Presento un ensayo sobre la compleja relación entre la investigación científica y los activismos y militancias en salud mental. Comienzo por definir lo que significa “investigación” y “militancia” o “activismo” aceptando la polisemia de estos términos. Paso después a responder a la pregunta, apuntando a algunas experiencias internacionales y describiendo cómo sería posible. A continuación, intento desarrollar un marco de colaboración entre el activismo en salud mental y la investigación científica en el que esta pueda beneficiar las luchas por una atención en salud mental libre de coerción. Por último, presento unas conclusiones que, advierto, no son un recetario de cómo hacer las cosas sino una invitación a la reflexión crítica y la búsqueda de estrategias conjuntas entre colectivos diversos.
Palabras clave: Activismo, coerción, investigación científica, militancia, reflexión crítica, salud mental
Introducción y definiciones
En primer lugar y, a sabiendas de que titular un artículo con una pregunta puede causar una curiosidad en el lector que no se vea suficientemente satisfecha con sus contenidos, creo que debo una presentación personal y dos definiciones. En cuanto a lo primero, es más o menos evidente que el que suscribe estas líneas se considera un investigador de profesión (aunque como la mayoría de mis contemporáneos he tenido otras muchas) y un activista de convicción (aunque toda la vida me definí como un militante y en este artículo hablaré de activismo o militancia de manera intercambiable).
Soy investigador social y, a pesar de las dificultades y los momentos de duda, quiero creer que sirve para algo. Supongo que el panadero, el conductor o incluso el investigador de cosas prácticas (curas de enfermedades físicas o aplicaciones tecnológicas) no pierde el tiempo con este tipo de disquisiciones. Los investigadores sociales perdemos mucho tiempo y energía explicando y explicándonos para qué tanto esfuerzo (y más en la era en que un trabajo académico estable antes de los 40 es una quimera). Algunos encuentran la manera de vivir con y de los conceptos, otros necesitamos otro tipo de vínculos que nos acerquen más a la vida cotidiana de aquellas personas y colectivos que suponen nuestro objeto de estudio. En este sentido, en el campo de la salud mental y otras áreas de la salud, hay muchas personas que combinan la práctica clínica o psicosocial y la investigación.
En todo caso, independientemente del área de adscripción, algunos decidimos que, con al menos una parte de lo que hacemos, queremos ayudar a que las cosas cambien en un sentido en el que creemos y queremos hacerlo yendo más allá de la acumulación de conocimientos y tecnologías. Y es este selecto grupo de personas las que, muy ingenuamente, nos autodenominamos investigadores militantes o activistas. Como veremos más adelante, combinar ambas cosas es una decisión que para algunos es un imperativo ético, mientras que para otros hacerlo debería ser motivo de desposeer del derecho a ejercer una profesión que debe estar gobernada por la neutralidad y la objetividad.
Investigación
En cuanto a la primera definición, en la cabeza de los lectores de este artículo debe haber de todo menos homogeneidad en lo que piensan cuando escuchan la palabra “investigación”. No en vano, el campo de la salud mental es probablemente en el que menos univocidad hay al respecto. Si quieren pasar un rato entretenido pidan a un profesional que se autodefina como psicoanalítico y a otro que se defina como biologicista que se pongan de acuerdo en una definición de lo que significa “investigación” y qué tipo de actividades concretas implica.
Para no extendernos mucho, vamos a ir a lo esencial y más o menos universal, que es el uso de métodos de sistematización de observaciones o conocimiento. Es decir, hacer investigación es recopilar y organizar cosas de manera que una persona que se quiera acercar a ese fenómeno tenga que invertir menos tiempo que el que invirtió el primero para llegar a conclusiones idénticas o al menos similares. Esto por supuesto implica una cierta dosis de confianza en que la sistematización se ha hecho de un modo que sea comprensible y replicable (es decir, que cualquiera lo pueda volver a hacer obteniendo el mismo resultado). Por ello, la ciencia, desde un punto de vista que se ha llamado tradicionalmente realista o positivista (según si lo analizamos desde una postura ontológica o epistemológica1,2), invierte tantos esfuerzos en homogeneizar procedimientos. Pero justo en esa homogeneización es donde la cosa se empieza a desdibujar en salud mental, ya que los críticos con el paradigma positivista, hoy dominante, acusan a los que lo sostienen de imponer criterios de homogeneización que benefician a ciertos poderes económicos.
