Esto es lo que se siente cuando desarrollas esquizofrenia aguda, de Daniel Smith

esto es lo que se siente_primera vocal.pngReproducimos un texto publicado en la revista/web Vice, una publicación de masas que lo mismo puede ofrecer materiales escritos y audiovisuales de interés que toneladas de mierda llenas de frivolidad y cálculo mercantil. El capitalismo espectacular es así, pero eso es otra historia…

La cuestión es que no es habitual encontrar narraciones en primera persona de un primer brote psicótico, así aprovechamos para traer el texto a primeravocal.org y de paso plantear un par de cuestiones. La primera sería la del diagnóstico: la persona que escribe habla de «esquizofrenia aguda», cuando al menos por estas tierras el término «esquizofrenia» se reserva para cuadros donde hay una situación prologada en el tiempo que se caracteriza por un «menoscabo cognitivo» (cómo se valora este menoscabo es también otra historia) y su narración está centrada en una experiencia psicótica bastante concreta… no queremos entretenernos mucho en ello, pero simplemente nos parece curioso la laxitud diagnóstica entre países separados por tan poco espacio geográfico y aprovechamos para plantearnos (una vez más) el rigor objetivo de la excelsa disciplina psiquiátrica. La segunda es la de recalcar la validez de este tipo de textos, aunque se pueda discrepar con algunas cuestiones (por ejemplo la poca relevancia que se le da al consumo de hachís en relación con el episodio). Algunas de las descripciones son muy precisas y tienen un valor notable a la hora de comunicar una experiencia que es por definición profundamente subjetiva. Por otro lado, hay algo en lo que sí necesitamos detenernos, y es en los consejos que el autor proporciona hacia el final del texto… Nos parece peligroso plantear la necesidad y el beneficio de compartir colectivamente tu «psicopatología». No dudamos de que a él le fuera bien, pero al menos en el estado español conocemos otras muchas historias que no han acabado igual. Quizás sea por una cuestión cultural, o tengan un peso específico las décadas de dictadura e ignorancia institucionalizada, pero la cuestión es que la salud mental es un tabú en nuestra sociedad y una poderosa fuente de estigmatización (tanto en el plano estrictamente familiar, como en el laboral y en muchos otros). La gente, en lo referente a la salud mental, es básicamente estúpida. Cualquier persona afectada o sus amigos, pareja o seres queridos son conscientes de ello. La percepción social de la psicosis o la esquizofrenia es la tipos peligrosos que acuchillamos a diestro y siniestro cuando nuestras voces nos lo mandan. Y dicha percepción no se vincula a la educación o a una determinada situación social, sino que está generalizada.

Un ejemplo que guarda relación con la entrada anterior puede arrojar algo de luz al respecto. Hace pocos días, el copiloto Andreas Lubitz estrelló un avión lleno de pasajeros contra los Andes. Cuando los medios anunciaron que al parecer se trataba de un acto voluntario, en el espacio de trabajo de quien esto escribe (y en el de media Europa) comenzó a hablarse sin parar del tema. Mi compañera de trabajo, persona extremadamente culta y de izquierdas, dijo: «Eso ha sido un brote psicótico». Le dije que sinceramente no lo creía, y ella respondió: «Entonces se trataba un esquizofrénico sin medicar». Evidentemente, la conversación se acabó ahí. Esta es una parte significativa de la realidad española cuando se habla de salud mental, así que no siempre es buena idea eso de compartirlo en el puesto de trabajo. De hecho y ciñéndonos a nuestras vidas, nunca lo ha sido.

Pd: Esta campaña inglesa contra el estigma, que ya tiene unos años, sería algo bastante complicado de ver en la televisión ibérica, donde presentadores y tertulianos no pierden la oportunidad de verter amarillismo e infamia cuando se produce cualquier suceso vinculado con la locura.

El invierno del año pasado empecé a no reconocerme a mí mismo.

