Una mujer siria se sienta a mi lado, con la mirada perdida en el horizonte espera a que llegue el traductor. Viene con su prima, también se sienta. Estamos entre la carretera y la valla del campo, un espacio de unos tres metros de ancho. Cuando nuestro traductor llega me lo cuenta todo, casi no espera a que la traducción sea simultánea. Le importa una mierda. Lógico. Es como si le quemase en las manos lo que dice. Durante media hora cuenta por lo que ha pasado, los hijos que no están, el padre que tampoco está. La vida de mierda que llevan en el campo. Lo difícil que es salir del campo porque se encuentra con miradas de desprecio, gente que se aleja, una libertad de mentiras que solamente se creen los que no tienen que preocuparse de las fronteras. Cuenta que tiene ganas de quedarse en medio de la carretera para acabar con esto.
Cuando menos me lo espero, sin que yo haya pronunciado una sola palabra, se levanta y se va. Quería tener un interlocutor, sentirse escuchada. No me da las gracias, no tiene porqué.
Los europeos podemos indignarnos de que en los campos de refugiados se viva en unas condiciones pésimas, que hayan muerto miles ahogados en el mar, que se estén quedando sin dinero, sin familia, sin casa y un sin fin de cosas. Pero no nos indigna el dolor emocional que están pasando. Este dolor, que se concentra en la garganta de los refugiados, es lo que realmente nos puede remover y, por tanto, hacernos cambiar nuestro modo de entender el mundo. Queremos que los refugiados nos indignen, no que nos transformen.
La guerra destroza vidas y ciudades, pero también destroza los cuerpos por dentro. Los campos aislan esa tristeza y nos permite ignorarla, porque representa perfectamente lo que realmente está sucediendo. Sería una forma de saltar las fronteras. Escuchar los sentimientos, comprenderlos, supondría comprender de verdad la situación por la que están pasando, y eso es exactamente lo que queremos evitar.
Y ahí estaba aquella madre, alejándose por el arcén de la carretera que lleva a Vasilika. Los niños se agarran al alambre con sus manos pequeñas y me dicen “Fuck police! Come here!”, señalándome un agujero enorme en la valla. Yo me sentí el más pequeño del mundo, pensando en que estas situaciones te hacen ver que no hay que ser psicólogo, pensando en que me reafirmo en la opinión de que mis profesores de la carrera de Psicología no tenían razón, pensando en que hay que ser humano y pensando, sobretodo, en que hay que revisar las fronteras que llevamos dentro.
Fuente: Cuidando a quien cuida
Apoyo Psicológico para intervinientes en campos de refugiados