Practicando la psiquiatría en el tercer espacio; de Helene Speyer

Texto original en inglés. Traducción de Sergio Iribarren.

Helene Speyer es una consultora psiquiátrica y una profesora asociada al Departamento de Medicina de la Universidad de Copenhague en Dinamarca. El foco de su investigación se centra en la toma de decisiones compartida, la medicación antipsicótica y la reducción de dosis. Ella emplea activamente su experiencia vivida para desarrollar los fundamentos conceptuales de la salud mental y participa en los consejos editoriales de varias revistas.

Durante muchos años, guardé mi propia historia como paciente psiquiátrica completamente en secreto, temiendo que mis colegas cuestionaran mi trabajo como psiquiatra si lo supieran. Sin embargo, con el ascenso de la valoración de las co-producciones con personas con experiencia en primera persona y aquellas con experticia profesional, he llegado a pensar de una forma diferente. A día de hoy, estimo profundamente el valor de “haber pasado por ahí”. Ahora veo mi punto de vista como una forma de producción a micro-escala dentro de mí misma, allí donde mi experticia profesional y mi experiencia en primera persona han colisionado y me han forzado a reconsiderar mis supuestos básicos, resultando en un enfoque más completo y rico hacia los problemas de salud mental.

La tendencia actual de incluir la experiencia vivida en primera persona en la producción de conocimiento tiene muchas posibles metas epistémicas, que van desde identificar posibles puntos ciegos en el sistema actual hasta una profunda co-creación en la que diferentes perspectivas desafían los supuestos filosóficos, las ideologías y las dinámicas de poder de las otras. Teóricamente, la co-producción en salud mental se dirige hacia lo que Homi Bhabha ha denominado el “Tercer Espacio” – una posición híbrida que facilite “una nueva área de negociación del significado y la representación”, permitiendo la emergencia de otras posiciones. Sin embargo, según mi entendimiento este tercer espacio raramente se abre debido a las barreras entre los expertos del mundo profesional y los expertos del mundo vivido, donde los primeros tienden a colocarse a sí mismos en una posición epistémica de autoridad, dejando a los últimos tan solo con una presencia simbólica, para “rellenar la casilla” y ser políticamente correctos.

Mi historia es larga y desordenada, y sólo ofreceré tres pequeños vistazos sobre los sucesos que han sido significativos para mi pensamiento. Mi primer encuentro con la psiquiatría ocurrió cuando yo tenía 13 años. Crecí en Noruega en una familia cálida y cariñosa, con todo lo que una niña puede necesitar. Pero algo sucedió en mi interior el verano en el que cumplí los 13 años. Marché a las vacaciones de verano llena de sueños y entusiasmo vital, pero una tarde mientras estaba tumbada en una hamaca, una oscuridad creció dentro de mí. La ansiedad hizo que me quedara congelada, y en el plazo de algunas semanas, dejé de salir, de ver a mis amigos, e incluso salir de casa me llenaba de miedo. Desarrollé extraños pensamientos acerca de que las otras personas querían dañarme. Mis padres que estaban cada vez más desesperados intentaron convencerme de que yo era fuerte, pero yo no sentía que hubiera perdido el contacto con la realidad. Más bien, sentía lastima de que ellos no se dieran cuenta de que nos estábamos aproximando a un desastre sin nombre. Finalmente, me convencieron de que visitara a un psiquiatra, lo cual yo inicialmente rechacé, porque no me sentía trastornada para nada. Acepté verlo una vez al mes, y algo me tomó por sorpresa. Él era muy cálido y tranquilo, y sorprendentemente estaba poco interesado en mis extrañas y dolorosas ideas. En cambio, habló conmigo acerca de la vida y de forma educada me guió de vuelta hacia las actividades normales sin diagnosticarme ni clasificarme en ningún momento. Él me habló de la importancia de ser parte de algo más grande que yo misma y me convenció de formar parte de empezar a cantar en un coro, lo que me procuró un gran alivio, incluso aunque yo nunca había tenido una gran voz. A lo largo de los meses, mejoré, pero nunca volví a ser la que era. Cambié para siempre, pienso que es lo que les ocurre a las personas después de enfrentar tal nivel de desesperación.

