Günther Anders (1902-1992) fue un filósofo polaco que dedicó sus mayores esfuerzos intelectuales a reflexionar sobre el impacto del desarrollo técnico en la vida de los hombres. Su origen judío (su apellido real era Stern, que cambió por Anders, que significa «distinto», a la hora de firmar sus trabajos periodísticos) le obligó a huir de Alemania cuando los nazis llegaron al poder y refugiarse en los Estados Unidos. Tras el horror de la Segunda Guerra Mundial (encarnado sobre todo en los campos de concentración y las bombas atómicas arrojadas sobre ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki) ahondó en su preocupación sobre la posibilidad real de que la humanidad fuera destruida bajo los efectos de los propios productos tecnológicos desarrollados por el ser humano. Unos productos que este ya no estaba en condiciones de controlar.
Fue entonces cuando, siendo ya un destacado militante pacifista (opción vital que acabará rechazando en los últimos años de su vida) y contrario al desarrollo de armamento nuclear, inicia una correspondencia epistolar con Claude Eatherly, oficial de las fuerzas aéreas norteamericanas que participó en el bombardeo de Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Eatherly se encontraba recluido en un hospital psiquiátrico tras intentar quitarse la vida y cometer una serie de rocambolescos delitos en los que no puso en peligro la vida de nadie, abrumado por un inmenso sentimiento de culpa. Este es el contexto en el que se envíala primera carta que se reproduce a continuación (existe un libro que las recoge todas y que recomendamos encarecidamente: El piloto de Hiroshima. Más allá de la conciencia, accesible en la red en inglés para quien lo pueda leer en dicho idioma). En ella hay una interesante reflexión sobre el papel de los psiquiatras en la evaluación social y médica de Claude Eatherly, a partir de este momento se construye un vínculo entre el expiloto y el filósofo que solo se puede definir en términos terapéuticos. Por otro lado, nos parece que el vínculo entre norma social y psicopatología sigue siendo crucial cuando la psiquiatría y la psicología definen el propio sufrimiento psíquico. Dedicadle unos minutos, merece la pena.
3 de junio de 1959
Estimado señor Eatherly:
El autor de las presentes líneas es para usted un desconocido; pero usted, en cambio, no resulta un desconocido para mis amigos ni para mí. Ya estemos en Nueva York, Viena o Tokio, siempre seguimos con gran inquietudsus intentos de controlar y superar su desgraciada situación. No por mera curiosidad, ni por ningún tipo de interés médico o psicológico en el «historial de su caso». No somos médicos ni psicólogos. Lo seguimos porque, presos de una enorme consternación, nos hemos impuesto como tarea cotidiana el deber dedilucidar los problemas morales que oscurecen el horizonte actual de la Humanidad. Me refiero a la «tecnificación» de nuestro ser: el hecho de que hoy en día podemos ser utilizados, de forma subrepticia e indirecta —como piezas de una gran máquina—, para acciones cuyos efectos se nos escapan a la vista y a la imaginación, pero que si fuéramos capaces de figurarnos, nunca podríamos aprobar; este hecho ha alterado los más profundos pilares de nuestra existencia moral. Así, podemos convertirnos en «inocentes culpables», una condición que nunca había existido en los tiempos técnicamente menos avanzados de nuestros padres.
Supongo que ya empieza a entender qué tiene que ver esto con usted. Después de todo, es uno de los primeros en haber sufrido realmente este nuevo tipo de culpabilidad, que cada uno de nosotros puede padecer en un momento u otro. Lo que mañana mismo puede ocurrirnos a cualquiera es de hecho lo que ya le ha ocurrido a usted. Usted desempeña por lo tanto un trascendental papel de cabeza visible, incluso de pionero.
