El presente texto es una traducción al castellano de un capítulo que se encuentra dentro del libro (Re)construir el demà: una anàlisi política de la dana. Agradecemos a autorxs y editorxs el que nos hayan facilitado su difusión en nuestra web.
La dana ha supuesto enormes pérdidas materiales y económicas: casas, coches, carreteras y todo tipos de infraestructuras urbanas han quedado destruidas. A estas se suman las pérdidas en forma de vidas humanas: parejas, familiares, vecinas, amigos… más de dos centenares de personas perdieron la vida. El dolor parece infinito e insondable, una onda expansiva cuyo epicentro estuvo (y está) en l’horta sud y que afectó a un amplio territorio. En los primeros días se decía, con razón, que las zonas afectadas iban a experimentar una ola de malestares: estrés postraumático, depresión, ansiedad, insomnio, etc. En consecuencia, la sociedad respondió. Se movilizó un enorme contingente de profesionales de la psicología para prevenir la aparición de estas experiencias o para tratar las que ya estaban presentes, una intervención necesaria para que los proyectos vitales no se rompieron más del que ya lo habían hecho, se recobrara cierta estabilidad emocional y las experiencias mentales y afectivas no fueran tan intensas como podrían haber llegado a ser. Con el paso de los meses, algunas de estas iniciativas han desaparecido, otras se han consolidado, mientras que otras nuevas han ido apareciendo.
Sin embargo, a pesar de que este trabajo profesional ha sido de gran importancia, consideramos que, como sociedad, necesitamos preguntarnos si la respuesta dada es suficiente, si cubre todas las posibles manifestaciones del malestar y si lo único que queremos hacer con este último es tratar de eliminarlo sin mayores reflexiones. Consideramos que hay un componente político en la experiencia de sufrimiento, un potencial que es necesario explorar y pensar, no solo para conseguir un mayor bienestar individual, sino también uno colectivo. En línea con todo esto, trataremos de poner sobre la mesa algunas cuestiones que consideramos que se están pasando por alto, para después describir los encuentros de malestares, un intento de materializar las reflexiones en una iniciativa concreta.
Malestares que no encajan
La respuesta profesional se ciñe a aquellas experiencias que entran dentro de los enfoques terapéuticos. Depresión, ansiedad, trauma, insomnio… han recibido mucha atención porque hay modelos teóricos que los explican y que han desarrollado una serie de intervenciones más o menos efectivas. Sin embargo, no todos los sufrimientos producidos por la dana pueden ser codificados dentro de los marcos de comprensión de la salud mental. Si nos imaginásemos que todas las posibles experiencias afectivas producidas por la catástrofe formasen un territorio, estos modelos alcanzarían una parte del mapa, delimitarían una frontera que separa lo conocido de lo desconocido, realizando una serie de intervenciones sobre el primero y dejando fuera del foco al segundo. Pero si, como sociedad, queremos dar una respuesta más amplia y comprensiva, tenemos que prestar atención a todos los malestares, no solo a aquellos que cumplen los requisitos para ser observados e investigados por el ámbito profesional. Para contribuir a esta visibilización, nos gustaría poner algunos ejemplos de experiencias de sufrimiento producidas por la dana que han quedado fuera de foco. Las frases entrecomilladas son expresiones literales de las personas participantes a los encuentros, hemos considerado que eran imprescindibles para completar la descripción.
Rabia política
Sentimos rabia política cuando se pone en evidencia que la manera en que funciona nuestra sociedad, sus valores y prioridades, sus instituciones y su funcionamiento, están mal. Aparece cuando el error no es humano, sino político; es decir, cuando el mal no se produce porque alguien se haya equivocado haciendo su trabajo, sino precisamente porque todo el mundo lo ha hecho a la perfección. Pone en cuestión el mundo en que vivimos, y al mismo tiempo, responde al hecho que no podemos transformarlo conforme a nuestras necesidades. En el caso de la dana, esta rabia política está dirigida hacia las instituciones consideradas culpables de haber dejado morir a tanta gente. En una de los encuentros, una de las participantes manifestó que tenía “ganas de matar, de justicia, alguien tiene que hacerse cargo”, mientras que otro señalaba: “a mí me ayuda sacar el grito en las manis”.
