Este texto fue publicado originalmente en Rebelión, el 05/11/2022.
Se encontraba entre los artículos y materiales pendientes de subir a la web. Desgraciadamente, hoy nos toca dedicarlo a la memoria de su autor. La indefensión de la que hablar el compañero en el texto causa estragos. Tantos que a veces la supervivencia en este mundo se vuelve extremadamente compleja.
Nunca habrá obstinación suficiente en nombrar toda esa violencia y todo ese desamparo. Y, sin embargo, siempre seguiremos invocándola. Salud y fuerza.
Emilio Cárdenas Espigares el 2 de noviembre será ingresado, en contra de su voluntad y en contra también del criterio de su psiquiatra, en el psiquiátrico de Sant Joan de Deu, en Sant Boi. A requerimiento de su familia (en contra de su voluntad y del criterio de la profesional que le atiende), el juzgado así lo ordena. Según dicta el juzgado deberá permanecer encerrado (ingresado si quieren, es lo mismo) casi un año y medio. No importa lo que él quiera o lo que considere quien le atiende. Es la ley. Emilio intentó defenderse legalmente y hablar con su abogada de oficio y cuando hablaba con ella la llamada se cortó y no ha podido volver a hablar con ningún abogado.
He hablado hoy (1 de noviembre) con él, aunque sabe que no vivo en Cataluña, me llamaba con desesperación buscando ayuda. Ya le habían hecho tomar una cóctel de pastillas que no recuerdo en su totalidad (era una larga lista), pero que harían casi imposible a cualquier persona poder mantenerse en pie o hablar con coherencia.
Conocí a Emilio en la Xarxa de grupos de apoyo mutuo en Barcelona. Se hizo miembro de la Xarxa con el propósito de poderse librar de los ingresos involuntarios a los que le sometía su familia cuando las cosas entre ellos no iban demasiado bien, para evitar los ingresos y la barbaridad de pastillas que le obligaban a tomar y también para no padecer el trato, muchas veces denigrante, de algunos psiquiatras. La cosa estaba difícil, muchas veces prefería que el ingreso fuera, formalmente, voluntario para evitar males mayores. Quien conoce la realidad psiquiátrica sabe que ningún ingreso es nunca voluntario, por muchas razones, no sólo para evitar represalias peores, sino porque, en última instancia, nadie voluntariamente se deja encerrar.
Legalmente, una persona que haya sido diagnosticada psiquiátricamente está indefensa. La ley en esta cuestión también es un agujero negro que permite todo tipo de abusos y atropellos, que priva de todo posible derecho a la persona. Se puede encerrar a una persona por el mero mandato de un médico y pueden pasar varios días hasta que quizás, digo quizás porque no es seguro que suceda, hasta que quizás, probablemente por vía de internet, esa persona sea personada ante un juez. No creo que sea igual personarse ante un juez, por poca o nula confianza que se tenga en ellos (en este caso que el juez se persone ante una persona ingresada involuntariamente), a que un juez por la pantalla de un ordenador vea la imagen de dicha persona, pero no me detendré en esto por importante que sea y lo es. Porque sea físicamente (en persona) o bien telemáticamente, el juez no hace sino sancionar, legalizar, lo que ya sucede de facto, el secuestro, dar cobertura al mismo con la formalidad de una pregunta o dos preguntas protocolarias, siempre, hay que subrayarlo, siempre sin asistencia legal del secuestrado, en ocasiones incluso con un paternalismo condescendiente. No me invento nada, hablo no sólo por mi experiencia, sino por el testimonio de muchas otras personas que han vivido el encierro involuntario.
La ley que tantos defienden como un signo de civilización en realidad legaliza la barbarie, la ausencia de derechos, los atropellos y abusos, la crueldad y, en ocasiones, la tortura. Mejor es tener una ley mala que no tener ninguna dicen los doctos, cínicamente, cuando saben de la barbarie de la ley. O, también, cómo no, pues si no te gusta la ley votas y cambias la ley que para eso vivimos en un estado de derecho (¿no sería más bien al revés, que el hecho de que existan determinadas leyes (no pocas además) es una prueba de que no existe el estado de derecho, de que determinadas leyes son incompatibles con el derecho y un estado que lo pretenda aplicar?). Pero la ley no cambia, pasan por el gobierno unos y otros, las derechas y las sedicentes izquierdas, y la ley permanece inalterable. Uno de los pretendidos méritos de esta mal llamada democracia fue pasar de la ley a la ley, es decir, pasar de la ley del fascismo a la ley de la supuesta democracia. Tal vez sea esta una de las razones por las cuales tenemos las leyes que tenemos. Leyes que permiten la tortura, el encierro, la ausencia de derechos, que normalizan la indefensión. Todos somos iguales ante la ley, se dice. ¿Entonces por qué la propia constitución se encarga de hacer inviolable ante la ley a su jefe del estado (y a su padre)? ¿No es una contradicción?
