La crisis de la salud mental, de Enrique González Duro

Artículo de E. González Duro, psiquiatra, profesor universitario y escritor español. Ha trabajado durante más de treinta años en la asistencia pública y fue uno de los principales protagonistas del movimiento anti-institucional de los años setenta. Este artículo, escrito en abril de 1999, hace un recorrido histórico por la psiquiatría española desde los años setenta.

En la España de los años 70 se cuestionó radicalmente la función de la psiquiatría tradicional, se criticó su academicismo inmovilista y se planteó el desmantelamiento del manicomio, su principal sostén institucional. Se luchó duramente y, frente a lo existente, se forjaron alternativas teóricas y prácticas, que se pretendían acordes con las necesidades de una sociedad que se modernizaba a marchas forzadas. Durante la transición democrática, se fue generando un reordenamiento sociopolítico de toda la problemática relacionada con la enfermedad mental y la salud, que fue el inicio de la constitución de un nuevo ámbito disciplinario denominado «salud mental». Se postulaba la salud mental como un conjunto de saberes y técnicas diversas, que habría de operar fuera del manicomio, con la activa participación del paciente y de la comunidad. Pero sus metas iban más allá del tratamiento de la enfermedad, debiendo además prevenir los riesgos de padecerla y promocionando el bienestar psíquico de la población.

                La práctica de la salud mental se implementó en España mucho más tarde que en otros países occidentales, donde los movimientos de reforma psiquiátrica se habían iniciado tras la Segunda Guerra Mundial. En Inglaterra surgió la «comunidad terapéutica» como alternativa o reconversión del hospital psiquiátrico y se desarrollaron importantes programas de resocialización y reintegración social de los enfermos internados, todo ello englobado en una Psiquiatría Social potenciada por el Estado. En Francia la humanización de los hospitales psiquiátricos fue el punto de partida para el desarrollo de la Psicoterapia Institucional y de la posterior Psiquiatría del Sector, asumida e impulsada por el propio Gobierno. En Estados Unidos, Kennedy puso en marcha un ambicioso programa de Psiquiatría Comunitaria, consistente en la creación de numerosos centros comunitarios de salud mental y coincidente con la externalización masiva de enfermos internados en los hospitales psiquiátricos. La actividad de esos centros se fue haciendo cada vez menos médica, introduciendo, por la vía de la prevención y de equipos multidisciplinarios, un nuevo modelo de intervención sobre los problemas psicosociales de la comunidad. Y en Italia se negaba el manicomio, al tiempo que se ejercía una práctica despsiquiatrizante en el territorio.

Desde los años 60 la reforma psiquiátrica emprendida en esos países fue desplazando el eje de la asistencia desde el hospital psiquiátrico al trabajo con la población afectada. Lo que supuso una cierta descomposición de la psiquiatría y la recomposición de una nueva disciplina de lo mental, de nuevas políticas de salud mental. Si tradicionalmente la psiquiatría teorizaba e institucionalizaba la  locura, ahora los dispositivos de salud mental debían cubrir prioritariamente tres conjuntos de demandas: aquellos que se desviaban del comportamiento social normativo (psicóticos, alcohólicos, toxicómanos, psicópatas, etc.); los que por distintas razones fracasaban en su adaptación social (neuróticos, depresivos, deficientes mentales ligeros, etc…), y los que presentaban mayor riesgo de enfermar (personas en situaciones críticas, grupos de edad avanzada, etc…). Cualquiera de estos padecimientos podía ser aislado de su contexto y tratado como enfermedad, significando una respuesta psiquiatrizante, o por el contrario, podía ser contextualizado como un desarrollo conflictivo y tratado con intervenciones psicosociales, significando una respuesta típica de la salud mental. Las políticas de salud mental comunitaria pretendían operar sobre conjuntos sociales, con intervenciones tendentes a reforzar el compromiso comunitario y la solidaridad grupal, sin descuidar la asistencia técnica a los más afectados (1). Ciertamente, eran otros tiempos…

