Género y salud mental; de Andrea Cabezas y Amaia Bacigalupe

Os presentamos un breve texto divulgativo extraído de la web de Oseki (Iniciativa por el derecho a la salud). Al final del mismo dejamos un vídeo de las jornadas sobre Género, medicalización y salud mental que fueron organizadas en 2020 por Opik, Grupo de Investigación en Determinantes Sociales de la Salud y Cambio Demográfico de la UPV/EHU.

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Como se explica en el apartado de Género y Salud, la salud de mujeres y hombres es diferente y desigual, es decir, los distintos resultados en salud no se pueden explicar sólo por las diferentes características genéticas o fisiológicas entre ambos sexos, sino que también son consecuencia de desigualdades en las oportunidades de disfrutar de una buena salud (1). En el caso de la salud mental en particular, el género ejerce una gran influencia, no sólo como generador de sufrimiento mental, sino también por los sesgos de género que se producen en su abordaje clínico (2).

Los estudios a nivel internacional en este ámbito han mostrado que las mujeres presentan peores resultados en salud mental que los hombres, así como un mayor número de diagnósticos de ansiedad y depresión, y un mayor consumo de psicofármacos, llegando incluso a ser el doble (2,3,4,5,6,7). Sin embargo, si nos alejamos de los indicadores epidemiológicos clásicos, la realidad se vuelve más compleja, ya que indicadores como la felicidad (8), el optimismo (9) o la satisfacción con la vida (10) presentan un patrón de género diferente, siendo las mujeres las que tienden a presentar mejores resultados, lo que evidencia que la realidad es mucho más complicada.

Los peores resultados en salud mental de las mujeres se han intentado explicar desde diferentes perspectivas. Estas han ido desde las más biologicistas centradas en las diferencias genéticas y hormonales entre ambos sexos (11) –con resultados limitados e inconsistentes entre sí (12,13,14,15)–, hasta otras centradas en la influencia de los aspectos sociales y culturales, que señalan al androcentrismo como columna vertebral que rige las relaciones desiguales entre hombres y mujeres, y que impregna todas las esferas y ámbitos de la vida, incluida la atención clínica y la relación médico/a-paciente.

Así, vivir en sociedades y sistemas heteropatriarcales genera estratificaciones sociales, siendo una de las más destacadas la jerarquía en base al género que relega a las mujeres a posiciones de inferioridad en la sociedad, no sólo en cuanto a condiciones socioeconómicas, sino también a su falta de visibilización y reconocimiento social. Todo ello acaba derivando en condiciones de vida enfermantes (16) (discriminación, violencias específicas por el hecho de ser mujer, segregación horizontal y vertical del mercado laboral, mayor carga de trabajo doméstico y de cuidados) con consecuencias negativas para la salud mental de las mujeres (17,18,19,20). De hecho, se ha demostrado que a medida que aumenta la desigualdad de género en la sociedad, las desigualdades en salud mental también crecen (21), poniendo de manifiesto el impacto que una sociedad injusta tiene en la salud mental de la población.

Otro de los factores que puede influir en las desigualdades de género en la salud mental observadas, es el papel que juegan los estereotipos de género en el discurso psiquiátrico y en la construcción desigual de las etiquetas diagnósticas, cuyo resultado final es la catalogación más frecuente de las mujeres como enfermas mentales. Históricamente, la psiquiatría ha definido en base a un “doble estándar” la buena salud mental para hombres y mujeres, en congruencia con las expectativas sociales desiguales sobre las que se han construido los roles de género (22). Así, en las mujeres, la buena salud mental estaría relacionada con su rol de cuidados, sumisión, dependencia y sentimentalidad, mientras que en los hombres el bienestar mental iría ligado a características contrarias como racionalidad, liderazgo o independencia. Las mujeres, además, se enfrentan a otro riesgo en términos de salud mental, que se genera al enfrentarse a su propio rol, lo que conlleva un sufrimiento emocional que puede ser catalogado como patológico y, por consiguiente, medicalizado por el discurso psiquiátrico hegemónico (22,23).

Además, teniendo en cuenta que no se define igual la salud mental en hombres y mujeres como consecuencia de ese “doble estándar”, es posible que las escalas de valoración de la salud mental también se vean sesgadas en términos de género, al elaborarse en base a dichos estándares. Así, en los ítems de las herramientas diagnósticas tienden a priorizar preguntas relacionadas con características tradicionalmente asociadas a las mujeres (presencia de llanto o apatía), estando ausentes actitudes típicamente masculinas de expresar malestar emocional (agresividad o consumo de sustancias) (24,25). Esto podría tener importantes implicaciones, ya que, de ser así, estaríamos ante un sesgo de género que se reflejaría en una sobreidentificación de problemas emocionales en las mujeres y una infraindentificación en el caso de los hombres (26).

En conclusión, no es posible atribuir una única causa al origen de las desigualdades de género en salud mental, sino que es el resultado de la confluencia e interrelación de diferentes factores y circunstancias que se tejen en el contexto de un sistema heteropatriarcal, que condiciona las relaciones entre hombres y mujeres e influye asimismo en las relaciones médico/a-paciente. Por ello, las medidas destinadas a intentar atajar el problema se deberán plantear también a diferentes niveles: estructural, comunitario, asistencial y científico-académico. A nivel macro, la puesta en marcha de políticas públicas dirigidas a disminuir las desigualdades de género en el plano estructural (corresponsabilidad en el trabajo doméstico y de cuidados, presencia política y social, lucha contra violencias y discriminaciones, etc.) tendrá efectos positivos en las desigualdades de género en salud mental. Asimismo, es preciso crear espacios comunitarios donde construir alianzas que nos empoderen, redirigiendo la mirada hacia aquello que realmente nos enferma, y reivindicar desde abajo cambios en las políticas públicas. En cuanto a la práctica clínica, hay que repensar qué se cataloga como mala salud mental y en base a qué criterios. La incorporación de la perspectiva de género puede suponer un gran cambio en su abordaje, al evitar la patologización del sufrimiento provocado por circunstancias sociales y al encaminar la atención clínica hacia un enfoque más equitativo. El logro de esto último precisa de la visibilización de las mujeres en la medicina y en la investigación, las cuales se han visto envueltas en un androcentrismo que las ha silenciado a ellas y a sus especificidades. De este modo, la actuación desde los diferentes ámbitos supondría grandes avances en la disminución de las desigualdades de género en salud mental.