Este fragmento pertenece al libro Crímenes, de un abogado penalista alemán que presenta una serie de casos reales en los que una de las premisas básicas de muchos de ellos es: “Todos seríamos capaces de hacerlo en circunstancias similares”. El que queremos compartir nos acerca a la relación patológica que puede llegar a darse entre trabajo y salud mental. Claro está que es un caso extremo, pero sirve para ilustrar varias cuestiones… Entre ellas algo tan básico, y tan frecuentemente negado por la psiquiatría biologicista, como el efecto aberrante que puede tener una determinada situación en la psique humana. La biografía es el lugar donde ir a buscar el origen del dolor psíquico. Después de leerlo, surge la certeza de que este señor no necesitaba medicación alguna para tratar su indudable sufriento y desajuste emocional, necesitaba actuar.
Feldmayer había tenido muchos trabajos en su vida. Había sido cartero, camarero, fotógrafo, pizzero y, durante seis meses, herrero. Con treinta y cinco años se presentó a una plaza de vigilante en el Museo de Arte Antiguo de la ciudad y, para su sorpresa, lo contrataron.
Una vez hubo rellenado todos los impresos, respondido a las preguntas y entregado las fotografías para la credencial de identificación, en el guardarropa le hicieron entrega de tres uniformes grises, seis camisas de un azul intermedio y dos pares de zapatos negros. Uno de sus futuros compañeros lo acompañó para mostrarle el edificio, le enseñó la cantina, la habitación de descanso y los baños, y le explicó cómo funcionaba la máquina de fichar. Para terminar, le mostró la sala que habría de vigilar.
Mientras Feldmayer recorría el museo, la señora Truckau, una de las dos empleadas del departamento de personal, ordenaba los papeles del recién incorporado, mandaba una parte a contabilidad y abría una carpeta. Los nombres de los vigilantes se escribían en unas fichas que se metían en un fichero. Cada seis semanas se cambiaba el orden de las mismas, de forma que los trabajadores eran destinados a otro museo de la ciudad para hacer que su servicio fuera variado.
La señora Truckau se puso a pensar en su novio. El día anterior, en el café donde llevaban viéndose casi seis meses después del trabajo, le había pedido que se casara con él. Se le había trabado la lengua y se había puesto rojo; le habían sudado las manos, que dejaron su contorno dibujado en la mesa de mármol. Ella había dado un brinco de alegría y lo había besado delante de todo el mundo; luego habían corrido al piso de él. Ahora estaba cansada y rebosante de planes; enseguida volvería a verlo, él le había prometido que iría a buscarla al trabajo. La señora Truckau se pasó media hora en el baño, sacó punta a los lápices, clasificó clips de oficina y se entretuvo en el pasillo hasta que al final consiguió que el tiempo transcurriera. Se puso la chaqueta sobre los hombros, bajó corriendo las escaleras que llevaban a la salida y se echó a los brazos de él. La señora Truckau había olvidado cerrar la ventana.
Más tarde, cuando la mujer de la limpieza abrió la puerta del despacho, una ráfaga de aire alcanzó la ficha a medio rellenar, que fue a dar en el suelo y posteriormente barrida. Al día siguiente, la señora Truckau pensó en todo lo imaginable, salvo en la ficha de Feldmayer. Su nombre no fue incluido en el fichero de rotaciones, y cuando, un año después, la señora Truckau renunció a su puesto de trabajo para cuidar de su bebé, todos se habían olvidado de Feldmayer.
Feldmayer nunca se quejó.
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La sala estaba casi vacía, tenía ocho metros de altura y unos ciento cincuenta metros cuadrados. Las paredes y el techo abovedado eran de ladrillo, cuyo rojo, atenuado por una capa de cal, daba a la estancia un aire cálido. El suelo era de un mármol azul plomizo. Era la última de doce salas interconectadas en una de las alas del museo. En el centro de la misma se erguía la estatua, montada sobre un pedestal de piedra gris.
