Dime por qué duele; de Danielle Carr

Fuente: New York Magazine

Cómo la teoría del trauma de Bessel van der Kolk, antaño controvertida, se convirtió en la forma dominante de dar sentido a nuestras vidas.

Es una mala noticia que tu universidad cree un comité para asegurarse de que no publiques ningún trabajo de investigación sin su aprobación. Peor noticia es que la única persona que se enfrenta a un escrutinio similar sea un hombre que investiga abducciones alienígenas. Esta era la situación a la que se enfrentaba el investigador sobre el trauma Bessel van der Kolk a mediados de los 90, cuando la Facultad de Medicina de Harvard le informó de que todas sus futuras publicaciones serían sometidas a un control de calidad. El otro profesor al que Harvard había abofeteado con una supervisión similar era el psiquiatra John Mack, que había pasado años estudiando a personas que afirmaban haber sido raptadas por extraterrestres y, a mediados de los 90, acabó creyéndolas.

Por aquel entonces, van der Kolk rondaba los 50 años y era una estrella académica con el aspecto adecuado: alto y atractivo tras unas gafas sin montura. «Mack y yo investigábamos cosas igual de disparatadas», recuerda van der Kolk. Tenían algo en común. Ambos estudiaban a personas que afirmaban haber tenido experiencias que los científicos no podían verificar definitivamente. Pero mientras los sujetos de Mack relataban con detalle sus encuentros con extraterrestres, los pacientes de van der Kolk tenían recuerdos del horror que parecían más fragmentos que narraciones coherentes, detalles que podían surgir repentinamente de un pasado vagamente recordado. La melodía de la radio del coche que sonaba antes de la explosión, el olor del desodorante de la tienda de ultramarinos que llevaba puesto, estos fragmentos podían hacer a los pacientes volver a vivir una situación de angustia. Según van der Kolk, la memoria traumática no es tanto una narración sobre el pasado como un estado literal del cuerpo, que puede eludir el recuerdo consciente para resurgir años después.

Este era la base de la tesis de van der Kolk: los recuerdos traumáticos no son recuerdos ordinarios. Pero la ciencia del trauma tampoco es una ciencia al uso. En 1995, los debates internos habían desatado una guerra cultural que empezaba a convertirse en un circo. Despojadas de matices por programas diurnos como Oprah y Phil Donahue, las teorías de van der Kolk sobre la disociación traumática se habían transmutado en el movimiento de la «memoria recuperada», en el que masas de personas, desde terapeutas bienintencionados hasta estafadores oportunistas, se unieron en torno a la idea de que distintos recuerdos de abusos podían aflorar a lo grande muchos años después.

A medida que se generalizaba la idea de los recuerdos recuperados, un número cada vez mayor de mujeres de clase media se identificaban como traumatizadas, a menudo afirmando haber recuperado recuerdos de abusos sexuales en la infancia. Pacientes con trastorno de personalidad múltiple —acompañados de su psiquiatra/coautor/agente—, empezaron a relatar atroces torturas sufridas en la infancia. Hubo gente que fue a la cárcel. Fue una televisión fantástica. Los escépticos vociferaron diciendo que todo era radicalismo de género y ciencia de mierda, una cultura de victimización —la corrección política enloquecida. Como uno de los investigadores cuyas ideas constituían el eje del campo de la memoria recuperada, van der Kolk era vulnerable a la reacción violenta. Después de que el departamento de psiquiatría cerrara la clínica del trauma que había pasado 12 años construyendo y pusiera una orden de control de calidad sobre sus publicaciones, van der Kolk salió furioso de Harvard, muy resentido y con la determinación de doblegar a la ortodoxia psiquiátrica en su dirección.

Casi tres décadas después de abandonar Harvard, van der Kolk es actualmente el psiquiatra vivo más famoso del mundo y el autor de The Body Keeps the Score (El cuerpo lleva la cuenta), que ha permanecido 248 semanas en la lista de los libros más vendidos de bolsillo y no ficción del New York Times, y sigue sumando. Hasta la fecha, ha vendido 3 millones de ejemplares y se ha traducido a 37 idiomas. Publicado por Penguin en 2014, The Body Keeps the Score es el manifiesto de van der Kolk. Sostiene que el trauma constituye un tipo especial de memoria, distinta de los sistemas utilizados para recordar las listas de la compra o el nombre de la mascota durante la infancia. Los recuerdos ordinarios son representaciones del pasado que pueden cambiar y desvanecerse a lo largo de la vida ordinaria, argumenta, mientras que el trauma es una incursión literal del pasado en el presente, que puede producir efectos fisiológicos tanto si la persona traumatizada recuerda conscientemente el suceso como si no. Lo que esto significa es que el cuerpo puede registrar lo sucedido de un modo que la persona podría comprender sólo años más tarde. Según el modelo de van der Kolk, incluso después de que el suceso traumático haya pasado, el cuerpo permanece en alerta, reviviendo la amenaza de un peligro ahora inexistente.

The Body Keeps the Score no es el tipo de título que uno esperaría que alcanzara el estatus de obra de culto; es una descripción técnicamente densa de una teoría del estrés traumático que en su día suscitó 20 años de controversia científica. Tras un desempeño respetable después de su publicación, The Body Keeps the Score comenzó un ascenso constante en las listas editoriales, y su prominencia —que data aproximadamente de 2018— no podría atribuirse solo a la oleada de títulos de autoayuda generada por la pandemia de la COVID. En algún momento del camino durante los años de Trump, entre los embriagadores golpes de Me Too y los estancamientos introspectivos durante los confinaminetos, y el oyente promedio de The Daily descubriendo la supremacía blanca, el trauma se convirtió en la moneda inflacionaria a través de la cual negociamos nuestras vidas. Si miramos hacia un lado, el príncipe Harry está retransmitiendo en directo una entrevista sobre el trauma que sufrió como miembro de una monarquía hereditaria; si miramos hacia el otro, libros como Weathering, de Arline Geronimus, sostienen que la violencia experimentada por la empobrecida subclase racializada de Estados Unidos debería entenderse como un trauma transmitido epigenéticamente de generación en generación. Dentro del abismo que separa a un príncipe británico de, por ejemplo, un adolescente negro pobre del South Side de Chicago, se encuentra la vasta gama de experiencias humanas que, cada vez más, parecen entrar en el ámbito del trauma.

