Artículo de Mundo Atlas, web de la Revista Atlas (editada por psiquiatras argentinos). Al final de la entrada se puede acceder al pdf completo de la publicación.
Me siento encantada de poder contribuir sobre mi propio trabajo en este número de Atlas. Me sirvió como un interesante estímulo para reflexionar acerca de mis ideas en torno de lo que los tratamientos farmacológicos suponen para el futuro de la psiquiatría y, más ampliamente, para el cuidado de las personas a las que se clasifica con un “problema de salud mental”.
Las implicancias de las teorías sobre los mecanismos de acción de los fármacos
Mi teoría acerca del mecanismo de acción de los fármacos es, por una parte, obvia e innegable; pero, por otra, desafía profundamente a la psiquiatría oficial y sus asunciones sobre de la naturaleza de los trastornos mentales y cómo éstos deberían ser tratados. No se puede negar que los psicofármacos producen una alteración del normal funcionamiento mental y físico, ni que interactúan con las conductas, expresiones y sentimientos a los que llamamos trastornos mentales. Esto es lo que di en llamar el modelo del mecanismo de acción “centrado en el fármaco”.
Si aceptamos que esto es, al menos, plausible, desafía el modelo actualmente aceptado del mecanismo de acción “centrado en la patología”, el cual sugiere que los psicofármacos funcionan porque modifican mecanismos biológicos subyacentes involucrados en la producción de los síntomas de los trastornos mentales (Moncrieff, 2008, Moncrieff & Cohen, 2005).
Los efectos de los fármacos prescritos en psiquiatría varían considerablemente y algunos son más intensos que otros. La mayoría de las personas que toman una dosis de haloperidol pueden sentir bastante rápidamente las alteraciones que dicho fármaco produce; sin embargo, los efectos producidos por un inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina (ISRS), por ejemplo, son más sutiles. Una interesante propiedad de las sustancias que alteran la mente (mind-altering substances) es que las personas no siempre llegan a apreciar o dar cuenta de los cambios que experimentan mientras están bajo la influencia del fármaco. Para poner un ejemplo, en el fascinante estudio de David Healy acerca de los efectos del droperidol en voluntarios sanos, las personas sólo fueron capaces de describir las complejas alteraciones emocionales y cognitivas que experimentaron luego de que los efectos del fármaco se disiparon (Healy & Farquhar, 1998).
Las vías características en que fármacos como los neurolépticos modifican el pensamiento, la emoción y la conducta fueron bien acogidas por los primeros psiquiatras que los prescribieron, quienes incluso reconocieron que eran estas mismas alteraciones las que producían los efectos beneficiosos de los fármacos en las personas que presentaban un cuadro de agitación o que estaban alteradas por otras razones. Como remarcó el psiquiatra francés Pierre Deniker, los fármacos que disminuyen la respuesta de las personas a su entorno, en general, pueden producir que las personas que atraviesan un estado psicótico pierdan interés en sus preocupaciones delirantes (Deniker, 1960).
Este modelo del ‘mecanismo de acción centrado en el fármaco’ fue prontamente abandonado, no debido a una evidencia irrefutable en favor del modelo del ‘mecanismo de acción centrado en la enfermedad’ sino porque era contradictorio con la manera en que los psiquiatras pretendían ser considerados y con la manera que esperaban que fuera su propia práctica. Los psiquiatras estuvieron siempre profundamente inseguros acerca de su lugar como médicos. A medida que, durante el siglo XX, la medicina general comenzó a descubrir tratamientos efectivos y específicos para las enfermedades, fue siendo cada vez más importante también para los psiquiatras presentarse con tratamientos sofisticados que apuntaran a los mecanismos biológicos subyacentes (Moncrieff, 2008). La idea de que los fármacos corrigen defectos biológicos subyacentes es una de las justificaciones más robustas para afirmar que los trastornos mentales provienen del cerebro o del cuerpo, tal como las otras enfermedades de la medicina. La evidencia concreta de una asociación causal entre las variaciones biológicas y los síntomas de los trastornos mentales es escasa, o, en el mejor de los casos, no concluyente. Por lo tanto, si se objeta la idea de que los fármacos tienen por blanco una enfermedad subyacente o un mecanismo de producción de síntomas, se hace difícil sostener la noción de que los trastornos mentales son similares a las “enfermedades médicas” y, así, asimilar la práctica de la psiquiatría a aquella de la medicina.
