Este artículo se publicó en la versión original, en catalán, en Catarsi #5. D’allò personal a allò polític (Tigre de Paper Edicions, 2021). Nosotrxs subimos la traducción publicada por El salto en su sección —siempre recomendable— El rumor de las multitudes. Consideramos el artículo como una suerte de segunda parte de Feminismos y cultura terapéutica: la tiranía de las emociones, disponible en esta misma web. Entre las posibilidades de debate que se abren con su lectura, nos ha surgido —una vez más—la necesidad de reflexionar colectivamente sobre lo que significan (o dejan de significar) «sufrimiento psíquico» y «problemas de salud mental»; que son conceptos que cuando se presentan en relación dentro de una argumentación no nos quedan muy claros, ni en este ni en otros muchos textos. Para eso mantenemos esta web desde hace tanto tiempo… para pensar más y mejor.
En la militancia habría que dejar de lado la culpa judeocristiana, la confesión y la penitencia, y sustituirlas por la responsabilidad y el compromiso. En diferentes espacios activistas me he encontrado con personas que no se hacían cargo de sus tareas y que trataban de compensarlo sintiéndose culpables y disculpándose sistemáticamente, reconociendo que no estaban siendo cuidadosas y continuando con la misma actitud. Trataban de resolver su supuesta incapacidad yendo a psicoterapia en lugar de utilizar ese mismo tiempo para cumplir con sus tareas o para repensar sus luchas y hacerlas más apasionantes. Me he encontrado también con compañeras que expresaban abiertamente que no tenían ningún interés en continuar con la militancia política, pero que asistían a las asambleas cuando había sesión de gestión de conflictos porque les gustaban las dinámicas terapéuticas. Son sólo unos primeros ejemplos anecdóticos, pero muestran por qué considero que hace falta más responsabilidad colectiva y menos mixorro terapéutico (es decir, una actitud menos afectada o menos exhibicionismo de la vulnerabilidad), más ternura y reciprocidad en las luchas y menos disculpas basadas en análisis terapéuticos de la realidad.
La historia compartida de los feminismos y la psicología
La psicologización (o cultura terapéutica) ha colonizado los feminismos. La revisión interna, el crecimiento personal, el coaching feminista y otras técnicas psi (aquellas aplicadas desde las disciplinas psi: psicología, psiquiatría, psicoanálisis, psicopedagogía…) han entrado con tanta fuerza en el día a día de nuestras militancias que parecen un rito de paso imprescindible para considerarnos feministas. En los últimos años se han incluido la revisión del racismo interiorizado y del adultocentrismo, pero la base continúa siendo la misma: la revisión interna. En este punto es necesario aclarar que la crítica que trato de hacer a las culturas terapéuticas no ignora ni niega el sistema de privilegios en el que vivimos, sino que huye de la revisión para centrarse en la acción: experimentación colectiva frente a revisión individual.
Al mismo tiempo, caras muy visibles dentro de los feminismos hablan públicamente y de manera cotidiana de sus traumas, de los procesos de revisión de pareja o de familia que están haciendo, de búsqueda interior, del potencial empoderador de la espiritualidad, de la toxicidad de muchos vínculos sociales o, directamente, de las bondades del tarot o de las constelaciones familiares. Estas actividades son una forma de reproducción de las culturas terapéuticas que transforma el sentido común de los feminismos y los inserta en una creciente psicologización de la acción política. Por otra parte, dentro de ciertos espacios de difusión de pensamiento feminista, el imperativo de ir a psicoterapia no deja opción a alternativas. En estos contextos, la posibilidad de que la negativa a hacerlo esté motivada por no tener necesidad de ir, o incluso por estar en contra del paradigma psicologista, está fuera de la ecuación y es inimaginable para muchas personas. Una ceguera que es sintomática de la hegemonía invisible de este sistema de sentido.
Eva Illouz explica amplia y detalladamente la relación entre la psicología, la cultura terapéutica y los feminismos en La salvación del alma moderna (2010). Lo hace partiendo de la historia compartida entre psicología y feminismos, colaboradores en la crítica a las tradiciones y especialmente a la familia. Este trabajo conjunto habría empezado como una simbiosis, porque crear una conciencia de lo personal y de la importancia de problematizar la intimidad servía tanto para visibilizar las violencias ejercidas sobre las mujeres, como para justificar la necesidad de profesionales que gestionaran ese nuevo nicho de mercado.