En su ascenso, van der Kolk ha hecho por el trauma lo que Carl Sagan hizo por la galaxia. Hoy en día, el concepto de trauma predominante es fundamentalmente van der Kolkiano: el trauma como un estado del cuerpo, más que como una forma de interpretar el pasado. Esto significa que para liberar al paciente del pasado hay que trabajar con el cuerpo y enseñarle a salir del modo crónico de «lucha o huida».

El verano pasado, me reuní con van der Kolk en un ashram (nota traducción: monasterio, lugar de meditación y enseñanza hinduista, tanto religiosa como cultural) de Berkshires para asistir a su taller sobre traumas de una semana de duración. El programa, que ha impartido cientos de veces de diversas formas en docenas de países, combina conferencias extraídas de El cuerpo lleva la cuenta con ejercicios de curación dirigidos por Licia Sky, trabajadora corporal y esposa de van der Kolk desde hace diez años. Nuestra primera velada comenzó con lo que ellos dos —corrigiendo rápidamente a alguien que utilizó la palabra «rompehielos»— denominaron «el trabajo»: ejercicios como reflejar la respiración y la forma de andar con desconocidos, establecer un contacto visual que rozaba lo angustioso, aceptar una invitación a bailar o, en mi caso, «notar y sentir lo que suscita esta invitación a bailar, tal vez un sentimiento de rechazo». Al final de la noche, los asistentes se encontraban en el espectro «emocionado-exhausto», dependiendo de cómo sus cuerpos hubieran llevado la cuenta durante la última hora y media.

En la actualidad, el renombre de van der Kolk, basado en traducir la neurociencia a un lenguaje accesible para las personas que buscan una cura para su dolor, le ha colocado en una posición a caballo entre la celebridad científica y el gurú. La primera noche, todos los asistentes que tomaron el micrófono —terapeutas, orientadores escolares y profesionales de la medicina, algunos de los cuales tenían el coste del curso pagado por sus empresas— admitieron que también habían acudido para curarse. Más tarde, cuando pregunté a dos profesores de educación especial cómo habían conocido a van der Kolk, se rieron: «Si estás en una determinada línea de trabajo, realmente no tiene sentido preguntarnos cómo hemos oído hablar de Bessel van der Kolk». Para la gente de la «atención informada por el trauma», explicaron, refiriéndose a las profesiones que van desde las escuelas a los hospitales, pasando por los programas de trabajo social, las oficinas de libertad condicional o las consultas privadas de psicoterapia, «él es como un dios».

Pero en este escalón del éxito, van der Kolk sigue siendo visiblemente asediado. La primera noche, uno de los asistentes bromeó diciendo que, como todos los presentes, había venido a aprender de «su alta santidad, el hombre santo del trauma». Señaló a van der Kolk, que estaba sentado en el estrado del ashram. «No me llames así», replicó van der Kolk, repentinamente nervioso. «No soy un hombre santo». En respuesta a preguntas que no le convencen del todo, puede dar la sensación de que no está hablando exactamente contigo; es más como si te dejara escuchar mientras corrige los errores de algún antagonista invisible. «Aquí no se va a curar nadie esta semana», murmuró al observar el alboroto del primer día de inscripciones en el vestíbulo. «La gente viene pensando que voy a curarles, pero los traumas no funcionan así». Según la teoría de van der Kolk, el hecho de que una guerra haya terminado no significa que sus veteranos no tengan que enfrentarse a recuerdos. Bessel van der Kolk es un veterano de un extraño tipo de guerra.

Van der Kolk no se propuso estudiar el trauma. Cuando aterrizó como estudiante en la Universidad de Hawai en 1962, me dijo, estaba interesado principalmente en «hacer surf, conocer chicas y aprender a bailar el hula». Nacido en julio de 1943 en La Haya ocupada por los nazis, vivió la devastación. Era el mediano de cinco hermanos, enfermizo. Su padre,  que trabajaba para Shell Oil, había sido capturado en una de las redadas masivas que realizaban los nazis en busca de hombres en buen estado de salud y enviado a una zona de trabajo. Su madre tocaba el piano y cada niño aprendió un instrumento (Bessel tocaba el piano y el violonchelo). «Nuestra madre no estaba preparada para las exigencias de una familia numerosa», me dice Jan, su hermano menor. Cuando pregunto a van der Kolk por su infancia, no menciona nada de esto. En cambio, me cuenta que recibió una educación excelente en Holanda, donde aprendió a hablar seis idiomas y a amar la música clásica.

Llegó a Estados Unidos para quedarse con su tío, profesor de la Universidad de Hawai, que se marchó al año siguiente. Para pagar sus facturas y la matrícula, van der Kolk pasó varios veranos como celador en un manicomio, una experiencia que le impulsó a dedicar su vida al campo de la psiquiatría. Como estudiante universitario, van der Kolk participó activamente en Estudiantes por una Sociedad Democrática, a finales de la década de 1960, la corriente dominante de la Nueva Izquierda consideraba que los hospitales psiquiátricos eran poco más que cárceles con otro nombre. También se vio profundamente influido por pensadores del movimiento antipsiquiátrico, como R. D. Laing, y por mentores que hacían hincapié en las causas no médicas del sufrimiento mental. En este modelo, tratar al paciente significaba abordar también su situación social.