Cuando hablamos de poderes económicos en salud mental (y en este ensayo no tenemos más remedio) nos solemos referir a la industria farmacéutica y, aunque menos conocidas en nuestro territorio, las aseguradoras sanitarias (estas últimas sobre todo presentes en los países donde no existe cobertura sanitaria pública o donde está en deterioro en beneficio de incipientes entidades cobertura sanitaria). La manera en que opera el interés de estos actores es más o menos evidente, pero paradójicamente contradictorio. Mientras que los primeros quieren que se haga gasto (en fármacos)3 los segundos pretenden ahorrar sus costes4. Por ello la industria farmacéutica financia, además del desarrollo de nuevos fármacos, proyectos que apoyen hipótesis biologicistas sobre la salud mental. Esto es, que el origen del malestar psíquico es de naturaleza neurobiológica. Aunque estas hipótesis no conducen indefectiblemente a que la solución pase por la farmacología, la inyección de financiación introduce un gran sesgo en la capacidad de desarrollar proyectos por algunos grupos que acaban teniendo diversas ventajas. Estas ventajas no solo afectan al propio desarrollo de proyectos de investigación sino también al acceso al poder, incluyendo aumento de los recursos humanos, no solo de tipo investigador sino también clínico. Por supuesto, estos grupos prescriben con mayor soltura los fármacos de la compañía que les brinda financiación para proyectos de investigación5. La influencia de las compañías de seguros en este campo ha sido menos explorada probablemente porque su inversión en investigación es mucho menor y, cuando se produce, está muy relacionada con cuantificar el riesgo que comporta asegurar a un tipo de perfil según sus conductas de salud (alimentación, tabaco, etc.).
Menos conocido es el poder económico que genera la investigación en sí misma. Nos referimos sobre todo a la financiación pública y privada de proyectos (aquí es donde la cosa se solapa con la industria farmacéutica y otras incipientes inversiones provenientes del mundo tecnológico) y las editoriales que publican los informes de investigación. Estas últimas hacen negocio cobrando a los lectores por acceso a contenidos (frecuentemente son las universidades las que pagan y lo cargan en las matrículas y aportaciones públicas) o reciben pagos de los autores por acceso abierto a una media de 1500 euros por artículo. Ni que decir tiene que una editorial prefiere fichar revistas científicas revisadas por pares (cada artículo es revisado por al menos dos expertos como estándar de calidad) de alto impacto (esto del impacto tiene que ver con las citas que cada artículo recibe) cuyos artículos tengan muchas descargas y/o los autores estén dispuestos a desembolsar mil o dos mil euros para que sean de acceso abierto. El acceso abierto a los artículos de investigación publicados en revistas de impacto, un fenómeno relativamente nuevo, es algo que en principio hace más accesible (y por lo tanto más probablemente citable) el artículo y, además, algunos financiadores (el más importante la Comisión Europea) empiezan a requerir que sea así por motivos de transparencia. Por otro lado, el tema de las citas es lo que mantiene el balance entre la deseada innovación (más adelante abordaremos este tema) y el poder de los paradigmas6 o programas de investigación7. Si bien para publicar un artículo en una revista de impacto se considera fundamental que implique una cierta innovación, la necesidad de ser citado hace que separarse de los paradigmas dominantes sea arriesgado. En definitiva, si publicas algo demasiado alejado de los postulados dominantes en una disciplina es poco probable conseguir suficientes citas para resultar atractivo a revistas y financiadores. Sin embargo, cuando se consiguen publicar, suelen ser artículos muy citados que implican pequeñas o grandes revoluciones científicas.
Por todo lo que hemos visto, la investigación está condicionada a la necesidad de obtener financiación suficiente para sustentar recursos materiales y humanos, lo que implica aparcar posibles ideales incompatibles. La financiación pública es lenta, errática e insegura mientras que la privada, por desgracia, es la que asegura un flujo constante que, en consecuencia, produce más estabilidad laboral en los ya suficientemente maltratados investigadores.
Ajenos a todos estos conflictos de interés, los hay que desde un punto de vista relativista o subjetivista (de nuevo según premisas ontológicas o epistemológicas respectivamente), no aceptan la homogeneización, ya que sostienen que la objetividad es imposible e indeseable, y que, poniendo tanto esfuerzo en ello, lo que provocamos es una homogenización de las necesidades de las personas que nos acercan a esos futuros «orwellianos» o «huxlerianos» que tanto desasosiego nos producen (mientras llevamos en nuestros bolsillos y observamos de manera repetida dispositivos con cámara y GPS). Este tipo de investigadores, más numerosos en las ciencias sociales, suelen tener que conformarse con presupuestos más austeros y, en el Estado Español, suelen sobrevivir bajo perfiles docentes (aunque, como en casi todo, hay notables excepciones).
