Politizar el malestar; de Juan Dorado

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Dudo mucho que el éxito de la película Joker fuese el mismo si se titulara Arthur Fleck, el nombre del triste protagonista al que su madre en la ficción llama Happy. Aunque me parece inteligente como estrategia comercial, que conste. Ese título que hace alusión al gran villano de la saga de Batman ha conseguido seguramente atraer a las salas a multitud de seguidores del cine de superhéroes en todo el mundo. Pero lo que se han encontrado tiene muy poco que ver con una batalla épica del Bien contra el Mal y sí mucho que ver con el abandono al que esta sociedad de “libre” mercado somete a los enfermos mentales. En la película vemos a Arthur de un sitio a otro, movilizado por la urgencia de lograr algunos ingresos con los que sobrevivir en medio de una ciudad sórdida y fría donde tanto tienes, tanto vales. Asistimos al colapso afectivo de un desgraciado que ve cómo en la televisión aparece un popular millonario que hace campaña electoral despreciando a los “perdedores”, los losers de una constante guerra de clases en la que los únicos que parecen tener conciencia de que están librando una guerra forman parte de la élite del dinero. Por eso ganan, justamente por eso no han dejado nunca de ganar. En un determinado momento, una trabajadora social negra —un detalle que nos señala la racialización del empleo público en los Estados Unidos— informa a Arthur de que, debido a los recortes en los servicios sociales, van a cerrar esa oficina y ya no podrá entregarle gratuitamente sus medicamentos. Y apostilla que a los que gobiernan les importan una mierda tanto él, un enfermo pobre, como ella, una trabajadora que atiende a los excluidos del banquete de los triunfadores. Con esta escena paro de desmenuzar la trama de una película que, en mi opinión, merece ser vista, pero, sobre todo, sentida.

Nosotros, usted y yo, quizá no estemos tan enfermos como Arthur Fleck, pero sí es muy probable, en cambio, que estemos igual de “movilizados” que él, yendo de acá para allá en busca del sustento. En mi caso concreto, tuve que alejarme de familia y amigos y atravesar un océano. Y eso duele. Nunca deja de doler a pesar de todo lo bueno que he encontrado en mi tierra de acogida. Duele porque yo no escogí irme. Duele porque acaba de suceder algo tan maravilloso como el nacimiento de un nuevo sobrino, pero sé que, si todo va como se espera, no lo podré tener en mis brazos hasta que el niño esté a punto de cumplir un año. Hace daño no poder olerlo porque los bebés desprenden un intenso olor a vida.

El teórico italiano Franco “Bifo” Berardi nos advierte de que el capitalismo tardío convertido en “capitalismo absoluto” —y terminal, añado—, este sistema que se empeña en proclamar que no hay alternativa, ha volcado la lógica militar de la movilización total en el campo de las necesidades materiales: “el trabajo, la producción y el intercambio se han transformado en un campo de batalla cuya única regla es la competencia. Toda nuestra vida precaria está sometida a este imperativo: la competencia. Todas nuestras energías colectivas se alinean hacia la consecución de un único objetivo: luchar contra los demás para sobrevivir”. A nuestra manera de entender y vivir esta fase apocalíptica del capital, cuando nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin de este particular modo de producción económica, el crítico cultural inglés Mark Fisher la llamaba “realismo capitalista”. Hemos naturalizado hasta tal punto esta comprensión de que la vida es una guerra que despreciamos cualquier verdadero cambio social, económico y político como irreal o utópico, como una fantasía improductiva y desechable.

Los efectos psíquicos de esta movilización militar de nuestros cuerpos son devastadores: del frenesí pasamos a las crisis de ansiedad o los ataques de pánico que dejan vía libre a la depresión. La Organización Mundial de la Salud alerta de que alguien se suicida cada 40 segundos alrededor del mundo, una tasa de mortalidad mayor que la provocada por guerras y homicidios. No creo, además, que el incremento de más de un 60% de los índices globales de suicidio desde la década de 1970 pueda leerse de forma independiente al hecho de que estos últimos decenios han coincidido con la imposición mundial del modelo neoliberal. A pesar de nuestra fama de país alegre, España es uno de los líderes mundiales en consumo de antidepresivos y ansiolíticos.

Este malestar difuso, este estar-mal que nos angustia se vive de manera privada o, más bien, privatizada: mientras trituran nuestras vidas vendidas al mejor postor nos hacen sentir culpables si no somos capaces de conseguir individualmente lo que se supone que tenemos que querer. Es decir, aprobación social y una pretendidamente infinita capacidad de consumo. Crece el vacío interior entre los ciudadanos de los países más ricos al tiempo que se extiende el expolio criminal de los territorios más empobrecidos. “La miseria de la abundancia coexiste con la abundancia de la miseria”, escribe Santiago López Petit, un pensador que insiste en que el malestar puede convertirse en la nueva cuestión social, en el asunto que nos empuje a subvertir el actual estado de cosas. Pero para ello debemos atrevernos a politizar ese malestar, exponiendo su carácter socioeconómico, evitando convertir nuestra vida en otra marca lista para ser consumida en unas redes sociales que más que unir atrapan. “La unidad de movilización corre en el corredor de la muerte con el currículum en la mano hacia la meta”.

¿Es esto vivir?, se preguntaba ya en el siglo XVI el joven Étienne de la Boétie en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Esta pregunta que abre la puerta tanto a la indignación como a la imaginación política no ha perdido ni un ápice de su vigencia en nuestros días.


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