Cuando van der Kolk comenzaba su carrera investigadora, trabajando con pacientes en la clínica ambulatoria de la Administración de Veteranos de Boston, se estaba gestando una lucha sobre si la investigación del trauma podía convertirse en un campo biomédico legítimo. Desde su primera aparición en las consultas psicoanalíticas, el trauma había eludido la definición como enfermedad neurológica coherente. La controversia se centraba en si el trastorno de estrés postraumático (TEPT) se convertiría en un diagnóstico psiquiátrico.

En el periodo previo a la publicación de la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales en 1980, los grupos de defensa de los veteranos de Vietnam se unieron a los psiquiatras que se oponían a la guerra de Vietnam. Este grupo quería que el TEPT se incluyera en el DSM-III para que el Estado cubriera el tratamiento de las lesiones psicológicas de los veteranos: pesadillas, ataques repentinos de ira, propensión al abuso de sustancias. Este bando a favor del TEPT veía el trauma como algo incrustado en problemas sociales y políticos ajenos al cuerpo del paciente. Enfrente estaba la facción de psiquiatras que controlaban los comités del DSM-III, que habían apostado por el reduccionismo biológico, o la idea de que los diagnósticos psiquiátricos son, en última instancia, trastornos cerebrales. Para esta facción, se suponía que el DSM-III iba a suponer la mayoría de edad de la psiquiatría como ciencia médica legítima, inaugurando un sistema unificado de diagnóstico con el que todos —desde los neurocirujanos hasta las compañías de seguros— estarían de acuerdo. Para ellos, era humillante que otras ramas de la medicina hubieran navegado por el siglo XX descubriendo curas mágicas (nota de la traducción: en el sentido de dar con un tratamiento específico y efectivo, como puede ser la penicilina o la insulina) mientras que la psiquiatría apenas tenía una comprensión básica de la base biológica de la enfermedad mental. Los escépticos del TEPT de los comités no querían saber nada de ningún diagnóstico que sospecharan que carecía del mismo tipo de realidad biológica que enfermedades como la poliomielitis o la hipertensión.

Incluso la formulación original de Freud sobre el trauma se había visto afectada por una indeterminación crucial: ¿el trauma provenía de algo que ocurría fuera de la psique del individuo (por ejemplo, una explosión o un accidente ferroviario) o dentro de ella (un complejo neurótico desencadenado por un acontecimiento externo)? En otras palabras, el trauma parece plantear la cuestión central: ¿el trauma se produce cuando el estrés supera algún umbral agudo o las personas se traumatizan debido a alguna vulnerabilidad subyacente que convierte en trauma lo que, para otra persona, podría ser simplemente estrés?, ¿es el trauma un concepto útil desde el punto de vista científico?

Finalmente, la fuerza de la campaña popular a favor del TEPT, unida a los innegables síntomas que los psiquiatras observaban en los veteranos, obligó a los escépticos a ceder. El TEPT se convirtió en un diagnóstico oficial en el DSM-III. Sin embargo, la indeterminación central sobre qué es realmente el trauma siguió sin resolverse.

En los años ochenta y noventa, me dijo van der Kolk, repitiendo una frase que le gusta mucho, «Boston era para los estudios sobre el trauma lo que Viena era para la música». Se había casado con Elisabeth «Betta» de Boer, una au pair holandesa que se convertiría en trabajadora social. Nació su primera hija Hana, y luego Nick. Todos los días, van der Kolk iba en bicicleta desde su casa de piedra rojiza del South End hasta su trabajo en el Massachusetts General, uno de los hospitales universitarios de Harvard. A mediados de los ochenta, una pequeña pero poderosa coalición de investigadores psiquiátricos estaba tomando forma para dirigir lo que significaría el TEPT. En Cambridge, Massachusetts, van der Kolk era el cabecilla de esta red. Durante más de diez años, el Grupo de Estudio del Trauma de Harvard se reunió todos los meses, formando el primer bastión de lo que sus enemigos llamarían más tarde «los traumatólogos

En 1984, van der Kolk publicó su primer artículo científico sobre el trauma; contenía la semilla a partir de la cual se desarrollaría todo su trabajo futuro. En él argumentaba que las pesadillas que tenían los veteranos no eran como las pesadillas normales: se producían antes en el ciclo del sueño y «eran sueños repetitivos que, por lo general, eran réplicas exactas de sucesos reales de combate». Es decir, a diferencia de los sueños normales, que fusionan recuerdos, deseos y ansiedades, las pesadillas del TEPT son una repetición literal del propio suceso traumático. Van der Kolk no tardó en argumentar que, a nivel biológico, esto implicaba que el trauma se grababa físicamente en el sistema nervioso, más como una cicatriz que como una historia. Era una gran afirmación. Si era cierta, significaba que el trauma podía actuar como una especie de prueba objetiva de que algo había sucedido. Una persona puede mentir, pero el cuerpo no.

Van der Kolk se propuso determinar qué tipo de sistema fisiológico podía explicar este tipo de «memoria corporal». En un extraordinario artículo de 1985, propuso el primer modelo neurobiológico para el TEPT, que podría explicar por qué las víctimas de traumas vuelven tan a menudo a situaciones en las que es probable que se repita la experiencia traumática. Freud había llamado a esto la «compulsión de repetición». Cuando se somete continuamente a los animales a shocks ineludibles, se desencadena una respuesta de estrés que incluye la liberación de opioides endógenos como analgésico. Van der Kolk planteó la hipótesis de que, cuando el factor estresante termina, puede provocar un efecto de abstinencia de opioides, que el sujeto estresado puede intentar solucionar reexponiéndose al factor estresante. Tal vez, postuló, la exposición crónica al estrés creaba adictos al trauma que a su vez eran adictos al subidón de los opioides endógenos. Quizá por eso, por ejemplo, los niños maltratados suelen elegir parejas violentas al crecer.