Con los equipos multidisciplinarios se quería la integración de saberes diversos y la superación de distintas profesiones, para lograr un nuevo orden disciplinar abarcativo de prácticas diferenciadas. Aunque la hegemonía ideológica de la salud mental no significó de hecho una novedosa disciplina, sino más bien una «transdisciplina», o sea, la simple aceptación de superponer, adicionar enfoques y prácticas diferentes, manteniendo su heterogeneidad y evitando toda ilusión unitaria. De modo que las nuevas prácticas comunitarias no supusieron la superación o la anulación de las que antes se ejercían, sino que quedaban en reserva y podrían ser re-actualizadas en cualquier momento. Se había esperado que el equipo de salud mental, al reunir las diferentes dimensiones que intervenían en la salud y en la enfermedad mental, unificase conocimientos, pues, por adición, esas dimensiones contenían la posibilidad de un discurso totalizante. Pero no es eso lo que ha ocurrido, en la medida en que el equipo no elabora su propia praxis, sino que sólo debe ejecutar lo planificado desde instancias superiores, que definen los criterios nosográficos, las frecuencias de las visitas, el porcentaje de las intervenciones, el tiempo de atención al paciente, etc… Con frecuencia, cada profesional reivindica su enfoque como totalidad y no se asume como especialista de algo que es parcial… La nueva «transdisciplina» de lo mental la define el planificador o programador, a través de las políticas de salud mental que diseña.

La hegemonía de lo sociopolítico en la gestión de la salud mental escinde y empobrece el campo teórico en que pretende basarse. Prevalece un eclecticismo pragmático, generador de unas prácticas simplistas y supuestamente eficaces, que no se discuten en los equipos. Se reducen las acciones preventivas y las intervenciones psicosociales en una comunidad que actualmente no parece existir como tal.

Los reformistas de los años 60 y 70, precursores de lo que ahora se denomina salud mental, se habían disociado de la psiquiatría academicista que representaban los catedráticos universitarios, quienes abogaban por la conversión de la psiquiatría en una simple especialidad de una medicina orientada al tratamiento de los casos leves o agudos. A esa implícita exclusión de los enfermos crónicos, se oponían los reformistas, proponiendo la transformación del manicomio y su progresiva substitución por estructuras asistenciales insertas en la comunidad y abiertas a toda la población. Entendían que la enfermedad mental no era una enfermedad como las otras: no podía ser reducida al espacio médico convencional y requería tratamientos específicos (psicoterapéuticos, grupales, colectivos, psicosociales, preventivos y rehabilitadores). Lo que no significaba que los psicofármacos fuesen inútiles, sino que debían ser usados para facilitar el contacto con el paciente y su mejor autocontención.

Pues bien, la nueva disciplina de la salud mental pretende haber superado posiciones antagónicas, mostrándose en sus textos programáticos a favor de las acciones comunitarias, pero integrándose de hecho en el sistema de salud general. De esta manera, el enfermo mental es considerado un enfermo como cualquier otro. Se priorizan los aspectos preventivos de la enfermedad, pero los enfermos crónicos tienden a ser desatendidos. Se trata, bajo el paraguas de la salud mental, de una remedicalización de la asistencia psiquiátrica, complementada por una «psicosocialización» ambigua de la prevención y una rehabilitación evanescente. Una síntesis mixtificante y sumamente frágil…

  REFORMA PSIQUIÁTRICA

Todo esto es particularmente evidente en España, donde se había partido con mucho retraso con respecto a otros países. Hasta comienzos de los años 70 la Seguridad Social, o el INSALUD, sólo cubría precariamente la asistencia ambulatoria de sus beneficiarios con riesgo de enfermedad psíquica, y se resistía a asumir la hospitalización psiquiátrica, que seguía a cargo de las Diputaciones, con carácter benéfico y en instituciones manicomiales. Tal situación fue determinante en la futura organización de la salud mental, cuyas bases fueron sentadas por el Documento para la Reforma Psiquiátrica y la Atención a la Salud mental, elaborado en 1985.

Según se afirmaba en ese documento, era responsabilidad de la Administración Pública promover la plena integración de la salud mental en la asistencia sanitaria general, tomando como referencia la Ley de Sanidad -aprobada un año después-, potenciando su gestión descentralizada por parte de las Comunidades Autónomas y garantizando la disponibilidad de los Servicios para abordar la prevención, tratamiento, rehabilitación y educación sanitaria. Y se proponía un modelo integrado de salud mental, con estos criterios:

-Ordenación de los servicios asistenciales en base a su delimitación territorial y a la participación comunitaria.

