Dadas las inquietudes y los quebraderos de cabeza que están generando en algunos profesionales de la salud mental (en especial en aquellos con cargos más elevados y mayor poder asociado) la creciente crítica social desarrollada contra sus disciplinas y el aumento progresivo de la autoorganización de personas diagnosticadas y profesionales disidentes, hemos decidido redactar unas brevísimas pistas que esperamos sean del agrado y utilidad de los lectores.
Con la pretensión de contribuir a reducir la ansiedad generada por el desconcierto, hemos decidido trabajar de manera esquemática. Es nuestra intención no dejar atrás a nadie. Pues los psiquiatras y psicólogos, pese a estar acostumbrados a leer densos manuales y artículos «científicos», son tendentes a desorientarse cuando entra en juego la peligrosa sencillez del sentido común.
Comenzamos.
– Esto es España. Su historia reciente está marcada por cuatro décadas de dictadura militar. Ese hecho atraviesa, se quiera no, instituciones, saberes y prácticas. Las actitudes autoritarias que campan a sus anchas por unidades de hospitalización, centros de salud mental, residencias y consultas se nutren de un pasado vertical. Este es el país de la amenaza, la prepotencia y la tendencia tertuliana a no callar jamás. El paternalismo de cinturón. El campo yermo de las verdades absolutas. España, donde una reforma psiquiátrica fue a todas luces insuficiente para afrontar las enormes deficiencias que caracterizaban el tratamiento de los hombres y mujeres que sufrían psíquicamente.
– Vivimos dentro de un orden capitalista. Por muy despolitizado que se quiera ser, la realidad objetiva es esa. Por tanto, pretender que se puede trabajar con personas al margen de los intereses mercantiles y la búsqueda desesperada del beneficio es un delirio (un delirio conservador, pero un delirio al fin y al cabo). Se vive mejor chapoteando en el autoengaño que encarando las cosas como son, pero esa posibilidad solo está al alcance de la mano de personas cuyo quehacer diario no implica responsabilidad alguna (si es que existen). Los trabajadores de la salud mental tienen una enorme responsabilidad sobre sus hombros y no pueden ni podrán jamás huir de ella. Es algo inherente a su condición: trabajan con hombres y mujeres en situación de vulnerabilidad.
– Los intereses de la industria farmacéutica y los recortes administrativos son dos amenazas tangibles que arremeten contra la vida misma.
No nos vale hablar de los primeros en términos de inevitabilidad. No nos vale cuando los segundos sirven de coartada para la barbarie. «Las cosas son así», nos dicen. Y por eso hay que atar a la gente, por falta de recursos, por ejemplo. O ceder ante el enésimo chantaje de la farmacéutica de turno, que suelta los billetes tan solo para ganar más billetes. Pensamos en Bertolt Brecht: «Ante los hechos cotidianos, por favor, no digan: ‘Es natural’. En una época de confusión organizada, de desorden decretado, de arbitrariedad planificada y de humanidad deshumanizada… Nunca digan: ‘Es natural’, para que todo pueda ser cambiado». Un profesional de la salud mental que señala a los recortes con el dedo mientras desvía la mirada a otro lado es un sinvergüenza.
– La psiquiatría y la psicología son disciplinas sumamente frágiles. Su contribución a la reducción del sufrimiento es cuando menos cuestionable (cada vez más diagnósticos, cada vez más fármacos: el agujero crece a buen ritmo). Dedican más esfuerzos en justificarse a sí mismas que en buscar y ofrecer herramientas útiles y tangibles con las que abordar el dolor. La desconfianza para con ellas es generalizada. Solo algunos familiares de personas diagnosticadas y un puñado de estudiantes bienintencionados mantienen la fe de manera inquebrantable.
Desde esa debilidad, buena parte de los profesionales ven cualquier cuestionamiento de su práctica como un ataque frontal y se revuelven con uñas y dientes (sea con beligerancia o desde el victimismo). Es entonces cuando la asimetría entre diagnosticador y diagnosticado crece todavía un poco más y las relaciones de poder que configuran el campo de la salud mental quedan expuestas a la mirada de todo el mundo. La desnudez de un agravio que no se encuentra precisamente en el lado de los profesionales…
Esto es lo que sucede cuando en un espacio público es refutado un eminente psiquiatra. O cuando llegan voces de fuera de esta España de pandereta que plantean estudios o esgrimen hipótesis que vulneran su hegemonía. Pelos erizados y rechinar de dientes. ¿Quién osa cuestionar el estatus alcanzado? Sin duda una pequeña horda de locos desatados, subversivos e inconscientes. Se desprecia su trabajo, su conocimiento y su experiencia vital porque son advenedizos cuando no abiertamente peligrosos.
– Como psiquiatrizados en lucha que somos quienes escribimos, valoramos infinitamente más un saber real que una quimera académica. Y no es una cuestión de gustos, es una cuestión de supervivencia. Pura evidencia.
En última instancia, lo que es realmente difícil de hacer comprender (y en esto tenemos una gran responsabilidad quienes no somos capaces de ello) es que el sufrimiento psíquico se enmarca en las relaciones humanas. Nace y bebe de ellas. Las agota y las incendia. Las conforma y reproduce. Y ahí es difícil cuando no imposible hacer ciencia.
Leer a Hannah Arendt puede ayudar a quien le tiemble el suelo bajo los pies. Le dio vueltas al asunto. Le preocupaba que la arrogancia científica y su pretensión de totalidad justificara el pasar por encima de las relaciones que establecen las personas entre sí. Tenía ojo. Hay límites para cada tipo de conocimiento. El desafío reside en aceptar su existencia, en que los profesionales de la salud mental sean capaces de no solo de enunciar su voluntad de querer conocerlos, sino de cuestionar el propio lugar que ocupan en el mundo.
– Robert Lynd escribió: «Una de las mayores alegrías del hombre es sumergirse en la ignorancia en búsqueda del conocimiento. El gran placer de la ignorancia es, después de todo, es el placer de hacer preguntas. El hombre que ha perdido este placer o lo ha cambiado por el dogma que es el placer de responder, ya ha empezado a anquilosarse». Y nosotros os decimos que esas líneas dibujan los contornos de un mapa que todavía está por confeccionar.
– Los derechos humanos son innegociables. De lo contrario, no serían «derechos humanos». Su vulneración es una declaración de guerra. La actual correlación de fuerzas permite los desmanes, pero los procesos históricos que los conquistan son lentos hasta que dejan de serlo. Y entonces solo queda el balbuceo atónito de quienes no pueden creer que aquello fuera «natural». A su vez, las palabras de quienes defienden sin despeinarse que a día de hoy es imposible no poner correas a la gente ni acompañarla sin agresivos tratamientos farmacológicos, dándolo por bueno y llegando a justificar lo injustificable, servirán de aviso a futuros navegantes de lo cerca que puede estar el abismo.
Psiquiatrizadxs en Lucha
25 de septiembre del año 32 de la Era Orwell.