Cualquier injusticia social, cualquier dolor innecesario, es violento por naturaleza. […] Oponiéndote estarás haciendo frente a la misma esencia del problema. James Baldwin.
Estas líneas son redactadas tras la publicación en Mad in America para el Mundo Hispanohablante de un artículo sobre las oscuras estrategias empleadas por la industria farmacéutica (Janssen en este caso) para publicitar un nuevo neuroléptico inyectable llamado Trevicta. Lo primero que queremos hacer es recomendar encarecidamente su lectura, se presenta de manera clara y concisa cómo opera la maquinaria publicitaria en perfecta armonía con los medios de comunicación. Nuestra aportación desde Primera Vocal pasa tan solo por dar la mayor difusión que podamos a dicho texto y reflexionar brevemente sobre la naturaleza real de este tipo de operaciones empresariales y su incidencia en las personas que acudimos todos los días a los centros de salud mental de este país.
Vayamos por partes. ¿A qué naturaleza nos estamos refiriendo? A la violencia. A una lógica cruel que únicamente responde al incremento de los beneficios económicos. Una manera de intervenir en la gestión del sufrimiento que deja dos resultados claros: riqueza de una parte y vulnerabilidad de la otra.
La industria farmacéutica tiene un claro problema de imagen. Eso es evidente. Hacen todos los esfuerzos posibles (incluyendo desde hace poco apartados dedicados a la transparencia en sus propias webs, donde recogen el dinero que sueltan a profesionales, hospitales, instituciones y asociaciones) por limpiarla, pero saben que no es suficiente. No se trata de un problema de esta u otra empresa, es algo estructural, cualquier persona que se pare a pensar un momento y atienda al funcionamiento del mundo que le rodea caerá en la cuenta de que el capitalismo y la filantropía no son compatibles (y ni siquiera hay que ser anticapitalista para ello). No se puede cotizar en bolsa y buscar el cese de todo aquello que posibilita el que se pueda cotizar en bolsa. En otras palabras, ¿quiere realmente Janssen (y todas sus compañeras de armas) que las personas que consumen sus fármacos se recuperen y lleguen a no necesitarlos (o incluso que tan solo necesiten tomar menos dosis)?, ¿es compaginable la acumulación de riqueza y el bienestar de la sociedad a la que se dispensa fármacos?, ¿podemos imaginar una situación en la que alguna empresa del ramo aceptara sin pelear un cambio de paradigma que implicara un incremento de salud sin sus productos? Creemos que no.
Ahora bien, el negocio tiene que continuar. Hay que renovar el catálogo cuando las patentes caducan, hay que ofrecer nuevos productos, colocarlos y promocionarlos de manera que la ciudadanía vea esos esfuerzos comerciales como una contribución al bien social. Los caminos son varios:
1) El marketing a gran escala, la influencia en los medios de comunicación y la generación de noticias construidas con una única fuente de información, pero que suenan bien, como este épico titular del 20 Minutos: Un nuevo medicamento es capaz de controlar la esquizofrenia con solo cuatro dosis al año.
«Controlar», eso es cierto, Janssen ha dado en el clavo… tener a los pacientes drogados gracias a carísimos pinchazos espaciados en el tiempo es una forma de control que nos recuerda a ciertas distopías y a algunas estrategias psiquiátricas empleadas en los totalitarismos más aberrantes del siglo XX. Es una apuesta manifiesta porque las cosas sigan como están e incluso se optimice el rendimiento: ellos ganan más, los pacientes son atendidos menos tiempo (menos personal, menos molestias), las revisiones de la medicación son mucho más improbables y la retirada de la misma se convierte en un horizonte tan lejano que ya ni es horizonte ni es nada. Pero, ¿»controlar» la esquizofrenia? Eso es un brindis al sol, y el medio que lo ha publicado debería haberse molestado en preguntar a los pacientes por ello. Si los neurolépticos curaran algo no tendrían que pinchárnoslos para asegurarse de que los tomamos, los tomaríamos nosotros por nuestra propia iniciativa. Drogas como Trevicta pueden ayudar a frenar determinados síntomas, pero no los hacen desaparecer, los difuminan a un precio muy alto: deterioro de la salud y salvajes efectos secundarios. Las personas diagnosticadas deberíamos contar con la información y la capacidad de opinar sobre las drogas que entran en nuestro cuerpo. Tratar de implementar la inyección como tratamiento implica negar a los pacientes la capacidad de decidir sobre el mismo, erradicar la libertad en el espacio asistencial. Es una forma de violencia. Cotidiana y envuelta de bonitas palabras («Es por tu bien»), pero violencia al fin y al cabo.
2) El marketing del comercial, el llamado «visitador médico». La profesión de comercial tampoco goza de mucha consideración social: hombres y mujeres son entrenados en técnicas de persuasión y lanzados a patear las calles (las consultas en este caso nuestro) para colocar su producto. Solo la ingenuidad permite pensar que esos profesionales creen realmente en su producto, no… tan solo tienen que venderlo. Para ello se sirven de distintas herramientas: montan cenas, charlas, congresos… Pagan a psiquiatras, psicólogos y enfermeros con el objetivo de que informen a sus propios compañeros sobre las bondades de este u aquel fármaco.