Había tres ventanales; a los pies del central se encontraba la silla; en el alféizar del izquierdo, un higrómetro cubierto por una campana de cristal que emitía un suave tictac. Los ventanales daban a un patio interior con un castaño solitario. El vigilante más cercano se hallaba cuatro salas más allá; a veces Feldmayer oía el crujido lejano de las suelas de goma sobre el piso de piedra. Por lo demás, reinaba el silencio. Feldmayer se sentaba y esperaba.
Las primeras semanas estuvo inquieto. Se levantaba cada cinco minutos, iba de un lado a otro de la sala, contaba sus pasos y se alegraba de ver a cualquier visitante. Feldmayer se buscó una ocupación. Midió la sala con la sola ayuda de una regla de madera que se había traído de casa. Primero midió el ancho y el largo de una de las losas de mármol del suelo y, a partir de esos datos, calculó la superficie total. Luego reparó en que había olvidado las juntas, que también midió y sumó al cómputo total. Las paredes y el techo eran más difíciles, pero Feldmayer tenía tiempo de sobra.
Llevaba un cuaderno en el que anotaba todos los cálculos. Midió las puertas y sus marcos, los huecos de los pestillos, el largo de las manijas, los zócalos, los cubrerradiadores, los tiradores de los ventanales, la distancia entre las dos hojas, el perímetro del higrómetro y de los interruptores. Sabía cuántos metros cúbicos de aire había en la estancia, hasta dónde entraban y sobre qué losa caían los rayos de sol cada día del año, conocía la humedad media del aire y sus variaciones por la mañana, al mediodía y por la tarde. Consignó que la duodécima junta contando desde la puerta de entrada era medio milímetro más estrecha. El segundo tirador por la izquierda tenía en la parte inferior una mancha de pintura azul que no podía explicar, pues no había nada azul en la sala. El cubrerradiador presentaba una zona que no se había esmaltado por completo, y en los ladrillos de la pared posterior había tres agujeros del tamaño de un alfiler.
Feldmayer contaba los visitantes. Cuánto tiempo pasaban en su sala, desde qué ángulo observaban la estatua, con qué frecuencia miraban por la ventana, quién lo saludaba con un movimiento de cabeza. Hacía estadísticas sobre los visitantes masculinos y femeninos, sobre niños, grupos de escolares y maestros, sobre los colores de las chaquetas, las camisas, los abrigos, los jerséis, los pantalones, las faldas y las medias de los visitantes. Contaba cuántas veces respiraba una persona en su sala, cuántas veces pisaban una u otra losa, cuántas y qué palabras se pronunciaban. Había una estadística para el color de pelo, de ojos y de piel, otra para bufandas, bolsos y cinturones, y aún una última para calvas, barbas y anillos de boda. Contaba las moscas y trataba de comprender el sistema de sus maniobras de vuelo y sus campos de aterrizaje.
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El museo cambió a Feldmayer. Todo empezó cuando una noche no pudo soportar más el volumen de su televisor. Estuvo medio año viéndolo sin sonido, luego dejó de encenderlo y acabó por regalárselo a la parejita de estudiantes que se habían mudado al piso de enfrente, en el mismo rellano. Lo siguiente fueron los cuadros. Tenía algunas litografías, Manzanas y servilleta, Los girasoles y El Watzmann. En algún momento los colores empezaron a irritarlo, descolgó los cuadros y los bajó a la basura. Poco a poco fue vaciando su piso: revistas ilustradas, jarrones, ceniceros decorados, posavasos, un cubrecama morado y dos platos con motivos de Toledo. Feldmayer lo tiró todo. Arrancó el empapelado, alisó las paredes y las blanqueó; quitó la moqueta y pulió el suelo de madera.