Este artículo de 1985 contenía todos los rasgos característicos del trauma van der Kolkian. Sobre todo, sintetizaba las dos facciones que se habían enfrentado por el diagnóstico del TEPT. Del campo biológico-reduccionista, tomaba la idea de que el trauma es un estado literal del cuerpo, y de los activistas de los veteranos, tomaba la premisa de que el trauma está causado por la violencia social y política y, por tanto, necesitaría algo más que medicación para tratarse.

A finales de los ochenta, van der Kolk colaboraba con la psiquiatra de Harvard Judith Herman, también fundadora del Harvard Trauma Study Group. Herman fue una de las primeras personas en investigar el incesto padre-hija, y sus hallazgos indicaban que una vasta conspiración de silencio ocultaba el alcance del maltrato doméstico en todo el país. Con Herman, empezó a desarrollar un modelo que sostenía que el trastorno límite de la personalidad —un diagnóstico asignado de forma abrumadora a mujeres con antecedentes de maltrato—era, de hecho, una forma de adaptación postraumática, o lo que Herman acabaría denominando «TEPT complejo». Las emociones desreguladas de la paciente límite eran equivalentes a las escenas retrospectivas de un veterano de combate, argumentaban, mientras que sus recuerdos fragmentados o ausentes eran similares a la experiencia desordenada del tiempo en el veterano.

Como médicos, los dos investigadores también empezaron a ver a mujeres que, de adultas, habían llegado a comprender que habían sido agredidas sexualmente de niñas. En la mayoría de los casos, las pacientes conocían lo esencial de lo ocurrido, aunque sin recordar detalles concretos. Por ejemplo, Carmen, una joven de 21 años que había acusado a su padre de agredirla de niña y que, durante el tratamiento, recordó cosas más concretas que había ocultado a su familia. En algunos casos, los pacientes en tratamiento desenterraban recuerdos de episodios previamente olvidados. En un libro de 1987, van der Kolk escribió sobre una mujer de 30 años aquejada de «inseguridad paralizante, comportamientos compulsivos» y anomalías endocrinológicas; a la octava semana de terapia, «de repente recordaba con detalle gráfico un incidente traumático» en el que había sido agredida por sus compañeros de séptimo curso en un descampado.

Herman y van der Kolk empezaron a intentar comprender por qué una persona que había sido agredida en una etapa anterior de su vida podía no recordarlo hasta más tarde. Una de sus hipótesis era que, de niño, el paciente no habría sabido que agresión era el nombre de lo que le había ocurrido. Otra hipótesis era que el cuerpo del superviviente había aislado el recuerdo de la conciencia y lo había almacenado en otra parte del sistema nervioso. Si la segunda hipótesis fuera cierta, argumentaban los traumatólogos, sugeriría la presencia de dos sistemas de memoria: el cotidiano y la memoria corporal traumática. A finales de los ochenta, el bando de traumatólogos de van der Kolk había aportado algunas pistas de que podría existir un segundo sistema de memoria, pero ¿qué sucedía en cuanto a un modelo biológico coherente? Simplemente no lo tenían. A falta de un modelo neurobiológico sólido, los traumatólogos buscaron otras explicaciones. Una de ellas era la disociación, es decir, la idea de que el trauma podía fragmentar la experiencia de alguien de forma tan drástica que partes enteras de la memoria se desprendían y atormentaban a la persona traumatizada hasta que recuperaba e integraba el recuerdo.

En aquella época, los científicos no se ponían de acuerdo sobre si era posible recuperar los recuerdos que se habían suprimido o perdido en la disociación traumática, pero mientras el debate se mantuvo en la academia, el asunto siguió teniendo implicaciones en el ámbito civil. Las críticas comenzaron cuando, a finales de los ochenta, los académicos empezaron a actuar como testigos expertos en juicios por recuerdos recuperados. Como referente máximo de la traumatología (Nota traducción: el texto recoge este acepción de traumatología y traumatólogxs, como puede resultar un poco confusa en algún momento, hemos optado por usar la cursiva) van der Kolk actuó como perito de la acusación en una serie de casos de abusos clericales presentados contra la Iglesia Católica, testificando que era científicamente plausible que una víctima pudiera no recordar o reconocer los abusos hasta años después. Frente a los traumatólogos estaban investigadores como Elizabeth Loftus y Richard McNally, que sostenían que, en realidad, la memoria funciona de un modo bastante sencillo.

A medida que la controversia sobre los recuerdos recuperados se trasladaba de los tribunales al mercado de libros de bolsillo y, finalmente, al circuito de tertulias, el movimiento empezó a parecerse más a la mala fe que le atribuían sus detractores. El tema empezaba a enturbiarse. Superproducciones de autoayuda como The Courage to Heal (El valor de curar), de Ellen Bass y Laura Davis, de 1988, enumeraban «síntomas» relativamente vagos y comunes (fatiga, ansiedad, dificultad para recordar la primera infancia) como prueba de que el lector estaba reprimiendo recuerdos de abusos sexuales en la infancia. Los profesionales de la salud mental, muchos de ellos trabajadores sociales licenciados, salieron con los ojos bien abiertos en busca de signos de recuerdos reprimidos de abusos sexuales, a menudo utilizando métodos como la hipnoterapia. Algunas personas llegaron a tener la certeza de que habían sufrido abusos sexuales en su infancia. Un libro de memorias de 1980, Michelle Remembers, coescrito por un psiquiatra canadiense y su paciente (y, posteriormente, esposa) Michelle Smith, detallaba historias de grotescos rituales satánicos de abuso infantil. (El libro fue posteriormente desacreditado en profundidad).