Las culturas terapéuticas defienden la desconfianza hacia la familia y el entorno, considera que la ayuda profesional es imprescindible y difunden la idea de que no tenemos las herramientas necesarias para gestionar nuestros problemas cotidianos. La sospecha hacia la familia y el entorno era un ejercicio de revisión crítica interesante cuando se combinaba con un trabajo colectivo de visibilización de las estructuras de poder como el que se hacía en las sesiones “de autoconciencia feminista” (consciousness), pero puede llegar a ser muy peligrosa si sólo se asienta sobre la “percepción consciente” de una misma (awakeness) difundida por las culturas terapéuticas. Este giro explica por qué la autora S. García Dauder afirma que el emblema feminista «lo personal es político» se está convirtiendo cada vez más en «lo político es personal y psicológico».
Los feminismos se apoyaron en el individualismo promovido por la psicología para defender los derechos individuales de las mujeres. Fue una estrategia inteligente y efectiva, pero a largo plazo ha tenido consecuencias que los feminismos no habían previsto: el ejercicio de apelar al derecho individual, a la identidad y a la atención sobre el yo se ha convertido una trampa que nos aísla y nos hace más vulnerables.
El papel de la psicología en las culturas terapéuticas
Para Roberto Rodríguez hay un punto clave en la expansión cultural de la psicología en los años sesenta y setenta. Es un momento en el que los deseos de romper con lo establecido y la expansión cultural se combinan y giran paradójicamente hacia el deseo de autoconocimiento. Además, es un lapso en el que la psicología conquista su autonomía como campo, diferenciándose de la psiquiatría precisamente porque deja de centrarse en los pacientes graves y empieza a aplicar sus técnicas sobre el individuo normal (en palabras de Rodríguez). Digamos que las culturas terapéuticas van más allá de la psicología, en el sentido de que entran en el campo cultural y generan nuevas intersecciones, pero continúan siendo sus hijas predilectas y el motivo por el que en la actualidad las técnicas psi han llegado a todos los ámbitos, multiplicando el mercado terapéutico y extremando su influencia.
En palabras de García Dauder, la psicología promueve unos conceptos de yo y de salud políticamente interesados, aunque opere desde una aparente neutralidad. Ejemplo de esta situación es que en un momento sociopolítico como el actual, en que el individualismo ha llegado a extremos inéditos, nos preocupe más impedir que las luchas sociales diluyan nuestra individualidad que evitar que el individualismo fragmente las luchas colectivas. Por este motivo es urgente visibilizar la forma en que las herramientas terapéuticas de control social afectan a la militancia. Además, la cultura terapéutica funciona como una filosofía naturalista, estableciéndose como un sistema de creencias autónomo que genera una normalidad propia que es percibida como natural y que basa su poder en el monopolio del sentido de las cosas. Un sistema de creencias dedicado a mantener y justificar la hegemonía neoliberal que usa como herramienta fundamental nuestro deseo de individualización.
Para Vanina Papalini, el concepto cultura terapéutica (therapeutic culture, therapeutic ethos o therapeutics para Frank Furedi) tiene matices diferentes en función del campo de investigación desde el que se aborde. Desde la psicología social y la sociología, por ejemplo, se asocia con la extensión del vocabulario emocional y terapéutico que conduce a una comprensión autorreflexiva de una misma. En estos ámbitos se entiende como parte de un modelo disciplinario, un guion cultural o un discurso que genera una revisión constante del yo. Para Papalini, se trata herramientas que estarían operando en consonancia con las nuevas modalidades de control social y el nuevo espíritu del capitalismo. En cambio, según la autora, desde la antropología el término surge en un espacio de convergencia entre la salud y las religiones. Existen también diferencias en función de si se enfatiza un ámbito o el otro, es decir, si se estudia el fenómeno desde la antropología de las religiones o se hace desde la antropología de la salud. Papalini defiende que hay una diversidad de culturas terapéuticas ―con componentes sociales, religiosos y de salud― que se complementan y colaboran.