Por último, para cerrar la definición e ilustración del asunto de la investigación, se debe discutir el componente innovación. Sin embargo, esto se puede dar o no, y no por ello estaríamos dejando de hablar de investigación. Hay proyectos sobre fenómenos clínicos o de participación donde se pone más empeño en que el proceso sea enriquecedor para los participantes que en que el resultado sea algo nunca visto. Sin embargo, estos resultados son más difíciles de vender a financiadores del campo de la investigación y a las revistas a científicas. Ciertamente, quizá son proyectos más adecuados para el también errático mundo de la financiación del tercer sector.
Activismo y militancia
En cuanto al activismo o la militancia, probablemente haya algo más de acuerdo en su definición. Ser activista consiste en participar en movimientos sociales que aspiran a algún tipo de cambio. Entendemos que una buena parte de los lectores de este artículo identifican estos cambios con mayor igualdad de oportunidades entre personas y respeto por los derechos humanos de todas sin excepción alguna por razones de raza, orientación sexual, capacidad, etc. Podemos llamar a este tipo de activismo “progresista”. También existen otros activismos y militancias, con gran impulso en los últimos tiempos, que se sustentan en rebatir las dialécticas de otros activismos, sobre todo en lo que se refiere a la discriminación positiva. Llamaremos a estos activismos “reaccionarios”. Profundizando muy brevemente en esto de las discriminaciones positivas y negativas, la adopción de políticas para corregir discriminaciones históricas a la mujer, a diversas minorías o a personas con discapacidad ha implicado dar ciertas ventajas a miembros de esos colectivos como modo de compensación por la exclusión histórica a la que han sido sometidos. Este tipo de medidas se hacen desde el punto de vista de que, si no se produce una sobrecompensación explícita, es muy complicado que miembros de estos colectivos se puedan incorporar a procesos sociales competitivos como el acceso a la universidad o ciertos puestos de trabajo. Los activismos “reaccionarios” entienden que eso supone una vulneración de los derechos de la mayoría de la población y coerción a la libre competencia. Por ello, adoptando estrategias similares, han protagonizado diversas movilizaciones sociales que han tenido un impacto político profundo como se puede ver en la presidencia de Trump, el triunfo del Brexit y, en general, por el retorno a la primera plana de visiones del mundo que, paradójicamente, hace una década parecían parte del pasado.
Por otro lado, y volviendo al activismo “progresista”, el reciente ensayo de Daniel Bernabé “La trampa de la diversidad”8 ha servido (o alimentado para algunos que ya lo tenían en mente) el debate de si la diversificación de las luchas, muy efectiva para consecuciones concretas, no acaba por preservar intacto un orden económico basado en la competición y el consumo. Si bien se pueden entender que haya un cierto debate en cuestiones de género e incluso de racismo, donde los movimientos sociales clásicos y los sistemas no capitalistas introdujeron ciertas mejoras, a Bernabé el ejemplo de la salud mental probablemente no le vendría muy bien.
La atención a la salud mental no mejoró en relación con la coerción utilizada en la mayoría de los países que adoptaron sistemas alternativos al capitalismo (con la muy notable excepción cubana) y los pocos movimientos sociales que han mostrado sensibilidad sincera hacia el tema han sido el feminista y el LGTBI (precisamente donde Bernabé pone una parte importante de su foco, con interesantes, aunque polémicos argumentos). Quizá por la prioridad de extender la atención sanitaria, el movimiento obrero no ha cuestionado históricamente los postulados dominantes en la atención a la salud mental. Cuando se ha tratado, no se ha hecho una apuesta decidida por empoderar a las personas afectadas y sus familias, sino que más bien se han dado luchas desde las creencias de mejora de los profesionales. Esta ansia por el cambio llegó a ser muy radical en los años 70 y 80 en el Estado Español. Sin embargo, la participación de las personas afectadas no terminaba de entrar dentro de esa agenda radical. El movimiento de reforma en nuestro territorio tenía algo del viejo lema del despotismo ilustrado: “todo por el pueblo, pero sin el pueblo”. Algunos profesionales cuentan que era muy difícil por el nivel de cronicidad que presentaban las personas institucionalizadas, otros directamente afirman que era inútil hasta que llegaron los “antipsicóticos” (conocidos como neurolépticos hasta que la industria farmacéutica decidió utilizar un eufemismo más comercial) atípicos. Pero el movimiento en primera persona llegó, en realidad hace mucho tiempo, a remover conciencias sin darle gran importancia al rigor científico de sus reivindicaciones. Lo primero era que nos dejasen de encerrar, al menos masivamente. Todavía hoy estamos con la lucha por la eliminación de las contenciones mecánicas y químicas.
