Manía persecutoria, fragmento de «La conquista de la felicidad», de Bertrand Russell

Obra publicada en 1930.

 No se centra en la salud mental, pero es un tratamiento clásico de la que era sin  duda una de las cuestiones centrales (cuando no la esencial) de la historia de la filosofía: la felicidad y su consecución. Hoy el título nos puede chirriar por sus ecos a la autoayuda y las pestes que trajo consigo la new age, sin embargo, y pese a que hay muchas cuestiones desfasadas por el paso de los años, es un tratado lleno de sentido común y lucidez. El pensamiento como lugar desde el que abordar el sufrimiento y las miserias humanas ofrece libertad y responsabilidad, frente a la delegación en los expertos que se propugna hoy en día desde universidades, medios de comunicación y consultas. Mirarse adentro siempre ha sido un sano ejercicio…

[…] En sus modalidades más extremas, la manía persecutoria es una forma reconocida de locura. Algunas personas imaginan que otras quieren matarlas, meterlas en la cárcel o hacerles algún otro daño grave. A menudo, el deseo de protegerse contra los perseguidores imaginarios las empuja a actos de violencia, que hacen necesario restringir su libertad. Como otras muchas formas de locura, esto no es más que una exageración de una tendencia que no es nada infrecuente en personas consideradas normales. No es mi intención comentar las formas extremas, que son competencia del psiquiatra. Son las formas más suaves las que quiero considerar, porque son una causa muy frecuente de infelicidad y porque, como no llegan al grado de ocasionar una demencia manifiesta, puede tratarlas el paciente mismo, con tal de que se le pueda convencer de que diagnostique correctamente su trastorno y acepte que sus orígenes están en él mismo y no en la supuesta hostilidad o malevolencia de otros.

Todos conocemos a ese tipo de persona, hombre o mujer, que, según sus propias explicaciones, es víctima constante de ingratitudes, malos tratos y traiciones. A menudo, las personas de esta clase resultan muy creíbles y se ganan las simpatías de los que no las conocen desde hace mucho. Por regla general, no hay nada inherentemente inverosímil en cada historia que cuentan. Es indudable que a veces se dan las clases de malos tratos de las que ellos se quejan. Lo que acaba por despertar las sospechas del oyente es la multitud de malas personas que el sufridor ha tenido la desgracia de encontrar. Según la ley de probabilidades, las diferentes personas que viven en una determinada sociedad sufrirán, a lo largo de su vida, más o menos la misma cantidad de malos tratos. Si una persona de cierto ambiente asegura ser víctima de un maltrato universal, lo más probable es que la causa esté en ella misma, y que o bien se imagina afrentas que en realidad no ha sufrido, o bien se comporta inconscientemente de tal manera que provoca una irritación incontrolable. Por eso, la gente experimentada no se fía de los que, según ellos, son invariablemente maltratados por el mundo; y con su falta de simpatía tienden a confirmar a esos desdichados su opinión de que todo el mundo está contra ellos. En realidad, se trata de un problema difícil, porque se agudiza tanto con la simpatía como con la falta de ella. La persona con tendencia a la manía persecutoria, cuando ve que le creen una de sus historias de mala suerte, la adorna hasta rozar los límites de la credibilidad; en cambio, si ve que no la creen, ya tiene otra muestra de la curiosa malevolencia de la humanidad para con ella. La enfermedad solo se puede tratar con comprensión, y esta comprensión hay que transmitírsela al paciente para que sirva de algo.

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