Este texto es de julio de 2015, apareció originalmente en el nº 28 de la revista The Baffer.
Se suele decir siempre que el acoso escolar es una lacra, y estamos de acuerdo. Lo que no se comenta tanto es que es una forma de dominación que hunde sus raíces en las lógicas sociales que nos atraviesan, y que intentar erradicarla supone pensar formas de convivencia radicalmente distintas a la que conocemos; dicho de otra manera: impugnar el bullying pasa por poner en crisis la vida bajo la determinación social capitalista. Por otro lado, quien milita en el activismo en primera persona o conoce de cerca cualquier dispositivo de salud mental sabe que la correlación entre sufrimiento psíquico y acoso escolar es aterradoramente sólida, y que una manera de prevenir la irrupción de determinadas condiciones pasa por combatirla; sí, existe la prevención en salud mental, y de manera mayoritaria pasa por el cambio social.
Traducción de Javier Diaz-Pintado
Nota del traductor sobre el título del artículo: el título original, The Bully’s Pulpit, es un juego de palabras. Graeber coge la expresión bully pulpit acuñada por el presidente Theodore Roosevelt para referirse a su oficina como una «tribuna fantástica» (el significado de bully era positivo anteriormente) desde la cual defender su agenda política, pero utilizando la acepción negativa de bully que significa abusón.
Entre febrero y principios de marzo de 1991, durante la primera Guerra del Golfo, el ejército de EE. UU. bombardeó por aire y por tierra a miles de jóvenes iraquís, prendiéndoles fuego mientras trataban de huir de Kuwait. Hubo varios de estos incidentes, como los denominados la «Autopista de la Muerte», «Autopista 8» o la «La Batalla de Rumaila», en los que la fuerza aérea de EE. UU. interceptó varias filas en retirada y procedió a lo que el ejercitó denomina «tiro al pato»: masacrar a los soldados acorralados mientras estaban en sus vehículos. Las imágenes de los cuerpos calcinados intentando salir desesperadamente de sus camiones pasaron a la historia.
Nunca he entendido por qué esta masacre masiva de hombres iraquís no se considera un crimen de guerra. Está claro que, en aquel entonces, el gobierno de EE. UU. temía que así fuera. Tras ello, el presidente George H.W. Bush anunció rápidamente un cese temporal de las hostilidades, y desde entonces el ejército ha hecho innumerables esfuerzos para que el número de víctimas contabilizadas fuera el mínimo posible, además de enturbiar las circunstancias, difamar a las víctimas («un puñado de violadores, asesinos y matones», como dijo después el general Norman Schwarzkopf) y evitar que las imágenes más gráficas se mostraran en la televisión de EE. UU. Se rumorea que hay vídeos que nunca saldrán a la luz y que muestran a iraquís aterrorizados siendo grabados por cámaras instaladas en helicópteros de combate.
Tiene sentido que las élites estuvieran preocupadas, después de todo se trataba de jóvenes que habían sido reclutados a la fuerza y que, cuando se les mandó a combatir, tomaron la decisión que uno desearía que tomaran todos los jóvenes en su situación: mandar todo a la mierda, recoger sus cosas y volver a casa. ¿Merecen ser quemados vivos por ello? Cuando el ISIS quemó vivo a un piloto jordano el pasado invierno se condenó mundialmente como una barbaridad atroz (que lo era, por supuesto). Sin embargo, el ISIS al menos pudo argumentar que el piloto les había bombardeado. Los iraquís que huían en la «Autopista de la Muerte» y otras víctimas de las matanzas americanas solo eran niños que no querían luchar.
Pero quizá fue precisamente esta negativa a luchar lo que evitó que los soldados iraquís generaran compasión, no solo entre las élites, donde no esperaríamos mucha, sino en la opinión pública. En cierto modo, aceptémoslo: estos hombres eran cobardes. Se llevaron su merecido.
Parece haber, de hecho, una consensuada falta de compasión por los hombres que no combaten en zonas de guerra. Hasta existen informes de organizaciones de derechos humanos donde se habla de que las masacres se dirigen casi exclusivamente contra mujeres, niños y, quizá, personas mayores. Pero lo que casi nunca se ha expresado abiertamente es que se considera que los hombres adultos o son combatientes o les pasa algo. («¿Quieres decir que se masacraba a mujeres y niños y no saliste a defenderlos? ¿Qué eres? ¿Un gallina?»). Se sabe que las personas que cometen masacres se aprovechan cínicamente del reclutamiento forzoso: el caso más famoso es el de los comandantes serbo-bosnios que calcularon que podrían evitar ser acusados de genocidio si, en vez de exterminar a toda la población de los pueblos y aldeas conquistadas, solo exterminaban a todos los hombres entre quince y cincuenta y cinco años.