Muy a grandes rasgos, el activismo en salud mental, en cuanto a sus polos, se encuentra desde hace tiempo tanto a nivel local como internacional entre los que creen que se puede seguir reformando el sector manteniendo lo fundamental (es decir, que la salud mental sea parte del sistema sanitario y por lo tanto sean facultativos especialistas los que tomen las decisiones importantes) y los que creen que hay que salir totalmente de esos muros, por mucho que vayan disminuyendo en altura. Por otro lado, en cuanto a los militantes, tenemos activismo en salud mental protagonizado por profesionales, familiares y personas con experiencia propia.
El activismo profesional tiene dos focos fundamentales que denominaremos activismos “externos” e “internos”. Los externos, más cómodos de sobrellevar, son los que se centran en problemas que no genera la propia práctica profesional. Tienen que ver con la salud mental de colectivos oprimidos por otros agentes sociales como las personas migradas y los refugiados, las personas sin hogar y otros colectivos víctimas de diversas violencias estructurales. Los activismos internos son los que aceptan que existe mala práctica en la propia profesión y proponen cambios que implican a los propios activistas y sus equipos. En este ensayo nos centramos en este tipo de activismo. Las entidades que acogen en su seno la crítica a la práctica en salud mental van teniendo encuentros y desencuentros con las entidades que representan a profesionales sin intereses explícitos de cambio. Sin embargo, estas personas conviven la mayor parte del tiempo dentro de la red de salud y servicios sociales repartidos entre lo que se llama comúnmente atención “hospitalaria”(donde suelen ser mayoría, con muy notables excepciones, los que no militan por el cambio) y “comunitaria” incluyendo dispositivos de rehabilitación, herederos de la desinstitucionalización (tradicionalmente más habitado por partidarios de cambio). Si bien lo “comunitario” tiene su origen en un cambio dado hace décadas con el cierre de los grandes hospitales, hace tiempo que son parte constituyente del circuito prestación de servicios. Uno de los mayores problemas de este reparto de la atención en salud mental y las ideologías dominantes en cada tipo de dispositivo es que, aunque a veces se olvide, muchas personas pasan por diferentes partes del circuito. De poco sirve que el paradigma en lo cuestionablemente llamado “comunitario” incluya la autonomía de las personas usuarias si no se da de la mano de un cambio en lo “hospitalario” que en general está lejos de incluirlo.
En el ámbito de los supervivientes y familiares, mientras que durante décadas han sido estos últimos los que han capitaneado la escena, con enormes y bien financiadas entidades de segundo (federaciones) y tercer nivel (confederación), parece que los primeros empiezan a entrar en escena. Por un lado, creando sus propias entidades (muy dadas a las divisiones y luchas por el liderazgo, como cualquier movimiento progresista en ciernes) y por otro, las entidades de familiares, ya sea por inercia histórica o interés estratégico, empiezan a dejar participar a personas con experiencia propia en sus órganos directivos (aunque sorprendentemente una buena parte todavía prohíban explícitamente esta participación).
Esperamos que esta puesta en escena haya servido para introducir el tema y no enfade a nadie, o, al menos, enfade a casi todo el mundo que se sienta aludido por igual. Este pretende ser un artículo reflexivo y crítico, con propios y extraños.
Entrando en materia: ¿es posible?, ¿cómo?