-La protección de la salud mental en la atención primaria.

-La protección de la salud mental en el nivel especializado, comprendiendo las acciones específicas realizadas en el ámbito comunitario y hospitalario por un conjunto de profesionales cualificados.

-Integración funcional de los recursos de salud mental, públicos o concertados, del área sanitaria, constituyendo una unidad integrada o centro de salud mental.

-La hospitalización psiquiátrica debe evitarse en lo posible, ser abreviada y efectuarse progresivamente en unidades psiquiátricas de los hospitales generales de la red pública.

-Los hospitales psiquiátricos deben disminuir progresivamente sus camas, desarrollando programas de rehabilitación que faciliten la externalización de la mayoría de sus pacientes y su reintegración al medio sociofamiliar y a los recursos sociosanitarios con que la sociedad se vaya dotando.

Era el modelo que más convenía al INSALUD, que podría atender las demandas en salud mental de sus beneficiarios, asumiendo los casos ligeros y los enfermos agudos, pero desentendiéndose de los crónicos. Por eso, ya en 1985 el Ministerio de Sanidad anunciaba a bombo y platillo que en 5 años desaparecerían los manicomios. Simultáneamente, el INSALUD ponía en marcha un «programa de salud mental», que incluía la creación de unidades o centros de salud mental dentro del territorio, la apertura de unidades psiquiátricas en sus hospitales generales y el establecimiento de convenios con Ayuntamientos, Diputaciones y Comunidades Autónomas, tendentes a formar una red asistencial única, que luego sería transferida a las distintas Comunidades Autónomas. Aquel programa tuvo un desarrollo incompleto y desigual.

 LOS «LOGROS» DE LA REFORMA

El modelo de las reformas psiquiátricas emprendidas en la mayoría de las Comunidades Autónomas, siguiendo la pauta marcada por el Documento para la Reforma Psiquiátrica de 1985, es muy parecido. Pero el desarrollo y resultados han sido muy desiguales entre Comunidades Autónomas, e incluso entre diversas áreas sanitarias de una misma comunidad (2). Aún hay Comunidades Autónomas que no tienen «plan de salud mental», o que teniéndolo, no lo han desarrollado. Y persiste el manicomio, aunque haya perdido su hegemonía. Incluso hay indicios de que crece, de que hay hospitales psiquiátricos que vuelven a tener más de 1.000 camas… Es cierto que se han creado muchos recursos, especialmente centros de salud mental -519 se estimaban en 1995-  pero también es verdad que se ha incrementado la demanda y la atención en salud mental, muy por encima de los recursos generados.

Mirando hacia atrás, parece como si la desinstitucionalización hubiese sido lo prioritario en muchas Comunidades Autónomas, tal vez para ahorrar costes. Los responsables técnicos no admitían crítica alguna, porque la bendita reforma psiquiátrica no podía ser cuestionada, pero el abandono de los enfermos desinstitucionalizados supuso un desprestigio casi irreversible, contribuyendo a que susodicha reforma contase con escaso apoyo popular y a que fuese duramente atacada por influyentes medios de comunicación social… Complementariamente, el ingreso en las unidades psiquiátricas de los hospitales generales o en las unidades de admisión de los hospitales psiquiátricos fue otra prioridad. Pero desde hace tiempo se constata que las unidades de hospitalización psiquiátrica son insuficientes.

A esas unidades llegan a diario numerosos pacientes, conducidos más o menos forzadamente por los familiares o por la policía. Aunque esa demanda puede ser neutralizada o rechazada, si el médico de guardia considera que no está suficientemente justificada, si prevé que el alta luego será muy difícil o si simplemente carece de camas disponibles, lo que no es demasiado raro. De modo que ese médico de guardia ha de manejarse en situaciones tensas y difíciles, presionado por la insistencia de la demanda y en sentido contrario, por una política administrativa que restringe al máximo la hospitalización psiquiátrica… Cada vez con mayor frecuencia, es el propio paciente quien solicita voluntariamente su ingreso. Hay además un amplio grupo de pacientes que demanda el acogerse por un tiempo más o menos transitorio en los servicios hospitalarios, pretendiendo utilizarlos a modo de refugio frente a la creciente inhospitalidad del medio social. Aunque tratan de forzar el ingreso, suelen ser rechazados, a veces de un modo expeditivo y sin apenas detenerse en evaluar sus verdaderas necesidades psiquiátricas, porque carecen del poder contractual necesario para ser atendidos adecuadamente. Son alcohólicos, toxicómanos, psicópatas, psicóticos deteriorados y con antecedentes de múltiples ingresos psiquiátricos o crónicos desinstitucionalizados, que viven en la calle sin ningún soporte sociofamiliar.