Mi siguiente encuentro significativo con la salud mental ocurrió 15 años después, a mitad de la carrera de medicina. Después de una ruptura difícil, pasé por una nueva crisis, esta vez como madre de dos niñas pequeñas. Dejé de dormir e hice lo que me enseñaron en la facultad de medicina: buscar ayuda a través de los servicios psiquiátricos. No anticipaba que esto fuera a suceder pero fui ingresaba en la unidad de agudos de psiquiatría. Ser una paciente ingresada fue una experiencia altamente alienante –en esas unidades silenciosas y desgastadas, en las que nadie habla salvo para ofrecer pastillas–. Pronto me di cuenta de que este no era un buen lugar para que yo me recuperara y me marché a casa a hacer las cosas que aprendí muy pronto en la vida, dejando de prestar atención sobre mí y reconectando a través de las actividades. Y lentamente mejoré.

Mi tercer encuentro sucedió durante mi residencia en psiquiatría. Una vez más, me sentí horrible y había dejado de dormir. Un día visitando a mi supervisora (a quien admiraba y respetaba profundamente) para una reunión ordinaria, elegí compartir mis luchas a través de la vida con esta persona. Cuando me marchaba de su despacho, ella me había diagnosticado de trastorno bipolar y me había prescrito una medicación antipsicótica. Recuerdo que iba de regreso a casa sintiéndome completamente desesperanzada. Pronto empecé a analizar cada aspecto de mi vida a través del prisma del trastorno mental grave, cuestionando incluso mi capacidad para ser madre y psiquiatra. Me sentí atrapada y desempoderada. En aquel momento, había sido entrenada para ver los trastornos mentales graves fundamentalmente como disfunciones biológicas, lo que me dejó con la creencia de que tenía una disfunción cerebral para toda la vida con una necesidad imperiosa de medicación, y con pocas esperanzas de sanar o curarme. A lo largo de mi formación y mi carrera temprana, las perspectivas alternativas sobre el sufrimiento en salud mental fueron ignoradas e incluso ridiculizadas, incluso por mí misma en algunas ocasiones. Sin embargo, yo llevaba conmigo una valiosa experiencia de mi juventud –que podía sanar apartando el foco del sentimiento de agravio y defecto hacia actividades más grandes que yo misma–. De forma gradual, mejoré.

Las personas a menudo me piden que elabore cómo entiendo ahora mis luchas y cómo me he recuperado. Lo cierto es que, no tengo ninguna gran respuesta, replicable, que generalizar a otras personas. Por mi parte, prefiero ver mis luchas como retos de la vida más que como estados de una enfermedad. En cuanto a la recuperación, me parece un concepto potencialmente polémico. Tengo una vida valiosa en este momento de mi vida, pero todavía experimento momentos de inmensa dificultad y, por lo tanto, no puedo decir que me he recuperado completamente de nada. En su lugar, he encontrado paz en mi destino de convivir con una mente turbulenta. Para mí, esta paz viene de dejar de buscar diagnósticos médicos y de apropiarme de mis luchas. Este cambio ha supuesto un punto de inflexión en mi viaje. Reconozco que creencias previas acerca de la naturaleza del diagnóstico psiquiátrico están alineadas con conceptualización reduccionista y biomédica, y no captan ni hacen justicia a una comprensión médica más matizada filosóficamente de las categorías psiquiátricas. Doy la bienvenida a tal comprensión “biopsicosocial” y la veo como un desarrollo positivo, aunque todavía sigue siendo cierto que en lo que respecta a mi propia experiencia vivida, tengo una fuerte resistencia interna a conceptualizar mis dificultades en términos diagnósticos y no he hallado que este enfoque me haya resultado útil. Al contrario, lo he encontrado perjudicial. También se que no soy la única. Muchas personas tienen sentimientos similares y se sienten frustradas de la capacidad del sistema de salud mental para acomodarlas.

Echando la vista atrás hacia estos episodios, veo mi primer encuentro con la psiquiatría como adolescente como un momento fundamental. Me siento inmensamente agradecida por esa entrevista inicial. La historia que el psiquiatra me contó acerca de mí y conmigo no fue una sobre estar trastornada o equivocada. Nunca fui etiquetada ni diagnosticada. En su lugar, fue una historia sobre la importancia de implicarme en actividades de la vida, lo que me dio la experiencia y la creencia de que podía sanar por mí misma.