Tristeza política
Del mismo modo que la rabia nos empuja a enfadarnos, actuar o combatir, la tristeza nos lleva a parar, reflexionar, mirar nuestra vida y replanteárnosla. En concreto, la tristeza política tiene que ver con refugiarse de un mundo que está mal construido, con lamerse las heridas producidas por las fallas que comentábamos en el párrafo anterior. A pesar de que muchas veces implica un repliegue que la persona hace en soledad, no deja de tener un componente colectivo. Por un lado, porque las pérdidas sentidas son compartidas con el resto de la comunidad. Por otra, porque la reflexión sobre el mundo no es solo sobre “mi” mundo, sino sobre “nuestro” mundo. Lo que diferencia la tristeza política de la tristeza meramente individual es que tiende a ser expresada y puesta en común con mucha más facilidad. Los vecinos se contaban las penas relacionadas con la dana en calles y escaleras, cosa no tan frecuente con otras emociones. Gente que no se conocía de nada se veía llorar y se abrazaba sin más palabras. Su potencial consiste, por lo tanto, en compaginar momentos de aislamiento individual con momentos de encuentro y vinculación con quienes nos rodean, produciendo pequeñas comunidades afectivas que no pierden de vista que están mal, entre otras cosas, por cómo nos organizamos como sociedad.
La pelea burocrática
Mucha gente se ve inmersa en una vorágine de compañías de seguros, ventanillas, oficinas, infinitas administraciones, formularios, largos pasillos, negativas, negativas y más negativas… No es ningún secreto, la burocracia no es rápida ni efectiva, flexible ni amigable. Muchas personas abandonarán la pelea antes de que empiece, otras lo harán a mitad y solo unas pocas conseguirán sus objetivos de verdad. Frente a esta maquinaria del papeleo se siente enormes cantidades desesperanza, pereza e impotencia a las cuales la psicología no puede dar respuesta.
La ruptura del mundo conocido
Hay quién describe una sensación de extrañeza e irrealidad, como si hubiera sucedido un corte insalvable entre el antes y el después, y la vida del presente no tuviera continuidad con la del pasado. El mundo de los entornos y los lugares cotidianos, el de las rutinas y las caras habituales, se ha transformado hasta tal punto que ya no se sabe si es el mismo de siempre o si ya es otro diferente. “Mi pueblo ha cambiado”, reflexionaba una persona. Los escenarios están agrietados, los proyectos vitales fracturados y los cimientos de la realidad han mutado. Lo más probable es que el futuro lleve a cierto nivel de recuperación y estabilidad, pero esta reconstrucción material no tiene porque implicar una reconstrucción de la realidad subjetiva. Para hacer frente a este tipo de malestar, hay gente que decidió quedarse en su entorno conocido, con el objetivo de no profundizar en la ruptura: “nosotros nos quedamos en casa, la casa necesitaba ser vivida”. Mientras que otras sintieron que no había vuelta atrás: “Mi casa ya no es mi casa”, “No reconozco la calle, las vecinas, el aire, la luz de mi casa”. Con toda esta ruptura también hacen aparición “nuevas miedos”: ha pasado algo que nadie pensaba que pasaría, por lo tanto, en el futuro puede pasar cualquier cosa (otra dana, no volver a sentir alegría, accidentes, giros vitales imprevistos…).
