He sufrido intermitentemente de depresión desde que era un adolescente. Algunos de estos episodios fueron sumamente agotadores y acabaron en autolesiones, periodos de abstinencia* (en los que podía pasar meses en mi propia habitación, solo aventurándome a salir para cobrar el seguro de desempleo o comprar las mínimas cantidades de comida que consumía) y estancias en clínicas psiquiátricas. No diría que estoy recuperado de esa condición, pero me complace decir que la frecuencia y la severidad de los episodios depresivos han disminuido enormemente en los últimos años. En parte, como consecuencia de algunos cambios en mi situación personal, pero también porque he llegado a tener un entendimiento diferente de mi depresión y de sus causas. Comparto mis propias experiencias de sufrimiento psíquico** no porque crea que haya algo especial o único en ellas, sino para apoyar la afirmación de que muchas formas de depresión son mejor entendidas –y mejor combatidas– a través de marcos que son impersonales y políticos más que individuales y “psicológicos”.
Escribir sobre la propia depresión es difícil. La depresión está en parte constituida por una desdeñosa voz “interior” que te acusa de autoindulgencia –no estás deprimido, solamente te estás lamentando de ti mismo, debes tranquilizarte–; y esa voz tiende a despertarse cuando se hace pública la condición. Por supuesto, no se trata para nada de una voz “interior”: es la expresión internalizada de fuerzas sociales reales, algunas de las cuales tienen un interés particular en negar cualquier conexión entre depresión y política.
Mi depresión siempre estuvo vinculada a la convicción de que yo era literalmente bueno para nada. Pasé la mayor parte de mi vida, hasta los treinta años, creyendo que nunca iba a trabajar. A los veinte, anduve a la deriva entre los estudios de posgrado, los períodos de desempleo y los trabajos temporales. En cada uno de esos role, sentí la misma falta de pertenencia: como universitario, porque era un diletante que en cierto modo había falsifcado su camino, no un académico con todas las letras; como desempleado, porque realmente no estaba desempleado como aquellos que honestamente buscaban trabajo; como empleado temporal, porque sentía que me desempeñaba incompetentemente y, en cualquier caso, porque tampoco pertenecía realmente a esas oficinas o fábricas, no porque fuera “demasiado bueno” para ellas, sino –al contrario– porque era sobreeducado e inservible, y ocupaba el puesto de alguien que lo necesitaba y lo merecía más que yo. Incluso cuando estaba en las clínicas psiquiátricas, sentía que realmente no estaba deprimido: solamente estaba simulando la condición para evitar trabajar o, en la infernalmente paradójica lógica de la depresión, la simulaba para ocultar el hecho de que era incapaz de trabajar y de que no había ningún lugar para mí en la sociedad.
Cuando eventualmente obtuve un trabajo como profesor en un centro de formación profesional, estuve eufórico por un tiempo; pero por su misma naturaleza, esa euforia mostraba que no me había sacado de encima los sentimientos de futilidad que pronto conducirían a nuevos períodos de depresión. Carecía de la calma confianza de quien ha nacido para ocupar un rol. En un nivel no demasiado profundo, evidentemente todavía no creía ser el tipo de persona que pudiera tener un trabajo como profesor. ¿Pero de dónde provino esa creencia? La escuela de pensamiento dominante en psiquiatría ubica los orígenes de esas “creencias” en fallos en la química del cerebro, que tienen que ser corregidos con medicamentos; como es sabido, el psicoanálisis y el resto de las terapias infuenciadas por él buscan las raíces del sufrimiento psíquico en el trasfondo familiar; mientras que las terapias cognitivas están menos interesadas en localizar el origen de las creencias negativas que en simplemente reemplazarlas por un conjunto de historias positivas. No se trata de que estos modelos sean enteramente falsos, sino de que le escapan –y deben escaparle– a la causa más probable de esos sentimientos de inferioridad: el poder social. La forma de poder social que más me afectó fue el poder de clase, aunque por supuesto el género, la raza y otras formas de opresión producen la misma sensación de inferioridad ontológica, expresada con exactitud en el pensamiento que articulé más arriba: yo no soy ese tipo de persona que desempeña roles destinados al grupo dominante.
