Llamé a mi ex «maltratador» cuando no lo era; de Clementine Morrigan

Original disponible en la web de la autora.

Sobrevivir a la violencia sexual ha sido la experiencia que más ha marcado mi vida. Crecí en un hogar emocionalmente abusivo y negligente en el que sufrí abusos sexuales por parte de mi abuelo y no fui protegida por mis padres. Desarrollé un trastorno de estrés postraumático complejo que marcó por completo la trayectoria de mi vida. Mi vida es como la de muchos supervivientes de incesto: abandoné los estudios y me fui de casa muy joven, me autolesioné e intenté suicidarme varias veces, me di a la bebida, tuve muchas relaciones sexuales con desconocidos en las que estaba demasiado borracha para dar mi consentimiento, y acabé en una relación abusiva. En esa relación me violaron, me maltrataron físicamente, hasta al punto de temer por mi vida. La relación acabó en los tribunales y fui acosada intermitentemente durante ocho años. Comparto esto porque quiero que entiendas que me tomo la violencia sexual y el abuso interpersonal muy en serio. Sé lo que provocan. Sé lo indecibles que son este tipo de violaciones. Después de superar mi problema con el alcohol, he dedicado mi vida a ayudar a otros supervivientes. Mi solidaridad con estas personas es un vínculo más profundo que cualquier otra cosa. Amo a los supervivientes con todo mi corazón. Esta es en parte la razón por la que he escrito tanto sobre el trauma, y por lo que estoy constantemente trabajando en mi propio desarrollo y proceso de sanación, compartiendo el viaje con todos vosotros.

Empecé una nueva relación, que duró tres años, después de llevar dos años sobria y yendo a terapia. El inicio de la relación me sorprendió, ya que me enamoré de mi mejor amigo, pero al final todo terminó siendo devastador, cuando dejé esa misma relación que me había hecho increíblemente infeliz durante años. La gente me dice que se puede ver la tristeza en mis ojos cuando ven fotos mías de aquellos años. ¿Por qué me quedé en una relación en la que era tan infeliz? Porque tengo un trastorno de estrés postraumático complejo, porque he vivido cosas mucho peores y porque no creía que fuera posible encontrar algo mejor. Porque mis lesiones de apego me pedían a gritos que me quedara y lo hiciera funcionar, y porque sentía que si perdía a mi pareja moriría. Pero esta pareja, a diferencia de mi pareja anterior, no hizo físicamente peligroso que me fuera. No me amenazó ni me hizo daño físico. Tampoco abusó sexualmente de mí, ni me gritó, ni me maltrató o ni siquiera me insultó. Sin embargo, me descuidaba emocionalmente y no era una pareja emocionalmente disponible. A veces era deshonesto y a menudo ignoraba mis preocupaciones. No hacía su parte del trabajo necesario para que la relación funcionase. Pero yo era adulta en esta relación y, a diferencia de mi experiencia de abandono en la infancia, en la que me no tenía otra alternativa que cargar con ello, podía haber optado por dejarlo y buscar relaciones con personas que me ofrecieran un compromiso entre ambas partes. La razón por la que no lo hice fue mi trauma y mi incapacidad para reconocer mi capacidad como persona adulta que era libre de dejarle.

Cuando dejé esa relación, comencé una nueva e íntima amistad. Esta nueva amiga y yo hablamos mucho sobre la relación que estaba dejando. Era una amiga que me apoyaba, me escuchaba y me permitía desahogarme, hablar de mi dolor, mi rabia y mi desesperación. Me señaló que esa relación había sido emocionalmente abusiva, y que era evidente por el nivel de dolor que sentía. Reflexioné sobre lo que me había dicho. Esta relación era muy diferente de la anterior. No experimenté maltrato físico, violación, insultos ni degradación de ninguna manera. Sin embargo, mis necesidades no estaban siendo atendidas. ¿Eso se puede categorizar como abuso emocional? ¿Y la falta de honestidad de mi pareja o el hecho de que no tuviera en cuenta mis preocupaciones? ¿Era eso maltrato? No estaba segura, pero me di cuenta de que cuando lo consideraba como tal, sentía más rabia y menos desesperación. Fui capaz de entenderlo como un patrón de victimización repetida que había sido la historia de mi vida. Pude dejar de lado la narrativa basada en el trauma de que yo era intrínsecamente antipática y reemplazarla por la narrativa (también basada en el trauma) de que había sido una víctima, incapaz de rechazar el abandono emocional que había sufrido durante esos tres años.