Dada la insuficiencia de la oferta sanitaria, se restringen los criterios de admisión y se acortan las estancias. A menudo las altas son apresuradas, efectuándose antes de que el paciente se encuentre en las mejores condiciones o de que la familia pueda recibirlo sin recelos. Con lo que muchos enfermos tienden a reingresar una y otra vez, entrando en una espiral casi irreversible de cronificación… No es de extrañar que muchas unidades de hospitalización psiquiátrica se hayan convertido en meros espacios de contención física, donde es casi imposible que el enfermo pueda elaborar su crisis. Espacios cerrados y sin áreas de convivencia, con predominio de tratamientos biológicos y con viejas prácticas manicomiales (sedación profunda de los enfermos, uso frecuente de la contención mecánica, celdas de aislamiento, suspensión de visitas, etc…).

¿QUÉ HACER CON LAS DEMANDAS?

Pero el eje fundamental de la nueva organización lo constituyen las unidades o centros de salud mental, de distribución y dotación muy irregulares. Cuentan con equipos multidisciplinarios, por lo general mal conectados con los de atención primaria y con los que trabajan en las unidades psiquiátricas de hospitalización, pero que han aumentado considerablemente la oferta asistencial. Suelen estar sobresaturados por una demanda que no cesa de crecer y que sobrepasa todas las previsiones, si es que esas previsiones se habían establecido. En salud mental la demanda, que no cabe confundir con necesidad de asistencia, traduce requerimientos de bienestar psicosocial, expresa siempre un deseo y está regulada por una norma de salud producida socialmente (3). A corto plazo tiende a crecer, aunque no a medio o largo plazo, si se han ampliado las intervenciones preventivas. Por el contrario, si por distintas razones se reducen las prácticas preventivas y comunitarias, cabe esperar que el incremento de las demandas asistenciales sea cada vez mayor, de acuerdo con la oferta de los profesionales, que tienden a reproducir rápidamente lo que en verdad saben: los ritos de la asistencia dual de consultorio. En tal caso, el equipo de salud mental no hace una Salud Mental integral, sino que retorna al tratamiento de la enfermedad. Lo que no es nada infrecuente.

Cuando el equipo de salud mental es desbordado por el aumento de demandas que son pertinentes y sintóticas con la oferta asistencial que formula, el problema es de simple insuficiencia de recursos y podría ser resuelto con una ágil gestión. Pero otras muchas demandas no están ligadas a una patología psiquiátrica específica, sino que traducen padecimientos derivados de las dificultades de vivir y que no son fáciles de excluir del sistema de salud, porque pueden indicar situaciones de riesgo de enfermedad, enfermedad sobredeterminada por factores de vulnerabilidad personal, factores sociales estresantes y falta de soporte sociofamiliar. No son demandas propiamente asistenciales, y darles una respuesta asistencial implica el riesgo de una psiquiatrización errónea, pero no atenderlas supone el riesgo de cronificación patologizante, que, entonces sí, precisará asistencia especializada.

Sucede que se produce un cierto desencuentro entre la formación recibida por los profesionales de la salud mental, por lo general ligada a las clásicas disciplinas psiquiátrica o psicológica, y las características de las nuevas demandas de salud mental, estrechamente vinculadas a nuevas problemáticas humanas (debilitamiento de los lazos sociales, desarraigo, desintegración familiar, refugio en la intimidad, narcisismo social, etc…). Los pacientes, alienados por los mitos de una eficacia banal, de la utilidad y rapidez de los tratamientos y de los avances tecnológicos de la medicina, esperan o exigen respuestas inmediatas que atenúen sus padecimientos, eludiendo conflictos subyacentes. Y a su vez, los profesionales prefieren, tal vez por falta de tiempo, afrontar estos padecimientos con medicación. Lo que puede ser doblemente yatrogénico (4). Así el conflicto se enquista, los síntomas -aún aliviados- se cronifican y el paciente se convierte en un usuario crónico de los servicios de salud mental, con el correspondiente riesgo de dependencia regresiva.

