“El TDAH es un excelente ejemplo de enfermedad ficticia”. Pequeña reflexión sobre el pensamiento crítico y las limitaciones de un medio como Internet.

Hace pocos meses comenzó a dar vueltas por la red la “confesión” realizada por Leon Eisenberg antes de morir sobre la naturaleza del déficit de atención. Según esta, el que quizás haya sido el investigador más notable del TDAH (Trastorno de déficit de atención e hiperactividad) afirmó en una entrevista al semanario alemán Der Spiegel que “El TDAH es un excelente ejemplo de enfermedad ficticia”. La publicación de dicha entrevista tuvo lugar a comienzos del 2012, pero parece ser que no ha sido hasta hace relativamente poco cuando se ha convertido en noticia y ha tenido cierto eco internacional. Su difusión ha tenido dos líneas principales de propagación: por un lado las mencionadas redes sociales y los blogs, y por otro grandes medios que rastrean precisamente en estos lugares noticias que puedan publicar sin gastar demasiados recursos (ver a modo de ejemplo ilustrativo esta escueta nota aparecida en La Vanguardia, que no deja de ser un mísero corta y pega sin ninguna contextualización o aportación).

Una vez que se tenía en la mesa el jugoso titular y cierta dosis de morbo —pues recordamos que todo esto sucedió antes de que el protagonista de la historia muriera—, comenzó un simulacro de discusión que nos sirve para ejemplificar las limitaciones que tiene la comunicación informatizada cuando se habla de cosas serias. Como casi siempre que dos posiciones se enzarzan en un combate sobre las patéticas arenas de Internet, estas se caracterizan por su simpleza y desarraigo en cualquier praxis social. Cada uno va a lo suyo, a sacar tajada para su bando, siendo una acalorada tertulia entre futboleros el ejemplo más parecido que se nos ocurre como analogía. De una parte están quienes acusan a los que llevan a cabo cualquier cuestionamiento de la ciencia oficial de miserables ignorantes que se encuentran sumidos en las ciénagas de la superstición, llegando a tacharles de paranoicos, analfabetos o magufos; en este sentido es curioso el resurgir del término “antipsiquiatría” —que originalmente denomina un movimiento histórico bastante preciso que cuestionó, en los años 70 y 80 del siglo pasado, los modelos biologicistas y farmacológicos que interpretan la enfermedad mental— para descalificar a las personas o colectivos que plantean abiertamente que la verdad sobre el origen dolor psíquico no se encuentra en las aulas universitarias ni en las cotizaciones en bolsa de las empresas farmacéuticas. De la otra parte, encontraríamos individuos y grupos que por una u otra razón (no tiene sentido alguno gastar estas líneas en la búsqueda de posibles motivaciones o en pensar sobre la buena o mala fe de ciertas posturas) deciden arremeter contra toda cuestión de índole científica, o que albergue y exhiba pretensiones de ello; este proceso suele desembocar en un comportamiento tan reduccionista y ajeno a la realidad como el de sus enemigos, ya que deriva en la creación de pequeñas capillas de creyentes que niegan lo ajeno para creer ciegamente en lo propio. La cuestión es que este caso concreto arroja una enorme cantidad de luz sobre ambas posturas: los primeros tratan de salvar a toda costa la integridad moral de Leon Eisenberg y el aparato diagnóstico, los segundos disparan a ciegas sirviéndose de todo cuanto pudiera servirles, sin reparar en su veracidad o sentido. A menudo se acusa a estos de radicales, y aquí queremos realizar un pequeño inciso: nosotros nos reclamamos radicales, vamos a la raíz de las cosas para entenderlas y decidimos entenderlas para poder modificarlas… creemos sinceramente que esta actitud no tiene nada que ver con la de cambiar la iglesia oficial (la arrogancia psiquiátrica) por sectas menores (sea la que sea, pero con aspiraciones de totalidad y la misma vanidad que ya nos es dolorosamente familiar). Y mucho nos tememos que la radicalidad tal y como la hemos definido exige poner en juego ciertas premisas que brillan por su ausencia en las querellas telemáticas: rigurosidad (que ojo, no tiene porqué suponer la apelación sistemática a artículos procedentes de publicaciones científicas) y compromiso con lo real.