La normalidad
Mucha gente siente la presión de volver a trabajar, estudiar o lo que sea que estuvieron haciendo. También se está exigiendo una vuelta a la normalidad en términos emocionales y mentales: ha habido un momento para la queja y el llanto, pero ahora toca seguir adelante. “Repararnos necesita tiempo, siento la presión de la velocidad para llegar a la normalidad”, una presión que no está siendo directa ni explícita, pero que es inevitable sentir al ver que el resto de la población ya ha vuelto a sus ritmos habituales y que la atención mediática ahora se dirige a otros acontecimientos. Pero no todo el mundo vuelve a la normalidad del mismo modo: hay quién lo hace de buena gana, mientras que otras lo hacen con rabia y obligación. Para algunas de estas últimas la normalidad es un decorado ficticio, un escenario de cartón piedra ajeno a la realidad y a su dolor. En este sentido, una experiencia habitual es la indignación: “no quiero ir a València, me da rabia que todo esté tan normal, quiero estar aquí”. Una participante reflexionaba que, después de varios días quitando barro, “se empezó a ver el asfalto y se ha olvidado que aquí hay miseria”, haciendo referencia al hecho que muchas de las zonas afectadas han sido desde siempre focos de desigualdad social, y que, cuando acabe la reconstrucción, continuarán siéndolo. “¿La normalidad es volver al mundo de miseria, muerte y explotación?” preguntaba otro. Todo esto puede llevarnos a cuestionar qué es la normalidad, por qué tanta prisa para recuperarla, qué estados anímicos le son adecuados o qué injusticias consideramos razonables. Hay a quién perderlo todo le ha sensibilizado frente a las injusticias “normales” de otros lugares: “Ahora nosotros no somos espectadores de la tragedia, somos los protagonistas de ella, ya no eres tú quien observa la desgracia, esto es un golpe de humildad, nos puede pasar a todos”. En efecto, ¿por qué la dana nos lleva a afirmar que nuestra normalidad se ha roto, mientras que la masacre en Palestina no? No todo el mundo volverá a su rutina de una manera rápida, suave y ordenada, para muchas será un proceso conflictivo, para otros más privilegiados volver a la normalidad será un poco más rápido e indoloro, mientras que otras, de hecho, no volverán.
El abandono
Por un lado, el sentimiento de abandono fue muy fuerte en los primeros días, especialmente referida a las instituciones: “durante los primeros días, yo no fui gobernada”. Muchas personas sintieron como los organismos estatales y autonómicos en los cuales habían confiado buena parte de la gestión de sus vidas y de su seguridad, no respondieron ni estuvieron a la altura. Esta ruptura del contrato social evidencia que no somos la prioridad de las instituciones, sino meras cifras en un cálculo partidista. Observar como los políticos han dedicado más tiempo a echarse la culpa que a trabajar por la reconstrucción ha supuesto un golpe para muchas personas que confiaban en ellas: “el sentimiento de abandono no lo olvidaré nunca”. Por otro lado, el sentimiento de abandono también hace aparición en el momento en que la atención mediática y la ayuda por parte de voluntarios disminuye: “todo el mundo ya se ha ido y no estamos salvadas”. Es decir, la sensación de que “ya se han olvidado”. En estos casos es muy complicado que no se establezca una línea que separa un “nosotros” de un “ellos”, una brecha en el tejido social que implica numerosos peligros a largo plazo. Muchas de las personas que viven en las zonas inundadas son reticentes a pasar al otro lado del río, a la ciudad, porque observan un contraste muy fuerte con su realidad cotidiana –“como si no hubiera pasado nada”–, con la rabia y la incomprensión consiguientes.
Con esto no queremos decir que hay que añadir estas cinco nuevas categorías a los malestares ya codificados por los modelos terapéuticos, para así tener un listado exhaustivo, sino que la dana ha producido una infinita cantidad de experiencias de dolor, algunas de las cuales serán categorizables, otras lo serán a medias, mientras que otras no lo serán en absoluto. Hemos puesto los ejemplos para subrayar que el malestar supone una realidad más compleja que la dibujada por nuestros conocimientos, y que en todo momento puede aparecer bajo formas que no teníamos previstas, o para las cuales no tenemos herramientas concretas y determinadas por adelantado.
Encuentros de malestares
Pero incluso aquellas problemáticas que sí están categorizadas en los modelos terapéuticos convencionales (como por ejemplo traumas, problemas de ansiedad o insomnio), y abordadas a través de diferentes tipos de intervención, tendrán aspectos que no se eliminarán ni reducirán. Esto se debe a varios motivos, pero nos gustaría resaltar uno de ellos: el malestar tiene una dimensión colectiva que ninguno de estos modelos está capacitado para tratar. En efecto, buena parte del sufrimiento derivado de la dana comporta una serie de necesidades relacionadas con un tejido social dañado. Algunas de estas necesidades son sentir comprensión por parte de la comunidad, tener a gente con quién hablar más allá de los especialistas, notar que no solo “no está mal” compartir el malestar sino que hay una intención activa para acompañarlo, asegurarnos que nuestro sufrimiento no alejará a nuestro entorno, elaborar reflexiones sobre lo social y político de la catástrofe, dejar de sentir que “esto solo me pasa a mí”, etc. Se trata de las necesidades propias de un sujeto que forma parte de una comunidad y que no puede entenderse como un individuo aislado.