Una vez presentadas las definiciones y situado al lector dentro del complicado contexto de la investigación científica y el activismo en salud mental, vamos a pasar a responder a la pregunta del título del artículo. La respuesta es evidentemente si, han existido y existen proyectos y grupos de investigación que han combinado la academia y el activismo en salud mental en diversos lugares. Actualmente proyectos como el EURIKHA9 de la Empresa de Investigación de Usuarios (SURE por sus siglas en inglés) del King’s College o el proyecto de Ciudadanía y Salud Mental del Programa de Yale para la Recuperación y la Salud Comunitaria10 son ejemplos de ello .Pero, ¿qué les convierte en merecedores de los dos títulos, el de activistas e investigadores, a la vez? Si nos damos una vuelta por sus páginas web (adjuntas en la lista de referencias) probablemente de modo intuitivo nos encaje todo lo que veamos en la definición de investigación militante que hemos desarrollado anteriormente. Veremos que en ambos sitios hay dos cátedras (en el caso del SURE, la primera en el mundo de investigación dirigida por supervivientes), es decir dos personas que ostentan el mayor nivel en la jerarquía académica, que ambos centros publican artículos en revistas científicas y que parece que tienen líneas estables de financiación para mantener locales, nóminas y actividad. Estas características probablemente satisfacen la expectativa que tenemos sobre un centro de investigación. ¿Y la parte activista? Pues si tenemos la paciencia de leer alguno de los artículos científicos y otros materiales de divulgación que están enlazados en sus webs, veremos que su discurso tiene un toque diferente al de grupos de investigación en salud mental digamos “clásicos” (tanto biologicistas, como, en mayor o menor medida, de distintas tendencias psicoterapéuticas). Mientras que estos últimos suelen acabar sus artículos enfatizando sus avances en el conocimiento de una parcela de la salud mental y destacando las posibilidades de ampliar esa línea de investigación (muy típico de la mentalidad acumulativa del enfoque positivista), los grupos militantes suelen posicionarse de una manera más clara en el sentido de que, los hallazgos a los que han llegado o la información que han compilado debería contribuir a un cambio efectivo en prácticas profesionales o al foco donde se concentran estas. En resumen, mientras que los primeros se suelen echar flores, los segundos son más de destacar carencias y proponer alternativas.
Llegados a este punto, debemos confesar la trampa, al título de este artículo le falta un complemento circunstancial de lugar. La pregunta realmente es si es posible la investigación desde el activismo en salud mental en el Estado Español. En este caso debemos decir que, hoy en día, no hay un grupo de investigación en salud mental que combine su actividad con el activismo y tenga los recursos de los dos grupos anglosajones antes mencionados. Hay grupos de ciencias sociales con un carácter marcadamente progresista que tocan la salud mental entre otras cosas, pero no un grupo activista cuyo foco principal sea la salud mental, y menos la práctica.
Una de las razones por las que se produce esta carencia es probablemente porque la manera de organizar la financiación de la investigación en salud mental, tanto por parte de las administraciones estatales como autonómicas, hacen prácticamente imposible que un fenómeno así se pueda dar. Actualmente una buena parte de la investigación en salud mental está enmarcada dentro de las áreas de conocimiento de “medicina clínica” o “psicología” que están dominadas por paradigmas de neurociencia experimental. Sirva como ejemplo decir que el 95% de los contratos Ramón y Cajal (postdoctoral reina del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades y única manera de entrar a la carrera académica por el lado exclusivamente investigador) otorgados en el área de psicología lo han sido a neurocientíficos o científicos básicos en general. En medicina clínica, aparte de estar las plazas repartidas entre varias especialidades, lo poco que se ve en salud mental también tiene que ver con el estudio del cerebro. La financiación proveniente del Ministerio de Sanidad (Fondo de Investigaciones Sanitarias del Instituto Carlos III) y otras agencias estatales o autonómicas no se reparte de manera muy diferente. Una iniciativa que podemos aplaudir es la de la implicación de pacientes en el plan PERIS de investigación en salud de la Generalitat de Cataluña. Sin embargo, esta iniciativa incipiente, que incluye proyectos de salud mental, tampoco llega al nivel de activismo.
Como ya hemos comentado, es cierto que otras visiones de la salud mental provenientes de las ciencias sociales, como la sociología o la antropología, no están dominadas por estos paradigmas, pero también es verdad que sus intereses son diversos y aunque la salud mental esté entre ellos, de momento no hay un grupo de investigación al que podamos colocar en el mapa del activismo en salud mental.
El que suscribe estas líneas ha llevado a cabo un proyecto11,12 en los últimos años en el que se combinaba activismo e investigación, coordinando esfuerzos de las universidades de Yale y Barcelona con el movimiento en Primera Persona. Sin embargo, el inminente final de la financiación y el hecho de que esta fuese una beca personal de origen europeo confirma el hecho de que aquí, el activismo y la investigación en salud mental todavía están lejos de convivir de manera estable.
Pero ¿qué pinta la investigación en esto del activismo?