A veces me pregunto qué me habría ocurrido si tuviera 13 años hoy, con el énfasis actual sobre la identificación prematura, el diagnóstico rápido, y la intervención temprana. Podría fácilmente haber sido diagnosticada de un primer episodio psicótico. ¿Cómo habría afectado a mi vida ser incluida en una intervención temprana, diagnosticada, quizás medicada y seguramente recibiendo psicoeducación sobre mi cerebro “trastornado”? No lo sé. Quizás mi experiencia no hubiera sido diferente de muchas otras personas que pasan por esos programas, pero el pensamiento que experimento me deja inmensamente incómoda y estoy contenta de que mi historia sea diferente.

Durante mi primera década como psiquiatra, intenté ignorar mi propia historia y actué como una doctora joven bien educada, diagnosticando y explicando los trastornos mentales en el lenguaje de “los desequilibrios bioquímicos” y la necesidad de la medicación a largo plazo, porque así fue como había sido entrenada y aquella era la forma en la que veía que mis colegas ejercían. Pero una disonancia cognitiva persistente incomodó mi integridad. Personalmente nunca me he sentido ayudada por lo que la psiquiatría dominante tuvo que ofrecerme; más bien, me ha parecido desesperanzadora y desempoderante para comprenderme a través del prisma de la patología, aunque este fue el único modelo que ofrecía a mis propios pacientes. Nunca sostendré que el diagnóstico de un trastorno psiquiátrico es erróneo per se. Siguiendo mi experiencia muchas personas reaccionan de forma diferente a como yo lo hice, y hallan paz y comprensión al ser diagnosticados. Por otra parte, hay otras personas como yo quienes se sienten atrapadas por una etiqueta diagnóstica, y para esas personas yo podría haber replicado mi propia experiencia desempoderante como médico.

A lo largo de los años, la disonancia cognitiva creció hasta convertirse en una verdadera crisis científica y filosófica. Empecé a leer acerca de la psiquiatría crítica y los movimientos de usuarios de servicios, descubriendo que muchas personas estaban insatisfechas con las conceptualizaciones actuales, o se sentían maltratadas por las intervenciones clínicas. Reflejando mi propia historia, me resultó difícil ignorar a estos “clientes descontentos” y rechazar sus quejas como una manifestación de falta de insight. El choque de perspectivas inició una necesidad de estudiar la filosofía de la psiquiatría, que me ayudara a navegar mis propios dilemas y paradojas. Thomas Kuhn había sugerido que cuando un cambio de paradigma se aproxima, las personas comienzan a implicarse en la filosofía, mientras que durante los periodos de ciencia normal, están preocupadas por encajar las piezas de un rompecabezas. Visto en retrospectiva mi crisis podía ser observada como un cambio de paradigma a microescala, iniciado por el choque interno de paradigmas incompatibles representados por mi experticia vivida y mi experticia profesional. El cambio que experimenté involucró transitar desde una visión hegemónica, esencialista de la enfermedad mental a valorar la pluralidad de perspectivas epistémicas en las que las formas de pensamiento no médicas también eran bienvenidas. Mi comprensión profesional previa dominante de los problemas psicológicos fue desafiada, llevándome a volverme más abierta y curiosa hacia los puntos de vista alternativos. Este cambio refleja el choque en curso entre la perspectiva crítica y la dominante en psiquiatría. Renunciar a mi propia posición hegemónica en la práctica clínica me llenó de inseguridad acerca de mi rol profesional. La filosofía de la psiquiatría me salvó. Como doctores entrenados en medicina, tenemos poco contacto con la filosofía de la ciencia. Somos formados y socializados para pensar que el sufrimiento en salud mental, siempre que sea lo suficientemente investigado, puede ser claramente organizado como una tabla periódica de los trastornos. Nuestro entrenamiento científico es primariamente el de los científicos positivistas, cuantitativos, colocándonos a nosotros mismos en la cumbre de la jerarquía epistémica. De lo que me fui dando cuenta durante mi periodo filosófico, que podría parecer muy obvio a muchas otras ramas de la academia, es que construimos la práctica psiquiátrica sobre la base de un conjunto particular de supuestos filosóficos – las reglas del juego, podríamos decir – pero que un estudio científico y una práctica de los cuidados en salud mental pueden estar basados en otras reglas, igualmente legítimas. Este descubrimiento me permitió aceptar que hay muchos modos de conocer y de construir el conocimiento del sufrimiento mental y de los fenómenos incapacitantes lo que generó en mí una humildad epistémica que permitió diálogos equitativos con personas que ven estos asuntos en términos diferentes a los míos.

