Hace un rato he leído un tuit “antimandalas” de un amigo. Se quejaba, con toda la razón del mundo, de cómo todos los profesionales de salud mental del país parecen haberse puesto de acuerdo en una cosa —lo que podríamos suponer que ya es un éxito—: colorear mandalas como herramienta terapéutica.
[Este es el pequeño hilo que ha escrito sobre el tema:
1) Hay una conspiración que nunca va a trascender a la ciudadanía, pero que pone los pelos de punta. Es la estrategia coordinada por parte de profesionales de salud mental a lo largo y ancho del país para ponernos a colorear mandalas a las personas con diagnóstico psiquiátrico.
2) Están por todas partes. Una plaga. En consultas de trabajadoras sociales, plantas de agudos, infanto-juvenil… Acechan en cada esquina. Y los pobres locos nos desquiciamos intentando comprender cómo consiguen mantener la pose de dignidad con semejantes herramientas terapéuticas.
3) En la psiquiatría, coerción e infantilización se meten juntas en la cama cada noche. Y a veces traen al mundo mandalas de mierda para colorear por la mañana.]
Yo me he acordado de mi Navidad de 2016, en la que el sufrimiento mental era tan grande y yo tan consciente que decidí pedir ayuda e ingresar voluntariamente. A pesar de todo, fue de los mejores años porque pude estar separada de la familia. Sin embargo, mi propia tristeza se hizo mayor la primera mañana que amanecí en Agudos cuando me pusieron a pintar piñas secas con purpurina de colores para pasar el rato. Luego todo se volvió aún más triste cuando en la cena de Navidad estaba todo el mundo con la cara hasta el suelo, salvo el compañero de ingreso que encontraba en el exceso de comida de ese día un aliciente, y al levantar la vista del plato solo podía mirar al enfermero mazadísimo con pose de portero de discoteca vigilando que todo el mundo se portara bien, todo ello aderezado con unos villancicos también tristísimos de fondo. Joder, las personas que estábamos allí esa noche no estábamos precisamente por gusto, menos aún en esas fechas, como para que encima tengamos al típico gorila encima que te dice “tranquilito” si no te quieres tomar las drogas. Pasa al revés que en cualquier noche de fiesta en el mundo exterior.
El problema no son los mandalas, tener la mente ocupada un rato a veces está bien, sea como sea. Puedo comprender que faltan recursos y que eso se traduce en desgana por parte de los profesionales, pero lo que no tiene sentido es que esa sea la única opción que nos proporcionan cuando estamos en una situación de crisis ―esa o dormir quince horas a base de a saber qué neurolépticos― sea esa. Al final el problema es el de siempre: la infantilización de las personas que tenemos sufrimiento psíquico.