Los traumatólogos intentaron establecer distancia entre su investigación y los excesos voyeuristas de su popularización. «Muchos clínicos», escribió van der Kolk en 1997, «parecen haber suspendido su capacidad de duda y escepticismo al aceptar acríticamente como ciertas todas las historias de abuso sexual o ‘satánico’ de sus pacientes». Pero a principios de los noventa, la idea de los recuerdos reprimidos había escapado de sus orígenes teóricos y corría como la pólvora.

Este fue el periodo en el que van der Kolk se vio sometido al escrutinio académico. Si se le pregunta, dice que su salida de Harvard fue orquestada por el jefe de psiquiatría del Hospital General de la universidad, un sacerdote jesuita que había asesorado a la archidiócesis de Boston en casos de abusos sexuales. Pero a mediados de los noevnta, el movimiento de la memoria recuperada estaba en retroceso. En 1994, el antropólogo Jean La Fontaine demostró que los «especialistas» estadounidenses contribuían al aumento de las acusaciones de abusos satánicos a escala internacional. Ese mismo año, la Facultad de Medicina de Harvard emprendió una investigación sobre los trabajos sobre recuerdos recuperados realizados por el asistente de investigación de van der Kolk; más tarde se reveló que los datos habían sido falsificados. Cuando el antagonista de la traumatología Richard McNally publicó Remembering Trauma en 2003 (nota Primera Vocal: publicado por la propia Universidad de Harvard), supuso el triunfal punto y final a las guerras de la memoria. El trauma había sido reducido a su vulgarización y declarada ciencia basura.

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Durante el taller sobre trauma en los Berkshires, van der Kolk se refirió a menudo a este periodo de su carrera, esbozando las fuerzas —desde la burocracia católica hasta el pensamiento de grupo institucional que protegía la terapia cognitivo-conductual— que, en su opinión, le habían expulsado de Harvard. Hoy, a sus 80 años, vive en una gran casa con vistas a un campo y al bosque de los Berkshires. Durante una conversación, a veces irradia impaciencia y es propenso a interrumpir para dar al diálogo la forma que él cree que debe tomar. Cuando le comenté que no me convencía la afirmación que había hecho en una conferencia sobre que un programa nacional de intervención en la primera infancia podría acabar con el encarcelamiento masivo, me dijo con toda naturalidad que no estaba cualificada para opinar. («Responde mejor si le presionas un poco», me aconsejó uno de sus asistentes). Puede alternar entre la exasperación malhumorada y el encanto. El primer día del retiro, me recogió en su Tesla para comprar vino como obsequio para su personal. Cuando llegamos a la tienda minutos después de que cerrara, van der Kolk me dirigió una mirada tan sombría que prometí ir a buscar otro establecimiento. Más tarde, con cautela, le presenté las botellas. «Sube a nuestras habitaciones con el resto del equipo», dijo, con gran calidez.

Después de que Harvard cerrara su clínica del trauma en 1994, van der Kolk se marchó a la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston y trasladó su centro del trauma a Brookline, Massachusetts. Los tratamientos del centro —que iban desde la terapia de juego hasta la terapia de sistemas familiares internos y la meditación— se basaban en la idea de que para curar al paciente era necesario sacarlo del sistema de memoria disociativa y devolverlo a su propio cuerpo en el presente. En pocos años, el centro organizó sesiones de terapia de grupo para personas que habían perdido a alguien por suicidio, para niñas de 8 a 10 años víctimas de abusos y para padres que se daban cuenta de que su cónyuge había abusado de sus hijos.

En aquella época, el trabajo del Trauma Center no era tanto un enfoque marginal como un nicho de especialidad psiquiátrica . Esto cambió tras el 11-S, que transformó el trauma en una crisis nacional de salud pública. Durante la guerra de Vietnam, el gobierno de EE.UU. se había opuesto a la introducción del diagnóstico de TEPT, pero la guerra contra el terrorismo se mostró dispuesta a invocar el trauma. El «trauma nacional» era útil, ya que permitía a Estados Unidos presentarse como víctima y no como agresor global. Y cuando quedó claro que, en contra de las promesas del gobierno, las guerras de Irak y Afganistán no terminarían pronto, la atención sanitaria de los veteranos se convirtió en una preocupación política urgente. Entre 2004 y 2012, la financiación del Departamento de Defensa para el TEPT se disparó de 30 a 300 millones de dólares, situando la ciencia del trauma en la vanguardia de la investigación psiquiátrica respetable.

La Guerra contra el Terror provocó un giro en el tipo de investigación sobre el trauma que se financiaba, hacia la neurobiología del TEPT. Esto supuso una reivindicación para van der Kolk y le dio la oportunidad de sacudirse el peso muerto de las guerras de la memoria recuperada. La financiación federal también estaba adoptando una mentalidad cada vez más abierta a los tratamientos no farmacéuticos. Inmediatamente después de los atentados del 11-S, van der Kolk y el Centro de Trauma trataron a los primeros intervinientes y a civiles mediante el método de desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares, en el que un paciente piensa en una experiencia traumática mientras un clínico guía sus ojos de un lado a otro. Aunque inicialmente se mostró escéptico, van der Kolk se convirtió en un evangelista de la EMDR y dirigió un estudio, financiado por los Institutos Nacionales de Salud, en el que se comparaba la EMDR con el Prozac para el tratamiento del TEPT. En 2008, inició el primer estudio financiado por los NIH sobre la eficacia del yoga en el tratamiento del TEPT. También investigó el neurofeedback, una terapia que muestra a los pacientes lecturas en tiempo real de su pulso y sus ondas cerebrales y les enseña a autorregularse. Lo que unía a este arsenal de «terapias somáticas» era que se dirigían al cuerpo, en lugar de a la cognición (como la terapia cognitivo-conductual) o al lenguaje (como la terapia conversacional).