Quien haya estado esperando en las salas de cualquier Centro de Salud Mental ha podido ver su obsceno comportamiento. Van de aquí para allá, ignorando la presencia de ciudadanos que esperan a ser atendidos en los mermados recursos de la salud pública y entrando en las consultas con sus sonrisas perfectas (no hay visitadores con los dientes torcidos), sus tablets y maletines. No se cortan. Y los profesionales del centro en ocasiones tampoco. A veces incluso hablan abiertamente de tal y cual paciente, creyendo que tan solo por omitir el nombre del mismo no se le estuviera faltando al respecto. Y tú estás ahí, esperando tu turno, escuchando lo bien que le ha ido el Xeplion a esa mujer tan «deteriorada» que iba todas las semanas por centro. Debajo de esas americanas perfectamente planchadas, de la gomina o del maquillaje murmura la violencia del dinero. Puedes olerla si te lo propones.
Un día entras en la consulta. La psiquiatra te quiere plantear una cosa: «¿No te interesa venir a pincharte? Es mucho más cómodo». Jamás has tenido problemas de «adherencia», tomas poca dosis y aspiras a no tomar ninguna. Respondes que no ves motivo para ello, que no es difícil tomar una pastilla al desayunar, que te gustaría reducir todavía más la dosis y que además es mucho más barato tomar Risperdal que inyectarte. «Tú no lo pagas, es la Seguridad Social», te responde airada. Quieres explicarle cómo funciona el sistema de impuestos, pero no lo haces, no serviría de mucho. Sales de la consulta, recorres el destartalado pasillo. Te han cambiado 4 veces de psiquiatra en menos 4 años, incluso te has quedado sin unos durante varios meses. Te ven una vez cada noventa días. Jamás te han ofrecido nada que no sean drogas, ni psicoterapia ni nada semejante. Sales del centro, giras la cabeza: hay pancartas contra los despidos y recortes en la fachada. El mundo es el que está loco.
3) El patrocinio. La madre del cordero. El Estado y las comunidades autónomas están peladas, los recortes son constantes e irreversibles… pero la industria farmacéutica tiene billetes. Muchos. Cantidades ingentes. Ellas pagan los estudios clínicos (que evidentemente solo les favorecen a ellas) y los congresos (donde se hablan maravillas de sus productos), financian unidades psiquiátricas, fundaciones y asociaciones de familiares que están muy contentos por los avances de la industria. No es difícil hacer amigos con dinero, solo tienes que repartirlo de manera cuidadosa. Administrarlo con arte. Establecer una red clientelar los suficientemente tupida y flexible para resistir cambios políticos y crisis económicas. ¿Han disminuido los beneficios de las grandes empresas que facturan psicofármacos en estos terribles años? No. Al revés. Siempre van hacia arriba mientras a nosotros se nos sentimos la lluvia en los zapatos. Así es como se ha creado una ideología (es decir, una falsa conciencia que se vende e impone): a base de sueldos, dietas y fondos. Dinero. Violencia.
La injerencia de la industria farmacéutica en la salud pública implica una vulneración de derechos. A efectos prácticos, y recurriendo a una imagen simbólica bastante acertada, es arrojar a las personas diagnosticadas a un mar infestado de tiburones. Luchar contra ella es luchar por la justicia social y la libertad. Puede sonar pretensioso, pero creemos en ello. Entendemos que en un contexto donde se promueva la libertad (a un nivel tanto individual como colectivo) y la justicia, será menos fácil volverse loco. Y que si lo hacemos, será más sencillo que nuestras propias comunidades nos rescaten de entre la espuma de las olas.
Y llegados a este punto surge la misma pregunta de siempre… ¿qué hacer? Lo básico, lo esencial, sería:
– Desenmascarar la infamia de movimientos publicitarios como el que ha tenido lugar con el Trevicta y hacer toda la difusión posible. Erosionar la fachada humanitaria de la industria farmacéutica para que todos puedan ver lo que hay debajo.
– Acabar con la figura del visitador médico. Su presencia en los centros de atención es en sí misma una agresión de los mercados. El personal público debería disponer de tiempo y capacitación para formarse, estudiar y decidir el fármaco y las dosis con las que el trabajar. O incluso trabajar sin ninguno de ellos.
– Dicha elección debe basarse en estudios clínicos donde no se produzca conflicto alguno de intereses, realizados con fondos ajenos a la industria y por personas que no estén contaminadas de manera alguna (y no solo hablamos de salarios, también de viajes, comidas, cuotas de inscripción en congresos, etc.).
– Fomentar la autoorganización de las personas que sufren psíquicamente, construir redes y mecanismos de autodefensa. Seguir avanzando hasta reivindicarnos como sujetos activos e interlocutores inevitables, hasta que dejen, en definitiva, de vernos como una masa carne donde clavar sus agujas y hacer caja.
Salud y fuerza.
PD: Para más información sobre los neurolépticos, recomendamos, por ejemplo, este texto de Javier Romero Cuesta.