Guste o no, los centros de salud mental, por efecto del crecimiento de la demanda, se están transformando en simples dispensarios, con consultas médicas convencionales; series reducidas de terapias cognitivas, de relajación o de apoyo; recepción e información de familiares, gestión de ayudas económicas, etc… Por si fuera poco, los equipos de salud mental debían realizar funciones de asesoramiento, soporte y formación a los centros de atención primaria de salud, concebidos como puerta de entrada de los usuarios del sistema de salud y primer nivel de atención a la salud mental. Los equipos de atención primaria debían recibir e identificar todas las demandas de salud mental, lo que realmente ha ofrecido serias dificultades por el desarrollo incompleto del nuevo modelo de atención primaria, por el crecimiento de todas las demandas, por la falta de formación en salud mental de los médicos, por la falta de tiempo, etc…(5) Y se hace cada vez más evidente la necesidad del apoyo coordinado de los especialistas del segundo nivel, máxime cuando se ha pretendido que gran parte de los casos psiquiátricos se resolviesen en la atención primaria. Se sigue insistiendo en la necesidad de la «protección de la salud mental en la atención primaria», proponiéndose fórmulas tales como la provisión a los médicos de familia o de cabecera de escalas diagnósticas simplificadas y de protocolos de tratamiento. Y las multinacionales farmacéuticas, como parte interesada, están colaborando muy activamente en el «adiestramiento» de los médicos en el manejo de psicofármacos. Con ello, la disciplina de la salud mental se medicalizará aún más, vaciando de contenidos reales a la psiquiatría comunitaria y asumiendo los postulados reduccionistas de la psiquiatría biológica, con el beneplácito de los catedráticos universitarios.

  LAS CARENCIAS DE LOS CRÓNICOS

Las políticas de salud mental se han orientado hacia un asistencialismo pragmático, dejando a un lado la prevención comunitaria y la rehabilitación de los enfermos llamados crónicos. Son patentes las carencias e insuficiencias del llamado «tercer nivel» de atención a la salud mental. En modo alguno las prestaciones están garantizadas, y es ambigua la definición de responsabilidades: no se sabe bien quien ha de hacerse cargo de los cuidados que precisan los enfermos crónicos, si las administraciones públicas, si los servicios de salud mental, si los servicios sociales, las agrupaciones de familiares, empresas privadas concertadas u organizaciones no gubernamentales. En el terreno de la realidad y no en el de las declaraciones programáticas, los crónicos son considerados como incurables y se mantienen en la comunidad «con alfileres», apuntalados con psicofármacos y sobrecargando a las familias. Si pierden el apoyo familiar, corren el riesgo de exclusión social, de convertirse en «pacientes sin hogar».

Crece en la sociedad moderna el fenómeno de la población sin hogar, que lleva una vida socialmente marginada y con pautas de supervivencia (uso de albergues y de comedores de pobres, mendicidad, vida en la calle, vagabundeo, etc.). Entre esta gente, aumenta el porcentaje de mujeres, jóvenes, alcohólicos, toxicómanos y enfermos mentales cronificados. Sin embargo, y por sobrevivir en tan precarias condiciones, han aprendido a manejarse por sí mismos, habiendo desarrollado ciertas capacidades de afrontamiento y habilidades suficientes para proporcionarse el sustento diario. Por lo general, muestran mayor autonomía personal que los pacientes participantes en algún programa de rehabilitación (6).

Diversos autores han elaborado complejos proyectos para rehabilitar a los «pacientes sin hogar», pero no cabe esperar que los gestores políticos desarrollen políticas que viabilicen esos proyectos. Estos enfermos, son socialmente inútiles, políticamente ineficaces y electoralmente despreciables, no planteando más problema social que el espectáculo de su miseria. Como ya no constituyen un peligro en el imaginario social, a nadie le preocupa que se les abandone a su suerte. De la peligrosidad social de los enfermos mentales se ha pasado a considerar la potencial peligrosidad de ciertas poblaciones de riesgo, sobre las que se pueden adoptar medidas de policía sanitaria en caso necesario (7).