Aunque el modelo del “mecanismo de acción centrado en el fármaco” desafía la noción de que los trastornos mentales son análogos a las enfermedades de la medicina, no niega la utilidad de las intervenciones farmacológicas ni de otras formas del conocimiento médico. El modelo centrado en el fármaco sugiere que las alteraciones que algunos fármacos producen pueden ser útiles para suprimir, en ciertas situaciones, las manifestaciones del malestar mental. De hecho, este abordaje exige un mejor conocimiento de la psicofarmacología del que la mayoría de los psiquiatras actualmente poseen. Requiere de un entendimiento amplio de la fenomenología de las alteraciones inducidas por el fármaco y cómo éstas interactúan con diferentes formas de malestar y con las alteraciones del comportamiento, tanto como un conocimiento detallado de los resultados de las investigaciones sobre efectividad y todas las complicaciones posibles que un tratamiento farmacológico puede acarrear.
Los trastornos mentales entendidos como un conjunto de problemas sociales
Hemos sido tan adoctrinados en la idea de que los trastornos mentales se localizan en las personas, al igual que cualquier otra enfermedad de la medicina, que es a menudo difícil, incluso para los pensadores más críticos, pararse por fuera de este paradigma. Pero los trastornos mentales no se identifican dentro de un individuo como podría ocurrir con las enfermedades del cuerpo. Los trastornos mentales son problemas de los grupos o unidades sociales. Muy a menudo pensamos sólo en el estado emocional de una persona, sea que esté deprimido o ansioso, por ejemplo, pero no solemos pensar qué expectativas u obligaciones sociales esa persona no estaría cumpliendo que hace que su estado emocional sea problemático para sí misma y para los demás. De igual manera, cuando a una persona se le diagnostica esquizofrenia, enfocamos sobre sus creencias inusuales más que en la forma que éstas impactan en su habilidad para desenvolverse en el mundo.
Los estudios históricos, sin embargo, revelan cómo los problemas de la salud mental son problemas de la comunidad. La atención psiquiátrica moderna, junto con el marco legislativo que la rodea, emergió a partir de los mecanismos dispuestos por las comunidades para mantener el orden social y proveer de atención a los ciudadanos. Antes de que fueran introducidos los sistemas legales formales, las sociedades antiguas, como la Inglaterra Anglosajona, tenía modos informales de mantener la seguridad y el orden de la comunidad, de dispensar justicia y cuidados de aquellos que estaban enfermos y discapacitados (Dershowitz, 1974). En Inglaterra y Europa, las instituciones religiosas tuvieron un rol en la provisión de cuidados y sustento para aquellos que no podían proveérselos a sí mismos. Con la disolución de los monasterios, bajo el régimen de Enrique VIII, se introdujo en Inglaterra un nuevo sistema estatal de bienestar social llamado las “Leyes de Pobres” (Poor Laws). Estas leyes, que fueron periódicamente actualizadas a lo largo de los siglos sucesivos, planteaban que las comunidades locales tenían la obligación de cuidar a sus pobres y necesitados y de ayudar a salvaguardar la seguridad de la comunidad en su conjunto. Los miembros de una familia podían solicitar comida y vestimenta a los oficiales de la Ley de pobres en caso que la cosecha fallara, o si alguna otra catástrofe implicaba que se vieran imposibilitados de mantenerse, incluyendo situaciones en las cuales el sostén de la familia quedara discapacitado debido a un problema mental. Si una familia fuera incapaz de cuidar al individuo en cuestión, los oficiales de la Ley de pobres podían disponer que otros miembros de la comunidad local le proveyera de los cuidados. Si la seguridad de la comunidad estuviera amenazada, el individuo era alojado en algún lugar seguro, a menudo la prisión más próxima en caso que no se pudiese encontrar otra solución (Rushton, 1988). Las personas en mejor situación económica se las arreglaba a su manera, ya que no podían solicitar los recursos del estado.
