Traducción del artículo publicado por The Guardian el pasado 27 de abril (2025)
En el contexto de Estados Unidos, las “granjas de bienestar son una propuesta reciente, planteada por el candidato presidencial Robert F. Kennedy Jr.— que pretende ofrecer una alternativa al sistema carcelario y de salud mental tradicional para personas con adicciones, psiquiatrizadas o sin hogar. Aunque se presentan como espacios terapéuticos o rehabilitadores, estas “granjas” recuerdan a prácticas históricas de institucionalización forzada, donde personas consideradas “problemáticas” eran confinadas y obligadas a trabajar, a menudo en condiciones de explotación y sin consentimiento.
Desde las «granjas de bienestar» hasta la ampliación de las políticas de internamiento involuntario, Estados Unidos está adoptando el encarcelamiento psiquiátrico amparado en una supuesta compasión.
En todo el país, está acelerándose una tendencia preocupante: el regreso de la institucionalización psiquiátrica, reempaquetada y presentada como “atención moderna en salud mental”. Desde el impulso de la gobernadora Kathy Hochul para ampliar la hospitalización involuntaria en Nueva York, hasta la propuesta de Robert F. Kennedy Jr. de crear “granjas de bienestar” bajo su iniciativa Make America Healthy Again (MAHA), los responsables políticos están reviviendo la lógica del encierro bajo el pretexto de cuidados.
Estas propuestas pueden diferir en su forma, pero comparten una misma función: ampliar el poder del Estado para vigilar, detener y “tratar” a personas marginadas consideradas disruptivas o desviadas. Lejos de ofrecer apoyo real, reflejan una fuerte inversión en el control carcelario, especialmente sobre personas con discapacidad, sin hogar, racializadas y LGBTQIA+. Comunidades que a menudo han visto cómo se presenta la institucionalización como “tratamiento”, ocultando tanto su historia violenta como su legado persistente. Al hacerlo, estas políticas erradican alternativas comunitarias, socavan la autonomía y refuerzan los mismos sistemas de encierro que dicen superar.
Tomemos como ejemplo la propuesta de Hochul, que busca reducir el umbral para la hospitalización psiquiátrica involuntaria en Nueva York. Según su plan, las personas podrían ser detenidas no porque representen un peligro inminente, sino porque se considere que no pueden satisfacer sus necesidades básicas debido a una supuesta “enfermedad mental”. Este criterio vago y subjetivo abre la puerta a un control estatal generalizado sobre personas sin hogar, personas con discapacidad y otras que luchan por sobrevivir en medio del abandono sistémico. Hochul también propone ampliar la autoridad para iniciar tratamientos forzosos a un abanico más amplio de profesionales —incluidas las enfermeras de psiquiatría— y exigir que se tome en cuenta el historial de una persona, patologizando así angustias pasadas como justificación para futuras detenciones.
Esto no es una propuesta marginal. Se suma a una creciente ola de esfuerzos por reinstaurar la institucionalización en todo el país. En 2022, el alcalde de Nueva York, Eric Adams, ordenó a la policía y a los equipos médicos que hospitalizaran por la fuerza a personas consideradas “enfermas mentales”, incluso sin señales de peligro inminente. En California, el gobernador Gavin Newsom implementó tribunales de atención que obligan a las personas a someterse a “tratamiento” ordenado por un juez.
Ahora, estos esfuerzos están siendo acelerados a nivel federal. La iniciativa MAHA de RFK Jr. propone un modelo de trabajo llamado “granjas de bienestar” como respuesta a la falta de vivienda y las adicciones. Una idea que recuerda inquietantemente a las granjas institucionales del siglo XX, donde se confinaba, vigilaba y explotaba a personas con discapacidad y racializadas bajo la excusa de rehabilitación.
Recientemente, el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos anunció una amplia reestructuración que desmantelará agencias clave y consolidará el poder bajo una nueva “Administración para una América Saludable” (Administration for a Healthy America, AHA). Alineada con la iniciativa MAHA de RFK Jr. y con la directiva de Donald Trump sobre “eficiencia gubernamental”, el plan fusiona agencias como la Administración de Servicios de Salud Mental y Abuso de Sustancias (SAMHSA), la Administración de Recursos y Servicios de Salud (HRSA) y otras en una estructura centralizada que, en teoría, se enfocará en combatir enfermedades crónicas. Pero, a través de esta reestructuración —y del despido masivo de empleados del HHS—, el gobierno federal está desmantelando la infraestructura especializada que apoya la salud mental, los servicios para personas con discapacidad y las comunidades de bajos ingresos.
