Traducción al castellano de la entrevista publicada por El Critic el 19/03/2024, y realizada por Sergi Picazo. La foto es de Iván Giménez.
Uno de los primeros libros preferidos de mi hija Lena era uno de aquellos en que se abren pestañitas de dibujos: El libro de los sentidos, se llamaba. Un día de verano en el Pirineo conoció a Santiago López Petit (Barcelona, 1950) y, sin darse cuenta del error, me dijo: “Papá, vamos a ver al Sentits [el «Sentidos” N. del T.] en lugar de Santi. Pensamos que no era necesario corregirle. Para atrapar las reflexiones de López Petit sobre la vida, la enfermedad, la muerte, el amar y el pensar, hay que tener los cinco sentidos muy despiertos. Esta conversación quiere ayudar a entender el pensamiento de uno de los filósofos más contestatarios, libres y críticos de los últimos treinta años en Catalunya y, para hacer el viaje con él, pasé un verano leyendo (y subrayando) algunos de sus libros más “desesperados”: Hijos de la noche, El odio de querer vivir, El gesto absoluto o La movilización global: breve tratado para atacar la realidad.
¿Cómo empiezas a politizarte?
Con 18 años, debía de ser 1969 o 1970, empiezo a estudiar Químicas, y entro en el movimiento estudiantil. Por una serie de casualidades, conozco a José Antonio Díaz, un cura secularizado, trabajador del metal y uno de los fundadores de las primeras Comisiones Obreras. Con un pequeño grupito hicimos una imprenta clandestina: traducíamos todo lo que podíamos de la izquierda no autoritaria como a Castoriadis o a los situacionistas, y así me meto en el movimiento obrero autónomo. Era la izquierda que no existía. Aquí todo el mundo era marxista leninista…
Viviste los años convulsos, de finales de los setenta, el fin del franquismo, las grandes protestas sociales y estudiantiles…
Sí, sí. El momento en que realmente aprendo lo que es el movimiento obrero es con la huelga de la Roca, en Gavà, que es del año 76 y 77. ¡Cuatro mil trabajadores en huelga y autoorganizados! Era la segunda fábrica de España. Me impliqué mucho. Yo entonces vivía en el barrio de Pubilla Casas, en L’Hospitalet de Llobregat, y formaba parte de una organización que se llamaba Liberación, que inicialmente había sido una editorial de origen cristiano. A mí me enviaron a vivir a L’Hospitalet y acabaría entrando a trabajar en una fábrica de vidrio. Abandoné definitivamente la investigación sobre el origen de la vida que tanto me apasionaba.
De químico en una fábrica de vidrio… a profesor de Filosofía van unos cuántos pasos…
En los años ochenta, la fábrica de vidrio donde trabajaba entró en crisis, y nos la quedamos los 150 trabajadores después de algunos meses de lucha. La convertimos en cooperativa. Y, con el dinero que ganaba, me pagué la carrera de Filosofía. Tenía 30 años.
¿Por qué Filosofía?
La huelga de Roca y otras muchas huelgas y protestas acabaron con pactos miserables y con traiciones. Se acercaban las elecciones democráticas, y algunos querían destruir aquellos movimientos como fuera. El caso de la huelga de Roca es emblemático. Había que demostrar que los controlaban. Entonces un día, allá solo, pensé: “¿Qué ha sido mi vida? ¿Ha merecido la pena luchar para acabar así?”. Y pensé que quería entender por qué habíamos perdido, y, a pesar de que dudé entre Economía y Filosofía, acabé haciendo Filosofía.
Dicen que acabaste siendo uno de los profesores más populares de la Facultad de Filosofía en la Universitat de Barcelona en noventa y 2000, ¿no?
Bueno, no lo sé, no lo sé… Pero sí que es cierto que convertimos las clases en un laboratorio político en donde todos aprendíamos de todos. Cuando hubo el desalojo del cine Princesa, en el 96, paramos las clases y bajamos hacia allá.
Del desalojo del Princesa en la Barcelona de la antiglobalización y del 15-M: volviste a vivir intensamente un nuevo ciclo de protestas sociales…
Veníamos de una travesía del desierto muy larga, desde la Transición hasta los Juegos Olímpicos del 92, y, finalmente, volvíamos a vivir un estallido social. Yo nunca viví en una casa okupada, pero sí que usamos la okupación como una palanca política. Surgieron todo tipo de colectivos, muchas okupaciones breves de espacios abandonados, la Oficina 2004 contra el Foro de las Culturas, campañas como la de Dinero Gratis, la película El taxista ful, y también los “espacios liberados contra la guerra” de Irak. De hecho, aquello del Dinero Gratis ya fue una primera crítica del trabajo, y una crítica de la vida cotidiana misma.
¿Cómo ves con ojos de ahora aquel ciclo de protestas sociales, y como acabó?