Como complemento a la magra intervención de los servicios de salud mental en relación con los enfermos mentales crónicos, se ha estimulado la formación de grupos o asociaciones de familiares, que han proliferado en los últimos años. En 1996 se contabilizaban en España 67 asociaciones, federadas a nivel provincial o de Comunidad Autónoma y confederadas a nivel estatal. Con constancia y dedicación, han llegado a disponer su propio discurso, un discurso que quisieran ver asumido por los responsables políticos, los profesionales y toda la sociedad. Como muestra, puede servir el Manifiesto que en 1994 difundió la Federación Madrileña de Asociaciones Pro-SaludMental (FEMASAM): Tras reconocer las excelencias de los gestores de los servicios de salud mental, se lamentaban de las dificultades para la integración social del enfermo mental, «teniendo en cuenta los efectos devastadores que esta enfermedad -la esquizofrenia- produce en el afectado desde el momento en que se desencadena, casi siempre en la adolescencia, conviertiéndole en un minusválido, ya que desde el primer momento su voluntad queda anulada». Reivindicaba soluciones urgentes para las principales carencias asistenciales, solicitando en concreto: la creación de centros de rehabilitación psicosocial, centros de rehabilitación laboral, centros especiales de empleo, creación de empleo para los enfermos rehabilitados, pisos supervisados y miniresidencias permanentes sustitutivas del hogar, así como el reconocimiento por parte del INSERSO de algún grado de minusvalía, aún en contra de la voluntad del enfermo. Pero sobre todo el Manifiesto demandaba intensificar el apoyo al movimiento asociativo, dotándolo de las subvenciones y asesoramiento necesarios: «las asociaciones, por su alto grado de motivación y por su sencillez organizativa, son el marco adecuado para la gestión directa de recursos, y la realización de actividades de apoyo, allí donde la compleja maquinaria de la administración tropieza con dificultades. Sólo necesitan que se les dote de medios económicos que, con su actuación voluntarista, se encargarán de multiplicar» (8).

En su afán recaudatorio, las asociaciones españolas, en su mayoría, no han dudado en aceptar fondos de laboratorios farmacéuticos, incurriendo en la paradoja de que un movimiento que se declara pro-salud mental tenga que depender, de algún modo, de empresas cuya buena marcha se basa en la medicación por tiempo indefinido de los enfermos mentales. En el fondo de estos familiares late la arraigada creencia en la incurabilidad de la enfermedad mental, creencia en la que también participan algunas administraciones. Así por ejemplo, en 1990 la Consejería de Integración Social de la Comunidad Autónoma de Madrid creó la Comisión de Tutela del Adulto, cuyos usuarios debían ser los enfermos mentales en situación o en riesgo de desamparo, previa su incapacitación civil (9). Sucesivamente han surgido similares iniciativas en Madrid, y en otras Comunidades Autónomas: fundaciones de tutela públicas o privadas, que se dedican a tramitar la incapacidad civil de enfermos mentales. Considerando que la incapacitación significa la muerte civil del sujeto, se puede dudar mucho que quienes abogan por tan abominable práctica crean realmente en la integración social del enfermo mental, por más declaraciones platónicas que se hagan. Los que incapacitan piensan realmente que la cura no es posible y que sólo cabe la protección y tutela del enfermo. Era lo que antes hacía el manicomio: incapacitaba de facto al interno, protegiéndolo de las inclemencias de la calle y tutelándolo de por vida.

El movimiento asociativo de familiares se siente con creciente fuerza, reclamando incluso su presencia en todos los organismos que planifican la salud mental. Cuenta con una red de recursos propios (centros de día, talleres ocupacionales, clubs sociales, viviendas protegidas, etc.) financiadas con fondos públicos. Lo que significa una cierta privatización de una asistencia no cubierta por los servicios públicos y prestada únicamente a los miembros de las asociaciones. De igual modo, están siendo gestionados por entidades privadas otros muchos recursos asistenciales, desde centros de salud mental hasta grandes manicomios privados, pasando por centros de rehabilitación psicosocial o residencias de media estancia. Tal vez sea el signo de los tiempos: el Estado neoliberal diseña las políticas sociales y garantiza los servicios mínimos, al tiempo que incentiva a la iniciativa privada y exalta los méritos del asociacionismo y de una beneficencia modernizada (10).