Al cabo de unos años, la vida de Feldmayer seguía un ritmo constante. Se levantaba todas las mañanas a las seis. Luego, sin preocuparse por el tiempo que hiciera, cruzaba el parque de la ciudad recorriendo un camino circular que exigía exactamente cinco mil cuatrocientos pasos.
Iba tranquilo, sin prisas, y sabía cuándo el semáforo del paso de peatones iba a cambiar a verde. Si alguna vez no conseguía mantener el ritmo, se sentía a disgusto el resto del día.
Todas las noches se ponía unos pantalones viejos y, de rodillas, pulía las tablas del suelo entarimado de su piso (un trabajo agotador que se prolongaba casi una hora y le resultaba gratificante). Realizaba las tareas domésticas con mucho esmero y dormía plácida, profundamente. Los domingos acudía siempre al mismo restaurante, pedía pollo asado y lo acompañaba con dos cervezas. La mayoría de las veces, además, charlaba un rato con el dueño, un ex compañero de colegio.
Antes de trabajar en el museo, Feldmayer salía asiduamente con chicas; con el tiempo, empezaron a interesarle cada vez menos.
Simplemente, como le decía al dueño del restaurante, eran «demasiado» para él.
—Hablan alto y hacen preguntas a las que no sé responder. Y del trabajo tampoco tengo mucho que contar.
El único pasatiempo de Feldmayer era la fotografía. Tenía una Leica estupenda que había comprado de segunda mano a muy buen precio; en uno de sus trabajos había aprendido a revelar fotos. En el cuarto trastero de su piso había montado un laboratorio, pero después de tantos años en el museo era incapaz de pensar en nuevos temas.
Hablaba regularmente con su madre por teléfono y la visitaba cada tres semanas. Cuando ella murió, se quedó sin familia. Feldmayer se dio de baja del teléfono.
Su vida discurría tranquila, evitaba toda agitación. No era ni feliz ni infeliz: Feldmayer estaba satisfecho con su vida.
Hasta que se ocupó de la escultura.
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Era lo que se conoce como un Spinario, un motivo del arte antiguo. Un muchacho desnudo sentado en una roca, la espalda inclinada hacia delante, la pierna izquierda doblada y apoyada sobre el muslo derecho. Con la mano izquierda se coge el empeine del pie izquierdo, mientras con la derecha se saca una espina de la planta del pie. La figura de mármol de la sala de Feldmayer era una estilización romana del original griego. No era especialmente valiosa, existen numerosas copias.
Hacía mucho que Feldmayer había medido la figura, había leído sobre ella todo lo que había encontrado, e incluso habría sido capaz de dibujar de memoria la sombra que la figura proyectaba en el suelo. Pero hubo un día, entre el séptimo y el octavo año en el museo, no lo recordaba con detalle, en que empezó todo. Feldmayer estaba sentado en su silla y miraba la estatua sin verla en realidad, cuando de repente se preguntó si el muchacho habría encontrado la espina. No sabía de dónde venía la pregunta; sencillamente estaba allí y no conseguía quitársela de la cabeza.
Se acercó a la figura y la examinó. No logró hallar la espina en el pie. Feldmayer se puso nervioso, una sensación que llevaba años sin experimentar. Cuanto más se fijaba, menos claro tenía que el muchacho hubiera logrado prender la espina. Esa noche durmió mal. A la mañana siguiente, suspendió la vuelta por el parque y derramó el café. Llegó al museo demasiado pronto y tuvo que esperar media hora a que abrieran el acceso del personal. Llevaba una lupa en el bolsillo. Poco menos que se precipitó en su sala y, con la lupa, examinó la estatua milímetro a milímetro. No encontró ninguna espina, ni entre el pulgar y el índice ni en el pie. Feldmayer se preguntó si tal vez el muchacho la habría dejado caer. Se deslizó de rodillas en torno a la estatua y rebuscó por el suelo. Luego se sintió indispuesto y fue a vomitar al baño.
Feldmayer deseó no haber descubierto el asunto de la espina.