En los siglos siguientes, las Leyes de pobres proveyeron el marco dentro del cual las personas que no contaran con bienes propios fueran cuidadas si es que no podían hacerlo por sí mismas. Aunque la mayoría de las personas permanecían en sus propios hogares, y recibían ayuda o asistencia social conocida como “socorro puertas afuera” (outdoor relief), instituciones como las Casas de los Pobres y las Casas de Trabajo (Workhouses) fueron aumentando para dar alojamiento a aquellas personas carenciadas que no tenían su casa propia o que no podían ser mantenidos en su hogar familiar. Estudiosos como Michel Foucault y Andrew Scull documentaron cómo los asilos mentales y la práctica de la psiquiatría emergieron a partir de estas instituciones, ofreciendo asistencia supuestamente especializada para aquello que estuvieran muy incapacitados o fueran lo suficientemente disruptivos para ser manejados en las mal financiadas y brutalmente administradas Casas de Trabajo Victorianas (Foucault, 1965; Scull, 1993). Los asilos continuaron con las funciones duales del Sistema de la Ley de pobres, proveyendo atención para quienes no podían hacerlo para sí mismos y manteniendo segura a la comunidad, resguardándola de los individuos que se comportaban de una manera amenazante o disruptiva, pero que estuvieran demasiado perturbados mentalmente para hacerlos sujetos de los dictados de la ley criminal.
La atención moderna de la salud mental
Cuando miramos la historia de la atención psiquiátrica de esta manera, podemos ver que el sistema moderno cumple las mismas funciones sociales. Detrás de la fachada de tratar una patología médica individual, lo que el sistema provee es atención para aquellos que no son capaces de cuidarse a sí mismos, y contención y vigilancia de aquellos que representan una amenaza para la paz o la seguridad de la comunidad pero que no pueden ser abordados desde el sistema de la ley criminal debido a la falta de racionalidad o de juicio.
Como en los días pre-victorianos, gran parte de este sistema opera actualmente por fuera de las instituciones concretas que existen para contener a las personas más severamente perturbadas. El estado gasta considerables recursos para asistir a las personas que no pueden procurárselos mediante pagos por enfermedad y discapacidad, sea por depresión, ansiedad u otros “trastornos mentales comunes”. El hecho de que estos gastos se hayan incrementado, y más rápidamente que los pagos por otras patologías médicas, a pesar del gran incremento en la disponibilidad de tratamientos, sugiere no sólo que estos tratamientos son inefectivos, sino también que se desviaron del punto (Viola & Moncrieff, 2016). Lo que el sistema público provee es dinero y asistencia para aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos, sea de manera temporal o permanente.
De igual modo, la idea de que las personas diagnosticadas de esquizofrenia o “trastorno bipolar” tienen una enfermedad, brinda la justificación para encerrarlos contra su voluntad y para cambiar a la fuerza su conducta con el uso de fármacos, como si todo este proceso fuera igual de controvertido que tratar una neumonía o un cáncer de pulmón. Algunas personas estarán agradecidas de que se hayan tomado medidas para contener su conducta cuando no estaban “bien de la cabeza”; pero otros nunca verán el mundo del modo que otro lo ven, y para estas personas “tratamiento” significa una modificación forzada de sus conducta en función del interés de mantener la paz social, a menudo al largo plazo.
El sistema actual, construido como está, sobre la proclama no justificada de que los trastornos mentales son como cualquier otra enfermedad médica, sirve a la útil función de mantener temas potencialmente controvertidos fuera del debate público. Del mismo modo que los contribuyentes de antes se quejaban de que los desembolsos destinados a los “inmerecidos” pobres suponían un aprovechamiento de los beneficios previstos por la Ley de pobres, hoy en día, las personas pueden sentirse molestas de que sus impuestos sean destinados para subsidiar a individuos que parecen estar físicamente aptos para ganarse el sustento. También el Estado, ocasionalmente se alarma ante la extensión de los costos del bienestar social y efectúa esfuerzos tentativos, de tanto en tanto, para dominar los gastos destinados a la discapacidad, pero no puede, a la vez, permitirse prescindir del sistema. Los beneficios para la enfermedad y la discapacidad en el mundo occidental son pagados principalmente por quienes se estratifican dentro de las clases sociales que realizan trabajos físicos (manual social clases), para quienes, en las últimas décadas, han ido desapareciendo los puestos de trabajos confiables y decentemente pagados. Este grupo social es el precio que el capitalismo occidental paga por la tercerización de los trabajos no calificados y de la industria pesada en los países en vías de desarrollo donde el trabajo es más barato. Este proceso dejó a su paso comunidades devastadas, totalmente desmoralizadas e inseguras, y esto es lo que se rotula como depresión y ansiedad, por lo que los integrantes de esas comunidades pueden sentirse emocionalmente aliviadas usando antidepresivos químicos, y, así, cualquier desafío al sistema como un todo es sofocado antes de siquiera haber podido ser planteado.