Sin embargo, la estrategia va más allá de moldear nuestra compasión hacia los iraquís que fueron masacrados mientras huían. En EE. UU. se bombardearon las noticias con acusaciones que aseguraban que los iraquís eran en realidad eran un puñado de criminales que se habían dedicado personalmente a violar, saquear y robar bebés recién nacidos de las incubadoras (a diferencia de aquel piloto jordano, que solo había lanzado bombas sobre ciudades llenas de mujeres y niños desde lo que él consideraba una altitud segura). Nos enseñan que los abusones son en realidad cobardes, por lo que aceptamos con facilidad que lo contrario también debe ser cierto. A la mayoría, cuando hablamos de crímenes y atrocidades, nos acecha la primera vez que presenciamos o sufrimos acoso escolar. Estas experiencias moldean profunda y perniciosamente nuestra sensibilidad y nuestra capacidad para sentir compasión.
La cobardía también es una causa
La mayoría de las personas detesta la guerra y cree que el mundo sería un lugar mejor sin ellas. Sin embargo, el desprecio por la cobardía parece generar sentimientos aún más profundos. Después de todo, la deserción (la tendencia de los reclutas a abandonar el eje de avance en su primera experiencia de gloria militar y buscar el escondite más cercano, ya sea un bosque, un barranco o una granja vacía y, una vez que la fila ha pasado sin peligro, buscar el camino a casa) es probablemente la mayor amenaza para las guerras de conquista. Por ejemplo, el ejército de Napoleón perdió más tropas por deserción que en combate. Los ejércitos que se nutren del reclutamiento forzoso suelen desplegar un gran porcentaje de tropas en la retaguardia para ordenarles disparar a todo soldado que intente huir. Aun así, a pesar de odiar la guerra, a mucha gente le cuesta apoyar la deserción.
La única excepción que conozco es Alemania, que ha construido varios monumentos en honor a «El Desertor Desconocido». El primero y más famoso, en Potsdam, reza: «AL HOMBRE QUE SE NEGÓ A MATAR A SU COMPAÑERO». A pesar de ello, cuando les hablo a mis amigos sobre este monumento, a menudo muestran una mueca de vergüenza. «Supongo que lo que la gente preguntará es: ¿de verdad desertaron porque no querían matar a otros o porque no querían morir?». Como si hubiera algo de malo en lo segundo.
En sociedades militaristas como la de EE. UU. es casi un axioma que a nuestros enemigos se les considere cobardes, especialmente si al enemigo se le puede etiquetar como «terrorista» (es decir, alguien acusado de querer provocarnos miedo, de convertirnos, a todo el mundo, en cobardes). Es necesario darle la vuelta a la tortilla e insistir en que no, que son ellos los que realmente tienen miedo. Todos los ataques a la ciudadanía de EE. UU. son, por definición, «ataques cobardes». George Bush segundo se refirió al ataque del 11-S como «ataques cobardes» la mañana después de que ocurrieran. Siendo sinceros, esto no está bien. Después de todo, no son pocas las cosas malas que se pueden decir de Mohammed Atta y sus cómplices (elige las que quieras), pero «cobarde» no es una de ellas. Causar una explosión en la fiesta de una boda usando un dron por control remoto podría considerarse un acto de cobardía. Pilotar un avión y estrellarlo contra un rascacielos requiere agallas. Sin embargo, de alguna manera no parece aceptable defender en público que alguien pueda ser valiente por una mala causa, a pesar de que la historia del mundo casi se ha escrito a base de personas valientes que cometían actos deplorables.
Sobre los defectos fundamentales
Antes o después, todos los proyectos encaminados a la libertad de la humanidad tendrán que comprender por qué aceptamos que las sociedades se construyan y se rijan a través de la violencia y la dominación; y me da que tiene algo que ver con nuestra reacción visceral hacia la debilidad y la cobardía, y nuestra incapacidad para identificarnos con las personificaciones más justificables del miedo.