Mi reacción cada vez que veía a mi expareja por la ciudad contribuía a legitimar la idea de que había sufrido abusos. Tenía la conocida respuesta traumática en la que mi cuerpo se inundaba de adrenalina y pánico, entraba en estado de disociación y más tarde caía en una profunda depresión. Le envié un mensaje a mi amiga después de encontrarme con mi expareja y ella me respondió: «Tus sentimientos son válidos y una prueba de que has sido abusada». Eso me tranquilizó. Estaba teniendo una reacción normal al ver a mi maltratador en la calle. Mi cuerpo no mentía. Si hubiera sido simplemente una relación infeliz, ¿por qué iba a reaccionar con tanta intensidad? (La respuesta a esto es: tengo un trastorno de estrés postraumático complejo preexistente).

Así que adopté la creencia de que había sobrevivido a otra relación abusiva, una que era notablemente diferente de la anterior, pero que aun así constituía un tipo de abuso distinto. Me encontraba en una comunidad que abogaba por «creer a los supervivientes» y había observado acusaciones de maltrato en las redes sociales con repercusiones enormes para los acusados, en las cuales ninguno de los comportamientos descritos (si es que se describía algún comportamiento específicamente) se asemejaba ni de lejos al maltrato que yo había experimentado en mi «primera» relación abusiva. Veía cómo se empleaban términos como «gaslighting» y «abuso emocional» sin una definición clara de los mismos. De repente, me percaté de que tenía el poder de causar daño a mi expareja, de generar consecuencias para ellos. Y deseaba que sufrieran las repercusiones. Tras la ruptura, mi expareja comenzó a disfrutar de salidas nocturnas y de una vida social activa (al menos eso parecía según las redes sociales), mientras yo acudía a terapia dos veces por semana y pasaba la mayor parte del tiempo llorando. Sentía un profundo dolor y no deseaba que él «se saliera con la suya».

Afortunadamente, tenía suficiente discernimiento sobre la cultura de la cancelación como para dudar de seguir ese camino. Sentía la inclinación de hacerlo, pero tenía ciertos principios sobre manchar la reputación de las personas, especialmente porque yo misma había pasado por experiencias similares. Comprendía que la intención detrás de estas denuncias públicas era «advertir a la gente», y una parte de mí quería hacerlo. Sin embargo, me cuestionaba: ¿advertirles sobre qué exactamente? ¿Que, si salen con esa persona, podrían encontrarse con alguien emocionalmente no disponible que no satisfará sus necesidades? ¿Qué notaran que la persona está constantemente con el teléfono durante los encuentros? ¿De que cada vez que hablen sobre su infelicidad nada más que encontraran evasivas? O tal vez podría optar por el lenguaje más general pero efectivo del «abuso emocional». Podría haber publicado en Internet: «esta persona es un abusador». Estoy agradecida de no haberlo hecho. Sin embargo, decidí escribir al respecto en mi fanzine, utilizando términos relacionados con el abuso emocional. Aunque no mencioné nombres, cualquiera que me conociera entendería sobre quién estaba escribiendo. Estoy segura de que esto tuvo repercusiones para mi expareja.

Quiero dejar claro que no estaba siendo intencionalmente punitiva o vengativa. Sentía mucho dolor, un dolor profundamente arrollador. La narrativa del abuso emocional reducía ese dolor y le daba sentido al porqué de su intensidad. De verdad que no entendía cómo podía sentir tanto dolor si sólo había sido una relación que no fue muy buena y que simplemente no satisfacía mis necesidades. La idea de que mis sentimientos eran una prueba de abuso tenía mucho sentido, y no había otra cosa que se lo diera, así que me aferré a ello.

La realidad es que mis sentimientos eran la prueba del abuso que sufrí: eran la prueba de que soy una superviviente de abuso infantil y, en la relación anterior, violencia doméstica. Eran la prueba de que tengo un complejo trastorno de estrés postraumático y un trauma de apego extremo. Una persona no traumatizada habría dejado esa relación mucho antes. Una persona no traumatizada se habría dado cuenta de que esa persona no estaba emocionalmente disponible y no estaba dispuesta a trabajar en ello, por lo que habría optado por irse y buscar otra cosa. Para una persona no traumatizada, esa decisión habría sido probablemente dolorosa y emotiva, pero no la habría considerado imposible.

Un par de años después del final de esa relación, cuando llevaba un tiempo trabajando con una nueva terapeuta, solía utilizar un lenguaje que implicaba abuso al describir esa relación. La terapeuta, que conocía mi historia, sabía que tengo un trastorno de estrés postraumático complejo y conocía el tipo de relación infeliz por la que pasé. Ella no sabía que yo lo veía como un abuso. Cuando se lo dije, me dejó las cosas claras. Me dijo: «Fue una relación infeliz en la que tus necesidades no estaban cubiertas, pero no fue maltrato. Es muy importante que sepas apreciar la diferencia».

