En los últimos meses he participado en distintas presentaciones de libros relacionados con lo que podríamos llamar, aunque sea de manera poco precisa, salud mental crítica (o quizás mejor: crítica de la salud mental). Los espacios donde se realizaron estaban llenos de gente. Antes de comenzar con mi exposición, he llamado la atención sobre el hecho de que hay estudiantes e investigadores/as acudiendo a espacios públicos vinculados con el activismo con el objetivo de acumular información para sus tesis doctorales y trabajos académicos. He manifestado mi disconformidad con este tipo de prácticas, ya que no se realiza ningún tipo de aportación de vuelta a nuestros espacios y procesos de lucha. Vienen, escuchan, cogen lo que quieren y se van.
Cada vez son más los colectivos sociales que señalan el intrusismo del mundo académico en busca de ideas y experiencias con las que poder componer una nueva publicación (y con ello, un nuevo mérito, un contacto, una línea de investigación, un posible contrato). La relación entre lo social y la universidad es sumamente compleja, y este no es el espacio donde poder desplegar un análisis con un mínimo rigor sobre sus potencias (que las hay) y miserias (que las hay todavía más). Sin embargo, algunas de las personas asistentes a la última presentación me han pedido que sintetice y deje por escrito lo que allí dije, con la intención de que pueda compartirse entre las personas que nos estamos viendo afectadas por praxis similares. Trataré de proponer una suerte de principio al que poder remitir a la gente que bien se sienta interpelada por la posición que defiendo, bien quiera enterarse algo de esta realidad porque le resulta completamente ajena. No voy a intentar desenmarañar la madeja ética y epistemológica que supone lo que se ha venido a denominar “extractivismo académico” (que en resumidas cuentas viene a ser el nombre que se le pone al saqueo realizado en beneficio propio que lleva a cabo la universidad y otras instituciones sobre determinados sujetos y colectivos). Voy a centrarme tan solo en el tema de los eventos públicos y la presencia de personas que asisten a ellos para tomar notas, recoger impresiones o llenar cuadernos de campo.
De un tiempo a esta parte, la salud mental está de moda. No descubro nada nuevo. Desde la irrupción de la pandemia del Covid-19 se trata de un proceso en constante aceleración. Tanto se están usando esas palabras, que cada vez significan menos. Desde la política institucional a las tertulias mediáticas, pasando por la proliferación de psicoterapias y libros de autoayuda… la salud mental gana centralidad en los discursos, pese a que cuidarla sea algo que nadie parece saber hacer más allá de lugares comunes, consignas estériles y perímetros individualistas. Dentro de la academia, esta tendencia social confluye con la tradición cultivada por determinadas disciplinas en el acercamiento a todo lo que presente trazas de subalternidad (un término empleado en las ciencias sociales para referirse a los sectores marginalizados y a las clases populares). En algún punto impreciso en el oscuro firmamento de los desposeídos nos encontramos los/las activistas en primera persona, tenemos un poco de todo… locura, emergencia política, vulnerabilidad… en resumidas cuentas: damos juego —aunque sea de manera temporal—, constituimos una cierta exoticidad. La oferta educativa (grados y másters) es desmedida, y se precisa de una gran cantidad de objetos de estudio para que la máquina no se detenga y se puedan realizar cientos y cientos de trabajos de fin de grado, fin de máster y tesis.
La organización de actividades donde personas comparten conocimientos y experiencias vividas en torno a la salud mental y sus múltiples problemáticas tiene un carácter político. Se llevan a cabo como forma de socializar historias y herramientas, de romper con el silencio y el tabú que ha arrasado parte de nuestras vidas. Es básicamente un acto de generosidad. Y es importante resaltarlo, en tanto que anómalo y hermoso, puesto que se sitúa al margen de las lógicas del beneficio que rigen la mayor parte de nuestra existencia. Como tal, debería respetarse y cuidarse. No generamos movimiento y liberamos palabras para que nadie las escrute, diseccione, valore y rentabilice. Obviamente, cuando se realiza una convocatoria pública, no se puede impedir esta manera de hacer, pero sí repudiar. Y además hacerlo de manera abierta y argumentada.
En última instancia, se trata de un choque frontal entre lógicas: la académica y el activismo de base. Lo que a la primera le parece una manera de hacer estandarizada, con sus códigos y mecanismos de evaluación, para la segunda es un proceso de cosificación. Acudir a este tipo de actos desde una posición productivista, ajena a los vínculos que existen y se buscan crear, con la intención de llevar a cabo un registro del otro, está feo. Pervierte precisamente su supuesto campo de estudio: la ausencia de trabajo compartido, de colaboración real entre partes con un objetivo común, se sustituye por una concatenación de zafias labores de prospección.
Por todo ello, estoy arrancando mis intervenciones públicas con lo que he llamado “Principio Granada”. Este principio debe su nombre a la aparición de una tesis doctoral realizada en el Departamento de Antropología Social de la Universidad de Granada. Esta investigación, centrada en el activismo en salud mental, emplea metodologías de trabajo cuestionables que van desde la incorporación de conversaciones informales de carácter personal (sin ningún tipo de consentimiento) al registro y posterior valoración de eventos públicos. Dinámicas como esta solo pueden producir cúmulos informes de documentación salpimentados de reflexiones que nunca hemos solicitado como movimiento (por disperso y errático que sea este), y en ningún caso una generación de conocimiento. No hay nada nuevo ni original ni de ninguna utilidad real para las personas estudiadas. Desgraciadamente, no nos encontramos frente a una anomalía, sino frente a un modo de producción institucional normalizado. Dado que la academia no ofrece mecanismos que garanticen nuestros derechos y tampoco ofrece modos de reparación a los daños generados, ha llegado el momento de articular estrategias defensivas. El Principio Granada es una de ellas, y está concebido para evitar la extracción mercantilista de saber de espacios públicos.
La formulación básica es la siguiente:
Invoco el “Principio Granada”, según el cual desautorizo moralmente la utilización de la intervención que voy a realizar en trabajos académicos de cualquier índole. Si aún así alguien lo hiciera, solicito que conste mi posición al respecto.
A la que personalmente añadiré:
Animo a lxs estudiantes e investigadorxs que pudieran estar presentes en este espacio a que estudien las violencias que se ejercen cotidianamente contra nuestro colectivo. A mí, como locx, no me estudia ni dios.