El problema es que hasta ahora el debate ha estado dominado por dos opiniones igualmente absurdas. Por un lado, quienes niegan que sea posible establecer nada sobre los seres humanos a nivel de especie; por otro, quienes aseguran que el objetivo es explicar por qué algunos humanos parece que disfrutan sometiendo a otros. Quienes defienden la segunda opinión acaban casi irremediablemente hablando de los babuinos y los chimpancés, normalmente para introducir la idea de que los humanos (o al menos aquellos con cantidades suficientes de testosterona) heredamos de nuestros ancestros primates una tendencia innata a una conducta agresiva que se retroalimenta y se manifiesta en la guerra. Una conducta de la que no nos podemos librar pero que puede ser reconducida y aplicada a la competencia del libre mercado. Según estas afirmaciones, si alguien es cobarde es porque carece de un impulso biológico básico, y sería normal tenerles desprecio.
Hay muchas cosas mal en esta historia, pero la más obvia es que, sencillamente, no es cierta. El hecho de ir a la guerra no activa un marcador biológico en el macho humano. Analicemos a lo que Andrew Bard Schmookler se refiere como «la parábola de las tribus». Cinco sociedades que comparten el mismo valle de un río. Solo pueden vivir en paz si todas se muestran pacíficas. En el momento en el que introducimos una «manzana podrida» (por ejemplo, los jóvenes de una tribu deciden que la mejor manera de sobrellevar la muerte de un ser querido es traer la cabeza de un extranjero, o que su dios los ha elegido para castigar a los infieles), si las otras tribus no quieren ser exterminadas, solo tienen tres opciones: huir, rendirse o reorganizar su sociedad para hacer frente a la guerra. Es difícil refutar esta lógica. Sin embargo, cualquiera que conozca la historia de, digamos, Oceanía, la Amazonia o África, sabe que muchas sociedades simplemente se negaron a organizarse militarmente. Una y otra vez vemos descripciones de comunidades relativamente pacíficas que aceptaron el hecho de que una vez cada varios años tendrían que huir a las montañas para evitar a las tropas de malotes que venían a incendiar sus aldeas, violar, saquear y llevarse como trofeo partes de quienes desgraciadamente se quedaban atrás. La mayoría de los machos humanos se han negado a emplear su tiempo en entrenar para la guerra, incluso cuando era una cuestión de interés inmediato. Para mí, esto es una prueba de que los seres humanos no son una especie especialmente belicosa1.
Por supuesto nadie puede negar que los humanos son criaturas con defectos. Casi todas las lenguas humanas tienen una forma análoga al inglés «humane» (humano, compasivo) o expresiones como tratar a alguien como un ser humano, en el sentido de que reconocer a otra criatura como humana implica una responsabilidad para tratarla con un mínimo de amabilidad, consideración y respeto. Sin embargo, es obvio que los humanos no cumplen siempre esa responsabilidad, y cuando nos equivocamos nos encogemos de hombros y decimos que «somos humanos». Ser humano es, entonces, tanto tener ideales como no llegar a cumplirlos.
Si es así como los humanos tienden a pensar de sí mismos, no es sorpresa que cuando intentamos entender qué posibilita que existan estructuras de dominación basadas en la violencia pensemos en los impulsos antisociales y nos preguntemos ¿Por qué hay gente cruel? ¿Por qué queremos dominar a los demás? Sin embargo, no son estas las preguntas que debemos hacernos. Los humanos tienen una variedad infinita de impulsos, normalmente son varios los que tiran de nosotros a la vez en distintas direcciones, pero su mera existencia no implica nada.
La pregunta que debemos hacernos no es por qué la gente es cruel a veces, ni siquiera por qué algunas personas lo son en general (todas las pruebas nos indican que las personas verdaderamente sádicas son solo una pequeñísima parte de la población), sino cómo hemos llegado al punto de crear instituciones que promuevan ese comportamiento y de alguna manera muestren a las personas crueles como admirables (o por lo menos como merecedoras de la misma compasión que aquellas a las que oprimen).