En este punto, un activista “a secas” se puede preguntar qué es lo que la ciencia puede hacer por las luchas sociales y en especial la de supervivientes y demás fauna de la salud mental. Es posible que ni lo vea claro ni entienda para qué tanto esfuerzo y dinero. No le podemos culpar, a veces hasta los que hemos intentado combinarlo tenemos clara esta relación y más en un contexto donde incluir una figura con un cerebro de colores o muestras genéticas, a pesar de estar claro que no dan ninguna información de relevancia clínica, implica mucha más financiación que propuestas de cambio en los servicios que puedan mejorar la vida de la gente. Sin embargo, creemos que merece la pena hacer un pequeño esfuerzo a través de un ejemplo bastante actual: la lucha por la eliminación de las contenciones mecánicas en los dispositivos de salud mental.
En primer lugar, hay que tener en cuenta el contexto de una lucha así. Tenemos diversos actores: la opinión pública (que puede desencadenar un cambio si el asunto gana relevancia), el gobierno y las autoridades sanitarias (que son los que pueden regular tanto a nivel estatal, como autonómico o gerencial), los profesionales de la salud mental (que son los que ejecutan y en principio están divididos tanto en lo posible como en lo deseable de eliminarlas), y el entorno activista de donde emana la reivindicación (con un movimiento en primera persona que nunca lo ha dudado y uno de familiares que parece que se va convenciendo poco a poco).
Un proyecto como el que ha llevado a cabo LoComún13 intenta llegar a todos estos actores. Sin embargo, la estrategia con la que se llega a cada interlocutor es muy diferente. Cuando se dirige un mensaje a la opinión pública, para en cierta medida escandalizarla por una vulneración de derechos como son las contenciones mecánicas, lo último que se necesita es desarrollar un discurso científico. La cuestión no va de llegar a la parte racional de las personas, sino a la emocional. Un testimonio en primera persona o unas imágenes pueden desencadenar una reacción en cadena que ponga el asunto en el candelero. Esto probablemente no se podría conseguir con datos y gráficas, por muy bien hechas que estén. Paradójicamente, esta inutilidad de la ciencia como argumento de cambio, lo ha demostrado (al menos parcialmente) la propia evaluación científica de las campañas contra el estigma14,15. Los resultados vienen a decir que para producir un cambio en actitudes discriminatorias se necesita algo más que intervenciones educativas basadas en datos.
Sin embargo, los que manejan el presupuesto y las regulaciones son más de fijarse en la letra pequeña. Por ello, el papel de una investigación militante dirigida a potenciar cambios desde la regulación debe abordar la menos grata tarea de la producción de información de calidad. En este sentido, se ha demostrado que las contenciones mecánicas hacen sufrir a toda o la mayoría de gente que las sufre, que se dan en una medida mucho mayor a la supuestamente indicada (recordemos que son ilegales según la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad16) y que no evitan lo que se supone que deberían evitar, esto es, que las personas contenidas se hagan daño a sí mismas y/o a terceros17. Además, se ha demostrado que las medidas de cambio son coste-efectivas, es decir, que si se invierte dinero en cambiar las cosas, realmente sirve para algo18.
Todavía nos queda un sector que, como hemos visto, no está del todo convencido del asunto, esto es, el profesional. Según lo que hemos podido ver en los años de lucha que han precedido a este artículo, los profesionales no se ven afectados de manera individual por los datos sobre la extensión del problema. Esto se produce de una manera bastante similar a cuando a un padre o madre recibe información epidemiológicasobre una enfermedad que padece un hijo suyo. El principio es muy similar: independientemente de lo que digan esos números, mi caso es particular, yo hago las cosas de otro modo. En cuando al tema del sufrimiento, no es raro escuchar “he tenido pacientes que incluso las piden” (a lo que sería fácil responder “que poco tiempo han invertido en esa persona para que su manera de autorregularse sea pedir a otro que le ate”). Que las contenciones mecánicas se den en mayor o menor medida siempre va a pasar por un filtro sesgado (p.ej. “cuando pasa en mi unidad es por algo justificado”). Por último, aunque se muestren datos de unidades donde se han suprimido las contenciones mecánicas y el cómputo global de agresiones al personal sea menor de aquellas donde se mantienen, el mecanismo de defensa en este caso suele ir a lo concreto: “¿Qué hacemos en ese caso que la persona ya está agresiva?”. Es complicado demostrar con datos que esa agresividad no se daría o se daría con mucha menor probabilidad si la unidad no estuviese diseñada desde la coerción, ya que para el profesional concreto esa es su realidad diaria y el recuerdo de una agresión es algo profundamente emocional. En definitiva, para algunas cosas, los profesionales funcionan de una manera similar a la opinión pública, pero con la peculiaridad de que han visto a algunas personas contenidas a las que recuerdan más como verdugos que como víctimas. Sin embargo, los profesionales tienen algunas cosas en común con sus superiores en cuanto a las necesidades que pueden ser satisfechas con datos, pero “donde dije macro digo micro”. Es decir, si bien a los profesionales no les importa tanto que las medidas de cambio sean eficaces o coste-efectivas, hablando en grandes cifras, si les importa mucho que sean seguras y efectivas en su día a día. Por último, además de usar la investigación como munición en el debate con profesionales, del mismo modo que con la población general, se puede hacer investigación sobre qué estrategias son más efectivas para cambiar las actitudes de los profesionales. Esto se puede hacer desde el punto de vista de la aceptación de posibles estrategias regulatorias de disminución o prohibición de las contenciones mecánicas o de la asimilación de contenidos de formaciones que no impliquen una obligatoriedad de cumplimiento. En cualquier caso, la manera en que los profesionales cambian de creencias y actitudes es fundamental si se pretenden cambiar las maneras de hacer y precisamente por ello, el movimiento de la Recuperación ha invertido bastantes esfuerzos en esta empresa20,21.