El futuro: una comprensión alternativa a los problemas mentales
El futuro de la psiquiatría está, por lo tanto, íntimamente entrelazado con el futuro de la sociedad entera. En tanto la sociedad precise de un mito para mantener la paz y manejar los trastornos y el descontento, entonces continuará floreciendo un sistema que fomente la idea que la enfermedad mental es una patología cerebral y que el tratamiento para ésta es un sofisticado proceso médico. Las personas se pueden beneficiar del apoyo financiero que el sistema actual ofrece ante la falta de oportunidades de condiciones más satisfactorias de vida, pero también pueden ser dañadas por la implicancia de considerar que tienen una falla biológica y que están crónicamente afectados, que sus problemas están más allá de su control y que los químicos tóxicos representan una solución simple y benigna.
Aceptar que un trastorno mental no es una enfermedad sino simplemente la forma en que algunas personas son o terminan siendo, no solía ser una idea particularmente radical. Adolf Meyer, el más importante psiquiatra norteamericano de mediados del siglo XX, sugería que lo que llamamos enfermedad mental podría ser pensado como la forma mediante las cuales algunas personas responden al mundo que los rodea y a los desafíos que les propone (Meyer, 1948). Algunas formas de reacción ante el mundo pueden ser, o pueden parecer de acuerdo a estándares convencionales, contraproducentes, pero aun así pueden ser genuinas y significativas. Meyer reflejaba la influencia del psicoanálisis, pero pensadores y especialistas de muchas otras tradiciones también describieron los trastornos mentales como una respuesta significativa a los desafíos de la vida, o simplemente como “formas de ser humano” (Jenner et al., 1993) que no son fundamentalmente diferentes de las formas de conductas comunes y más habituales.
Si entendemos a los trastornos mentales de esta manera, ¿cómo deberíamos nosotros, como sociedad, responder? ¿Cómo podemos ayudar a las personas cuyas conductas les causan malestar y cómo debería la sociedad reaccionar ante las personas cuyas conductas producen daño o problemas a otros miembros de esa comunidad? ¿Qué rol, si es que hay alguno, deberían tener los psiquiatras en un sistema alternativo?
Ayudando a las personas a cambiar
Si concebimos la enfermedad mental como una reacción a ciertas circunstancias vitales, entonces la primera pregunta que debemos hacernos es qué de nuestra sociedad actual lleva a que muchas personas se sientan ansiosas o descontentas o no puedan manejar las exigencias que se les hacen. Los trastornos mentales pueden, a menudo, ser vistos de una manera útil como una “señal para cambiar”, una indicación de que algo está mal, ya sea con la naturaleza de la sociedad entera o con la forma de vida actual de un individuo. Trabajos inseguros, inequidades económicas, carencias de oportunidades significativas de compromiso social cobran peaje en el bienestar emocional de las personas. También las personas que se encuentren en situaciones más ventajosas pueden estar bajo inmensa presión para desempeñarse y ser competentes, para trabajar largas horas y sacrificar el tiempo que podrían destinar hacia actividades personalmente más gratificantes. La solución a tanto malestar mental de hoy en día no es retocando la química cerebral o las inclinaciones cognitiva sino mediante una presión política para crear una sociedad que provea de oportunidades accesibles para cada uno que dé por resultado la posibilidad de tener una vida más segura y reconfortante.
Sin embargo, a veces, las reacciones y las conductas de una persona parecen ser parte del problema. Hay muchas formas de poder ayudar a las personas a cambiar. Tradicionalmente las personas se volcaban hacia su familia, amigos, colegas o líderes religiosos en busca de una guía sobre cómo manejarse y cómo abordar los obstáculos y desafíos de la vida. Más recientemente, las personas recurren a profesionales, incluyendo terapeutas y consejeros. Los fármacos que producen alteraciones mentales son otra técnica común y perdurable para modificar el propio estado emocional y conductual. Por milenios, las personas han usado drogas como el alcohol y el opio para apagar el dolor, la preocupación y la tristeza. Por lo demás, es bastante obvio que las drogas son útiles para esta clase de situaciones si son consumidas al largo plazo.