 PSIQUIATRÍA BIOLÓGICA: VICTORIA PÍRRICA

Pese a sus planteamientos teóricamente comunitarios, el subsistema de salud mental ha favorecido el retorno al objetivismo médico, la vuelta a la psiquiatría de siempre. Una psiquiatría vuelta a sus raíces y convertida en simple especialidad médica, tal como querían los profesores universitarios. En 1994 lo celebraba el catedrático López-Ibor: «Desde la Ley General de Sanidad hasta el catálogo de prestaciones que se discute en estos días, pasando por la regulación de los internamientos involuntarios, nada distingue ni diferencia lo psiquiátrico del resto de la medicina, ni en el ámbito hospitalario ni fuera de él» (11). La gran acogida dispensada a la nosología del DSM-III, como expresión de un regreso a las fuentes de la clínica y de un abandono de posturas teóricas; la consolidación de la psiquiatría de hospital general y los éxitos de la psiquiatría de enlace; el sistema de formación de los médicos residentes, y los avances en la investigación biológica, todo ello indicaba el triunfal retorno de la psiquiatría a la Medicina, poniendo a disposición de los enfermos armas terapéuticas poderosas. El triunfo de la psiquiatría biológica significaba implícitamente el fracaso de la salud mental como pretendido orden disciplinar, y también el fracaso de la reforma psiquiátrica que lo había sustentado. De hecho, ya casi nadie habla de reforma psiquiátrica…

Se dice que la salud mental está en crisis, casi en trance de muerte. Fuller Torrey, que hace más de 20 años había predicho la muerte de la psiquiatría, pronostica ahora el divorcio entre la enfermedad mental y la salud mental (12). Dice, no sin razón, que la práctica de la salud mental ha tenido un impacto muy negativo sobre la asistencia psiquiátrica, desviando medios de los tratamientos a los enfermos mentales graves hacia personas que sufren «problemas de la existencia». Si ese divorcio se efectúa realmente, la psiquiatría desaparecerá y será reemplazada por la neuropsiquiatría, mientras que la salud mental será arrinconada en los dominios de las ciencias sociales y en los departamentos de servicios sociales, bienestar y medio ambiente. Algo de esto ya se está viendo, con el descenso, por ejemplo, de la psicoterapia, que precisa más tiempo, mayor frecuencia en las visitas y mejor entrenamiento de los profesionales, que con la farmacoterapia. Se trata de un descenso regresivo, porque con la psicoterapia el enfermo había recuperado la palabra y había ganado en subjetividad. Con el creciente intervencionismo médico, el paciente pierde su condición de sujeto y vuelve a su viejo estatus de portador de síntomas y acreedor de un tratamiento biológico impuesto.

Puede ser que la victoria de la psiquiatría biológica, factible por el gran desembarco de las multinacionales farmacéuticas, sea una victoria pírrica. Con la progresiva medicalización de la asistencia, se va reduciendo el campo operativo de la salud mental, precisamente por el limitado arsenal terapéutico de la psiquiatría biológica, por su comprobada ineficacia frente a importantes grupos psicopatológicos. Primero se desgajó el amplio grupo de los deficientes mentales, que ahora no son considerados enfermos y que son tratados con técnicas pedagógicas y reeducativas. Luego, cuando la psiquiatría perdió fuerza represiva, se fueron los alcohólicos para organizarse en grupos de autoayuda, y los toxicómanos, ahora atendidos en redes ajenas a la salud mental. Hace tiempo que los epilépticos y los dementes están bajo la jurisdicción de los neurólogos, y las anoréxicas están saliendo del ámbito de lo psiquiátrico. Por otra parte está establecido que gran parte de los trastornos psíquicos sean tratados por médicos generalistas. Como ha dicho Edward Shorter en su Historia de la Psiquiatría: «en 200 años los psiquiatras han pasado de ser los sanadores del manicomio terapéutico a trabajar como porteros de la fluoxetina» (13). Y pronto, tal vez menos que eso, porque los progresos de la llamada «psicofarmacología cosmética» permiten la fácil prescripción médica y la automedicación.