Desde Primera Vocal, tenemos una postura bastante clara sobre el TDAH, y así se aprecia en las entradas que hemos publicado al respecto. Aunque nos queda claro que pueden darse casos en los que exista una alteración fisiológica que altere las capacidades cognitivas de los chavales hasta el punto de presentar serias dificultades para el adía a día, lo cierto es que no existe un criterio diagnóstico objetivo ni pruebas empíricas de que exista un componente genético asociado. A su vez, entendemos que es demencial el crecimiento exponencial que ha experimentado este diagnóstico (quien quiera echar un vistazo a datos oficiales del gobierno norteamericano, ya que nos tememos que en España no existe la misma transparencia estadística, le recomendamos esta web), y que no solo es inviable pensar que existe una epidemia de desequilibrios bioquímicos entre la infancia de las sociedades occidentales, sino que el tratamiento médico que se ofrece está supeditado a las leyes del mercado; es decir: que la salud de los niños también se ve afectada de manera directa por la oferta y la demanda. Entendemos que los problemas mentales se enmarcan en la propia biografía, y que siempre será necesario preguntarnos qué sucede en la vida de un niño que presenta una determinada sintomatología antes de dar prioridad a cualquier diagnóstico realizado sobre apreciaciones subjetivas. Además, en numerosos casos habría que determinar cuáles son los límites de la patología, es decir, hasta dónde no se está patologizando aspectos cotidianos de los chavales. Posicionarnos contra el diagnóstico y la ingesta generalizada de drogas que se asocia al TDAH supone articular un pensamiento crítico que toca muchos aspectos: la inconsistencia metodológica del diagnóstico psiquiátrico, la calidad actual de las relaciones sociales, el tipo de vida que viven nuestros niños o los intereses de la industria farmacológica. No se trata de regodearse en la negación, sino de crear un pensamiento cada vez más potente y rico que nos permite ver con un poquito más de claridad en mitad de una noche cerrada.

Por todo esto que hemos expuesto, la polémica surgida en torno a las declaraciones del señor Eisenberg pone la mesa la pobreza del principal medio de comunicación actual. Se han publicado montajes fotográficos, posts, comentarios… y todo ello gira sobre el mismo eje de falta de sentido. El sector crítico (utilizaremos esta etiqueta para entendernos) presenta las palabras de Eisenberg como el jubiloso punto y final de sus argumentaciones, el sector cientificista le acusa de manipulación apelando al intachable historial del psiquiatra al servicio del orden existente (a pesar de que la declaración, más o menos contundente, existe). Parece ser que el quid de la cuestión recae en un problema de traducción, hay para quienes Eisenberg utilizó un adjetivo que dentro del contexto significaba más bien “sobrediagnosticada” que “ficticia”, otros dicen que sin duda habló de “fabricada”. Lo que sí hay que reconocer a los diferentes clubes de amigos del DSM (manual de criterio diagnóstico por excelencia), es que este hombre nunca se retractó de su carrera; es más, tras su jubilación siguió vinculado al mundo académico, e incluso en 2007 publicó un artículo sobre el TDAH donde analizaba cuál era el diagnóstico de los síntomas que hoy se califican de hiperactividad y déficit de atención en los años 40 y 50 del pasado siglo XX. En este sentido, parece razonable que si hubiera decidido dar un paso como el de renegar del propio diagnóstico con el que se ha labrado su carrera profesional, no escogiera una parte de una entrevista a un medio generalista para hacerlo. Por otro lado, el llamado sector crítico ha llegado en momentos a adornar cierta puesta en escena, llegando a afirmar que Eisenberg fue el descubridor-inventor del TDAH, lo cual directamente no es cierto; lo que sí fue, es una de las máximas autoridades de referencia en dicho diagnóstico y contribuyó de manera decisiva a la construcción del cuerpo teórico que lo sustenta. Pero llegados a este punto, ¿qué conclusiones podemos sacar en mitad de este fuego cruzado?

· La primera sería la incuestionable capacidad de Internet para replicar posturas sin aportar nada nuevo, generando debates estériles en los que no hay nexo alguno con la vida cotidiana.

· La segunda es que se necesita un pensamiento crítico fuerte y real, que se cuestione continuamente a sí mismo y que no delege en nada ni nadie la propia tarea de cuestionar el orden social y proponer vías de intervención en la realidad.

· La tercera es que tras varias cortinas de humo creadas por unos y por otros, lo cierto es que Leon Eisenberg ofreció un testimonio que debería dar bastante que pensar. El que posiblemente fuera en vida uno de los principales referentes mundiales del estudio del TDAH afirmó que el diagnóstico de este trastorno es problemático, que (y no vamos a meternos en cuestiones filológicas y psicológicas para determinar el grado de rotundidad) se diagnostica de más. Así mismo, dijo en la misma entrevista que  “La predisposición genética para el TDAH está completamente sobrevalorada” y que “es más rápido prescribir una pastilla” que atender al contexto psico-social en el que se detecta una determinada conducta patológica. Para nosotros es material suficiente para cuestionar la prevalencia del trastorno de déficit de atención e hiperactividad en nuestra sociedad y llamar la atención sobre la manera en la que la psiquiatría está abordando el comportamiento infantil. No necesitamos titulares, no queremos victorias celebradas sobre monitores de ordenador. Queremos un mundo más justo e igualitario, donde el dolor psíquico se reduzca tanto como sea posible y nuestras vidas no se encuentren a expensas de intereses que nos sobrevuelan. Anhelamos libertad y autonomía, lo cual no quiere decir otra cosa que salud mental.


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