En las semanas siguientes todo fue de mal en peor. Se pasaba toda la jornada sentado con el muchacho en la sala y devanándose los sesos. Se imaginaba al muchacho jugando, acaso al escondite o al fútbol. «No puede ser —pensaba entonces Feldmayer, que había leído sobre el tema—, debió de tratarse de una carrera. En Grecia se pasaban el día haciendo esa clase de cosas.» Y entonces el muchacho había pisado una espina microscópica. Le dolió, no pudo volver a apoyar el pie. Los otros cogieron la delantera y él tuvo que sentarse en la piedra. Y aquella maldita espina invisible llevaba siglos metida en su pie y no se dejaba extraer. Feldmayer estaba cada vez más desasosegado. Al cabo de unos meses empezó a despertarse presa de la ansiedad. Por las mañanas, daba vueltas y más vueltas por la sala de descanso, y era él, al que los compañeros llamaban «el monje» a sus espaldas, el que aprovechaba el rato en la cantina para charlar con cualquiera y hacía cuanto podía para retrasar al máximo su llegada a la sala. Finalmente, cuando estaba con el muchacho, era incapaz de mirarlo.
Las cosas empeoraron. Feldmayer tenía accesos de sudor, sufría palpitaciones y se mordía las uñas. Apenas pegaba ojo; si echaba una cabezada, tenía pesadillas y despertaba empapado en sudor. Su vida exterior no era más que una cáscara. Pronto empezó a creer que la espina estaba en su cabeza, donde crecía sin cesar. Le raspaba la pared interior del cráneo, Feldmayer oía el ruido. Todo lo que hasta entonces en su vida había sido huero, tranquilo y ordenado se transformó en un caos de pinchos y púas. Y no había modo de librarse. Había perdido el olfato y tenía problemas de respiración. A veces notaba que le faltaba tanto el aire que abría uno de los ventanales de par en par, lo cual estaba terminantemente prohibido. Sólo comía porciones pequeñas porque temía atragantarse. Se convenció de que al muchacho se le había infectado el pie, y cuando se volvía a echarle un vistazo, estaba seguro de que iba creciendo a cada día que pasaba. Debía liberarlo, redimirlo de aquel dolor. Y así fue como se le ocurrió la idea de las chinchetas.
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En una tienda de artículos de oficina, compró una caja de chinchetas con la cabeza de un amarillo chillón. Compró las más pequeñas, no quería que dolieran demasiado. A tres calles de allí había una zapatería. Feldmayer no tuvo que esperar mucho: un hombre flaco se probó el zapato, gritó de dolor, saltó a la pata coja hasta el banco y, entre blasfemias, se sacó la chincheta amarilla del pulpejo del pie. Sosteniéndola entre el índice y el pulgar, la examinó a contraluz y se la mostró al resto de los clientes.
Con la visión de la chincheta extraída, el cerebro de Feldmayer liberó tantas endorfinas que por poco se desploma allí mismo. Durante horas lo inundó una felicidad pura, toda la ansiedad y la sensación de impotencia desaparecieron de golpe, tenía ganas de abrazar al hombre herido y al mundo entero. Con aquel éxtasis, después de muchos meses, volvía a dormir todas las noches de un tirón y tenía un sueño recurrente: el muchacho se sacaba la espina, se levantaba, reía y le guiñaba un ojo.
Transcurrieron sólo diez días hasta que el Spinario volvió a mostrarle el pie herido con aire de reproche. Feldmayer suspiró, aunque sabía qué debía hacer; conservaba la caja de chinchetas en el bolsillo.
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Llevaba ya veintitrés años trabajando en el museo, y sus días allí iban a terminar en cuestión de minutos. Feldmayer se puso en pie y sacudió las piernas; en los últimos tiempos se le dormían cada vez más del rato que pasaba sentado. Faltaban tan sólo dos minutos para que todo acabara. Puso la silla debajo del ventanal del centro, igual que la había encontrado en su primer día de trabajo, la colocó debidamente y la limpió con la manga de la chaqueta. Luego se acercó por última vez a la estatua.
