Estás cansada! Anda, dale y duérmete. Puedes echarte aquí mismo». Así que me senté allí con ella, agarrada a su mano, notando su calor a lo largo de todo un lateral de mi cuerpo, eché mi cabeza sobre su hombro, y me dormí. Cuando, unos veinte minutos después, me desperté, me encontraba mejor: algo más descansada y profundamente reconfortada por el hecho de que la madre de la que ahora cuido yo puede todavía, en formas pequeñas pero importantes, cuidar también de mí.

Incluso algunas de las extrañezas de comportamiento que Mamá ha desarrollado tienen sentido para mí en estos términos, como expresiones de cuidado puestas en el idioma de la demencia. La gente con demencia muchas veces desarrolla el impulso de entrar en formas particulares de comportamientos repetitivos, y Mamá no es una excepción. Cuando la llevo a una cafetería, suelo pedirme una taza de café solo para mí, y una taza de chocolate caliente para ella (no demasiado caliente, ¡y con nata por encima, no te olvides!). Mientras los tomamos, ella comprueba constantemente para ver si mi taza y la suya estan «iguales», si hemos bebido los líquidos al mismo nivel. Si no, se da prisa en beber más para «pillarme», o en otro caso deja de beber y me espera. Si compartimos una galleta, le preocupa conseguir que ambas mitades sean de igual tamaño, y que las comamos al mismo ritmo. Las galletas también dejan migas, por supuesto, y las migas le molestan: las superficies deberían estar lisas y limpias. Así que recoje todas las migas de la mesa en una servilleta, que luego dobla cuidadosamente con las migas dentro. O toma otra servilleta y limpia el interior de su taza, en la que los restos de chocolate caliente han dejado un pequeño residuo de espuma y nata montada. Entonces, amontona con cuidado la servilleta del chocolate, la de las migas de galleta y cualquier otra servilleta que haya en la mesa, así como cualquier otro papelito que haya a mano, en una pila simétrica y ordenada. Le gusta asegurar esas pilas, cuando puede, mediante gomas elásticas, o con un clip, o metiéndolas dentro de bolsas de cierre hermético o en sobres de papel, o en sus bolsillos. Dada la oportunidad y los materiales, tiende a preferir envolver, pillar con un clip y embolsar. Cuando mis hermanxs y yo pusimos orden en los cuarenta años de acumulación de cosas, al limpiar la casa para venderla, entre las cosas de Mamá encontramos (con una mezcla de hilaridad y desmayo) muchos paquetitos extraños de cosas envueltas varias veces y atadas con gomas y pilladas con clips.

Estos comportamientos son un poco raros, por supuesto. Es el tipo de cosas que pone nerviosa a la gente. Otras personas en la cafetería nos miran raro cuando Mamá empieza con su barrer y doblar. A lxs otrxs residentes en el sitio donde vivía antes, muchxs de lxs cuales no estaban discapacitados, no les gustaba cuando ella empezaba a sacar el correo de todo el mundo de los buzones y a «organizarlo» en montones. La enfermera de allí consideró el apilamiento de Mamá como un síntoma de «desorden obsesivo-compulsivo», y me sugirió que empezara a tomar Prozac (rehusé).

Creo que también es posible, sin embargo, leer esos comportamientos como, al menos parcialmente, expresiones de cuidado. Explicando su uso de la frase «lógica del cuidado», Annemarie Mol explica que ella

busca una coherencia frágil, local pero pertinente. Esta coherencia no es necesariamente obvia para la gente implicada. No necesita estar siquiera verbalmente disponible para ellxs. Puede ser implícita: embebida en prácticas, edificios, hábitos y máquinas. Y, aún así, si queremos hablar sobre ello, debemos traducir una lógica en lenguaje. Es eso, entonces, lo que ando buscando. Haré palabras para, y a partir de, prácticas. (Mol, 2008)

Ingunn Moser (s.d.) y Jeanette Pols (2005) documentan cómo una «lógica del cuidado» está implícita en las prácticas de los cuidados a la demencia. Esa lógica puede estar presente también en las prácticas de las propias personas con demencia. Vigilar si nuestras bebidas y galletas están «iguales» le sale naturalmente a una mujer que siempre ha tenido que dividir con cuidado recursos bastante limitados, primero con sus propios hermanos y luego con sus cuatro hijxs. Cuando empieza con su tarea de limpiar migas y apilar papelitos, sus manos tienen la práctica necesaria para esos movimientos a causa de los años que ha pasado limpiando las encimeras de la cocina, recogiendo y ordenando detrás de mí y de mis hermanxs, trabajando para mantener la casa ordenada. Le han preocupado esos detalles toda su vida, y preocuparse por ellos, cuidarlos, es también una de las maneras en la que ha cuidado a otras personas. Mi madre siempre ha trabajado para imponer un orden en la resistente materia de su mundo, al mismo tiempo estético y moral, de nivelación, limpieza, tersura y seguridad. La demencia ha vuelto esos esfuerzos mucho más difíciles, pero aun así merecen ser «reconocidos».

