Fragmento de «Conexiones perdidas»; de Johann Hari

Desequilibrio (Capítulo 2)

Un año después de haber ingerido mi primer antidepresivo, Tipper Gore, esposa del vicepresidente Al Gore, contaba al periódico USA Today los motivos por los que recientemente había caído en una depresión. «Sin duda alguna se trataba de una depresión clínica, una que me iba a obligar a buscar ayuda para superarla —declaró—. Descubrí que el cerebro necesita una determinada cantidad de serotonina, y cuando se te agota, es como si te queda­ras sin gasolina»[1]. A decenas de millones de personas, entre las que me contaba, les venían con el mismo cuento. Cuando Irving Kirsch averiguó que estos medicamentos pro­pulsores de la serotonina no estaban obteniendo los efectos que se les vendían a todo el mundo, empezó, para su propio asombro, a formularse una pregunta aún más básica. ¿Qué pruebas existen de que la principal causa de la depresión sea un desequilibrio en los niveles de serotonina, o de cualquier otra sustancia química, en nuestro cerebro? ¿De dónde sale?[2]

Irving descubrió que la historia de la serotonina se había origina­do, de forma harto accidental, en un pabellón para tuberculosos de Nueva York, durante el sofocante verano de 1922, en el momen­to en que un grupo de pacientes empezó a bailar sin control por uno de sus pasillos[3] Acababa de llegar un nuevo medicamento, de nombre Marsilid, que los médicos pensaban que podría ser de ayuda a los pacientes con tuberculosis. Al final resultó que sus efectos en los tuberculosos eran nimios, pero demostró tener unas propiedades completamente distintas. Saltaban a la vista. Conseguía que los pacientes se sintieran jubilosos y eufóricos, tanto que algunos se pusieron a bailar con frenesí.

De modo que, al cabo de poco, alguien decidió, siguiendo una lógica intachable, intentar recetárselo a las personas deprimidas. Y pareció tener un efecto similar en ellas, si bien durante un corto periodo de tiempo. No tardaron en llegar otros medicamentos que apuntaban a efectos similares (aunque de nuevo fugaces) y que res­pondían a nombres como Ipronid e Imipramine[4]. Así que la gente empezó a preguntarse qué podían tener en común estos medica­mentos. Fuera lo que fuera, ¿cabía la posibilidad de que tuvieran la clave para curar la depresión?

Nadie sabía bien por dónde tirar, por lo que la cuestión quedó flotando en el aire y tentando a los investigadores durante una década. Hasta que, en 1956, el médico británico Alec Coppen salió con una teoría. ¿Y si todos estos medicamentos estuvieran aumentando los niveles de serotonina en el cerebro? De revelar­se cierto, sugeriría que la depresión podría estar causada por bajos niveles de serotonina. «No puede enfatizarse lo suficiente hasta qué extremos estos científicos andaban a ciegas —explica el doctor Gary Greenberg, quien ha escrito sobre este periodo histórico—[5] No tenían la menor idea acerca de lo que la seroto­nina provocaba en el cerebro». Para ser del todo justos con los científicos que postularon por primera vez esta idea, puntualiza, la lanzaron de forma tentativa, al modo de una sugerencia. Uno de ellos señaló que, en el mejor de los casos, se trataba de «una simplificación reduccionista», añadiendo que no podía demostrar­se «en base a los datos que en estos momentos tenemos a nuestra disposición»[6].

Pocos años después, en la década de 1970, por fin fue factible empezar a probar estas teorías. Se descubrió que a la gente se le podía dar un compuesto químico que redujera sus niveles de serotonina. Si la teoría se demostraba correcta —si una seroto­nina a la baja causaba la depresión—, ¿qué debía ocurrir? Pues que después de ingerir este compuesto el individuo debía sentirse deprimido. Así que hicieron la prueba. Repartieron un medica­mento para reducir los niveles de serotonina y esperaron a ver los efectos.

A menos que ya hubieran estado tomando medicamentos po­tentes, no incurrieron en depresión[7]. De hecho, la mayoría de pa­cientes no experimentaron cambio alguno en su estado de ánimo.

Visité al profesor David Healy, uno de los primeros científicos en estudiar estos nuevos antidepresivos en Gran Bretaña, en su consulta de Bangor, un pueblo al norte de Gales. El estudio más completo sobre la historia de los antidepresivos lleva su firma. Al abordar la difusión de la idea de que la causa de la depresión yacía en los bajos niveles de serotonina, me contó que «jamás existió una base científica que la respaldara, jamás. Aquello fue puro marke­ting. Cuando empezaron a comercializarse los medicamentos, a mediados de la década de 1990, ningún experto con un mínimo de decencia hubiese salido a proclamar: «Miren, la gente deprimida muestra un descenso de serotonina en el cerebro… Nunca hubo prueba alguna que lo respaldara»[8]. En su opinión nunca se ha des­acreditado la idea porque en cierto sentido «jamás se acreditó». En ningún momento hubo un 50 % de miembros de la comunidad científica que de verdad se la creyera. El estudio más completo realizado sobre el efecto de la serotonina en los humanos no encontró relación directa con la depresión[9]. El profesor Andrew Skull, de Princeton, ha señalado que atribuir la depresión a unos bajos niveles de serotonina es «profundamente engañoso y carente de rigor científico»[10].