Muchos de nosotros tomamos un trago, una o dos veces, cuando pasamos por una situación traumática o cuando estamos intentando manejar una crisis vital, y pudimos haber experimentado que esa intoxicación nos aporta un alivio temporario a nuestra preocupación. Sin embargo, pocas personas pensarían que el consumo de alcohol de forma crónica es una solución sensible a cualquier problema emocional o a problemas personales. De hecho, sólo tenemos que mirar a las personas que tienen problemas de adicción a drogas como el alcohol o la heroína para ver cómo el uso de drogas para combatir las dificultades personales se puede convertir en un problema en sí mismo. Estar bajo la influencia de una sustancia que adormece la preocupación y la tristeza hace que las personas sean menos capaces de aprender otras técnicas para manejar las emociones y arreglárselas en el mundo, y previene que las personas puedan abordar el problema de base. Bajo la influencia de algo que disminuya la sensibilidad y las reacciones, las personas pueden ser capaces de afrontar más fácilmente el aburrimiento y la frustración y tolerar relaciones dificultosas, no satisfactorias o incluso abusivas.
No hay duda, si observamos las publicidades de las décadas de 1950 y 1960, que fármacos como las benzodiacepinas eran ampliamente prescriptas para acallar el descontento, especialmente el de las mujeres.
Pero los antidepresivos modernos como la Fluoxetina (Prozac) son presentados de una forma completamente diferente. Se los presenta como un tratamiento que apunta a la enfermedad, como algo que funciona porque rectifica un desbalance químico subyacente, no porque ponen a las personas en un estado de apatía inducida por el fármaco. Esta forma de promocionar los antidepresivos encubre sus propiedades que alteran la mente (mind-altering properties). Aunque la mayoría de los ISRS tienen débiles efectos psicoactivos, sí inducen sutiles estados de desapego o adormecimiento emocional (Goldsmith & Moncrieff, 2011). Las personas manifiestan que les es difícil llorar, por ejemplo, y que no son capaces de sentirse particularmente tristes o contentos. Por lo tanto, parece que, aunque de forma menos evidente que sus predecesores, los antidepresivos modernos pueden también ayudar a que las personas se acomoden a circunstancias adversas que no podrían, de otra manera, tolerar. Aunque los datos de los ensayos clínicos controlados y randomizados no demostraron convincentemente que los antidepresivos son mejores que el placebo (Moncrieff, 2018), estos efectos pueden, teóricamente, proveer algún alivio al corto plazo. Sin embargo, esta especie de supresión de los sentimientos y las reacciones no parece ser probable que ayude a las personas a manejar los desafíos de la vida de manera efectiva al largo plazo, y pueden ayudar a perpetuar aquellas situaciones iniciales que llevaron a que las personas se sintieran descontentas.
Hoy día, los psiquiatras se encuentran con muchas personas que están luchando con circunstancias difíciles, como divorcios, desempleo, deudas o sentimientos de falta de sentido y orientación en la vida. Los psiquiatras, como cualquier otro profesional, pueden ayudar a que las personas sopesen los pros y contras de usar diferentes estrategias para dar respuesta a sus dificultades particulares, incluyendo la consideración de uso de fármacos que alteran la mente. Primero, sin embargo, deben desacostumbrar a las personas de la idea de que tienen un trastorno del cerebro que requiere el uso de una droga para corregir. Entonces, pueden empezar una conversación acerca de la verdadera naturaleza de los problemas y cómo pueden ser más efectivamente resueltos o manejados. Los psiquiatras pueden discutir honestamente con las personas sobre la posibilidad de emplear sustancias que alteran la mente para modificar y suprimir reacciones emocionales, reconociendo la limitada evidencia que respalda la utilidad de esta estrategia, los riesgos que acarrean y pueden compartir el conocimiento acumulado de las experiencias de otras personas.