«¿Te reconoce?»

Hace ahora dos años y medio, diez meses después de la muerte de mi padre, llegué al apartamento de mi madre un día y me la encontré sentada en el sofá, ocupada con unos papeles. «Estos son para mi Papá», explicó.

Me senté con ella, para sumarme a su tarea. Estaba sacando trozos de papel de su bolso, que estaba lleno a reventar de ellos, mirándolos uno a uno y poniéndolos luego en una pila a un lado. Tomé esa pila en mi regazo y miré lo que había. Contenía una variedad muy aleatoria de cosas: hojas de libreta en blanco decoradas con diseños florales, tarjetas de pésame enviadas por amigxs, tarjetones de suscripción a revistas, secciones de periódicos de hacía meses, servilletas. Y, encima de todo esto, había un sobre de correo aéreo muy antiguo, amarilleado y carcomido, con una carta dentro.

Saqué la carta y la abrí. Fechada el 7 de abril de 1968, estaba escrita con la letra arácnida de mi abuelo materno. «Querida tía Pearl», escribió. «A ver. Por favor, no te desmayes, pero después de leer la carta que le enviaste a Ruth en febrero y que ella me reenvió, simplemente tenía que escribirte y agradecerte tu amable colaboración. Mi hijo mayor, ’Bill’, ha tenido la Idea de que quiere saber más sobre la familia. Tu carta, que le reenviaré hoy mismo, será de gran ayuda». Continuaba recordando con cariño las visitas que hicieron a ella y a su familia en 1931, y mandaba noticias de su hija y sus dos hijos, incluyendo los nombres y las edades de lxs cuatro hijxs pequeñxs de mi madre. «Gracias de nuevo por tu colaboración», terminaba, «y ahora que me doy cuenta de que sé excribir, quizá lo haga alguna otra vez».

Encontrarte una carta que nunca has visto antes, escrita por una persona a la que amaste y que murió hace muchos años, puede ser una experiencia conmovedora: quizá especialmente cuando la carta es uno de los pocos artefactos que quedan al final de una vida humilde como la que mi abuelo vivió. Y impresionaba que mi tío Bill, también muerto ya, que en 1996 se autoeditó un libro con la historia de la familia, del que estaba tan orgulloso, había empezado a trabajar en este proyecto treinta años antes, cuando todavía era un hombre joven.

Lo que me dejó atónita, sin embargo, fue lo que vi escrito en el espacio en blanco de la parte de arriba de la carta, en la letra de mi madre:

Licendias: Por favor, intentemos mantener juntos los cuidados.

Intentaremos mantener a Diana, Janelle, Mike y Pat. Intentaremos mantener juntos los cuidados.

No puedo saber exactamente cuándo mi madre escribió esto, pero está claro (por las particularidades de la ortografía y las frases, así como por el temblor de su escritura) que estaba ya bastante avanzada en su camino hacia la demencia progresiva.

Es tentador agarrarse a estas palabras como una representación coherente y estable, aunque escondida, «perspectiva» del mundo, pero yo sé que eso sería un error (Pols, 2005). Mamá ya no puede escribir. Si le enseñara esta nota hoy, probablemente no sería capaz de leerla, ni reconocería esas palabras como propias. Esta nota no es más, ni menos, que un pequeño fragmento de sabiduría, la traza material de un momento en su poderoso esfuerzo por resistir a sus pérdidas. En algún momento (luchando por escribir, luchando por ordenar sus pensamientos y su vida), mi madre nos nombró, a sus hijxs, como «los cuidados», y se exhortó a sí misma a «mantener juntos los cuidados», y prometió hacerlo. El trozo de papel en el que eligió escribir esta nota a sí misma fue una carta de su amadísimo padre, muerto hace tanto, a un familiar a quien hacía muchos años que no veía, agradeciéndole la ayuda para que su hijo intentara documentar la historia de su familia. Generación tras generación, escrito tras escrito, capa sobre capa de luchas, a lo largo de los años, por «mantener juntos los cuidados». Con este ensayo, supongo, añado una nueva capa, la mía.