Los encuentros de malestares surgieron al calor de un ciclo de charlas para entender y afrontar la dana propuesto por La Repartidora (que, como siempre, se puso manos a la obra con lo que hacía falta en ese momento). A nosotras no nos salía tanto la idea de impartir una charla sobre salud mental como, más bien, la idea de generar un espacio donde poder compartir y hablar de la diversidad de malestares que estaban conviviendo a raíz de la dana. Como comentábamos antes, confiábamos en la posibilidad que este espacio colectivo podía tener un potencial transformador y nos podía hacer conectar con lo comunitario. Después de la retroalimentación que tuvo este primero, surgieron algunos más.
Lo que finalmente denominamos como “encuentros de malestares” consistían en una conversación en círculo con un marco concreto. Primero hacíamos una breve introducción con reflexiones hablando y politizando el malestar desde lo «macro» a lo “micro” (en este caso, el impacto de la dana y la negligencia política). Después, proponíamos un marco que nos ayudara a abrir palabra en relación con los malestares y experiencias vividas: potenciar la escucha hacia otras y hacia una misma, participar libremente, y dar la bienvenida a todas las emociones y malestares (esta última invitación era importante para la gente que no se sentía “bastante” afectada porque “solamente” había perdido…).
En este espacio el círculo es importante, este formato hace que la experiencia contada sea escuchada y reconocida. Una parte de procesar el malestar tiene que ver con expresarlo, pero la otra tiene que ver con que el resto lo escuche y lo reconozca. En los encuentros hemos vivido muchos momentos en los que, cuando una persona hablaba, había otras que asentían o que se rompían a llorar. Esta es la parte donde podemos conectar con un sufrimiento que, aunque vivimos individualmente, es más grande que nosotros y, por lo tanto, a veces puede ser demasiado como para gestionarlo de manera aislada. Y también, gracias a estas resonancias, quienes no estaba preparadas para hablar todavía, han podido sentir que su voz era expresada a través de otra persona. Del mismo modo, había quien había podido hablar de lo que le pasaba, pero sin llorar, y gracias al hecho de que alguien llorase, sintió que su propio llanto también estaba saliendo de alguna manera. Además, hemos podido observar algunas de las complicidades que se habían ido generado a través de todo lo sucedido –“recuerdo el abrazo contigo en la calle”–, la importancia de los afectos (tengan la forma que tengan) en un momento en que el abandono está tan presente, la sensación de que “nos tenemos” en contraposición al abandono institucional.
Antes hablábamos de la jerarquización de los impactos o la afectación. Ha sido muy común a los encuentros de malestares la frase “Yo ‘solo’ he perdido….”. Este “solo” es muy representativo y a veces esta jerarquización de la afectación ha hecho que no nos sintamos con derecho a expresar nuestro malestar. Al mismo tiempo que es importante tomar conciencia de cuál es el lugar que ocupamos dentro de la tragedia, también los es que todos los malestares puedan ser expresados. Relacionado con esto, en los encuentros ha salido mucho la culpa de quien, por motivos relacionados con enfermedades, situaciones personales, salud mental, traumas anteriores, movilidad, etc. no han podido estar presentes en los territorios –“mi cuerpo no podía ir a ayudar”–, así como la dificultad de descansar cuando estábamos quemadas y sin energía para poder aportar.
“La noche que pasó todo”, es otra de las frases se ha escuchado mucho en los encuentros. Este “todo” para algunas personas es todavía innombrable, porque quizás toda palabra se queda corta y no recoge ni un diez por ciento de la experiencia vivida en primera persona. Y sobre todo, porque antes de “la noche que pasó todo” ya había muchas vidas precarias, con retos de salud, en situación administrativa irregular, con citas médicas, ansiedades crónicas, soledad no deseada, violencia machista, racismo, etc.