Críticas a las culturas terapéuticas…
Encontramos críticas a las culturas terapéuticas formuladas desde la sociología (Furedi, Illouz, Papalini…) y desde otros campos, como la misma psicología o la psiquiatría (Rendueles, García Dauder, Rodríguez…). Las críticas provenientes del primer grupo suelen centrarse en la vertiente más cultural del fenómeno, a pesar de que en casos como el de Furedi sí que hay un análisis de los efectos de la psicología y de hasta qué punto sus prácticas pueden llegar a ser contraproducentes. El planteamiento del autor es que el ofrecimiento masivo de ayuda psicológica es innecesario, puesto que la mayor parte de las personas son capaces de superar adversidades puntuales. Pero Furedi va más allá: no sólo es innecesario, sino que es nocivo porque genera una vulnerabilidad social específica que nos hace más frágiles. También Illouz combina la crítica cultural con una más general, centrada en la psicología como disciplina.
…desde la sociología de la cultura
En Therapy Culture (2004), Furedi explica que el lenguaje de las sociedades anglo-americanas ha virado progresivamente hacia la emocionalidad psicologista. Se trata de una emocionalidad que forma parte del proyecto cultural neoliberal y que reproduce una visión muy particular de las emociones, enfocándolas desde la carencia. Por este motivo, cuando se rechaza la emocionalidad terapéutica no se está planteando un debate dicotómico entre emoción y razón, sino que se está cuestionando la imposición de un discurso que entiende las emociones de una manera muy específica, expresada como natural. Para Furedi la emocionalidad terapéutica genera un tipo de vulnerabilidad social profundamente ligada a la impotencia. Considera que el objetivo psicopolítico de la emocionalidad terapéutica no es la mera expresión, sino la creación de este tipo específico de vulnerabilidad social. Digamos que sentirse vulnerable justifica la necesidad de intervención psicológica al mismo nivel que sentir miedo valida las medidas represivas. La expresión emocional terapéutica no nos hace más libres, sino más impotentes, y nos fuerza a responsabilizarnos individualmente de condiciones sociopolíticas que escapan a nuestro control.
Autores como David Le Breton han defendido el carácter cultural y construido de las emociones, un posicionamiento que desvela el autoritarismo de la imposición de un modelo único de gestión emocional psicologista. Como veremos en las críticas a los manuales de diagnóstico psiquiátrico, la psicologización es capaz de convertir en problemas situaciones que hasta ahora formaban parte de la vida cotidiana. Para el psiquiatra Guillermo Rendueles, la opción terapéutica elimina cualquier alternativa. Alternativas como la posibilidad de reinventar la lucha, de crear o buscar nuevas formas de militancia que nos emocionen, que movilicen el deseo y que transformen nuestra realidad a base de experimentación social. La salida terapéutica mueve el foco hacia el interior y hacia lo individual, y lo hace sin dificultad porque estamos acostumbradas a aceptar que el problema es nuestro y no del sistema.
La crítica de Furedi a la vulnerabilidad social conecta directamente con la cuestión de la creación de traumas y con su banalización. Hay que recordar que para muchos autores (Furedi, Guattari, Deleuze, Freud…) el trauma siempre se genera a posteriori, en el análisis de lo vivido. Entendiéndolo así, la revisión terapéutica está más cerca de ser el origen del trauma que de convertirse en su solución. En Therapy Culture, Furedi pone multitud de ejemplos que muestran cómo la cultura terapéutica reinterpreta y reescribe la historia. Entre ellos, explica la aplicación de protocolos de acompañamiento psi en catástrofes (entre ellas el 11S, la matanza de la ciudad de Columbia o las reacciones a las riadas en Inglaterra en los años cincuenta y en el año 2000), y de casos anteriores a la expansión terapéutica, como la tragedia de Aberfan (1966). Furedi explica que tras el accidente minero-escolar de Aberfan, no se ofreció acompañamiento terapéutico y que un año después los supervivientes no mostraban secuelas psicológicas. Expone también que se trató posteriormente a supervivientes y familias, forzándolos a revivir y reinterpretar lo vivido hasta llegar a un punto en que sí, efectivamente, se sentían traumatizados.