Y, muy probablemente, esto no le agrade nada, pues es lógico que quiera recuperar la paz y que considere que su vida es asunto suyo. Pero aunque le aseguramos que detestamos la indiscreción tanto como usted y le adelantamos nuestras disculpas, en este caso me temo que la indiscreción resulta desafortunadamente inevitable, incluso necesaria. Desde que el azar (o como queramos llamar al hecho indiscutible) quiso convertir al individuo particular Claude Eatherly en un símbolo del futuro, su vida ha pasado a ser también asunto nuestro. Por supuesto, no es culpa suya que, entre todos los millones de seres humanos, le haya caído a usted la condena de convertirse en un símbolo; pero las cosas son como son.
No obstante, no crea que es el único que sufre esta condena, pues todos nosotros vivimos una época en la que podemos acabar derivando hacia dicha culpabilidad, época que no hemos elegido, como usted tampoco eligió su trágico papel. En este sentido, todos nos hallamos en el mismo barco, somos hijos de una sola y misma familia. Y es este destino común lo que ha determinado nuestra actitud hacia usted: cuando pensamos en sus sufrimientos, lo hacemos como hermanos; como si fuera usted un hermano que ha tenido la desgracia de tener que hacer lo que cada uno de nosotros puede verse obligado a hacer mañana mismo; como hermanos que esperamos poder evitar semejante calamidad, de la misma manera que usted desearía, terriblemente, vanamente, haber podido evitarla. Pero en su momento no le fue posible. La máquina funcionó impecablemente y usted era muy joven e inexperto. Así que lo hizo. Y como lo hizo, nosotros podemos aprender de usted y solo de usted en qué nos hubiéramos convertido de haber estado en su lugar, en qué podemos convertirnos. Como puede constatar, usted resulta pues terriblemente importante para nosotros, incluso indispensable. Por así decirlo, es nuestro maestro.
Por supuesto, usted querrá rechazar semejante título. «Cualquier cosa menos eso —nos dirá—, puesto que yo mismono soy capaz de superar mi situación».
Pues por extraño que le parezca, es precisamente ese «no soy capaz» lo que nos resulta decisivo, e incluso un consuelo. Sé que esta afirmación puede sonar absurda en un primer momento, por lo que convienen unas pocas palabras de explicación.
No me refiero a un «consuelo para usted». Nada más lejos de mi intención que pretender consolarlo. El que consuela siempre dice: «Después de todo, tampoco es para tanto» e intenta minimizar el dolor y la culpabilidad, o hablar de ello para quitarle hierro. Eso es exactamente lo que sus médicos están intentando hacer y se comprende perfectamente por qué: al fin y al cabo, esos hombres no dejan de ser empleados de un hospital militar, para los cuales la condena moral de actuaciones generalmente respetadas, incluso glorificadas, no es algo que agrade precisamente; es poco probable que a sus médicos se les ocurra apoyar nunca semejante condena. Son personas que, en cualquier circunstancia, deben defender la pureza de actos como el cometido por usted, por el que tan acertadamente se siente culpable. Por ello, sus médicos aseguran: «Hiroshima por sí solo no es suficiente para explicar su comportamiento», lo que hablando en plata significa, nada más y nada menos, que: «Hiroshima tampoco ha sido tan malo». Por lo que se limitan a criticar su reacción al acto, en vez de criticar el acto en sí (o la situación mundial que hace posible semejante acto). Así, necesitan colgar la etiqueta de enfermedad («típico complejo de culpabilidad») a sus sufrimientos y esperanzas de expiación mediante el castigo, y tienden a considerar su acto «un mal imaginario».¿Acaso hemos de extrañarnos de que hombres como esos que, en su conformismo y carencia de base moral, prefieren caracterizar como patológicos sus remordimientos con el fin de preservar la pureza de su acto, que hombres que parten de supuestos tan fraudulentos, no hayan logrado precisamente grandes avances en su tratamiento? Me puedo imaginar (por favor, corríjame si me equivoco) cuánta desconfianza, recelos y rechazo ha de sentir hacia ellos, desde el momento en que se limitan a considerar sus reacciones pero nunca sus acciones. ¿Hiroshima, un mal imaginario? ¿En serio? Nadie como usted sabe la verdad. No en vano los gritos de los heridos ensordecen sus días; no en vano las sombras de los muertos se apoderan de sus sueños. Usted sabe que lo que ha pasado, ha pasado, que no es algo imaginario. Usted no se deja engañar por esos hombres, como nosotros tampoco. No queremos tener nada que ver con esa clase de falsos consuelos.