A instancias de uno de los lectores de mi libro Realismo capitalista, comencé a investigar la obra de David Smail. Smail –un terapeuta que plantea centralmente la cuestión del poder– confirmó las hipótesis sobre la depresión con las que me había tropezado. En su esencial libro The Origins of Unhappiness [Los orígenes de la infelicidad], Smail describe el modo en que las marcas de clase están diseñadas para ser indelebles. Para aquellos a los que desde la cuna se les enseña a pensarse a sí mismos como inferiores, la adquisición de califcaciones o riqueza raramente será sufciente para borrar –sea en sus mentes o en las mentes de los demás– la sensación primordial de inutilidad que los ha marcado desde su más temprana edad. Alguien que se mueve fuera de la esfera social que “se supone” debe ocupar siempre corre peligro de sufrir sentimientos de vértigo, pánico y horror: “Aislado, desconectado, rodeado por un espacio hostil, repentinamente te encuentras sin conexiones, sin estabilidad, sin nada a lo que aferrarte para mantenerte erguido o en tu lugar; una vertiginosa y nauseabunda no-realidad toma posesión de ti; te ves amenazado por una completa pérdida de identidad, una sensación de absoluta fraudulencia; no tienes ningún derecho a estar aquí, ahora, en este cuerpo, vestido de ese modo; eres una nada, y ser ‘nada’ es casi literalmente lo que sientes que será tu destino”.
Desde hace algún tiempo, una de las tácticas más exitosas de la clase dominante ha sido la responsabilización. Cada uno de los miembros de la clase subordinada es empujado a creer que la pobreza, la falta de oportunidades o el desempleo son solo culpa suya, y de nadie más. Los individuos se culparán a sí mismos más que a las estructuras sociales, que igualmente han sido inducidos a creer que realmente no existen (solo son excusas esgrimidas por los débiles). Lo que Smail llama “voluntarismo mágico” –la creencia de que está en manos de cada individuo la posibilidad de ser lo que quiera– es la ideología dominante y la religión no-oficial de la sociedad capitalista contemporánea, impulsada por los “expertos” de los realities y los gurús corporativos, así como también por los políticos. El voluntarismo mágico es tanto un efecto como una causa del histórico bajo nivel de conciencia de clase actual. Es la otra cara de la depresión, cuya convicción subyacente es que somos los únicos responsables de nuestra propia miseria y que, por lo tanto, la merecemos. Una doble exigencia particularmente despiadada es impuesta hoy sobre los desempleados estructurales en el Reino Unido: a una población a la que durante toda su vida se le ha dado el mensaje de que es inútil, ahora se le dice que puede hacer cualquier cosa que desee.
Debemos entender la resignada obediencia de la población del Reino Unido al mandato de austeridad como la consecuencia de una depresión deliberadamente cultivada. Esta depresión se manifesta en la aceptación de que las cosas empeorarán (para todos excepto para una pequeña elite), de que tenemos suerte por el mero hecho de tener un trabajo (así que no tenemos que esperar salarios que le sigan el paso a la infación), de que no podemos permitirnos la contención colectiva del Estado de bienestar. La depresión colectiva es el resultado del proyecto de resubordinación de la clase dirigente. Desde hace un tiempo, cada vez aceptamos más la idea de que no somos el tipo de personas que pueden actuar. No se trata de una falla de la voluntad, así como tampoco una persona deprimida puede simplemente “sentirse bien” y cambiar de actitud. La reconstrucción de la conciencia de clase es en efecto una tarea formidable, que no puede ser lograda a través de soluciones existentes; pero, a pesar de lo que nos dice nuestra depresión colectiva, puede ser puesta en marcha. Inventar nuevas formas de involucramiento político, revivir las instituciones que se han vuelto decadentes, convertir la desafección privatizada en ira politizada: todo esto puede hacerse, y una vez que ocurra, ¿quién sabe qué es posible?
* withdrawal period no nos queda muy claro si hace referencia a dejar de tomar psicofármacos o a retirarse / aislarse.
** mental distress en el original, creemos que el concepto escogido se adecúa más en nuestro idioma al enfoque que plantea el autor sobre las problemáticas de salud mental.
Recomendamos encarecidamente la lectura del libro del que este pequeño texto está extraído (y cuya traducción hemos retocado puntualmente): Los fantasmas de mi vida.
Aquí podéis acceder al texto original.
Y os dejamos un brevísimo vídeo del autor: