Publicado originalmente en Ethic.
A lo largo de los últimos años se ha normalizado el uso de fármacos destinados a aplacar los síntomas producidos por trastornos como la ansiedad o la depresión, hasta el punto de que, a nuestro alrededor, siempre hay alguien de quien sepamos que ha recurrido a ansiolíticos, antidepresivos o sustancias similares para afrontar circunstancias adversas o para superar momentos difíciles. A veces, esas personas somos nosotros mismos. Y entonces, como declaraba en un bellísimo poema la uruguaya Idea Vilariño, llega la constatación: Uno siempre está solo / pero / a veces / está más solo.
Es indudable que la vida nos pone contra las cuerdas en muchas ocasiones. Ahora bien, quizá deberíamos preguntarnos a qué se debe este aumento del consumo psicofarmacológico cuando los datos a nivel mundial hablan de un claro declive en el ámbito de la salud mental… a pesar de su empleo. A diferencia de otros campos de la medicina en los que el progreso es palpable –como la investigación en cáncer, inmunología y antivirales o la aplicación de la edición genética con CRISPR–, en salud mental se constata una tendencia a la inversa.
James Davies explica en su fundamental y clarividente libro Sedados. Cómo el capitalismo moderno creó la crisis de la salud mental que «solo en Estados Unidos ya se han gastado unos 20.000 millones de dólares en investigación psiquiátrica y neurobiológica, pero aun así no se ha conseguido mover el contador en lo que respecta a la reducción de los suicidios o de las hospitalizaciones, ni tampoco mejorar los resultados en materia de recuperación para las decenas de millones de personas aquejadas de dolencias mentales». Algo similar ocurre en Reino Unido, donde, según datos públicos, el Servicio Nacional de Salud dedica 18.000 millones de libras anuales a los servicios de salud mental y a casi un 25% de la población se le ha recetado algún medicamento psiquiátrico.
Pero ni el gasto en investigación, ni la amplia cobertura médica han conseguido que la salud mental mejore. ¿A qué se debe esta excepción? Sin duda, resulta fundamental dotar al individuo de recursos personales que puedan ayudarle a superar cualquier desregulación psicológica. Pero es llamativo (e incluso perverso, además de una muestra nula empatía y conocimiento del contexto que vivimos) obviar las condiciones estructurales en las que se dan los –supuestos– trastornos psicológicos que, con quizá demasiada facilidad, suelen aplacarse con medicación psicofarmacológica.
En este mismo sentido se expresa Davies, profesor titular de Antropología Social y Psicoterapia en la Universidad de Roehampton en Sedados: «Desde la década de 1980, los sucesivos Gobiernos y las grandes corporaciones han contribuido a promover una nueva concepción de la salud mental que sitúa en el centro un nuevo tipo ideal: una persona resiliente, optimista, individualista y, sobre todo, económicamente productiva; las características que necesita y desea la nueva economía».
Uno de los defensores (y ‘creadores’) de la resiliencia, Boris Cyrulnik, de una manera muy similar a Viktor Frankl, define la resiliencia como la capacidad para «transformar el dolor en fuerza motora para salir fortalecido». Estas nuevas espiritualidades resilientes nos invitan a aceptar el dolor, pero no cuestionan su origen. Existe una peligrosa rama de la autoayuda y del automanagement que, amparada bajo la engañosa denominación de neoestoicismo, nos invita a mantener intactas las competencias y el nivel de adaptación tras un suceso doloroso o a fortalecernos frente a la adversidad, sean cuales sean nuestras circunstancias.
El lenguaje económico, cuando sirve para aludir a lo emocional, esconde tiranía. Gestionar, adaptar(se), superar(se). La autoayuda de la resiliencia carga al individuo con toda la culpa: es él quien ha de cambiar su visión del mundo y reinterpretar sus sufrimientos para ser adaptativo, para ser funcional. En lugar de cuestionar las causas sistémicas que provocan ciertas angustias, se acusa al sujeto. Ahora bien, romantizar el sufrimiento tiene el precio de llegar a venerarlo como un bien necesario. «Aprovecha los inconvenientes», «hazte fuerte en el sufrimiento» o «todo lo puedes» son consignas que patologizan al individuo y obvian la raíz ética de la realidad. Se pierden de vista las necesarias virtudes, otrora tan imprescindibles, de la autonomía, la independencia de criterio y el cuestionamiento.
En este panorama en el que el sujeto parece quedar inerme ante lo ¿inevitable?, aparece el miedo, como ha señalado Bernat Castany Prado, profesor de la Universidad de Barcelona, en su espléndido ensayo Una filosofía del miedo (Anagrama, 2022): «El miedo es una especie de eclipse cognoscitivo que cubre nuestros sentidos con una niebla amenazadora que solo cuando se retira nos deja volver a ver con cierta claridad». Elocuente expresión la de eclipse cognoscitivo. Es decir, el miedo no nos permite discernir con claridad, nos atenaza y encierra en un encapsulamiento emocional y afectivo que colapsa cualquiera posibilidad para llevar a cabo un análisis certero y, sobre todo, libre de la realidad. Nos anquilosa y paraliza. Nos hace superfluos porque nos imposibilita pensar. Y no pensamos porque, a menudo, nos sentimos culpables. Nos hacen sentir culpables.
También de manera brillante, José María Ripalda, catedrático de la UNED, apunta en Filosofía en tiempo de descuento (Siglo XXI) que se ha disparado «la incapacidad de los individuos para asumir la amenaza cotidiana, el incremento de los ritmos exigidos, la inminente exposición y labilidad de los aspectos fundamentales del día a día». También menciona Ripalda a Cyrulnik, autor de «un psicoanálisis sin las complejidades filosóficas de un Lacan o un Derrida; una versión ‘positiva’ de lo que antes se llamó autoayuda –ahora se llama desarrollo personal– que anima a reconstruirse, reinventarse y crecer frente a las dificultades». «Un nuevo concepto brilla amablemente desde Bruselas entre las declaraciones del presidente Macron o el Plan de Recuperación y Resiliencia para España», apunta.
Por todas partes nos piden resistencia, resiliencia –esa nueva palabra mágica que oculta una naturalización de una presión difícilmente soportable–. En fantástica expresión, Ripalda añade que se trata de un «rodillo psicológico normalizador» que sustituye ventajosamente a la filosofía (como elemento crítico, pensante, disidente) y, por supuesto, abre un nuevo espacio de negocio multimillonario: apropiarse de nuestra culpa por no llegar a los estándares que marca ese tozudo rodillo.
La resiliencia se ha convertido en el nuevo mantra que permite solventar problemas con los que ella misma parece alinearse. Quien no se adapta ha sucumbido a las circunstancias. Resiliencia o muerte emocional. Como escribe James Davies en Sedados, se achaca «el sufrimiento a unas mentes y cerebros defectuosos en vez de vincularlo a unas condiciones sociales, políticas y laborales nocivas» mientras se promueven «intervenciones medicalizadas sumamente rentables que, si bien son una magnífica noticia para las grandes empresas farmacéuticas, a la larga se convierten en un lastre para millones de personas».
Sin ningún tipo de rubor (y cabría decir, con nuestro paulatino consentimiento y el apacible apadrinamiento de empresas, Gobiernos y gurús de la autoayuda), se han impuesto las condiciones y necesidades de la economía a las humanas, mientras se anestesian nuestras herramientas intelectuales para practicar un juicio crítico y autónomo sobre nuestro panorama socioeconómico. La usual expresión de gestionar las emociones se ha convertido en un terrible eufemismo de transigir, de soportar. La resiliencia es ahora una sedación que nos conduce al borde del abismo psicológico.
La autoayuda (junto a la resiliencia) comercia con el estrés y lo convierte en culpa individual, sin un cuestionamiento de las condiciones sociales en las que aparece. Hay un interés declarado por convertir a la ciudadanía en una masa vulnerable frente a la dominación psicológica con consignas que patologizan al individuo y obvian la raíz ética de la realidad. Se dice que hay que reformar el yo mediante el esfuerzo personal, la autoayuda y el consumo de todo tipo de sustancias, mientras las condiciones de posibilidad para que aparezcan las dolencias y malestares psicológicos quedan absolutamente ilesas.
Es decir, mientras no se cambia nada y se juega con la culpabilidad del sujeto. Es la democratización del sufrimiento, la culpabilización masiva. En definitiva, la retórica del más dulzón optimismo se convierte en una cruel y premeditada herramienta de manipulación socioemocional cuando nos emplaza a esperar tiempos mejores –a cambio de eludir la capacidad de asociación frente al sufrimiento estructural injusto– y patologiza el pensamiento disidente.
Todo ello oculta, como muy bien expresa James Davies en Sedados, una ideología del sufrimiento que opta por situar sus causas en el sujeto, en cada uno de nosotros, mientras se camufla como una ventaja para el individuo, pues el mensaje que subyace es que somos libres para salir o no adelante lo mejor que podamos. Todo queda en nuestras manos. Y apunta Davies: «El sufrimiento derivado del fracaso social –abatimiento (distimia), miedo (ansiedad) y desmoralización (depresión)– se considera producto de una deficiencia personal o de una dolencia médica que la tecnología posiblemente permitirá eliminar algún día».
Una ideología que incluso se está implantando ya en los centros educativos con expresiones como no es lo suficientemente ambicioso, no es lo bastante emprendedora, etc. Una jerga económica que pretende rentabilizar emociones y reformular nuestro sufrimiento como una falla individual, como un cortocircuito de lo esperado, de lo normalizado y rentable para el sistema socioeconómico imperante.
¿Qué hacer frente a esta despiadada manipulación emocional y la despolitización del sufrimiento? Solo cabe una mayor (y mejor) educación. Sobre todo, de aquellas disciplinas que nos hacen observar y analizar la realidad en sus dimensiones globales, estructurales, en su aspecto macro. Fomentar este trabajo en casa, en centros educativos y en nuestros círculos de proximidad es más imprescindible que nunca.
Cada vez que nos inviten a ser resilientes deberíamos preguntarnos qué estructuras están permitiendo un discurso en el que la resistencia ante cualquier circunstancia onerosa se vende como el valor preferible. Porque no hay que aguantar todo, ni aguantarlo siempre: ni en lo personal ni en lo social. Siempre, a favor de la lucidez, de los ojos en pasmo, del asombro ante lo que nos presentan como inevitable. Porque quizá lo inevitable solo lo sea en apariencia. Si ejercemos la valentía del pensamiento y la autonomía, si la palabra se hace pública y, en vez de transformar nuestro yo interior en una soledad encapsulada luchamos por una mejor situación social y nos negamos a ser títeres de la manipulación emocional. Siempre en el gerundio: pensando. Para actuar.