Forzando a las personas para que cambien
¿Y qué hay con esas personas cuyo comportamiento está más severamente alterado o es disruptivo para los demás? Es probable que los fármacos sedativos, de la clase que sea, aplaquen los comportamientos agitados o agresivos y, en mi experiencia, los fármacos antipsicóticos ayudan a disminuir las preocupaciones y el involucramiento emocional del paciente respecto de las experiencias psicóticas. A menudo esto permite que la persona se inserte de nuevo en otras actividades, que pueda mirar hacia afuera de nuevo, de una forma que no le era posible mientras estaba con los síntomas psicóticos. Deberíamos, sin embargo, tener presente que el modo en que se alcanza este efecto es al costo de atemperar el interés y la motivación de esa persona, y que eso, además de las serias complicaciones físicas que entraña el uso de los antipsicóticos a largo plazo, es un alto precio por pagar para alcanzar una normalidad relativa. Peter Wescott, una persona que tomó antipsicóticos, escribió en el British Medical Journal, “para perder mis periodos de locura tuve que pagar con mi alma” (Wescott, 1979).
Tenemos que reconocer que el tratamiento de las personas con trastornos mentales entraña una modificación conductual, no un tratamiento médico. Les estamos dando a las personas fármacos que modifican su estado mental y el comportamiento manifiesto, no para revertir una enfermedad subyacente o una anormalidad biológica. Si esto se hace en contra del deseo del individuo, se trata de una situación excepcional que requiere de fuertes salvaguardas y de un análisis permanente para asegurar que está adecuadamente justificado.
Necesitamos estar bastante seguros, por lo tanto, que un tratamiento forzado es completamente necesario y que no se dispone de alternativas posibles. Aun así, sabemos que algunas personas pueden recuperarse naturalmente de la psicosis sin fármacos y que pueden tener un buen pronóstico al largo plazo (Bola & Mosher, 2003, Wunderink et al., 2013). Un apoyo social no intrusivo y actividades para mantener cierto apego con el mundo parecerían ser útiles en esta situación, aunque se requiera más investigación al respecto (Cooper et al, submitted). Necesitamos contar con dispositivos, por lo tanto, que permitan que las personas sean tratadas sin antipsicóticos, si esto es lo que quieren, y dejar de depender de los antipsicóticos luego de que se hayan recuperado del episodio por el cual éstos fueron indicados. No se trata de un sueño utópico –en 2015, Noruega promulgó una ley que obliga la creación de dichos dispositivos (Whitaker, 2017). Aunque puedan ser caros en el corto plazo, es probable que los costos de mantener personas permanentemente afectadas por los efectos de los antipsicóticos sean mayores en el largo plazo, incluso si se trata de una pequeña proporción de personas las que puedan ser ayudadas a evitar el uso crónico de fármacos.
En los casos en que las personas permanezcan en estados psicóticos agudos por largos periodos, pienso que, entonces, debería intentarse el tratamiento con antipsicóticos, a menudo aunque sea en contra del deseo del individuo. Esta decisión, sin embargo, no debería ser una decisión médica. Imponerse al deseo de un individuo, en este contexto, debería implicar una decisión legal, donde la evidencia de los beneficios y los daños para el individuo, su familia y la sociedad sean todos puestos en la balanza. Debe también quedar sujeto a un escrutinio legal permanente.
El uso de fármacos potencialmente dañinos requiere de personal que tenga algún tipo de pericia médica y farmacológica, por lo que los psiquiatras pueden tener participación en este escenario. Lo importante, sin embargo, es un reconocimiento de la real naturaleza de la actividad; que “tratamiento” en este caso involucra una modificación forzada de la conducta, a menudo principalmente siguiendo el interés de otras personas más que del individuo afectado, lo que es, en última instancia, una actividad socialmente impulsada y no una actividad médica.
Si tales cambios a nuestro modo actual de abordaje de los trastornos mentales tendrán lugar, depende de si la sociedad está dispuesta a confrontar la complejidad de dar respuesta de una manera más transparente a la enorme variedad de dificultades sociales que actualmente amontonamos bajo la etiqueta de trastorno mental, o si, en cambio, se preferirá seguir barriendo todo esto bajo la alfombra médica. Mientras tanto, los psiquiatras con una postura crítica pueden continuar la difícil tarea de intentar tener un diálogo honesto con los pacientes, dentro de un contexto de comprensión de los problemas que ha sido construido para disfrazar la verdad.
Publicado en ATLAS número 17 (pdf completo)
Referencias:
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