Sabemos que hay leyes que se aplican y leyes que nunca se aplican ni se aplicarán. La constitución, antes mencionada, también dice que todos los ciudadanos tienen derecho a la vivienda y al trabajo y a la dignidad y a la intimidad…y si no se cumple, como de hecho, masivamente, sucede, ¿tendremos que cambiar la ley para adecuarla a la realidad en la cual no todos tenemos derecho sino sólo, únicamente, algunos pocos lo tienen o se tiene que hacer cumplir la ley para que todos tengan lo que la ley dice que tienen derecho a tener y, de hecho, masivamente, no tienen? ¿ o, de nuevo, hay que votar a unos u otros para esperar que la ley se cumpla? Porque pasan unos y otros, de “izquierda” o derecha, y la ley no se cumple, sólo se cumplen las leyes que interesan a los que tienen de verdad el poder, los que no se molestan en presentarse a las elecciones, sus intereses marcan qué leyes se cumplen y cuales no y a quienes afectan. A los poderosos no les afecta la ley, no sólo porque sean inviolables por ley, como el jefe y el ex jefe del estado, sino porque si hace falta la ley se reformula inmediatamente para satisfacer sus intereses. Se decía que la constitución no se podía reformar, que era muy difícil… salvo que los banqueros ordenen su reforma, entonces, en 24 horas se reforma para que el estado, cada año, anteponiendo cualquier concepto o prioridad pague a los banqueros los intereses de la deuda (unos 40000 millones de euros anuales). Ahí tienen el artículo 135 de la constitución y ese artículo sí que se cumple, no es de cartón piedra como el derecho a la vivienda, la dignidad, el trabajo y blablabla. Los poderosos son inviolables, bien porque lo diga la constitución en sus artículos que sí se cumplen o porque, sobre la marcha, se les haga una doctrina ad hoc de la ley para ellos, véase la “doctrina Botín” para que un banquero, cómo no, no tenga que pisar la cárcel. A la cárcel van los pobres, los poderosos (y sus lacayos de lujo, sus políticos) no, son inviolables. La ley, las leyes que sí se cumplen, son para los para los pobres, los poderosos viven inviolables por encima de la ley, olímpicamente.
Sin embargo, se mantiene la ficción de la igualdad ante la ley. Es una ficción necesaria, un espejismo social que establece, necesariamente, el desierto de la libertad del mercado capitalista. En el mercado se compran y venden mercancías y también el trabajo, el trabajo es una mercancía más. La ley articula necesariamente el contrato laboral mediante el cual establece a dos partes contratantes como iguales, el empresario (ahora lo llaman emprendedor) y el trabajador. Ambos, según la ley, son sujetos libres. El empresario es libre de comprar la mano de obra del trabajador, nadie le obliga, la compra voluntariamente. El trabajador es libre de vender su fuerza de trabajo en el mercado a cualquier empresario que la quiera comprar. Es libre de vender su fuerza de trabajo, pero si no la vende, sólo es libre para morirse de hambre, vaya, que tiene que venderse forzosa, no libremente, tiene que vender su fuerza de trabajo si no quiere morirse de hambre porque no tiene ningún recurso para subsistir salvo su trabajo y ese trabajo, mediando la ley, lo vende en un contrato entre iguales. Pero, como vemos, ambas partes, aunque se digan iguales, no lo son. El empresario es libre de comprar y despedir y el trabajador está obligado a venderse si no quiere morir de hambre, por si pudiese estar tentado de elucubrar alguna otra opción sólo tiene que constatar la reserva de mano de obra parada que dispone el empresario para aceptar su sino de sujeto dependiente y aceptar venderse al precio que estipule el mercado, esto es, los empresarios. Aunque la ley, ese espejismo de igualdad, los hace iguales, equivalentes, es una transacción forzosa para el trabajador y voluntaria, únicamente libre pues, para el empresario. El trabajador no es libre, sólo es libre el empresario. Pero para la ley son iguales. Todos somos iguales ante la ley, todos somos libres. Lo dicen los medios constantemente, los políticos, el jefe del estado. En la práctica sólo los capitalistas son libres, los trabajadores, si consiguen venderse en el mercado de trabajo, dependen de éstos para existir. Salvo que quieran ser libres de morirse de hambre en el metro de New York o Barcelona, esa es la libertad que tienen los trabajadores en el capitalismo.
Ante una realidad así, con una generalizada sobreexplotación de los trabajadores (la sobreexplotación ahora se llama precariedad) que no permite a los jóvenes ni tener una vivienda propia, ni tener un futuro asegurado ni, por tanto, tener hijos (¿cómo se pueden tener hijos si no se tiene futuro?), ante la normalización de la ausencia de una vida segura y con derechos ¿quién se va a ocupar de los llamados locos o, peor aún, mal llamados «enfermos mentales»? Casi pudiese parecer un lujo ocuparse de esas personas que pueden ser raptadas y encerradas en contra de su voluntad, algo que, tal vez, dada la selva cruel en la que vivimos en este jardín, parezca, a primera vista, algo secundario. Pero no lo es. No porque no haya que cambiar la realidad para que los trabajadores, por fin, tengan libertad, para que tengan un futuro y puedan hacer planes y tener hijos si lo quieren, sino porque mientras no se cambie radicalmente la vida de los trabajadores (e incluso en tal caso también), mientras no se ponga fin al capitalismo, la vida de la inmensa mayoría de la sociedad, corre el riesgo, un riesgo cada vez más probable en esta selva del jardín de los poderosos, de enloquecer o ser tachado de loco y a partir de entonces ya poder ser raptado y que las pocas garantías legales existentes sean violadas, desaparezcan por completo. Porque la sobreexplotación, la marginación social y otras razones sociales de esta sociedad donde impera la injusticia provocan la locura. Y una vez etiquetado como enfermo mental, como es el caso de Emilio, ya no se tiene ninguna defensa. Te pueden raptar y encerrar por más de un año en contra de tu voluntad. Y en este caso, acudir a la ley, ese espejismo social que genera el desierto del mercado capitalista, para, formalmente, declararnos iguales en libertad y consumar así la libre explotación, ese espejismo ni siquiera puede ser invocado para reclamar ante la sed de justicia.