Me sentí a la defensiva, dolida y ofendida. Lo que dijo no iba a favor del más que aceptado discurso de creer a las víctimas. Si digo que sufrí abusos, es que sufrí abusos. Fue un poco jodido que me cuestionara eso. Si alguien dijera públicamente algo así en los movimientos en los que andaba metida, hubiera sido su fin. Los etiquetarían de «defensores del maltratador». Pero el caso es que yo confiaba en la terapeuta. Me he puesto en sus manos con ella el tiempo suficiente para saber que se tomaba muy en serio el abuso y el trauma. Sabía que ella creía plenamente que mis padres abusaron de mí a pesar de que mis padres, hasta el día de hoy, nieguen que lo que me hicieron fuera maltrato. A pesar de que nunca me pegaron y de que yo me había invalidado durante años pensando que «no era tan malo». Lo que mis padres me hacían sí que era “tan malo», era maltrato, y yo había sido una niña, impotente para marcharme o escapar del maltrato que me infligieron. Su negligencia emocional constituía maltrato, ya que los niños necesitan la sintonía emocional de quienes los cuidan y porque los niños no pueden elegir irse y obtener ese amor en otra parte. Pero la negligencia emocional en una relación adulta, por sí sola, no es abuso. Porque un adulto que no está siendo amenazado o sometido a violencia u otras formas de control coercitivo es libre de marcharse y buscar el amor que necesita en otra parte. Los adultos no son impotentes.

Me costó aceptar este comentario de mi terapeuta, pero lo medité. Si no me habían maltratado en esa relación, ¿cómo podía interpretar lo infeliz que había sido, el dolor que había sentido y la respuesta de estrés extremo que experimentaba cuando me acordaba de mi ex? ¿Cómo podía entender los años que me había quedado y lo impotente e indefensa que me había sentido al dejarlo? Dejarlo me había parecido imposible, no porque temiera que me hicieran daño físico o me acosaran, sino porque me aterrorizaba el nivel de dolor que sentiría y porque creía que nunca encontraría a nadie que me quisiera.

Esta es una experiencia común para las personas que han sufrido trastorno traumático del desarrollo. Dado que la infancia es una época de extrema indefensión e impotencia, y dado que el trauma significa esencialmente revivir la época del abuso original, muchos supervivientes de trastorno traumático del desarrollo se sienten indefensos e impotentes también en la edad adulta, de una forma que no refleja exactamente el nivel de elección y poder que tienen. El trauma del apego en particular puede hacer que las amenazas a nuestra capacidad de acceder al amor sean extremadamente aterradoras y abrumadoras. Podemos retrotraernos a una época en la que la imposibilidad de acceder al amor y la protección de los padres desencadenó la respuesta biológica de estrés que indica que estamos en peligro de muerte. Los niños necesitan el amor y la protección de sus padres para sobrevivir, por lo que una respuesta de estrés al nivel de peligro mortal es apropiada en ese contexto. Los adultos no necesitamos el amor y la protección de ningún adulto en particular para sobrevivir, porque tenemos mucho más poder y agencia. Tenemos el poder de elegir nuestras relaciones, y también la capacidad de cuidar de nosotros mismos y satisfacer nuestras propias necesidades de una forma que los niños no tienen.

Si no estaba siendo maltratada en esa relación, si no estaba indefensa e impotente, si era, en cambio, una adulta traumatizada que se remontaba a experiencias anteriores de maltrato en las que había estado indefensa e impotente, eso significaba que tenía que asumir la responsabilidad de mi decisión de permanecer en una relación que me hacía infeliz. Tuve que reivindicar y reconocer mi capacidad como persona adulta. Y aunque esto es doloroso (y probablemente muchas personas lo calificarían de «culpabilización de la víctima»), en última instancia es el trabajo que más me empodera como superviviente. Mi terapeuta me hizo un gran regalo al ayudarme a diferenciar entre experiencias de abuso y experiencias en las que me sentía indefensa e impotente, no porque estuvieran abusando de mí, sino porque estoy muy traumatizada. Hacer este trabajo, aprender esta diferencia, me permite salir del estado infantil en el que el abuso de mi infancia se siente como si se mezclara con mi yo adulto, capaz y con la capacidad de satisfacer mis necesidades y abandonar las situaciones que no me convienen. No soy indefensa ni soy impotente. Un corazón roto no me matará. Y tengo la capacidad de aprender las habilidades de regulación que me permitirán superar las intensas reacciones del sistema nervioso a mi trauma.