El primer cambio se produjo en el sueño. En el transcurso de aproximadamente quince días, empecé a notar que cada vez me costaba más conciliar el sueño. A mis 24 años, y teniendo en cuenta que siempre tenía a mano algo de hachís, nunca antes había tenido problemas en ese sentido. Era muy extraño. Un día, de repente, me metí en la cama y no era capaz de desconectar el cerebro. De mis pensamientos surgían zarcillos que se enredaban con los de otros pensamientos formando un enorme e intricado muro, como si se tratara de una hiedra. Algunas noches me tapaba la cabeza con el edredón, me agarraba fuertemente la cara con las manos y me susurraba a mí mismo, «Cállate. De. Una. Puta. Vez».

Al final conseguía conciliar el sueño, pero despertaba con una sensación extraña, como si hubiera olvidado hacer o decirle a alguien algo. También había perdido algo del apetito voraz que solía tener entonces. Por lo general, poco después de abrir los ojos solía bajar de estampía a servirme un tazón de cereales del tamaño de una cúpula geodésica. En cambio, ahora todas las mañanas me levantaba con una regusto enfermizo arrastrándose por mi garganta. No le di mayor importancia y decidí que quizá era momento de dejar de fumar chocolate por una temporada. Seguramente era eso. Nada de qué preocuparse.

Continué yendo al trabajo con normalidad (trabajo en un negocio de vinos), tratando de descartar de mi mente los cambios que estaba experimentando por la noche. Pasaba el día sin problema, quizá con los ojos algo decaídos. A decir verdad, cuando pienso en ello ahora, reconozco que había empezado a tener problemas para entablar conversaciones sencillas.

Si mi jefe me pedía que verificara un pedido, tenía que tomarme unos segundos para procesar lo que acababa de decirme, como si dos o tres personas me hubieran dado las instrucciones a la vez y no fuera capaz de entenderles. La tarea de revisar los pedidos de la mañana y que mi mente los entendiera entrañaba la misma complejidad que divisar un árbol en la niebla. Podía hacerlo, pero con dificultad.

Tenía la sensación de estar sumido en una especie de bruma. Empecé a creer que las cosas estaban siempre a punto de caerse. Miraba un estante de botellas y veía que dos de ellas se estaban tambaleando, y cuando volvía a mirar, las botellas estaban en su sitio. También comencé a oír teléfonos sonar con distintos tonos, si bien no había ni un solo aparato en el almacén. A pesar de todo, todavía lograba conservar la calma. Cuando me preguntaban si me encontraba bien, me excusaba diciendo que últimamente no podía dormir y que probablemente se tratara de eso. La falta de sueño provoca ese tipo de efectos en la gente. Un compañero de trabajo me invitó a que probara unas pastillas y durante un tiempo me ayudaron a dormir un poco mejor, aunque cada mañana me levantaba con la sensación de tener la cabeza llena de algodón. Empecé a dejar de ir al pub y de jugar a fútbol los fines de semana. Solo quería dormir. Entablar conversaciones requería demasiado esfuerzo.

Creo que desde ese episodio de insomnio inicial pasaron dos meses hasta que me di cuenta de que tenía un problema grave. Los pensamientos-pulpo —como acabé llamándolos— que me asaltaban por la noche eran cada vez más extraños. Hubo un momento en que, mientras veía la tele, no era capaz de discernir qué sonidos salían del aparato y cuáles procedían de mi cabeza. Empecé a asustarme. Una noche, mientras veía Homeland (precisamente), sufrí lo que en ese momento consideré un ataque de pánico. Sabía cómo eran los ataques de pánico porque una chica con la que salía los padecía a menudo. En una ocasión tuvo que tumbarse en medio de una sala de cine y respirar profundamente hasta que remitieron las arcadas. Era una escena horrible.

Aquella noche empecé a temblar como si hiciera un frío polar, a pesar de que mi piel estaba ardiendo. Mis piernas rozaban las sábanas con cada sacudida y en mi cabeza ese sonido cacofónico se convirtió en el murmullo de una multitud de personas murmurando junto a mi almohada. No era nada alarmante, solo un sonido constante y desconcertante. En ese momento, frente a las luces parpadeantes del televisor, empecé a perder la cordura.