Para escuchar, relajar, reforzar o consolar a los pacientes con crisis existenciales, con problemas adaptativos o fobias diversas, están los psicólogos, que ofertan soluciones rápidas, eficaces y a bajo precio. O los sexólogos, o los videntes, astrólogos y toda suerte de sanadores, que en sus frecuentes apariciones televisivas prometen ilusión, felicidad y un futuro mejor. ¿Para qué servirán los psiquiatras del futuro? ¿Qué harán cuando todos los médicos sean diestros en el manejo de los psicofármacos y cuando los psicólogos puedan recetarlos? No cabe duda que la psiquiatría está perdiendo identidad y entidad: entre otras cosas, lo prueba la decreciente publicación de libros de la especialidad. En Estados Unidos el porcentaje de licenciados en medicina que piensan especializarse en psiquiatría bajó del 3,5% en 1984 al 2,0% en 1994, y el descenso continúa. A mediados de los años 90, menos de 500 jóvenes médicos americanos estaban comenzando los programas anuales de formación psiquiátrica, y el resto de las 1327 plazas disponibles lo completaban médicos extranjeros especializados (14). Todo un síntoma que puede estar extendiéndose.

Pero no se trata de hacer un discurso negativo, porque, pese a lo afirmado por algunos ideólogos del «nuevo orden internacional», el fin de la historia no ha llegado. Lo cierto aquí y ahora es que los profesionales de la salud mental se sienten agobiados por la presión de la creciente demanda de los usuarios, y que algo deberá hacerse. Desde luego, sobran los discursos de autopromoción, las complacientes evaluaciones, los programas que se quedan en los papeles, los proyectos que no se realizan por falta de presupuesto, las utopías tecnocráticas, los recreativos congresos que acaban con aplausos y lanzamiento de globos… Falta, por el contrario, el análisis realista, el reconocimiento de los falsos planteamientos y de los errores cometidos, la redefinición de los objetivos, el ejercicio de la crítica desinteresada y de la sana autocrítica. Es casi urgente el debate olvidado, la revisión de los viejos conceptos y la elaboración de otros nuevos, la reflexión sobre la experiencia pasada y presente, la teorización de la práctica, la indispensable teoría… Queda mucho camino por delante.

 

Madrid, Abril 1999

 

NOTAS  

(1).-Galende, Emiliano (1990) Psicoanálisis y salud mental. Buenos Aires: Paidós

(2).-Informe elaborado por la Junta Directiva de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (1998) Revista de la A.E.N., año XVIII, nº 67

(3).-Leal Rubio. J..(1997) Nuevas demandas, nuevas necesidades de atención a la salud mental. Incluido en el libro Equipos e instituciones de salud mental, salud mental de equipos e instituciones. Madrid: AEN

(4).- Galende, E. y Baremblit (1997), La función de curar y sus avatares en la época actual. Incluido en el libro Equipos e instituciones de salud mental, salud mental de equipos e instituciones. Madrid: A.E.N.

(5).-Martín Zurro, A. (1995) Salud mental y atención primaria. Incluido en el libro Trastornos psiquiátricos y atención primaria. Barcelona: Doyma

(6).-Vega, L.S. (1995) Salud mental en la población sin hogar. Servicio de publicaciones del Principado de Asturias

(7).-Castel, R. (1986) De la peligrosidad al riesgo. Incluido en el libro Materiales de sociología crítica. Madrid: La Piqueta.

(8).-Manifiesto de las familias de enfermos mentales crónicos de la Comunidad de Madrid (1994), Psiquiatría Pública, vol. VI, nº 4

(9).-La Comisión de Tutela y Defensa Jurídica del Adulto (1994) Documentos de Psiquiatría Comunitaria, vol. II, nº 2.

(10).-Castel, R. (1984) La gestión de los riesgos. Barcelona: Anagrama

(11).-López-Ibor, J.J. (1994), editorial de la revista Psiquiatría Biológica, vol I., nº 1.

(12).-Fuller Torrey, E. (1980) La muerte de la psiquiatría. Barcelona: Martínez Roca.

(13).-Shorter (1999) Historia de la psiquiatría. Barcelona: Ed. Médicas

(14).-Shorter, E. op. cit.


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