Aquí creo que es importante que nos fijemos bien en cómo las instituciones estructuran las reacciones de la gente. Normalmente, cuando tratamos de imaginar el estadio primigenio de la dominación, pensamos en una especie de dialéctica hegeliana esclavo-señor en la que las dos partes compiten por el reconocimiento de la otra, lo que lleva a que una de ellas sea permanentemente pisoteada. En vez de ello, deberíamos imaginarnos una relación tripartita entre agresor, víctima y testigo, en la que las dos partes de la contienda apelan al reconocimiento (validación, compasión, etc.) de otra persona. Después de todo, la batalla hegeliana por la supremacía es solo una abstracción, un cuento. Muy pocas personas han visto a dos hombres adultos en un duelo a muerte para que el otro reconozca su condición de persona. Desde el colegio, cualquiera ha visto o ha participado en ese escenario tripartito (ejerciendo un rol o el otro) en el que una parte se ensaña con otra mientras las dos buscan que los demás les reconozcan como personas.
Estructura (y escuela) primaria de dominación
Hablo, por supuesto, del acoso escolar. Mi postura es que el acoso representa un tipo de estructura primaria de dominación. Si queremos entender por qué todo se tuerce debemos empezar por aquí.
En este caso también debemos establecer algunas disposiciones, porque sería muy fácil volver a simples argumentaciones evolutivas: hay una tradición de pensamiento, que podemos denominar «la tradición de El Señor de las Moscas», que considera a los matones del patio como una encarnación moderna del «mono asesino»2, el macho alfa primigenio que restablece la ley de la jungla cuando ya no está coartado por la autoridad racional del macho adulto. Esto es claramente falso. De hecho, los libros como El señor de las Moscas se entienden mejor como reflexiones sobre las técnicas de terror e intimidación diseñadas en los colegios británicos con el objetivo de moldear a los niños de clase alta para convertirlos en militares capaces de dirigir un imperio. Estas técnicas no surgieron por la falta de autoridad, sino que se diseñaron para crear un modelo específico de autoridad masculina calculadora y despiadada.
Hoy en día los colegios ya no son campos de cultivo de batallas campales3, pero el acoso escolar se sigue dando incluso en aquellos colegios donde presumen de sus programas anti acoso, sin embargo, este no surge de manera ajena ni a pesar de la autoridad que ejerce la institución educativa, sino que el acoso es más bien el reflejo de esa autoridad. Para empezar, un dato obvio: no se puede salir del colegio. Si alguien grande se mete con un/a niño/a lo normal es que su primer impulso sea huir, pero los colegios no ofrecen esa opción. Si intentan escapar a un sitio seguro, las autoridades les traerán de vuelta. Sospecho que esta es una razón por la que existe el estereotipo del abusón como la mascota del profesorado: aunque no sea cierto, apunta al conocimiento tácito de que el abusón depende de la autoridad de la institución en cierta medida. El colegio, efectivamente, mantiene a las víctimas acorraladas mientas que sus acosadores les pegan. Esta dependencia de la autoridad es también la razón por la cual las formas más elaboradas y brutales de acoso suceden en las prisiones, donde los/as reclusos/as dominantes y los/as guardias se alían.
De hecho, los abusones son conscientes de que el sistema tiende a castigar con más fuerza a la víctima que se defiende. Del mismo modo que cuando una mujer es atacada por un hombre que le dobla o le triplica en tamaño no tiene la posibilidad de meterse en una pelea justa, sino que tiene que aprovechar el momento oportuno para causarle el mayor daño posible al hombre que la ha maltratado (ya que no puede darle opción a contraatacar), la víctima de acoso escolar debe responder con una fuerza desproporcionada, no para incapacitarle, en este caso, sino para darle un golpe tan fuerte que el antagonista se lo piense dos veces antes de volver atacar.
Aprendí está lección de primera mano: estaba raquítico en el colegio y era más joven que mis compañeros/as (me pasaron de curso), y por tanto era un objetivo para algunos de los niños más grandes, que parecían haber desarrollado una técnica casi científica para agredirme con tal rapidez y efectividad que nadie pudiera acusarles de «pelearse». Raro era el día que no me pegaban. Al final decidí que había tenido suficiente, busqué el momento, y un estúpido especialmente nocivo acabó desparramado en el pasillo de un golpe bien colocado en la jeta. Creo que le rompí el labio. Por un lado, funcionó justo como pretendía: durante uno o dos meses ni se me acercaron. Pero la consecuencia inmediata fue que nos llevaron a los dos al despacho por pelearnos, y no se tuvo en cuenta el hecho de que había empezado él. Me echaron la culpa a mí y me expulsaron del club de ciencias y matemáticas avanzadas (como él sacaba malas notas no había ningún sitio del que echarle).
La frase «no importa quién empezó» es posiblemente la más maligna que existe. Claro que importa.