Por último, nos queda el propio entorno del que emanan las reivindicaciones. Desde un punto de vista psicosocial y/o antropológico se puede investigar de qué maneras se producen las movilizaciones y los efectos que tienen estas tanto en la sociedad como en los propios activistas. Esto de alguna manera implica o bien participar en el movimiento activamente y hacer investigación desde él22 o bien tomar una perspectiva de observación participante23. En todo caso, entramos en un terreno delicado en el que la “muestra” son las y los militantes que pueden tener muy diversas opiniones sobre la utilidad de la investigación y esto implica un especial cuidado por parte del investigador. Los focos de interés suelen tener que ver con la motivación para participar, los factores que producen y mantienen la implicación, los tipos de activismo (violento versus pacífico, por ejemplo) o sus implicaciones identitarias.
¿Cómo lo hacemos? ¿Es lo cualitativo revolucionario y lo cuantitativo reaccionario?
En el apartado anterior hemos visto que, aunque el ámbito científico pueda parecer un compañero de cama poco cómodo para el activismo, hay reivindicaciones donde la ciencia puede hacer mucho por ayudar. Ahora bien, si queremos hacer investigación activista, ¿se puede hacer del mismo modo que el resto? ¿hay metodologías que se ajustan más al activismo que otras?
Parece haber un cierto acuerdo en que las metodologías cualitativas se ajustan más al modo de proceder del activismo progresista, mientras que las cuantitativas supondrían una tendencia a la reducción muy similar a la del sistema que se pretende cambiar. La investigación cualitativa es más ecológica, recogiendo directamente lo que dicen las personas de manera más o menos espontánea. Intuitivamente esto parece mucho más ajustado al modo de proceder activista que la recogida de cuestionarios o datos objetivos a través de registros (como por ejemplo el número de contenciones realizados por unidad). La discusión no es tanto, como en otro tipo de militancias, si los fines justifican los medios (al no caber el uso de violencia, nadie cree que un estudio científico sea pernicioso en sí mismo), sino si los medios utilizados van a acabar influyendo en la manera en que se piensa. Es decir, si lo que se hace en el día a día es recoger cuestionarios o datos, aunque sea por el bien de una reivindicación ¿no se acabará cosificando a las personas como hace aquel al que se critica?
Sin embargo, como hemos visto arriba, hay ciertas necesidades que la investigación cualitativa no puede satisfacer. Siguiendo con el ejemplo de las contenciones, mientras que el sufrimiento e incluso la comprensión de las personas que acaban pidiendo una contención de manera preventiva es algo que podemos comprender muy bien con técnicas cualitativas, la epidemiología de las contenciones y el coste-efectividad de las medidas de cambio son algunas de las cosas que solo la investigación cuantitativa nos puede brindar. Además, por desgracia, los grandes escaparates de la investigación científica, las revistas científicas revisadas por pares parecen tener alergia a la publicación de informes cualitativos (como casi siempre, con notables excepciones) mientras que lo cuantitativo parece publicable en función del número de respuestas que se haya conseguido reunir independientemente de la relevancia o novedad del tema.
Entonces, ¿qué hacer? En mi humilde opinión, creo que hemos de hacer lo que se pueda en función de las necesidades de la reivindicación y la supervivencia del investigador en el complicado ecosistema de financiación y contratación académica. De hecho, el que escribe no ha dedicado precisamente toda su carrera a cosas que se puedan enmarcar en el activismo. Hay que ser conscientes de que cuando se tiende a la cuantificación es posible que se tienda a la cosificación, es una realidad. Pero a veces es necesario poder demostrar relaciones causales que lo cualitativo no permite.
