Texto publicado orginalmente en Coencuentros.
El otro día, una amiga mía describía desconcertada una escena que había vivido en su trabajo con adolescentes de 14 años en un instituto de la periferia norte de Madrid. Según le contaban lxs adolescentes, cuando publicaban una foto en Instagram, si pasado un tiempo -no mucho- la publicación no obtenía un número mínimo de likes, la borraban de la red. Como si esa imagen, producto de un momento determinado de sus vidas y cargada de intención, nunca hubiera sucedido. Como si el intervalo de tiempo vivido que la imagen reflejaba pudiera dejar de existir en el acto mismo de ser borrado. Creo que lo que más nos horrorizaba a las dos de esta escena era la mezcla entre la ligereza con que aparentaban eliminar su pasado y el patetismo de haberlo hecho a partir del juicio de otras personas, en su mayoría desconocidas. En ese punto, por pura asociación libre, me acordé de Nosedive, el episodio de Black Mirror en el que una chica enloquecía al intentar aumentar su popularidad en una red social que, de forma despiadada, otorgaba valor a las personas en función del número de likes que obtenían. Las dos historias se conectan en mi cabeza de manera siniestra. Necesito urgentemente una salida.
Leía hace poco que vivimos en una época en que parecen haberse cumplido gran parte de las distopías del siglo XX. En la era digital, la invasión de la tecnología en nuestras vidas, el control de la opinión pública a través de la desinformación o el aplastamiento de las emociones que interfieren con la productividad neocapitalista con psicofármacos, han dejado de ser un asunto de ciencia ficción. Aunque como especie llevamos milenios imaginando el fin del mundo, el apocalipsis se siente ahora más inminente que nunca. Los recursos naturales se agotan, el cambio climático amenaza con destruirnos, y el fanatismo identitario se expande alimentando discursos de odio y exclusión. Al mismo tiempo, tengo más capacidad de viajar que nunca en vuelos low-cost que contaminan el planeta, dispongo de todo el cine, la literatura y la música que quiero en el salón de mi casa gracias a la tablet, y puedo mostrarme al mundo instantáneamente en un click a través de los píxeles de mi teléfono móvil. Además de consumidora, soy prosumidora, o lo que es lo mismo, productora de capital para el Big Data mediante los datos personales que ofrezco gratuitamente a cambio de una aplicación cuyo efecto es similar al de un anestésico social. Me siento testigo de la putrefacción de un sistema al que nutro y del que participo a cambio de la comodidad cotidiana que conozco porque ¿qué otra cosa podría hacer? Solo soy una individua sumergida en un macrosistema demasiado poderoso. Todo está aparentemente en orden en el mini entorno que habito y, sin embargo, hay un malestar continuo que no deja de latir en mí y en el ambiente que respiro. Si todo esto no reúne los ingredientes para un relato distópico, que baje el dios que ya no existe y lo vea.
Cada mañana desayuno café con Prozac y me acuerdo, por pura asociación libre, del soma de Un Mundo Feliz. Es difícil imaginar qué hacer para cambiar las cosas cuando se vive dentro de una distopía. Necesito coger un poco de distancia para observar. Voy a pensar que esta distopía en la que habito no es más que un mito posmoderno al servicio de que nada cambie. Al fin y al cabo, los discursos del miedo siempre han sido una potente herramienta de control social. Las únicas líneas argumentales que me ofrece ese relato son la sumisión al sistema a costa de un estancamiento progresivo de mi fuerza vital o una revolución que parece pasar, inevitablemente, por la guerra.
Da miedo que todo estalle de una vez por todas después de acumular tanta presión. Así es como han estallado muchas de las personas con las que trabajo.
Soy psicóloga, aunque dentro del relato distópico que habito sería más adecuado llamarme personal técnico de lo psicoemocional —o algo por el estilo—. Trabajo con lo que consideramos locura. El encargo que tengo es reintroducir en el sistema a lxs que se quedaron fuera o se salieron del discurso oficialmente compartido. Vendo mi arsenal de ortopedias y lo pongo al servicio de lxs disidentes para que vuelvan a habitar la narrativa social convencional. Pero si observo la normalidad como un ingrediente más del mito posmoderno, la cosa cambia. Se abre una grieta. Se interpone una distancia. A lo mejor, igual que en psicoterapia, podemos intentar cambiar la narrativa social saturada por el problema. Abandonar la distopía. Construir otros relatos. Después de todo, nuestra forma dicotómica de pensar el mundo (hombre-mujer, loca-cuerdo, individual-colectivo, tú-yo, me someto o vamos a la guerra) es solo uno de los guiones posibles. Generalmente aparece como el único porque descansa sobre una estructura que lleva siglos acompañándonos con fuerza: la lógica agonística patriarcal, que divide el mundo pensable en polos contrapuestos y que encuentra en la dialéctica la vía regia de solución a las tensiones y al conflicto. Pero hay otras tramas narrativas, porque hay otras personas que, con sus cuerpos, ya están encarnando otras posibles formas de vivir no binarias, no cuerdistas, no capacitistas.
Desmontar la lógica que nos atraviesa significaría, por ejemplo, empezar a ocupar yo misma el lugar de una disidencia. Pero eso sólo sería el primer paso. La disidencia no es la alternativa, sólo una manera de resistir. Aunque quizás desde ahí sea más fácil tomar perspectiva y cambiar el foco para, en lugar de dedicarme a ser un agente normalizador de disidentes, intentar una revolución en mi propio modo de vida y hacerme con el control de mi energía vital usurpada. Apuntar hacia la autogestión radical de mí misma como fundamento de lo colectivo. Esto ya lo dijo David Cooper, pero lo hemos ido olvidando una y otra vez para repetir sin descanso nuestro síntoma distópico.
Dentro del relato oficial, salirse del esquema se registra como renuncia al confort cotidiano, pero a lo mejor eso solo es una estrategia más del propio relato, imprescindible para sobrevivir en él. Puede que no sea cierto, y que dirigir nuestra reflexión a analizar los discursos sociales vigentes y sus posibilidades de transformación no solo nos proporcione otros tipos de comodidad aún desconocidos, sino que además revierta en la estimulación de nuestro potencial creativo. Sabemos que dentro de un sistema, el cambio en uno de sus componentes afecta inevitablemente a todos los demás. La clave es inventar el tipo de diferencia que marque la diferencia. Por eso necesitamos la imaginación más que nunca, y para potenciarla, una vía es mantener la apertura a experiencias que la estructura considera subalternas. La esperanza está demasiado ausente de nuestros códigos compartidos. Pero es precisamente cuando todo ha sucedido y queda poco que perder, el momento de arriesgarse a hacer algo distinto, aunque no sepamos hacia dónde va a llevarnos. Al fin y al cabo, al deseo le gusta lo imprevisto, y como poco -que es mucho- podremos reapropiarnos de la dignidad de asumir riesgos.