Solo fue útil en un sentido. Para las compañías farmacéuticas deseosas de vender antidepresivos a personas como Tipper Gore o a mí supuso una metáfora estupenda. Resulta fácil de entender y te procura la impresión de que los antidepresivos consiguen devolverte a un estado natural, al tipo de equilibrio que todo el mundo disfruta.

Irving descubrió que, una vez los científicos (aunque está claro que no los departamentos de Relaciones Públicas) le dieron la espalda a la serotonina como argumento para la depresión y la an­siedad, se produjo un cambio de rumbo en la investigación científica. De acuerdo, se dijeron: si la causa de la depresión y la ansiedad no yace en los bajos niveles de serotonina, es que debe hallarse en la carencia de otra sustancia química[11]. Continuaba dándose por descontado que este tipo de problemas se debían a desequilibrios químicos en el cerebro, así como que los antide­presivos funcionaban a base de corregir estos desequilibrios quí­micos. Si se demostraba que una sustancia química no era el ase­sino psicológico, tocaba ponerse a buscar otra[12].

Irving, por el contrario, empezó a formularse una pregunta desconcertante. Si la depresión y la ansiedad eran fruto de un des­equilibrio químico, y la función de los antidepresivos era corregir este desequilibrio, se imponía explicar una cuestión bien extraña que iba saliendo a su encuentro. Los medicamentos antidepresi­vos que aumentaban la producción de serotonina en el cerebro procuraban, durante las pruebas médicas, los mismos efectos mo­destos que aquellos medicamentos que reducían la producción de serotonina en el cerebro. Y procuraban los mismos efectos que aquellos medicamentos que aumentaban la producción de otra sustancia química, la norepinefrina. Y procuraban los mismos efectos que aquellos medicamentos que aumentaban la produc­ción de otra sustancia química, la dopamina. En otras palabras, no importa la sustancia química con la que trastees, pues los re­sultados van a ser idénticos.

Así que Irving se preguntó: ¿qué tienen en común las personas que están ingiriendo medicamentos tan diferentes? Solo descu­brió una cosa: el convencimiento de que los medicamentos fun­cionaban. Y en gran medida funcionan, sostiene Irving, por la misma razón que lo hace la varita de John Haygarth: porque crees que alguien vela por ti y te ofrece una solución.

Tras veinte años investigando este campo al más alto nivel, Irving ha llegado a la conclusión de que la noción de que la depresión es fruto de un desequilibrio en el cerebro no es más que «un acci­dente de la historia». Primero fue resultado de que un grupo de científicos malinterpretaran lo que estaban observando y luego de que las compañías farmacéuticas se lucraran vendiendo al mundo este error.

Es por esto, asegura Irving, que la principal explicación ser­vida por nuestra cultura acerca de la depresión comienza a des­moronarse. La idea de que uno se encuentra fatal debido a un «desequilibrio químico» se construyó a partir de un conjunto de equivocaciones y errores. Ha estado más cerca de quedar desacreditada entre la comunidad científica, me contó, que nin­guna otra teoría. Sus pedazos yacen en el suelo, al modo de un Humpty Dumpy neuroquímico provisto de una sonrisa muy triste.

[1] David Healy, Let Them Eat Prozac, Nueva York; Londres: New York University Press, 2004, p. 263.

[2] John Read y Pete Sanders, A Straight-Talking Introduction to The Causes of Mental Health Problems, Ross-on-Wye, Herefordshire, Reino Unido: PCCS Books, 2011, pp. 43-45.

[3] Katherine Sharpe, Coming of Age on Zoloft: How Anti-depressants Cheered Us Up, Let Us Down, and Changed Who We Are, Nueva York: Harper, 2012, p. 31.

[4] Evans, Emperor’s New Drugs, pp. 83-85.

[5] Gary Greenberg, Manufacturing Depression: The Secret History of a Modern Disease, Londres: Bloomsbury, 2010, pp. 167-168. Ver también Gary Greenberg, The Noble Lie: When Scientists Give the Right Answers for the Wrong Reasons, Hoboken, Nueva Jersey: Wiley, 2008.

[6] James Davies, Cracked: Why Psychiatry Is Doing More Harm Than Good, Lon­dres: Icon Books, 2013, p. 29.

[7] Evans, Emperor’s New Drugs, pp. 91-92.

[8] Edward Shorter, How Everyone Became Depressed: The Rise and Fall of the Nervous Breakdown, Nueva York: Oxford University Press, 2013, pp. 4-5; Davies, Cracked, p. 125; Gary Greenberg, The Book of Woe: The DSM and the Unmasking of Psychiatry, Victoria, Australia: Scribe, 2013, pp. 62-64; Gary Greenberg, Manufac­turing Depression, pp. 160-168, 274-276.

[9] H. G. Ruhé et al., «Mood is indirectly related to serotonin, norepinephrine, and dopamine levels in humans: a meta-analysis of monoamine depletion studies», Mol Psychiatry 8, n.º 12 (abril de 2007), pp. 951-973.

[10] Davies, Cracked, p. 128; John Read y Pete Sanders, A Straight-Talking Introduc­tion to the Causes of Mental Health Problems, p. 45.

[11] Shorter, How Everyone Became Depressed, pp. 156-159.

[12] Lawrence H. Diller, Running on Ritalin: A Physician Reflects on Children, Society, and Performance in a Pill, Nueva York: Bantam Books, 1999, p. 128.


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