No, se trata de un consuelo «para nosotros». Para nosotros, que usted no sea capaz de superar lo que ha hecho resulta un consuelo. Porque demuestra que ahora, pasado el tiempo, está intentando enfrentarse a ello, darse cuenta de la magnitud de sus actos, cuyos efectos por aquel entonces no pudo apreciar; porque este intento, aunque fracase, demuestra que ha sido usted capaz de mantener despierta la conciencia, aún cuando en el pasado se dejó utilizar como la pieza de una máquina, cumpliendo su misión con gran éxito. Y puesto que ha sido usted capaz de hacer esto, nos ha probado que todos podemos y debemos ser capaces de hacerlo. Y saber esto —algo que le debemos a usted— es un consuelo para nosotros.
Acabo de decir: «Este intento, aunque fracase…», pues creo que va a fracasar. ¿Por qué? Incluso el acto de hacer daño a un semejante ―y no hablo aquí de matar―, aunque sea concebible, nunca es fácil de «digerir». Pero aquí no estamos hablando de eso. Usted ha dejado a su paso más de 200 000 muertos. ¿Es posible sentir una pena que logre abarcar a 200 000 seres humanos? ¿Puede uno arrepentirse de algo semejante? No solo usted no puede hacerlo, nosotros tampoco podemos hacerlo, nadie puede hacerlo. Por muy desesperadamente que lo intentemos, la pena y el arrepentimiento serán siempre insuficientes. Pero la frustración de sus esfuerzos no es culpa suya, Eatherly. Es consecuencia de lo que he descrito anteriormente como la crucial novedad de nuestra situación: el hecho de que podemos producir mucho más de lo que somos capaces de imaginar; que no estamos preparados para los efectos que podemos provocar por medio de las máquinas que nosotros mismos hemos construido; que sus efectos son excesivos para nuestra imaginación y para nuestras fuerzas emocionales. Así que no se reproche usted estas discordancias. Pero aunque el arrepentimiento esté abocado al fracaso, usted debe padecer cotidianamente semejante frustración, pues más allá de la misma no hay nada que pueda sustituir al arrepentimiento, que por lo menos puede evitar que volvamos a tener algo que ver con actos de tamaña monstruosidad. Resulta comprensible que usted, al ver que sus esfuerzos por superarlo son inútiles, reaccione con pánico e incoherencia. Se podría casi decir que esa es la prueba de su buena salud moral, pues estas reacciones demuestran que su conciencia sigue con la guardia alta.
La forma habitual de superar lo que nos resulta excesivo consiste en una mera maniobra de supresión, en proseguir la vida como si nada hubiera sucedido, en barrer bajo la alfombra lo que uno ha hecho, como si una culpa demasiado grande dejara de ser una culpa. La forma habitual de superarlo es de hecho no intentar superarlo. Como ocurre con su compañero y compatriota JoeStiborik, el responsable del radar del Enola Gay, a quien suelen poner como edificante contraejemplo de su caso, pues sigue viviendo «como una persona cualquiera» y ha declarado con buen humor: «Para mí, se trataba solo de una bomba más grande». Otro ejemplo incluso más ilustrativo de este «método de superar la culpa» es el de ese presidente que le dio a usted la orden de «¡Adelante!», de igual manera que usted dio esa misma orden albombardero, y que en realidad se halla en la misma situación que usted, o incluso peor. Pero lo que usted ha hecho, él no ha sido capaz de hacerlo. Hace algunos años —no sé si llegó a sus oídos en su momento—, pervirtiendo de la manera más ramplona los principios morales más básicos, anunció en una entrevista pública que no sentía ni el más mínimo remordimiento, lo que por lo tanto demostraba su inocencia. Más recientemente, al cumplir los 75 años y hacer un repaso de su vida, solo ha mencionado un único error del cual se arrepiente: no haberse casado antes de los treinta No creo que envidie usted precisamente una conciencia tan intachablemente inconsciente. Estoy totalmente seguro que, sin embargo, a nadie se le ocurre aceptar la inocencia de ningún criminal común sobre la base de que no siente ningún remordimiento. Un hombre que huye de sí mismo es uno de las estampas más ridículas que hay. Usted, en todo caso, nunca ha intentado hacer algo así, Eatherly. Usted no es un personaje ridículo. Incluso equivocándose, intenta hacer lo humanamente posible. Asume seguir adelante como el que lo hizo, y eso es lo que nos aporta consuelo. Aunque usted, precisamente porque permanece fiel a su acción, ha sido transformado por esa acción.