Veo este proceso como un caso de coproducción a pequeña escala, en una persona –yo– representando dos perspectivas diferentes y opuestas. El choque total fue posible porque no había asimetrías de poder. Mi self profesional no tenía el poder de silenciar a mi self de la experiencia vivida. No tuve elección sino de enfrentar mi conflicto interno y de manejar la complejidad y la incompatibilidad. En un espacio con personas sosteniendo diferentes posiciones epistémicas, la injusticia epistémica es un elefante en la habitación. Las personas con una perspectiva epistémica profesional, podrían más o menos conscientemente considerar la experiencia vivida como menos creíble debido a los estereotipos negativos. Esta desigualdad epistémica no sólo es una barrera para la coproducción sino también un caso de profundo estigma que debería ser abordado.

A pesar del apoyo oficial, en el que las revistas científicas y en las conferencias se anima a los académicos a incluir y colaborar con las personas que tienen una experiencia vivida, la integración simbólica persiste como un asunto sin resolver. A menudo, las personas con experiencia en primera persona son incluidas tan solo para que parezca que los académicos son conscientes de ellas, sin que estas tengan nada genuino que decir. Este tipo de integración selectiva podría provenir de la renuencia de los profesionales de salud mental o de su inhabilidad para considerar otros marcos como igualmente válidos. En mi caso, fui involuntariamente forzada a explorar mis propios supuestos implícitos acerca de la naturaleza del conocimiento, y por lo tanto a cuestionarme mi propia superioridad. Esta co-producción interna me forzó a admitir la complejidad e incompatibilidad de mis perspectivas, reconociendo que ese conocimiento es siempre interpretado y filtrado por el observador.

Lograr la humildad epistémica supuso un antes y un después para mí. Aunque no rechazo el modelo médico como un modo de conceptualizar e investigar el sufrimiento mental y la discapacidad, lo considero como inadecuado, y en ocasiones dañino, si es tratado como el único marco legítimo para la comprensión en salud mental. Necesitamos un pensamiento innovador para reconstruir las bases científicas e ideológicas en este campo. El tercer espacio, donde el choque de paradigmas crea nuevas perspectivas, es donde la magia puede ocurrir y donde podemos abrazar, más que rehuir el disenso.

Finalmente, ¿mi historia me presenta como competente o como alguien sencillamente frágil? Puedo aseguraros que mi vida profesional fue más fácil antes de aventurarme en el tercer espacio de Homi Bhabha, y que posiblemente me presentaba de forma más tranquilizadora como médica cuando mi trabajo clínico se alineaba con el modelo médico. Ahora, mi contacto con las personas está basado sobre un terreno más humilde, como una exploración co-conducida por lo que las conceptualizaciones y los marcos son experimentados como más útiles para cada persona. Hay beneficios y costes asociados con la práctica de este modo, pero en mi caso, un enfoque plural está mejor alineado con las fuentes de conocimiento a las que tengo acceso, y por lo tanto, más auténticas. Me siento menos en conflicto conmigo misma como psiquiatra y afortunadamente mis pacientes se sienten más empoderados y satisfechos. No pretendo dar por entendido que sólo los profesionales con experiencia en primera persona pueden introducirse en este tercer espacio. En lugar de esto, sugiero que cualquiera tiene una oportunidad para experimentar la negociación sobre el significado y la representación que emerge cuando consideramos seriamente múltiples perspectivas epistémicas sobre la naturaleza de los problemas de salud mental. Realmente sí que creo, no obstante, que ese empeño requiere de un cultivo de la humildad epistémica logrado con mucho esfuerzo.