Esa noche no pegué ojo. Estaba paralizado. La puerta de mi habitación había pasado a delimitar la frontera de mi mundo. El sonido iba y venía en oleadas y en general sentía como si alguien o algo se hubiera apoderado de mi cuerpo y mente. No era yo quien estaba demasiado asustado para ir al lavabo y decidió hacer pis en un vaso de cristal, derramando la mitad por el suelo. No era yo el que quitó todas las sábanas de la cama porque estaba más cómodo durmiendo desnudo directamente sobre el colchón. No era yo quien se clavaba la punta de un cuchillo Stanley en el talón en un intento desesperado de recuperar la cordura. Confinado en mi habitación, mientras el sol salía y sonaba la alarma del despertador, pensé, ‘Necesito estar con mi madre’.

Afortunadamente, solo un tramo de escaleras me separaban de ella. Todavía no había logrado sobreponerme como para salir de casa. De hecho, no podía permitírmelo. La llamé por teléfono porque tenía la convicción de que si abandonaba la habitación se me caerían las entrañas. Creía que si cruzaba el umbral de mi habitación el cráneo se me haría pedazos y los intestinos se desparramarían por el suelo como si fuera un cerdo destripado. Mi madre contestó al teléfono diciendo, «Por el amor de Dios, Daniel*, deja de hacer el tonto», o algo parecido. Por lo visto, empecé a llorar como un niño, emitiendo sentidos y profundos sollozos. Oí cómo en el piso de arriba mi madre dejaba caer el teléfono al suelo.

Cuando abrió la puerta de mi cuarto, estaba jadeando. No lo recuerdo, pero al parecer había desmontado todos los mandos a distancia (tenía cuatro) y mi colchón era un caos de circuitos, orina y sangre (del talón), en medio del cual estaba yo, llorando. Le dije a mi madre que me habían poseído. Mi madre llamó a una ambulancia.

No lo recuerdo con exactitud, pero parece ser que cuando llegaron los auxiliares de la ambulancia, yo pensé que estaban sacándome fotos. Estaba tan enfadado que intenté golpearles. A uno de ellos le grité que hacerme fotos iba contra la ley y que tenía derechos. Tenía los calzoncillos empapados y sangre seca por toda la pierna.

Lo único que recuerdo del trayecto hasta el hospital es que mi madre me estaba aguantando las piernas contra la camilla, pero ella dice que no paraba de gritar que no quería que me llevaran por la autopista porque había gente escondida en los radares de velocidad. El resto de mi estancia en Urgencias es una sucesión de imágenes en blanco y negro de agujas, susurros y correas de inmovilización.

Lo que acabo de describir se conoce como un episodio psicótico, síntoma inequívoco de la esquizofrenia aguda, la enfermedad que me diagnosticaron. La psicosis consiste en la pérdida de contacto del paciente con la realidad. Puede producirse de forma repentina o —lo que es más común entre las personas que desarrollan la patología— gestarse lentamente hasta que un día se manifiesta. Esto fue lo que me ocurrió a mí. Estuve ingresado una semana y media e inmediatamente me sometieron a un tratamiento con antipsicóticos. Tampoco guardo muchos recuerdos de ese periodo, aparte de que sentía náuseas constantemente y que me costaba hablar con la gente. Ah, y que el tipo de la habitación de al lado se cagaba encima a propósito, con lo que en el ambiente reinaba un hedor a muerte como el que yo sentía en mi cerebro.