La reestructuración ya está en marcha: se han eliminado 20,000 puestos de trabajo, se han reducido oficinas regionales y la Administración para la Vida Comunitaria ha disuelto sus programas esenciales para personas mayores y con discapacidad, redistribuyéndolos en otras agencias sin transparencia ni rendición de cuentas. Esto no es una simplificación administrativa; es un desmantelamiento planificado de protecciones y apoyos, encubierto con la retórica de la eficiencia y la reforma. SAMHSA —un pilar del sistema de salud mental del país, responsable de coordinar servicios de adicciones, respuesta a crisis y atención comunitaria de salud mental— está siendo desmantelada, poniendo en peligro programas como la línea de crisis 988 y el acceso al tratamiento por opioides. Estas medidas no solo reflejan austeridad, como parte de una estrategia deliberada del gobierno para generar confusión. Al desmantelar precisamente las instituciones encargadas de proteger los derechos y necesidades de las personas con discapacidad y de bajos ingresos, el gobierno está sentando las bases para un sistema de “cuidado” carcelario más amplio y con menos rendición de cuentas.
Esta nueva era de control psiquiátrico se está promoviendo como un imperativo moral. Sus defensores insisten en que existe un deber humanitario de intervenir —de “ayudar” a quienes sufren. Pero la coerción no es cuidado. Décadas de investigación demuestran que las intervenciones psiquiátricas involuntarias suelen generar trauma, desconfianza y peores resultados en salud. La hospitalización forzada se ha relacionado con un mayor riesgo de suicidio y una desvinculación a largo plazo de los servicios de salud mental. Lo más grave es que desvía la atención de las causas reales del malestar: la pobreza, la falta de vivienda, la criminalización, el racismo sistémico y un sistema sanitario en crisis.
La afirmación de que lo único que se necesita es más camas en las unidades psiquiátricas es una distracción. Lo que necesitamos es un completo cambio de paradigma: alejarnos de la coerción y avanzar hacia el cuidado colectivo. Ya existen alternativas que han demostrado que ese camino es posible: iniciativas de “vivienda primero”, equipos de respuesta a crisis sin policía y liderados por pares, programas de reducción de daños y servicios voluntarios de salud mental basados en la comunidad. Estos modelos priorizan la dignidad, la autonomía y el apoyo por encima de la vigilancia, el control y el confinamiento.
Como argumenta Liat Ben-Moshe, las prisiones no reemplazaron a los asilos; ambos sistemas coexisten y trabajan en conjunto para vigilar, contener y controlar a las poblaciones marginadas. Ahora, el regreso a la institucionalización se disfraza de intervención terapéutica: “granjas de bienestar”, programas de desvío judicial, hospitalización involuntaria ampliada. El lenguaje ha cambiado, pero la lógica sigue siendo la misma.
Este momento exige resistencia. Debemos rechazar la idea de que encerrar a las personas es una forma de cuidado. Estas propuestas deben ser nombradas por lo que son: estrategias de contención sancionadas por el Estado, basadas en el capacitismo, el racismo y el miedo a la diferencia.
La verdadera salud pública no se basa en la fuerza. No requiere confinar a las personas ni patologizar la pobreza. Salud pública significa satisfacer las necesidades de las personas —a través del acceso a la vivienda, cuidados comunitarios, atención sanitaria y sistemas de apoyo que sean voluntarios, accesibles y liberadores.
A medida que continúan las negociaciones presupuestarias en Nueva York —con la ampliación del internamiento involuntario aún sobre la mesa— y mientras RFK Jr. promueve sus propuestas de cuidado carcelario a nivel federal, nos enfrentamos a una elección crítica: ¿continuaremos con la larga historia de violencia institucional o construiremos algo mejor, algo basado en la justicia, la autonomía y el bienestar colectivo?
El futuro de la atención en salud mental —y de la dignidad humana misma— depende de nuestra respuesta.