2Mientras tanto, van der Kolk empezó a forjar una red de alianzas que podría transformar el tratamiento del trauma. (Siempre ha sido un increíble networker”, recordó Herman). Por aquel entonces, las terapias somáticas, desde el yoga holístico hasta las prácticas de «percepción interna», estaban al margen de los tratamientos aceptados. El entusiasmo de van der Kolk fue un regalo del cielo para un grupo de profesionales que durante mucho tiempo habían sido tachados de New Age. «Por primera vez, un psiquiatra tradicional e investigador en neurobiología legitimaba la importancia de comprender los efectos de los trastornos psicológicos en el cuerpo», declaró Babette Rothschild, autora de The Body Remembers, a Psychotherapy Networker en 2004. Pero estos nuevos enfoques eran controvertidos. En opinión de Richard Bryant, otro investigador del trauma, van der Kolk se había «marginado a sí mismo como pensador científico».

La mayor colaboración de van der Kolk fue con la Red Nacional de Estrés Traumático Infantil, un grupo de clínicos, investigadores y familias que había sido creado por el Congreso para mejorar el tratamiento de los niños maltratados. A partir de 2005, van der Kolk y sus aliados iniciaron una campaña para incluir un diagnóstico que denominaron «trastorno traumático del desarrollo» en la quinta edición del DSM, cuya publicación estaba prevista para 2013. «Nuestro marco diagnóstico actual es totalmente inadecuado para captar los déficits en el control de los impulsos, la autorregulación, la agresividad y la concentración de los niños maltratados y desatendidos», escribió van der Kolk en un boletín del Trauma Center de 2009. Afirmaba que la psiquiatría tenía que entender que una amplia gama de diagnósticos —desde el trastorno bipolar hasta los trastornos por abuso de sustancias y de la personalidad— no representaba enfermedades diferenciadas, sino que, en el fondo, estaban causadas por un trauma.

La lucha en torno al «trastorno traumático del desarrollo (DTD)» se extendió y fue enconada. Si se aceptaba en el DSM-5, argumentaban los críticos, el DTD se convertiría en una especie de mancha diagnóstica que absorbería una enorme variedad de diagnósticos con poca preocupación por lo que los escépticos creían que eran diferencias cruciales. Van der Kolk se volcó en la campaña. Cuando la DTD no se incluyó en el DSM-5, fue una amarga decepción.

Sin embargo, la campaña fue una victoria en otro sentido. En el mundo de los terapeutas, psiquiatras e investigadores, la lucha en torno al DTD supuso una ampliación del concepto de trauma, que pasó de los «factores estresantes agudos» (como la explosión de una bomba o una agresión sexual) a los «traumas del desarrollo», es decir, todas las formas en que el hecho de que un cuidador no proporcione seguridad puede alterar el desarrollo de un niño. El tejido conectivo aquí, entre el trauma de la gran T (agudo) y el trauma de la pequeña T (crónico, de desarrollo), era la teoría del apego, un marco desarrollado por John Bowlby, un investigador que había influido en van der Kolk durante los años del Grupo de Estudio del Trauma de Harvard. Desde el punto de vista científico, la ampliación era acertada, pero tuvo efectos imprevistos. Ampliar el alcance del trauma para abarcar tanto los acontecimientos agudos como los factores estresantes del desarrollo abrió una situación en la que cualquiera que lo deseara podía alegar trauma.

Un año después de la derrota del DTD, van der Kolk se puso manos a la obra para terminar un libro con el que esperaba acercar su modelo teórico a un público más amplio. «Quería escribir algo parecido a El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl: algo que un joven inteligente de 22 años pudiera leer y pensar: quiero estudiar medicina para ser investigador en psiquiatría», me dijo. En 1994 había publicado un artículo en The Harvard Review of Psychiatry titulado «The Body Keeps the Score». Fue su primer capote al modelo teórico unificado que los traumatólogos llevaban tanto tiempo anhelando. Según el artículo, el trauma se almacena en forma de cambios en la respuesta biológica del cuerpo al estrés, y las hormonas del estrés liberadas por una experiencia traumática pueden provocar una hiperactivación crónica, al tiempo que reducen la probabilidad de que el suceso se almacene en el sistema de memoria «declarativa»; en su lugar, el suceso se almacena como imágenes fragmentarias o sensaciones fisiológicas en el sistema de memoria «somática», que atrapa a la persona traumatizada y la obliga a revivirlo continuamente. En el libro, van der Kolk expone estos argumentos y añade su tesis sobre el trauma evolutivo. El libro termina guiando al lector a través de la investigación sobre terapias somáticas, desde el yoga hasta la EMDR y los ejercicios teatrales.

En los años transcurridos desde su publicación, El cuerpo lleva la cuenta —en su portada aparece un cuadro de Matisse— se ha convertido en un habitual de las consultas de los terapeutas,  las redes de Instagram y las mesillas de noche de la gente. «Para mí, ha conectado muchos puntos», dijo uno de los colegas de van der Kolk en la Trauma Research Foundation. Quienes lo reseñan on line compartieron revelaciones similares. «Ahora lo entiendo», publicó un lector en Reddit. «No soy un alienígena roto y defectuoso colocado en una familia extranjera en un planeta extraño, soy un niño que no fue visto, escuchado ni atendido». Aparte de un editor, recuerda van der Kolk, «ninguno de nosotros esperaba esto, que subiera y subiera y subiera. Todavía estoy perplejo».