Por supuesto, es consciente de que también me refiero a sus recientes actos de falsificación, robos, asaltos y solo Dios sabe qué otros delitos. Así como a su supuesta degradación moral. No piense que soy un anarquista ni que pretendo justificar todas esas fechorías, o que me las tomo a la ligera. Pero en su caso, estos delitos tienen otro sentido. Son actos de desesperación de alguien que, sabiendo todo lo culpable que es, no soporta ser presentado públicamente como inocente, incluso ser celebrado como un sonriente héroe precisamente en virtud de su culpa; es una situación que ninguna persona decente puede tolerar y a la que usted ha intentado poner fin acudiendo incluso a actos indecentes. Puesto que la monstruosa culpabilidad que pesa sobre usted ni ha sido comprendida, ni se ha permitido que lo sea y no ha sido posible hacerla comprensible, no le quedaba usted otra opción que hablar y actuar en el único lenguaje que la sociedad actual podía entender: el de la pequeña delincuencia y el hurto mayor. Así que usted ha intentado demostrar su culpabilidad cometiendo actos que por lo menos son claramente reconocidos como delitos. Pero incluso esto tampoco lo consiguió. Haga lo que haga, se le sigue considerando una persona enferma, no una persona culpable y por ello, porque el mundo se empeña en negarle la gracia de la culpabilidad, usted sigue siendo una persona infeliz.
Cuando el año pasado visité Hiroshima, pude hablar con gente que ha sobrevivido después de que usted pasara por allí y puedo asegurarle que a ninguno de ellos se le ocurriría atacar a una persona como usted, que no fue más que una pieza en los engranajes de una maquinaria militar (lo que usted era cuando, con 26 años, llevó a cabo su «misión»), por lo que nadie lo odia personalmente.
Pero ahora ha demostrado que, aunque hace tiempo fue usado como una pieza más, usted, al contrario que otros, ha seguido siendo un ser humano o se ha convertido en otra persona.
Ahora viene una propuesta que le hago:
El próximo 6 de agosto, como cada año, la población de Japón va a conmemorar el día en que «aquello» ocurrió. ¿Por qué no envía un mensaje a esta gente, que llegue a tiempo para la conmemoración? Si usted les dijera: «En ese momento yo no sabía lo que estaba haciendo, pero ahora lo sé y creo que nunca debe volver a ocurrir algo así y que no se debe permitir a ningún ser humano que ordene a otro ser humano hacer nada parecido.» Y si añadiera: «Vuestra lucha es mi lucha, vuestro “No más Hiroshimas” es mi “No más Hiroshimas”», o algo por el estilo, puede estar seguro que un mensaje así convertiría un día de lamentaciones en un día de alegría y que los supervivientes de Hiroshima lo recibirían como a un amigo, como a uno de ellos, pues en realidad lo es, Eatherly, usted también es víctima de Hiroshima.
Con todo el respeto que siento hacia todas y cada una de las víctimas de Hiroshima, sinceramente suyo.
Günther Anders