Crueldad colectiva
La bibliografía sobre el acoso escolar desde un enfoque psicosocial trata muy poco el papel de la autoridad institucional, lo que tiene sentido debido a que está principalmente dirigida a las autoridades escolares, por lo que consideran que su rol es benigno. Sin embargo, una investigación reciente (estas se han multiplicado desde la masacre de Columbine) ha aportado, creo, varias revelaciones sorprendentes sobre las formas primarias de dominación. Profundicemos en ello.
Lo primero que revela esta investigación es que la inmensa mayoría de los casos de acoso suceden delante de un público. El acoso a escondidas es muy poco frecuente. El acoso busca principalmente la humillación, cosa que no se puede conseguir si no hay nadie que lo presencie. A veces, quienes miran son cómplices activos, riéndose, provocando o sumándose. Más comúnmente, el público consiente de manera pasiva. Muy pocas veces interviene alguien para defender a su compañero/a de las amenazas, las burlas o los golpes.
Cuando se le pregunta a la infancia por qué no intervienen, una minoría dice que cree que la víctima se lo merecía, pero la mayoría dice que no les parecía bien y que no les caía bien el abusón, pero creían que si se metían les harían lo mismo y eso solo empeoraría las cosas. Curiosamente, esto no es cierto. Gracias a los estudios vemos que, en general, si uno o dos espectadores se oponen, los abusones paran. Y aun así la mayoría cree de verdad que pasará lo contrario, ¿por qué?
Por un lado, porque se lo dicen en casi todos los géneros de ficción de la cultura pop al que se puedan exponer. Los superhéroes de cómic aparecen y dicen: «Oye, deja de pegar a ese niño», y entonces el culpable dirige su ira hacia ellos, desencadenando todo tipo de caos. (Si hay algún mensaje encubierto en dicha ficción, seguramente vaya en la siguiente línea: «No debes meterte en estos asuntos a menos que seas capaz de enfrentarte a un monstruo de otra dimensión que lanza rayos por los ojos»). El «héroe», como se presenta en los medios de EE. UU., es una excusa para la pasividad. Lo primero me sucedió una vez que estaba viendo las noticias de un pequeño pueblo en la tele y en ellas alababan a un adolescente que había saltado a un río para salvar a un niño que se estaba ahogando. «Cuando le pregunté por qué lo hizo», declaraba el/la presentador/a, «dijo lo que siempre dicen los héroes de verdad, “solo hice lo que cualquiera habría hecho en mis circunstancias”». Se supone que la audiencia debe entender que, sin duda, esto no es verdad. No todo el mundo lo haría, y no pasa nada. Los héroes son extraordinarios, es perfectamente comprensible que tú en las mismas circunstancias esperases al equipo de rescate.
También es posible que quienes presencian peleas en el colegio reaccionen pasivamente al acoso porque ven cómo actúan las autoridades adultas y asumen erróneamente que la misma lógica aplica a las relaciones con sus compañeros/as. Si, digamos, un policía está abusando de un pobre desgraciado, entonces sí, es completamente cierto que intervenir te puede meter en problemas graves (muy posiblemente, una paliza). Y todo el mundo sabe lo que les pasa a los/as «denunciantes» (¿Os acordáis del secretario de estado John Kerry instando a Edward Snowden a «ser un hombre» y asumir una condena de por vida en el sádico sistema penitenciario de EE. UU.? ¿Qué se supone que debe sacar un/a niño/a inocente de todo esto? El destino de gente como Mannings o Snowden son anuncios en primera plana de un principio cardinal de la cultura americana: a pesar de que el abuso de autoridad está mal, acusar a alguien públicamente de ello es mucho peor, y merece el peor de los castigos).
Un segundo descubrimiento interesante: los abusones, en realidad, no tienen baja autoestima. La psicología había asumido desde hace mucho que los/as niños/as malos/as pagaban su inseguridad con el resto. No. Resulta que la mayoría de los abusones actúan como niñatos engreídos no porque los torture la inseguridad, sino porque de verdad son niñatos engreídos. De hecho, su confianza en sí mismos es tal que crean un paradigma moral en el que su chulería y violencia se convierte en el canon a través del cual se juzga a los demás: la debilidad, torpeza, empanamiento o el lloriqueo autocomplaciente no son meros pecados, sino provocaciones a las que estaría mal no responder.