Decir a las personas traumatizadas que sus reacciones emocionales son «prueba de maltrato» es profundamente contraproducente y desempoderador. El trauma es una condición en la que experimentamos reacciones emocionales y del sistema nervioso que son inapropiadas para el momento presente y que, en cambio, reflejan el pasado. Eso es el trauma. Es cierto que las personas traumatizadas pueden encontrarse en relaciones en las que en realidad están siendo maltratadas de nuevo. Eso me ocurrió a mí, y es muy frecuente. Pero la reacción emocional del superviviente no puede ser el único indicador de que se está produciendo un abuso. Las personas traumatizadas tienen reacciones emocionales propias de situaciones abusivas en situaciones no abusivas. Eso es exactamente el trauma.

Muchas personas puede que reaccionen a la defensiva ante esta afirmación y aseguren que es mejor errar por el lado de validar como abusivas las experiencias que no lo son que arriesgarse a invalidar una experiencia real de maltrato. Esto es como decir que validar el maltrato en situaciones en las que no lo hubo es el precio que pagar en una cultura que generalmente si valida el abuso. Pero las consecuencias de validar narrativas de maltrato en situaciones en las que no hay son increíblemente serias, tanto para el acusado, que puede ver destruida su vida, como para la persona traumatizada, que está representando una narrativa de victimización que le resta poder y no le permite descubrir la autoridad y el poder que tiene como adulto. Creer que mi relación infeliz era abusiva me daba la sensación de poder, pero en realidad me lo quitaba. Me impidió ver el poder que tenía para dejarlo y aprender que, en el futuro, tengo la capacidad de dejar relaciones que no me convienen. También me impidió descubrir que estaba teniendo una respuesta traumática y que hay toda una serie de habilidades que puedo aprender para hacer frente a estas respuestas traumáticas y, con el tiempo, curarlas.

Amar y apoyar a los supervivientes no significa creer ciegamente cualquier cosa que digan sin preguntar, ni tener una conversación. En realidad, significa comprometerse en el trabajo de la relación de confianza, y ayudar a los supervivientes a hacer el trabajo de diferenciación. No estoy diciendo que debamos responder inmediatamente diciendo: «Abusaron de ti de niña, así que obviamente sólo estás afectada por detonantes». De ninguna manera. Es muy posible que una persona con un trauma pasado vuelva a sufrir abusos de adulto, y de hecho es bastante común. Pero cuando nuestros amigos utilizan un lenguaje impreciso como abuso y gaslighting sin decir a qué se refieren, deberíamos hablar con ellos sobre ello. Podemos validar la intensidad de las respuestas emocionales y del sistema nervioso y, si es necesario, cuestionar el significado que la gente da a esas respuestas. Podemos pedir a nuestros amigos que hablen de lo que ocurrió en la relación y ayudarles a darle sentido.

El hecho de que mi terapeuta cuestionara la narrativa de abuso de esa relación fue una de las cosas más fortalecedoras y sanadoras que alguien haya hecho por mí. Amo a los supervivientes y quiero que se curen y que tengan vidas enriquecedoras y satisfactorias en las que puedan sentir su poder y su capacidad de acción, en las que sepan que son capaces de abandonar relaciones que no les hacen felices. Creo que el actual discurso «pro supervivientes» es en realidad inmensamente antisupervivientes. Se basa en una negación total de lo que es el trauma y de cómo funciona. Definir lo que queremos decir cuando utilizamos la palabra «maltrato» es extremadamente importante. Esa palabra tiene un significado concreto: significa un comportamiento violento, controlador, amenazador, degradante y/o humillante. No significa nada que provoque una respuesta emocional / del sistema nervioso extremadamente intensa.

Los supervivientes merecemos la respuesta de comunidades que nos empoderen y nos ayuden honestamente a dar sentido a nuestras experiencias. Enseñar a los supervivientes de traumas que debemos aceptar acríticamente las respuestas de nuestros sistemas nerviosos traumatizados como reflejo de la realidad actual es exactamente lo contrario de lo que se pretende conseguir con la terapia del trauma. Es absolutamente posible y necesario construir comunidades en las que nos tomemos el abuso muy en serio y en las que también utilicemos la palabra abuso con precisión. Es absolutamente posible y necesario capacitar a los supervivientes para discernir entre el abuso actual y las reacciones traumáticas basadas en abusos pasados. Para hacer este trabajo necesitamos una cultura en la que estas conversaciones no sean inmediatamente tildadas de «defensa del maltrato». Los supervivientes se merecen algo mejor que eso. Merecemos comunidades informadas sobre el trauma que comprendan el impacto del trauma evolutivo y nos ayuden a reclamar el poder y la agencia que tenemos como adultos.