Nunca en veintitrés años había tocado al muchacho de la espina. Ni planeado nada de lo que iba a ocurrir. Se vio a sí mismo agarrando la estatua con las manos; sintió el mármol pulido, frío, cuando lo cogió del pedestal. Pesaba más de lo que esperaba. Lo sostuvo a la altura de los ojos (ahora sí lo tenía cerca) y luego lo levantó y levantó, cada vez más alto, por encima de su cabeza, se puso de puntillas y estiró los dedos de los pies lo máximo que pudo. Permaneció en esta posición durante casi un minuto, hasta que empezó a temblar. Respiró hondo, lo más hondo de que fue capaz, arrojó con todas sus fuerzas la estatua al suelo y gritó. Feldmayer gritó como nunca había gritado en su vida. El grito retumbó en la sala, se propagó de pared en pared; fue tan desgarrado que, nueve salas más allá, en el café del museo, una de las camareras dejó caer una bandeja llena. La escultura impactó en el suelo y, con un estallido sordo, se hizo añicos; una losa de mármol se resquebrajó.
Y entonces sucedió algo extraño. Feldmayer tuvo la sensación de que la sangre de sus venas cambiaba de color, de que mudaba a un rojo pálido. Notaba cómo salía del estómago y se extendía por todo el cuerpo hasta las puntas de los dedos de las manos y los pies, iluminándolo por dentro. La losa resquebrajada, las muescas en las paredes de ladrillo y las motas de polvo se hicieron esculturales, todo se cernía sobre él, daba la impresión de que los fragmentos de mármol estaban suspendidos en el aire. Entonces distinguió la espina. Brillaba con una luz singular, la vio simultáneamente desde todos los ángulos, hasta que se disolvió y la perdió de vista.
Feldmayer se hincó de rodillas. Alzó lentamente la cabeza y miró por la ventana. El castaño se elevaba con ese verde suave que sólo se da en los primeros días de primavera; el sol de la tarde proyectaba sombras móviles en el suelo de la sala. Se habían acabado los dolores.
Feldmayer notaba el calor en el rostro, le picaba la nariz; y entonces se echó a reír. Rió y rió, se llevó la mano a la barriga, y ya no pudo parar.
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Los dos policías que lo acompañaron a casa se quedaron asombrados de la usteridad de su piso. Lo sentaron en una de las dos sillas que había en la cocina y se dispusieron a esperar hasta que se tranquilizara y pudiera tal vez explicarles algo.
Uno de los agentes fue a buscar el baño. Abrió por error la puerta del dormitorio, entró en la habitación, que estaba a oscuras, y buscó a tientas el interruptor de la luz. Entonces lo vio: paredes y techo estaban empapelados con miles de fotografías, unas pegadas sobre otras, no quedaba un milímetro por cubrir. Había fotografías hasta en el suelo y en la mesilla de noche. Todas mostraban el mismo motivo, sólo cambiaba la ubicación: hombres, mujeres y niños sentados en escalones, en sillas, en sofás y alféizares, sentados en piscinas, en zapaterías, en praderas y a orillas de lagos. Todos sacándose del pie una chincheta amarilla.
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La dirección del museo presentó una denuncia contra Feldmayer por daños materiales y expresó su intención de solicitar una indemnización por daños y perjuicios. La fiscalía abrió diligencias por cientos de casos de lesiones. El jefe de la unidad competente de la fiscalía resolvió someter a Feldmayer al examen de un perito psiquiatra. Salió un informe curiosísimo. El psiquiatra no acababa de decidirse: por un lado, decía, Feldmayer había sufrido una psicosis; por el otro, no descartaba que se hubiera curado a sí mismo gracias al destrozo de la estatua. Podía ser que Feldmayer fuera peligroso, y que algún día las chinchetas se convirtieran en cuchillos. Pero también podía ser que no.