Aquí también puedo aportar una experiencia personal. Me acuerdo muy bien de una conversación que tuve en el instituto con un chaval deportista que conocía. Era un zopenco, pero de buen corazón. Creo que nos colocamos juntos una o dos veces. Un día, después de un ensayo teatral de época, me pareció divertido entrar a la habitación vestido como en el Renacimiento. Nada más verme se abalanzó sobre mí como si quisiera darme una paliza. Me enfadé tanto que ni me asusté. «¡Matt! ¿Qué coño haces? ¿Por qué quieres pegarme?». Matt se rayó tanto que dejó de amenazarme. «Pero… ¡has entrado a la habitación en leotardos!», protestó. «En plan, ¿qué esperabas?». ¿Estaba Matt proyectando unas enraizadas inseguridades sobre su sexualidad? Ni idea, lo mismo sí, pero la verdadera pregunta es, ¿por qué asumimos que sus rayadas importan? Lo que de verdad importa es que él pensaba de verdad que estaba defendiendo una norma social.
En este caso, el abusón adolescente estaba ejerciendo la violencia para reforzar la norma de la masculinidad homófoba que apuntala también la autoridad adulta. Pero en el caso de la infancia esto no siempre es así. Aquí llegamos a un tercer descubrimiento sorprendente de la bibliografía sociológica (quizá el más revelador). Al principio, el objetivo no es tanto la chica gorda o el chico con gafas, eso viene después, ya que los abusones (siempre conscientes de las relaciones de poder) aprenden a elegir a sus víctimas según los patrones adultos. Al principio, el criterio primordial es cómo reacciona la víctima. La víctima ideal no es completamente pasiva, no, la víctima ideal es aquella que se defiende de algún modo, pero lo hace de manera ineficaz, como, por ejemplo, poniéndose nerviosa, gritando, llorando, amenazando con decírselo a su madre, fingiendo que le van a pegar, pero luego tratando de huir. Hacer eso es precisamente lo que posibilita crear una moralidad en la que el público puede convencerse de que el abusón en parte lleva razón.
Este triángulo dinámico entre abusón, víctima y público es a lo que me refiero con la estructura profunda del acoso. Hay que analizarla en los libros de texto. De hecho, hay que ponerla en letras de neón gigantes por todas partes: el acoso escolar crea una moralidad en la que el tipo de reacción de la víctima a un acto de agresión se puede usar como una justificación retrospectiva para el acto original de agresión.
Este drama no solo aparece en los mismos orígenes del acoso en la infancia temprana, sino que se mantiene en la vida adulta. Lo llamo la falacia del «vosotros dos, basta ya». Cualquiera que frecuente foros en redes sociales reconoce este patrón. El agresor ataca, el objetivo trata de pasar de ello y no hace nada. Nadie interviene. El agresor aumenta el ataque, el objetivo trata de pasar de ello y no hace nada. Nadie interviene. El agresor aumenta aún más su ataque.
Esto puede pasar doce o cincuenta veces hasta que al final el objetivo responde. Ahí, y solo ahí, una docena de voces gritan en seguida «¡Pelea! ¡Pelea! ¡Mirad cómo se encaran esos imbéciles!» o «¿Y si os calmáis y aprendéis ver el punto de vista del otro?». El abusón inteligente sabe que esto va a pasar (y que él no va a perder puntos por ser el agresor). También sabe que si aplica la agresión en su justa medida, se considerará que el problema es la respuesta de la víctima.
Nob: Eres un buen tío, Jeeves, pero en verdad eres un poco imbécil.
Jeeves: Un poco. . . ¿¡qué!? ¿Qué cojones quieres decir con eso?
Nob: ¿Ves? A eso me refiero. ¡Cálmate! He dicho que eres un buen tío. ¿Y así respondes? ¿No ves que hay niñas delante?
Y lo que aplica a la clase social también lo hace a cualquier forma de desigualdad estructural: de ahí calificativos como «mujeres chillonas», «hombres negros enfadados» y una variedad infinita de menosprecios similares. Pero la lógica esencial del acoso es anterior a dichas desigualdades, es la materia prima de la que están hechas.