«¿Te reconoce?»

Durante un tiempo, después de que mudamos a mi madre a una residencia de vida asistida, ella decía a menudo que quería «irse a casa». Entendía yo que esto significaba que ella quería mudarse de vuelta a la casa donde había vivido durante cuarenta años hasta la muerte de mi padre, la casa en la que yo crecí. Normalmente, respondía con mi propia versión de la «terapia de orientación en la realidad», explicándole, con tanta dulzura como era capaz, que aquella casa estaba vacía y fría ahora, y que no había nadie allí para hacerle compañía o ayudarle a hacer las cosas, de modo que era mejor quedarse donde estaba.

Una vez, sin embargo, en vez de eso le hice una pregunta: «¿Quieres decir a la casa de Edmonds?».

«No, en la granja», respondió. «Bajas la calle…» Con su brazo extendido, trazó la curva de una carretera pretérita. Durante los primeros siete años de su vida, mi madre había vivido en una granja pequeña al sur de Idaho, antes de que su padre mudara a la familia a Seattle durante la Segunda Guerra Mundial para buscar trabajo en los muelles.

«Están aquí dentro», añadió.

«¿Quién?», pregunté yo.

«Mi Mamá y mi Papá».

Mi madre es una mujer septuagenaria. Sus padres no la están esperando en una granja en Idaho. De alguna manera, un momento como este aporta evidencia clara de que mi madre es incapaz de «reconocer» a personas o cosas a su alrededor. Podrías usar esa evidencia para trazar una línea clara entre nosotros: me pones a mí aquí, del lado de acá de la realidad, competencia y humanidad, y la pones a ella del lado de allá, del lado del delirio, la incapacidad y de la falta (o el agotamiento) de la humanidad plena.

Lo que yo me llevé de este momento, sin embargo, fue algo distinto. Me di cuenta de que lo que ella echaba de menos no era la casa de mi infancia, sino la de la suya. Echaba de menos a su Mamá y a su Papá. Estaba intentando, a su manera, amarrarse a ellos (justo como yo intentaba, contra todo, amarrarme a ella). Nuestra intención es exactamente la misma.

Los embites del tiempo, la senectud y la enfermedad significan que los esfuerzos de mi madre por «mantener juntos los cuidados» están condenados a fracasar. A ese respecto, sin embargo, ella no está sola en absoluto. Todo el mundo deviene discapacitado de una forma u otra, a no ser que muramos antes. Todo ser humano empieza su vida siendo absolutamente dependiente de bondades que no puede recordar o recompensar, y muchxs de nosotrxs terminaremos la vida en un estado similar. Como individuos, cada uno de nosotros está destinado a no poder mantener juntos los cuidados. Es únicamente como miembros de comunidades como podemos aspirar a trascender el olvido y la muerte.

Entonces, ¿por qué una persona debería ser dejada de lado y abandonada, condenada a la muerte social, y denegado su reconocimiento como amiga, persona, como compañera humana, solo porque muestra signos de sucumbir a las mismas fuerzas que sabemos que, en algún momento, reclamarán a cada una de nosotras? ¿Acaso no podemos resistir esta «erosión de humanidad» (Luborsky, 1994) y «superar la noción de que la cognición es el vehículo decisivo de la humanidad» (Leibing, 2006)? Más que hacer que el reclamo individual de «reconocimiento» social y político esté supeditado a la habilidad estrechamente cognitiva de «reconocer» personas, palabras y cosas, haríamos bien en emular los esfuerzos individuales de esta mujer modesta y enferma de agarrarnos a «los cuidados»: aquello que la ha preocupado, de lo que ha cuidado, aquellas personas de las que se ha preocupado y a las que ha cuidado. Esforcémonos en no tirar la toalla de «los cuidados» como algo que hace que la vida merezca la pena.

«¿Te reconoce?»

Ojalá alguna vez alguien me hiciera una pregunta distinta.

Puedo imaginarlo muy claramente. Es así como ocurrirá. Me encontraré a una amiga, o compañero del trabajo, o conocida, o vecino, o una de las antiguas amigas de mi madre. Charlaremos sobre esto y lo otro. Mencionaré a mi madre, su demencia. Esta persona me mirará a los ojos y dirá:

«Janelle, ¿estás manteniendo juntos los cuidados?».

«Lo estoy intentando con todas mis fuerzas», responderé.

«¿… Y tú?».

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