Sí recuerdo el día en que empecé a sentir que volvía a tomar contacto con la realidad, cuando los fármacos que tomaba comenzaron a obrar su efecto, evitando que solo quisiera cubrirme la cabeza con una manta y dormir. Mi hermano y mi madre vinieron a visitarme (habían venido todos los días, pero como yo era incapaz de conversar, solo hablaban con los médicos y las enfermeras) y vimos tres episodios seguidos de Breaking Bad en el iPad en la sala de visitas. Mi madre lo sostenía sobre las rodillas con una mano mientras con la otra me acariciaba la nuca de vez en cuando. Me reí de algo que dijo Saul y, en ese momento, tuve la sensación de que lo estaba logrando, de que las cortinas que habían estado ocultando la persona que una vez fui se desvanecían. Esa noche incluso me terminé toda la cena, aunque juro que nunca más volveré a comer puré de patatas.

El camino a la recuperación estaba plagado de baches. Sufría agotadores ataques de pánico en los que revivía los acontecimientos de las pasadas semanas. Pero el equipo de salud mental del hospital en que estaba ingresado hicieron un trabajo increíble, a excepción de un par de enfermeras que me trataban como a un bebé. Odiaba eso. Cuando me dieron el alta, una trabajadora social venía a verme a casa todas las semanas para controlar la medicación, tomar nota de mi rutina diaria y animarme a que saliera a dar paseos con mi madre y a que retomara el contacto con mis amigos. La verdad es que estaba tan avergonzado que no me había atrevido y, además, pensaba que no lo entenderían. O lo que era peor, temía que me tildaran de chalado. No podía estar más equivocado.

Mi mejor amigo, Sam*, me contó que estaba tan preocupado por mí que no lograba dormir por la noche. Menudo capullo. Poco a poco, todos empezaron a enviarme mensajes de nuevo —supongo que temían decir algo inapropiado—, asegurándome que no veían el momento de volver a jugar a fútbol conmigo y que pronto ya estaría recuperado. Era increíble lo maduros que parecían todos.

El personal de la unidad de salud mental había organizado una terapia para pacientes externos a cargo de Gregg*, un hombre que hablaba con extrema claridad. Durante un tiempo sufrí los efectos sedantes de los antipsicóticos y a menudo tenía la sensación de estar moviéndome en un líquido espeso, aunque sentía una paz mental que hacía muchos meses que no experimentaba. Gregg fue de gran ayuda en el proceso de comprender qué me había pasado y me enseñó técnicas para cuando me asaltaran los pensamientos de aquella noche (según él, no es bueno hablar de «perder» la cabeza, ya que la cabeza sigue ahí, solo que enferma) y para superar el miedo a que vuelva a repetirse un episodio como aquel. También él me animó a que viera a mis amigos y me aseguró que es posible recuperarse, que la medicación había funcionado y seguiría haciéndolo, pero que tenía que ser realista y asumir que tenía un trastorno. Solo era cuestión de tiempo.

Lo cierto es que la aceptación marcó la gran diferencia. Aprendí que la frustración lleva a la ansiedad. Los días en los que salía a pasear (mi madre me obligaba a ir todas las tardes durante al menos una hora, me dejaba solo a medio camino y me hacía algún encargo, como comprar un cartón de leche o mantequilla) y me ponía a pensar en todo aquello, un pensamiento siempre me rondaba la cabeza: ‘Joder, ¿por qué no puedes ser normal?’ Entonces tenía que parar, tomar aire unas cuantas veces y decir en voz alta, ‘Soy normal, solo que he sufrido un trastorno y me estoy tomando un descanso’.

Unas seis semanas después de salir del hospital, empecé a visitar a mis amigos a sus casas nuevamente. No podía evitar sentirme un poco incómodo cuando el volumen de la tele estaba demasiado alto o cuando todos hablaban a la vez, pero cuando eso pasaba, simplemente se lo decía. Nadie gastó ninguna broma. Nadie sintió lástima por mí, tampoco, lo que era un gran alivio. A veces pensaba que, si a alguno de ellos le hubiera ocurrido lo mismo que a mí, yo me habría comportado como una madre sobreprotectora, preguntándole cada dos por tres si se encontraba bien.