Deja de pegarte
Y esto, propongo, es el defecto humano más importante. No es que nuestra especie sea particularmente agresiva, es que nuestra respuesta a la violencia es muy vaga. Nuestro primer instinto cuando observamos una agresión gratuita es o fingir que no está ocurriendo o, si eso es imposible, igualar al agresor y a la víctima, y hacer como si estuvieran contagiados, esperando que se pueda evitar que las demás personas se contagien (de ahí el descubrimiento de la psicología de que se suele despreciar de igual modo a abusones y a víctimas). El sentimiento de culpa causado por la sospecha de que ésta es una manera básica de cobardía (ya que es una forma básica de cobardía) abre una compleja obra de proyecciones en las que el abusón es a la vez un supervillano invencible y un fantasma inseguro y penoso, mientras la víctima se convierte tanto en el agresor (que ha infringido no sé qué convenciones sociales a las que apela el abusón o alguna que se haya inventado) y en un cobarde patético que no quiere defenderse.
Por supuesto, solo estoy mostrando el esbozo más mínimo de las complejidades psicodinámicas. Aun así, estos análisis pueden servir para entender por qué nos es tan complicado sentir compasión por los reclutas iraquís acribillados en los «tiro al pato» de los guerreros de EE. UU., entre otros casos. Estamos aplicando la misma lógica que cuando veíamos de manera pasiva como un abusón de la infancia la tomaba con su víctima indefensa: igualamos a agresores y a víctimas, insistimos en que todos son igualmente culpables (mirad como, siempre que alguien se entera de una atrocidad, otro insistirá inmediatamente en que la víctima seguro que también las había cometido), y esperamos que, al hacer eso, no nos contagiemos.
Esto es muy complicado. No digo que lo comprenda a la perfección. Pero si vamos a avanzar hacia una sociedad verdaderamente libre debemos analizar cómo funciona de verdad la relación triangular y mutua entre abusón, víctima y público, y desarrollar maneras de combatirla. Recuerda, no está todo perdido. Si no fuera posible crear estructuras (hábitos, sensibilidades, formas de sabiduría común) que a veces evitan que esta dinámica se abra paso, no habría ninguna posibilidad de crear sociedades igualitarias. Recuerda también que no hace falta mucho valor para pararle los pies a los abusones que no están respaldados por ninguna institución de poder. Más aún, recuerda que, cuando los abusones sí están respaldados por instituciones de poder, los héroes pueden ser aquellos que simplemente huyen.
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- Aun así, antes de dejar a los hombres adultos completamente al margen, debería puntualizar que el argumento sobre la eficiencia militar abre dos vías: hasta las sociedades donde los hombres renuncian a prepararse para la guerra insisten, en la mayoría de los casos, en que las mujeres no deberían luchar. Esto no es muy eficiente. Aunque aceptáramos que los hombres son, en general, mejores en el combate (y esto no está para nada claro: depende del tipo de combate), y tuviéramos que elegir sólo a la mitad más hábil de cualquier población, entre esas personas habría también mujeres. En cualquier caso, en una situación verdaderamente desesperada es un suicidio no usar todas tus armas. Sin embargo, una y otra vez vemos hombres (incluso aquellos que no son muy beligerantes) decir que preferirían morir antes que romper la regla que impide a las mujeres usar armas. No me extraña que nos sea tan difícil empatizar con las víctimas de las atrocidades de los hombres: éstos son cómplices de la lógica de violencia masculina que los destruye (hasta el punto de prohibir combatir a las mujeres). Pero, si procuramos identificar ese defecto o serie de defectos clave de la naturaleza humana que permiten esa lógica de violencia masculina, nos quedamos con una imagen confusa. Quizá no tengamos una especie de predisposición a dominar por medio de la violencia, pero sí que tenemos una tendencia a tratar a las formas de dominación violenta que existen (empezando por las del hombre contra la mujer) como imperativos morales en sí mismos. ↩︎
- Nota del traductor: del original «killer ape», es el nombre de una teoría propuesta inicialmente por el antropólogo Raymond Dart en la década de los 50 y que defiende que la agresividad es una característica inherente al ser humano, que nos diferenció de los primates y posibilitó nuestra evolución. Cabe destacar que esta teoría surge y se desarrolla en plena Guerra Fría. ↩︎
- Nota del traductor: el original (omitido) es «Today, most schools are not like the Eton and Harrow of William Golding’s day». «Eton and Harrow» es un partido anual de criquet de gran rivalidad que se celebra desde 1805 y que enfrenta a dos de los colegios privados más caros de Inglaterra: Eton College y Harrow School. Graeber da a entender que, en tiempos de William Golding (autor británico de El señor de las moscas, nacido en 1911), el partido era bastante violento. ↩︎