La creación del trauma es compleja y delicada, pero su importancia en las culturas terapéuticas hace que sea imprescindible mencionarla. Incluiré sólo una reflexión, a propósito del caso de la Manada y de cómo se juzgó a la víctima por no parecer traumatizada. Es peligroso confundir sufrimiento con trauma, porque puede hacernos dudar del daño que se le ha hecho a una persona si ésta no parece suficientemente afectada. El sufrimiento y el trauma no son sinónimos. El sufrimiento se vive en el momento, el trauma es la revisión posterior, la interpretación que hacemos de esa vivencia desde el momento presente. Y es en ese punto donde las culturas terapéuticas nos hunden en el sufrimiento, impidiendo que generemos fugas hacia delante. Sobrevivir y negarse a ser víctimas no significa borrar el sufrimiento pasado, pero sí que permite establecer nuevos puentes hacia el futuro, dejar de ser víctimas para ser activistas.
…desde las disciplinas psi
El segundo grupo de investigadores e investigadoras habla de manera más directa de las prácticas médicas en salud mental, de la ambigüedad de los diagnósticos y de la patologización de conductas que hasta ahora se consideraban normales. Para Barbado Alonso, la psicología y la psiquiatría actuales han dejado de describir y estudiar lo observable de la conducta humana, pasando a redefinir la condición humana. Las críticas al DSM-V (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders del APA, Asociación Estadounidense de Psiquiatría, en su quinta edición), van en la misma dirección. Incluso Allen Frances, ex-director del DSM, afirma que las últimas ediciones incluyen problemas cotidianos y los categorizan como trastornos mentales (¿Somos todos enfermos mentales? Manifiesto contra los abusos de la Psiquiatría, Ariel, 2014). Este segundo grupo, que habla específicamente de la mala praxis de las disciplinas psi, incluye la crítica a las culturas terapéuticas porque su crecimiento tiene consecuencias en el número y el tipo de pacientes que tratan. La expansión de la psicologización hace que la sociedad entera empiece a sentirse en riesgo de padecer sufrimiento psíquico, y esa preocupación tiene como consecuencia directa el aumento de los pacientes potenciales y efectivos (en psicología, pero también en psicoterapias alternativas y en psiquiatría), la prescripción de más medicación y la inclusión de más y más recursos psicológicos en todos los espacios sociales (empresas, escuelas, instituciones…). Para Rendueles, una buena parte de la expansión del sufrimiento psíquico es producto de la cultura terapéutica y de la creación de falsas necesidades capitalistas.
El debate, por lo tanto, no es si existe sufrimiento, ni si tiene importancia. El objetivo es identificar el proceso de creación de ese sufrimiento y de su generalización. Tener problemas de salud mental no es el mismo que sentirse infeliz por no haber cumplido el mito de la autorrealización capitalista, aunque el sufrimiento que produce el capitalismo sea real. La crítica a la psicologización de la sociedad defiende los intereses de las personas con problemas de salud mental, porque visibilizar las culturas terapéuticas es rechazar la banalización del sufrimiento psíquico. El objetivo último de esta crítica es defender la importancia de ser menos vulnerables socialmente cuando sea posible y de generar alianzas colectivas que nos sostengan cuando no lo sea. En este contexto, es necesario ayudar a las personas que sufren, pero también se deben cuestionar radicalmente las culturas terapéuticas e impedir que tomen el control de nuestras vidas y luchas. Por suerte son dos acciones perfectamente compatibles.
Quienes critican las culturas terapéuticas, por lo tanto, lo hacen desde la vertiente cultural y también desde la clínica. Critican la expansión terapéutica (giro terapéutico) en la cultura, pero también insisten en que la psicología y la psiquiatría son herramientas concebidas para el control social y que tienen como finalidad la adaptación de las personas al sistema, independientemente de la legitimidad o justicia de aquel. Estas críticas, en cambio, no parecen haber llegado a los debates feministas. En debates sobre este tema en espacios feministas he encontrado una fuerte respuesta a favor y en contra, incluyendo reacciones de incredulidad total, muy parecidas a las reacciones patriarcales a la crítica feminista. Una de las dificultades clave en la hora de cuestionar la psicologización es precisamente que las personas que la defienden no sienten que estén colaborando con el sistema, sino que están tratando de encontrar su propio camino y de generar alternativas que cuestionan el statu quo.