Pocas semanas después volví al trabajo a tiempo parcial. Mi jefe no podía ser más comprensivo. Al parecer, cuando me ingresaron, llamó a mi madre para decirle que me guardarían el puesto hasta que me hubiera recuperado y que me lo tomara con calma. Al principio me sentó mal, porque no quería volver al trabajo como si fuera una especie de inválido. Tenía 25 años, no 60, y a mi regreso quería que se me tratara como antes. Me llevó un tiempo aceptar la compasión y la preocupación de la gente por lo que realmente eran y no como un desprecio hacia mi persona.

La vuelta al trabajo supuso una gran mejoría. Retomar la rutina, hablar con la gente y tener la mente ocupada con tareas fue la mejor de las terapias. Algunos días me levantaba asustado y me costaba un par de horas darme una ducha y salir de casa, pero nunca nadie me lo recriminó. En varias ocasiones llamé a Gregg desde el almacén —a veces me resultaba difícil estar en el mismo lugar en que mi realidad había empezado a desdibujarse— pero no siempre estaba disponible. En esos casos, me bastaba con dejarle un mensaje en el buzón de voz. Un día me comunicó que ya no era necesario que fuera a verle, que confiaba en que sabría lidiar con mis pensamientos y utilizar las técnicas que había aprendido sin ayuda.

Ya ha pasado un año y no he sufrido ninguna recaída. Voy a tener que seguir con el tratamiento una larga temporada, pero no me importa. Mi deseo sexual ha disminuido mucho (aunque todavía consigo que se me levante) y he engordado un poco, pero es el pequeño precio que debo pagar por tener la mente clara.

He querido contar esta historia porque, hasta que me volví esquizofrénico, mi concepto de ese trastorno era como una sentencia de muerte. Cuando oyes hablar de gente que es esquizofrénica, los imaginas encerrados en habitaciones acolchadas, meciéndose hacia delante y hacia atrás en un futuro bidimensional dominado por charlas bajo los efectos de la medicación y almohadas empapadas de baba. Te imaginas el futuro oyendo voces y viendo fantasmas. Nada más lejos de la realidad si el trastorno se trata adecuadamente. Con el tratamiento apropiado y una detección temprana, es posible recuperarse muy bien de la esquizofrenia aguda y de otros trastornos mentales.

Soy realista con mi pronóstico: es posible que en algún momento sufra una recaída y pensar en ello a veces me deprime, pero también sé que puedo recuperarme y eso lo hace más llevadero. He vuelto al trabajo, recuperado mi vida social y retomado los partidos de fútbol, como hace un año. Incluso me he ido de vacaciones. Aún no estoy del todo preparado para irme de casa, pero quizá se deba más a la pereza.

Mi mejor consejo para cualquiera que haya empezado a experimentar síntomas psicológicos inusuales es que se lo cuenten a alguien. A quien sea. Que hablen de ello en lugar de cargar con esa losa en solitario. Un trastorno mental no es muy distinto a una enfermedad física, simplemente afecta a un órgano diferente, el cerebro. Que no teman darse de baja una temporada del trabajo o de hablar de ello con sus jefes, como yo hice. Cuando pienso en ello ahora, el hecho de oír teléfonos sonar cuando aún me aferraba a la realidad debería haber sido señal suficiente como para pedir ayuda a alguien. La vergüenza no tiene lugar cuando se trata de tu salud mental, y debemos prestar la misma atención a los síntomas psicológicos que prestamos a los físicos. Ser un maestro del disimulo, como yo lo fui incluso para mi madre, no es motivo de orgullo.

Si te sientes raro, habla con tu médico de cabecera. Aunque creas que parece una tontería, lo mejor que puedes hacer es hablar con alguien sobre lo que sientes. Callar no debe ser una opción. Te darás cuenta de que la gente es mucho más comprensiva de lo que esperabas.

Estamos en 2014 y ya es hora de que las enfermedades mentales dejen de ser un tema tabú, una mancha indeleble en nosotros, y ese cambio solo puede empezar por nosotros mismos.

*Los nombres se han cambiado


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