En cualquier momento podemos volvernos culpables; de Javier Erro

Reseña del libro El piloto de Hiroshima

Este libro recoge la correspondencia entre Günther Anders y Claude Eatherly, el primero es un filósofo que tuvo que huir de los nazis y que desarrolló un intenso activismo contra el armamento nuclear, el segundo es uno de los pilotos que participaron en el lanzamiento la bomba atómica sobre Hiroshima. En concreto, su participación consistió en realizar una misión de reconocimiento y confirmar que las condiciones climáticas eran adecuadas, y aunque la verdadera decisión de tirar la bomba fue militar y presidencial, popularmente se le ha considerado como último responsable. Las cartas muestran el sincero y cariñoso apoyo por parte de Anders a una persona a la que no conocía, el arrepentimiento de Eatherly, la pelea por que su caso se convirtiera en catalizador de las dudas acerca del armamento nuclear, las batallas legales para lograr que el piloto saliera del hospital en el que estaba internado, el posicionamiento crítico frente a las guerras, la conversión de un soldado obediente en persona consciente del mundo en el que vive, etc.

Después de Hiroshima, el sentimiento de culpabilidad de Eatherly empezó a contrastar con las alabanzas que recibía (le calificaron de héroe), lo cual le llevó, entre otras cosas, a simular atracos en los que luego no se llevaba nada, o a realizarlos con pistolas de juguete, con el fin de provocar la condena judicial y moral que no estaba recibiendo. Debido a estas conductas y a varios intentos de suicidio, Eatherly fue internado en varias ocasiones en el pabellón psiquiátrico del hospital militar de Waco. Al principio le retenían durante periodos de tiempo muy breves, y según señala, lo trataban con algo cercano a la compasión. No obstante, más adelante, cuando empezó a oponerse de manera activa al armamento nuclear y a las guerras, fue internado de manera permanente, sobremedicado y aislado durante un largo plazo de tiempo. En una de las cartas, Eatherly señala que el médico que tenía la potestad de darle el alta le explicó que había recibido órdenes de no hacerlo, motivo por el cual se escapa en varias ocasiones, hasta que la última de ellas el gobierno estadounidense decide no perseguirle, permitiéndole vivir en relativa libertad.

Anders, además de denunciar el carácter ideológico de este encierro, recrimina a médicos y psiquiatras la incongruencia de llamar enfermedad mental a un sentimiento de culpabilidad que es totalmente razonable y proporcionado a la magnitud del acto cometido. Como señala: “Reaccionando de forma anormal, reaccionó de la forma adecuada”, y más adelante compara esta reacción con la del presidente Truman quien dio la orden de lanzar la bomba, y quien al ser preguntado años después por si se arrepentía de algo en su vida respondió que de no haberse casado antes. “Hiroshima no se le pasó por la cabeza”, observa el filósofo. Pero no solo Truman no mostró ningún arrepentimiento, sino que ninguna de las personas involucradas lo hizo. Un claro ejemplo es el del coronel Paul Tibbets, quien pese a ser quien pilotaba el avión que llevaba la bomba y la lanzó, reiteró en numerosas entrevistas la completa ausencia de culpa.

Anders no solo aprueba el inconmensurable sentimiento de arrepentimiento de Eatherly y valida los actos pseudodelictivos consecuentes, sino que los considera un «consuelo» para el resto de la humanidad, ya que nos permiten recordar que cualquier buena persona puede llegar a realizar actos monstruosos si el contexto le lleva a ello. Respecto a esto, en una carta dirigida al presidente Kennedy, realiza una interesante comparación entre Eatherly y Eichmann, el criminal de guerra nazi responsable de la planificación burocrática del Holocausto. En su juicio, Eichmann se defendió señalando que se limitaba a cumplir órdenes y que no se puede culpabilizar a una simple pieza de las consecuencias de la máquina al completo. Pese a que ambos tienen en común que utilizan este argumento para explicar sus actos, la diferencia es que Eichmann no mostró en ningún momento un ápice de arrepentimiento sincero o crítica respecto a su participación en el Holocausto (ni siquiera con el propio Holocausto), mientras que Eatherly vivió enterrado en culpa durante el resto de su vida, reflexionó sobre el acto cometido y trató de pelear contra la sociedad que le obligó a realizarlo. Ciertamente, todo el mundo somos piezas de la maquinaria y participamos de una manera más o menos coaccionada en el funcionamiento de un sistema injusto, pero frente a esto, podemos resignarnos como Eichmann, o permitir que un malestar como la culpa aparezca y nos invite a articular una denuncia como la que articuló Eatherly.