Líneas de fuga contra el proyecto cultural neoliberal
Este contexto de vulnerabilidad social hace que la militancia parezca imposible, haciéndonos más impotentes. La creencia de que para ser militante feminista hay que hacer psicoterapia esconde dos cuestiones importantes: 1) para cambiar el mundo primero hay que cambiarse a una misma y 2) la militancia es dura, aburrida y poco o nada estimulante. La primera cuestión conecta con la existencia del inconsciente, una idea muy extendida por las disciplinas psi. Habría un inconsciente que desconocemos, que rige nuestro comportamiento y al que no podríamos acceder sin ayuda profesional. Más allá de esta convicción popularmente aceptada, Gilles Deleuze y Félix Guattari afirmaban, ya en los años setenta, que el inconsciente no es fijo ni individual, sino social y procesual. Según esta consideración, no habría nada que descubrir, pero sí mucho que construir colectivamente. En consecuencia, todos los procesos centrípetos de búsqueda interior aplicados a la deconstrucción del machismo o del racismo (entre otros), deberían sustituirse por prácticas experimentales colectivas que generaran nuevas maneras de crear sociedad y que tuvieran carácter centrífugo (líneas de fuga).
Ejemplos de líneas de fuga
Con las líneas de fuga de Deleuze y Guattari, la experimentación política y social se libera de los límites impuestos por las culturas terapéuticas para generar subjetividades radicalmente transformadoras. La historia nos da multitud de ejemplos de líneas de fuga: el «no future» del punk, la vanguardia artística de Dadá o de la Internacional Situacionista, o el mismo 15M. Son momentos en que se quería «cambiar la vida», en un sentido político, no terapéutico. Las líneas de fuga se producen sin saber dónde nos llevan, son una experimentación sin objeto. Es un concepto revolucionario que tiene que ver con cruzar los límites de lo conocido y está ligado a un posicionamiento socialmente transformador contrario al crecimiento personal.
El 15M fue una performance transformadora, un empujón creador de subjetividad que afectó a todos los ámbitos. Un momento de creación colectiva de imaginario que fue mucho más allá de los contenidos concretos que se compartieron en las asambleas en la calle. Más allá de las críticas que puedan hacerse después de diez años, fue una línea de fuga radical en el Estado español que incluyó a personas que no estaban politizadas, y lo hizo en un sentido centrífugo (hacia fuera, en la interacción), contrario a las fuerzas centrípetas (para adentro, en la revisión personal) de las culturas terapéuticas.
Un ejemplo de línea de fuga feminista sería sustituir las rondas de sentires y otras dinámicas psi por la experimentación colectiva. Dejar de lado la expresión de las necesidades y deseos individuales, y centrarse en las del colectivo, como ha señalado María Zapata. Evidenciar las jerarquías evitando centrarnos en el análisis psicologista de la personalidad, que acaba en procesos de culpa y autorrevisión.
Una especie de conclusión
La psicologización es una herramienta de control social que culpabiliza al individuo de problemas de raíz profundamente sociopolítica y que genera un ideal de autorrealización imposible de cumplir para las clases trabajadoras. Afecta especialmente a los feminismos, que están sirviendo como puerta de entrada de las dinámicas terapéuticas a los movimientos sociales de izquierdas. Es necesario desnaturalizar las culturas terapéuticas y el primer paso en esta dirección es comprender que superarlas es un trabajo colectivo, que afecta a toda la sociedad y que no es un ejercicio de rechazo a las emociones ni a la fragilidad. Es más bien un cuestionamiento radical de la emocionalidad terapéutica. Esta emocionalidad, que se basa en la carencia y en la creación de una vulnerabilidad social específica, nos hace sentir menos capaces, al mismo tiempo que el sistema neoliberal nos responsabiliza individualmente de problemas sociopolíticos.