Estos encuentros de malestares son solo una propuesta, ni la única ni la mejor, solo una propuesta que pone en evidencia la importancia de compartir lo que sentimos, hacerlo público y comunitario. La atención profesional e individualizada es maravillosa, pero a la vez, en acontecimientos de afectación colectiva, también es importante hacer comunitario el malestar y el sufrimiento. Ojalá llevar esta idea a nuestras estrategias políticas para que sean más completas y acojan más todo tipo de diversidad. Hay personas que nos dijeron, “me encanta la propuesta, pero yo todavía no estoy preparado” y parte del proceso consiste en regular el ritmo y no presionar, hay que evitar la idea de llegar rápidamente a una “normalidad”. Ojalá encontramos las herramientas para respetar los ritmos de todo el mundo.
El reto comunitario y político del sufrimiento
Nuestra experiencia de sufrimiento se ha erigido como un actor social relevante: cuanto más se comparte y reflexiona, más poderes acumulan las bases sociales; cuanto menos, más libres quedan las instituciones para hacer lo que consideran con nuestras vidas –incluyendo el dejar morir–. Si nadie hubiera hablado sobre el dolor que estaba experimentando, si todas hubiesemos decidido que nuestra tristeza, ansiedad y miedo eran cuestiones técnicas y solo manejables por profesionales, no habría habido solidaridad, mucha más gente habría muerto y las instituciones no habrían sido señaladas como responsables. La indiferencia emocional lleva a la indiferencia política. Nadie acudió a hacer trabajos voluntarios desde una calma interior, se hizo porque había un malestar movilizador, doloroso e incómodo. La gente hablaba: “estoy fatal, no me puedo quedar en casa, vamos?”. Tampoco se habrían organizado las redes de solidaridad que hicieron llegar donaciones desde otros pueblos y ciudades, donde la afectación no fue material ni personal, pero sí afectiva.
En este sentido, el malestar puede profundizar la herida sufrida por el tejido social, incrementando el egoísmo, el aislamiento y la insolidaridad, o, por el contrario, puede funcionar como agente de construcción de comunidad. El dolor compartido permite producir lazos y compromisos colectivos, construir dinámicas sociales que tienen cuenta esta experiencia (en lugar de hacer como si no existiera) y provocar una reorganización del entramado de relaciones. Un ejemplo de esto es el de una mujer que, al ver a otra persona cogiendo más comida que el resto en un reparto, sintió enojo; pero cuando comprendió el nivel de incertidumbre que esta última podía sentir (es decir, cuando comprendió su malestar), el enojo se convirtió en compañerismo.
Todo esto demuestra que el entramado de relaciones que conforma nuestras comunidades tiene como uno de sus ingredientes principales el malestar. Las instituciones no sienten, no lloran, no se sienten mal por nuestras desgracias, no son movilizadas por el dolor ni por el interés por nuestros estados de ánimo. Por eso no producen colectividad, afecto ni vidas compenetradas. Eliminar el malestar mediante técnicas terapéuticas, sin abrir espacios en los cuales reflexionar sobre todas estas cuestiones, puede profundizar la herida del tejido social, impedir que abordamos la dimensión colectiva del sufrimiento y construir relaciones de dependencia con las instituciones. Por lo tanto, una de las asignaturas pendientes que tenemos como sociedad es favorecer la existencia de tiempo y lugares en los cuales compartirlo, y hacerlo de forma que construyan comunidad. Algo que excede las competencias de lo psicoterapéutico y que no puede, ni debe, ser dirigido por un grupo de especialistas.
El reto quizás sea empezar a pensar en el potencial movilizador del malestar cuando lo ponemos sobre la mesa y lo hacemos de manera comunitaria, y cómo esto nos ayuda a generar propuestas políticas teniendo en cuenta más aspectos del sufrimiento para que más personas puedan sentirse parte. Sabemos históricamente que la rabia es movilizadora, y puede desestabilizar estructuras que están en contra de la vida, ¿el resto de malestares también podrían ser cómplices de nuevas maneras de hacer política?