Para Anders, el progreso de la tecnología ha llevado a que ampliemos nuestro rango de acción natural, alcanzando a realizar actos con consecuencias de una envergadura incomprensible. Si antes éramos capaces de imaginar más de lo que realmente podíamos hacer, ahora podemos llegar a hacer cosas de una magnitud tal, que no podemos abarcarla mental ni emocionalmente. Esto queda bien representado en el caso de Eatherly: “¿Y cómo iba a ser posible sentir dolor por la muerte de 200.000 personas? ¿Cómo iba a ser posible lamentar algo semejante? No sólo usted es incapaz de hacerlo, nosotros tampoco podemos, nadie puede hacerlo. Por más que lo intentemos, aquí el dolor y el arrepentimiento son impotentes”. El ser humano no dispone de la capacidad para comprender tanta muerte a partir de un acto tan sencillo como apretar un botón, no puede llegar a asimilar sus consecuencias en toda su amplitud. Para Anders, el constante fracaso de los intentos del piloto por que la sociedad lo castigue es algo bueno, porque, a la hora de decidir sobre un acto de tal magnitud y monstruosidad, no debemos sentir que podemos darle solución posteriormente. En otras palabras, Eatherly tiene que seguir arrepentido y perseverar en su intento infructuoso, no por un castigo moral, sino para recordarnos constantemente que las consecuencias de los actos de una sociedad pueden llegar a ser inconmensurables e irreparables y que, además, todo el mundo “en cualquier momento podemos volvernos culpables”.

Las visiones convencionales sobre la salud mental se constriñen a lo meramente psicológico, emocional o biológico, desde donde no pueden exprimir el potencial social de un malestar como el arrepentimiento. Las cartas sitúan el malestar en un campo social e histórico, donde no puede reducirse a un conjunto de experiencias de sufrimiento individual (que también son importantes), sino que lo pone en conexión con una serie de debates políticos, filosóficos y éticos de gran importancia. Desde este punto de vista, si el sufrimiento del piloto es calificado de trastorno mental y no se va más allá, la capacidad crítica de la sociedad se ve disminuida considerablemente. Ciertamente, el malestar involucrado en este caso es cercano a los debates mencionados de una manera muy clara y evidente, pero esto no debe llevarnos a pensar que el malestar del resto de personas, que no siempre tienen una conexión tan evidente, carecen de ella. Esto no implica defender que hay que atender al aspecto político y social con exclusividad, y que hay que desterrar la dimensión individual en su totalidad. Más bien se trata de construir una noción múltiple y adaptable. De hecho, es muy ilustrativo como Anders se desplaza de lo emocional a lo social, manteniendo en todo momento un equilibrio y profundizando en una cosa o la otra según los requerimientos de las diferentes situaciones. Para poder emular este desplazamiento es necesario prestar atención a la inevitable continuidad entre el individuo y la sociedad en la que vive. Hoy día el “caso Eatherly” nos permite observar con claridad dicha continuidad, pero hay que tener en cuenta que no era evidente por sí misma. Esta claridad se la debemos a la gente que decidió ampliar la mirada y señalar con el dedo esta dimensión política y social en un momento en que no era tan obvia como puede parecernos en la actualidad. Gracias a esto, hoy Eatherly no es «un loco más», sino una figura compleja y poliédrica cuyo sufrimiento contiene importantes lecciones. Tenemos por delante la tarea de continuar con la labor de añadir esta dimensión a los malestares que correspondan, que quizás no sean absolutamente todos, pero que definitivamente tampoco es absolutamente ninguno, que quizás no todos contengan la misma carga simbólica, pero que tampoco deben ser excluidos del derecho a la complejidad. Este libro es un interesante punto de partida.


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