Finalmente, la fiscalía formuló una querella criminal ante un tribunal de escabinos[1][1]. Eso significaba que el fiscal solicitaba una pena que iba de los dos a los cuatro años.
Cuando se formula una querella, es el tribunal quien debe decidir si la admite o no a trámite. El juez inicia el procedimiento cuando considera más probable una condena que una absolución. O al menos eso es lo que dicen los manuales. Porque en la realidad concurren cuestiones de índole muy diversa. A ningún juez le gusta dejar su decisión en manos de un tribunal superior, de ahí que muchos procedimientos se inicien pese a que el juez, en el fondo, crea que va a terminar absolviendo al acusado. Si el juez no quiere iniciarlo, suele tratar de dialogar con la fiscalía para cerciorarse de que ésta no presentará un recurso.
El juez, el fiscal y yo estábamos reunidos en el despacho del primero y discutíamos el caso. Las pruebas de la fiscalía me parecían insuficientes: no había más que las fotografías, la acusación no disponía de testigos y tampoco estaba claro de cuándo eran las fotos (quién sabe, a lo mejor los delitos habían prescrito). El informe del perito no revelaba gran cosa, y Feldmayer no había hecho ninguna confesión. Quedaban los daños ocasionados a la estatua. Yo tenía claro que el principal responsable era la dirección del museo. Habían encerrado a Feldmayer durante veintitrés años en una habitación y se habían olvidado de él.
El juez era de mi parecer. Estaba indignado. Dijo que preferiría ver en el banco de los acusados a la dirección del museo, que al fin y al cabo había sido la administración municipal la que había arruinado la vida de aquel hombre. El juez quería el archivo de la causa por tratarse de un hecho no constitutivo de delito. Fue muy explícito. Sin embargo, dicho archivo exige la anuencia del ministerio público, y nuestro fiscal no estaba por la labor.
Con todo, al cabo de unos días recibí la notificación del archivo de las actuaciones. Cuando telefoneé al juez, me comentó que, para sorpresa de todos, el superior de nuestro fiscal había accedido. El motivo, por supuesto, nunca se hizo oficial, pero estaba más claro que el agua: de haber continuado el procedimiento, la dirección del museo se habría visto sometida a preguntas no precisamente agradables en un juicio público. Y un juez indignado habría tenido la manga muy ancha con la defensa. Feldmayer habría salido con una pena mínima, pero la ciudad y el museo habrían sido llevados ante un tribunal.
Al final, la misma dirección del museo se abstuvo de interponer una demanda civil. En el almuerzo que tuvimos, el director dijo que se alegraba de que Feldmayer no fuera el vigilante de la sala donde estaba la Salomé.
Feldmayer conservó el derecho a percibir una pensión; el museo emitió un comunicado, que apenas tuvo eco, en el que informaba que una estatua había resultado dañada por un accidente; no se mencionó el nombre de Feldmayer, que jamás volvió a tener una chincheta en la mano.
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Habían recogido los fragmentos de la estatua en una caja de cartón y los habían llevado a los talleres del museo. Una restauradora recibió el encargo de reconstruirla. Extendió los pedazos sobre una mesa cubierta con una tela negra. Sacó fotografías de todas las esquirlas y consignó más de doscientos fragmentos en una libreta.
Cuando se puso a trabajar, en el taller reinaba el silencio. Había abierto una ventana, el calor de la primavera se adueñó de la habitación; la restauradora observaba los fragmentos mientras fumaba un cigarrillo. Estaba feliz de poder trabajar allí después de terminar la carrera, el Spinario era su primer trabajo importante. Sabía que la reconstrucción podía durar mucho tiempo, tal vez años.
Enfrente de la mesa había una pequeña cabeza de Buda, tallada en madera, procedente de Kioto. Era antiquísima y presentaba una grieta en la frente. El Buda sonreía.