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No es que sea tan misterioso el porqué el trauma. Tarde o temprano, llegará un momento en que tu sistema de medias tintas te falle, en que querrás saber qué lo suma todo para llegar por fin al fondo de lo que te pasa. Llegará un momento en que el dolor de vivir será tan grande que estarás desesperado por un concepto. Un concepto es una herramienta para cortar aristas en el caos. Entonces nos aferramos.

Ampliar el trauma para incluir tanto los factores estresantes agudos como los del desarrollo lo transformó de algo binario «lo tienes o no lo tienes» en un espectro. El resultado es que si el cuerpo de cada uno lleva la cuenta, lo que esa cuenta realmente suma empieza a estar menos claro. Décadas de investigación y millones de dólares después, el peso de los hallazgos neurocientíficos sigue siendo descriptivo. Miles de estudios de resonancia magnética han demostrado que los cerebros traumatizados tienden a activarse según determinados patrones (por ejemplo, con una amígdala hiperactiva). Pero siguen planteándose cuestiones teóricas cruciales. Puede que a algunas personas les ayude la terapia somática (en contraposición a la terapia cognitivo-conductual o la terapia conversacional) debido a un mecanismo biológico aún por dilucidar. Pero qué tipo de terapia funciona también podría ser un efecto de cuánto cree el paciente en ella, o de lo sana que sea la relación terapéutica, o de lo hábil que sea el terapeuta. En otras palabras, es posible que las teorías de van der Kolkian no nos digan mucho más de lo que ya sabíamos: que las circunstancias y las interacciones externas cambian nuestro cuerpo, que es mejor tener una comunidad que te apoye en los momentos difíciles, que menos gente se sentiría desgraciada si estuviera menos expuesta a la pobreza y la violencia, y que es mejor intentar relajarse.

Nuestro momento traumático de 2023 ha florecido a partir de la base científica de las teorías de van der Kolk, aunque lo que parece estar germinando a menudo parece ser menos su modelo neurobiológico específico que lo que podríamos llamar «literalismo traumático». Si eres el tipo de persona que recibe anuncios de Instagram sobre terapia en línea, tu algoritmo sin duda le ha conducido hacia el archipiélago de #teoriadelapego y #ptsdcomplejo. Allí puedes aprender cómo crecer en una familia disfuncional puede deformar literalmente tu sistema nervioso, tanto a través de «traumas invisibles» como la «parentificación» como a través del abuso o la negligencia. Estas ideas, que se apoyan en la legitimidad científica del trabajo de van der Kolk, postulan una ubicuidad del trauma que parece no dejar a nadie en la categoría de «no traumatizado».

Pero el atractivo del literalismo traumático no es tanto su rigor científico como su brillo científico, que parece prometer soluciones objetivas y asequibles a las crisis políticas que nos definen. Durante las últimas tres décadas, los liberales han insistido en que las instituciones del poder estadounidense, aunque defectuosas, estaban esencialmente en buena forma. Aquellos para los que el statu quo no funcionaba eran bienvenidos a luchar por la inclusión alegando daños relacionados con la identidad. Para una política liberal de inclusión basada en la reclamación de daños, ¿qué podría ser más útil que una forma de convertir esos daños en traumas biológicos, algo objetivo, observable y medible en el cerebro? Al centrarse en la narrativa, es decir, en la recuperación e integración de los recuerdos declarativos (Nota de la traducción: la memoria declarativa es la que nos permite tener la capacidad para recordar de forma voluntaria hechos de nuestra vida), los frentes de batalla de las guerras culturales por el trauma de los años ochenta y noventa quedaron claramente delimitados. Si eras feminista o activista antibelicista, invocabas el trauma; si eras conservador, no. Pero la literalización actual del trauma es políticamente promiscua. De hecho, en lugar de tratar el trauma como un arma ideológica de la izquierda, ahora la derecha también quiere participar.

Tomemos las memorias Hillbilly Elegy (2016), del icono de la nueva derecha J. D. Vance, que invoca el impacto neurobiológico del estrés crónico que sufrió en la pobreza de los Apalaches para mostrar cómo los votantes blancos rurales han sido abandonados por las élites liberales. Por ejemplo, las lamentaciones sobre la atrofia de la virilidad y el descenso del número de espermatozoides. Llámalo como quieras, pero la idea central siempre tiene forma de trauma. Antes éramos completos, pero ahora no lo somos; ahora sufrimos una enfermedad que nos cuesta comprender o nombrar. Sin embargo, esta herida proporciona nuestra nueva identidad, a la vez lo que nos da derecho a hablar y lo único que nos queda por decir es cuándo lo hacemos. Amparado en su literalidad, nuestro trauma es la garantía de lo que creemos que se nos debe.

En este sentido, el ascenso de van der Kolk le ha devuelto directamente al problema que definió su posición en las guerras de la memoria: si tuviera que repudiar los excesos de la popularización de su obra para preservar su buena fe científica, significaría domar su captación viral. Aun así, durante el retiro en Berkshires, no siempre quedó claro cómo el modelo neurobiológico de van der Kolk conecta con algunas de las intervenciones que defiende. Por ejemplo, el psicodrama, un tratamiento de su arsenal que reproduce literalmente escenas de trauma familiar. Grupos de pacientes interpretan a los miembros de la familia, mientras que el paciente se defiende a sí mismo de la forma en que desearía haberlo hecho en ese momento. La justificación del psicodrama es la idea de que volver a escenificar el trauma es un tratamiento somático, a diferencia de la terapia verbal. Pero, a pesar de todo el trabajo neurobiológico genuinamente innovador de van der Kolk, ¿se deduce realmente que defenderse de alguien que finge ser tu padre o tu madre tiene más «base biológica» que la terapia conversacional? Al fin y al cabo, el mecanismo central de la terapia conversacional es aprender a darse cuenta de cuándo reaccionas ante el terapeuta como si fuera tu padre o tu madre. Esto también es un proceso que cambia el cerebro.