Sobre la financiación y los conflictos de interés
En apartados anteriores hemos mencionado el complicado ecosistema de financiación de la investigación en salud mental. Haciendo síntesis, si hablamos de investigación militante, no podemos obviar que, si conseguimos crear un espacio que merezca esa definición, probablemente lo debamos dotar de recursos económicos si queremos que su actividad sea continua en el tiempo. El ámbito de la investigación no es muy diferente al del tercer sector en lo que se refiere a los menesteres económicos: hay poco, mucha competitividad por conseguirlo y las administraciones públicas pagan tarde y mal. Si añadamos el ya mencionado sesgo neurocientífico, sin querer ser excesivamente pesimista, actualmente conseguir financiación en el contexto español para realizar proyectos de investigación en salud mental con un componente de activismo es difícil, sino imposible. En lo que se refiere a las actividades de transferencia, tanto en el contexto académico como en el tercer sector tenemos una peculiaridad y es que rara vez se generan productos o servicios que produzcan grandes beneficios. Se pueden dar consultorías, servicios de formación, pero olvidémonos del impacto económico que produce una patente (con el consiguiente impacto en la estabilidad laboral del grupo que la ha registrado).
Por supuesto no hay que olvidar que un sector importante del activismo reniega de la financiación pública argumentando (con bastante razón) que formar parte de ese circuito implica no solo una cierta domesticación por parte del sistema, sino una inversión de tiempo que no deja demasiado tiempo para el propio activismo. Ciertamente desde este punto de vista, realizar proyectos de investigación es difícil, aunque no imposible si se consigue manejar bien las metodologías de acción participativa y se apuesta todo al proceso. Pero entonces volvemos al problema de la necesidad de cuantificación y establecimiento de causalidades en ocasiones concretas.
¿Conclusiones?
No es fácil llegar a conclusiones en una relación tan controvertida como es la de la investigación científica con la militancia por el cambio en salud mental. Por un lado, espero que este ensayo sirva a los que quieren emprender este camino como una reflexión crítica, no solo con las cosas que queremos cambiar, sino con nuestras propias prácticas como investigadores militantes. No es fácil y hay que asumir que las personas que se dedican a la investigación en salud mental no militante tienen herramientas de las que no vamos a disponer los que apostamos por el cambio. Pero esto tampoco va de buenos y malos, los que emprenden el otro camino son también miembros de un colectivo muy maltratado en el Estado Español y, parte de lo que hacen se traduce en mejoras concretas de la vida de personas (si bien probablemente no tanto como pregonan).
Por otro lado, si alguien que lea este ensayo investiga en salud mental en el contexto de las corrientes principales del sector, espero que le haya servido como ejercicio de reflexión autocrítica. Creo que está ampliamente demostrado que en los últimos años se han desperdiciado muchos fondos en líneas de investigación que se sabían muertas para seguir haciendo girar la rueda de la financiación, las publicaciones y la consecución de poder académico en detrimento del bienestar de miles de millones de personas que experimental malestar psíquico. No solo por el uso de estos fondos en algo inútil, que ya es bastante grave, sino porque la extensión de la hipótesis biologicista del malestar psíquico, argumento principal para sustentar este ciclo de financiación, ha aumentado el estigma hacia las personas que lo hemos sufrido24. Esto creo que debería abrir un profundo debate sobre el destino de la financiación de proyectos de investigación en salud mental.
Agradecimientos
Quiero dar las gracias a Elvira Rodríguez Calderón, María José Fernández Gómez, Olaia Fernández Fernández y Pablo Fernández Cordón por sus generosas, veloces y honestas revisiones y comentarios.
Conflictos de interés
El autor de este artículo ha recibido financiación del Programa Marco de la Unión Europea para la Investigación y la Innovación Horizonte 2020 (2014-2020) en virtud del acuerdo de subvención Marie Skłodowska-Curie nº 654808.
Referencias
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Francisco José Eiroa-Orosa1,2
- Investigador Marie Skłodowska-Curie, Universidades de Barcelona y Yale.
- Grupo de investigación en primera persona. Federación Veus – Entidades Catalanas de Salud Mental en Primera Persona.
Citar como: Eiroa-Orosa, Francisco José. (2019).¿Es posible la investigación desde el activismo en salud mental? E-Átopos, 5, 64–84.