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En Noviembre de 2017, el director en funciones del Trauma Center, Joseph Spinazzola, dimitió; al mes siguiente, el director de la organización matriz del centro, la Justice Resource Initiative, envió un correo electrónico a todo el personal con «JRI y #metoo» en el asunto, comunicando que había despedido a Spinazzola por acoso sexual. Poco después, Van der Kolk también fue despedido. En un correo electrónico enviado al Boston Globe, el director de JRI, Andy Pond, dijo que van der Kolk había «creado un ambiente de trabajo hostil. Su comportamiento podría calificarse de intimidatorio y de hacer que los empleados se sintieran denigrados e incómodos». En Internet, los seguidores de The Body Keeps the Score temían que la persona que les había dado un lenguaje para sus traumas pudiera estar infligiendo traumas él mismo. Uno de ellos escribió en Reddit: «Es como un contratiempo en mi recuperación. Siento que he confiado en alguien que resultó ser otro abusador».

Según van der Kolk, había dejado el Centro del Trauma en manos de Spinazzola, un alumno de confianza, durante los años en que se afanaba por terminar su libro. Según van der Kolk, Spinazzola empezó a acosar a sus compañeras, pero él no lo sabía; simplemente no estaba presente. Negó haber acosado nunca a los empleados del Trauma Center. Más bien, dijo, el personal directivo había dimitido con él y se había reunido en varias organizaciones nuevas, incluida la Trauma Research Foundation. (JRI declinó hacer comentarios sobre la situación).

En el retiro, le pregunté a van der Kolk si le parecía algo a destacar que su despido se justificara utilizando la jerga terapéutica, el «todo es trauma» que a veces se acusa a The Body Keeps the Score de haber facilitado. «Soy un clínico», dijo. «No me interesan mucho este tipo de cuestiones sociológicas o políticas». Cuando insistí, se enfadó. «Esto de la cultura de la cancelación, o que la gente diga que está traumatizada por cualquier nimiedad, no es de lo que trata mi libro. Si la gente lo utiliza para eso, es su problema, pero a mí no me metas». Como en la debacle de las guerras de la memoria, insiste en que no se le responsabilice de si se hace un mal uso de su obra o de cómo se hace.

A lo largo de la semana que duró el retiro, a veces parecía que ningún acontecimiento era demasiado geopolíticamente vasto o históricamente complejo para ser aprehendido a través del trauma. La primera noche, el personal de van der Kolk se reunió con él en su suite. Estaba la mujer que dirigía una rama internacional de la TRF centrada en desarrollar talleres sobre el trauma en el Sur Global, y una psicoterapeuta que me dijo que había inventado el concepto de «duelo sexual». La primera noche había ido genial, coincidieron, mientras la conversación giraba en torno a la vital labor de la Trauma Foundation en todo el mundo y al trabajo que queda por hacer: la guerra de Ucrania, el calentamiento global, la crisis de los refugiados, el hambre, la violencia de las guerrillas, la gran rueda de la historia que pide a gritos una mayor intervención en el trauma. Era difícil pensar en un problema para el que la terapia del trauma no fuera la respuesta.

A lo largo de seis días, en pequeños grupos, en ejercicios nocturnos, durante el almuerzo, muchas personas describieron su dolor. Una noche, nos pusimos de pie formando un círculo mientras cada uno se colocaba en el centro por turnos; entonces el grupo decía su nombre «con alegría por su existencia». Se suponía que era una réplica de la sensación de ser un niño disfrutando del amor de sus padres. La gente lloraba. Yo lloré. Al día siguiente, Licia Sky nos llevó al exterior para caminar por el campo hacia un compañero manteniendo el contacto visual. Un hombre dio las gracias a su compañera de actividad, a la que había abrazado al final, por una experiencia sanadora. Cuando su compañera tomó el micrófono, dijo que se había sentido obligada a abrazarse y rompió a llorar. Fue como si le hubiera sucedido otra cosa, dijo. Más tarde, charlé con un pastor canadiense que estaba allí para mejorar sus habilidades de asesoramiento. «La ciencia es interesante», dijo, bajando la voz. «Pero empiezo a preguntarme si estoy… lo suficientemente traumatizado como para estar aquí».

El último día, hablé con uno de los asistentes del retiro, un fisioterapeuta alemán de ojos tristes y amables. Me contó que había sufrido terribles abusos de niño. Pasó años sufriendo. Pero comprender la nueva ciencia del trauma a través del trabajo de van der Kolk le había cambiado la vida. Me explicó cómo el trauma puede quedar atrapado en el cuerpo como un gesto reflejo de dolor atascado en el tiempo, que se manifiesta como un espasmo en el hombro, por ejemplo, cuando alguien oye una palabra que le recuerda el suceso traumático. Él solía tenerlos, dice, pero ya no. Estamos al principio de una nueva era científica, me dijo, de comprensión de la verdad sobre el trauma: por fin, la humanidad puede esperar liberarse de los ciclos que nos han arrastrado durante eones de guerra, violencia y pobreza. Algún día, me dijo, por fin, todos estaremos limpios.