La crítica que hacíamos tuvo, cómo lo diría, un tipo de hegemonía cultural y política en aquel momento en Barcelona. Entre todos conseguimos deslegitimar un poco el Modelo Barcelona. Pero duró poco. En cierto modo, y a otra escala, pasa el mismo con el 15-M. El 15-M fue la palanca para reocupar el espacio público e interrumpir la cotidianidad. Era una crítica de la política, de la política en el sentido de representación política. Qué sucedió después? A mí la palabra traición no me gusta, porque tiene mucho contenido psicológico, y es más complejo que esto… pero es que, para mí, fue la segunda vez que me pasaba una cosa parecida en el activismo político. Ya había visto, a comienzos de la democracia, como compañeros que habían estado a nuestro lado entraban a las instituciones, y parecía cómo si se olvidaran de lo que habían vivido. Por decirlo suavemente…
¿Qué alternativa había?
Sinceramente, no sé si había otro camino. Hay un dilema siempre en los movimientos de izquierdas, que es, o bien haces una política institucional, y, por lo tanto, una politización desde el Estado, podríamos decir, y aquí, pues, defiendes las reformas, a pesar de que yo pienso que el poder no deja espacio ni para reformas verdaderas; o la otra posición, que es no entrar a las instituciones y acabar siendo complaciente con la inutilidad de tu lucha. Sabes que tu lucha ha sido inútil, pero tú te mantienes muy puro. Todo el que he escrito, todo el que he pensado y hecho, versa sobre como atravesar este dilema.
Entonces, tú, ante el clásico dilema de la izquierda entre reforma o ruptura, ¿dirías que todas las opciones son malas?
Me niego a escoger siempre el mal menor. Por eso digo que se tiene que atravesar este dilema.
¿Cómo lo atravesaremos? ¿tienes respuesta?
No, yo no tengo ninguna solución… pero la historia del movimiento obrero nos enseña que han existido muchos momentos en los cuales se ha intentado una síntesis entre la politización de la vida y una intervención política más amplia.
Políticamente e ideológicamente, ¿dirías que la izquierda (así en general) vive una época de derrota y de resistencialismo? ¿O estamos a la ofensiva y en el camino de asaltar los cielos?
Hay un impasse político. Yo lo he resumido con una paradoja: “Aquello que es posible políticamente no cambiará nada. Aquello que podría cambiar de verdad es imposible políticamente”. Hay un hecho bastante indudable: las reformas que propone el reformismo (socialdemócrata o populista de izquierda) son ilusorias. Hay que añadir, además, una cosa: estamos en la época de las políticas identitarias (muchas con una base biológica) y de aquello políticamente correcto, y, a pesar de ser necesarias, nos han llevado a un callejón sin salida. Por ejemplo: “Todo aquello personal es político…” ahora se ha convertido en una obviedad que ha perdido toda su fuerza. Evidentemente, no se trata de volver a la sociedad fábrica ni de defender un universalismo vacío… pero sí de volver a poner la lucha de clases en el centro. Una lucha de clases que esté a la altura de las transformaciones sociales de hoy en día.
Para entender tu pensamiento y activismo político, hay que pararse en una cuestión clave: la enfermedad y, en general, tu lucha para querer vivir…¿Qué enfermedad tienes, Santiago?
Hace ya muchos años empecé a encontrarme mal. Primero, no dormía bien; después, el dolor de cabeza. Tengo lo que denominan fatiga crónica. Sensación de pérdida de memoria, de dolor por todo el cuerpo, de ansiedad y de insomnio, aquello que los médicos dicen la niebla matinal, que es una expresión poética maravillosa, pero que, si la sufres, es terrible. Clara Valverde escribió un libro magnífico sobre estas enfermedades que se decía: Pues tienes buena cara. Porque, como también me hizo ver ella, la gente que tiene fibromialgia o fatiga crónica llevamos la silla de ruedas dentro de nosotros, y no se ve.
Decías en Hijos de la noche que querías explicar “lo que pasa en mi cabeza”, “el dolor que no me deja vivir”, “porque la noche está en mí”… ¿Por qué decidiste explicarlo?
Yo no quería explicar mi historia personal. Esto no tendría ningún interés. Pero exponer mi sufrimiento me permite ir más allá del caso particular y empezar a hacer las preguntas verdaderamente importantes: ¿qué relación hay entre la salud y la enfermedad? ¿Quién no está enfermo en esta sociedad? Y especialmente: ¿se puede hacer de la enfermedad una arma?
¿Cuáles son, pues, para tú los malestares de esta época?
El diagnóstico de lo que yo tengo, para mí, es también un diagnóstico de la sociedad. Esta sociedad nos hace enfermar y tritura nuestras vidas. Yo he intentado pensar esto, no desde el lugar de la víctima, sino desde el lugar de aquel que dice “yo no puedo más”. Pero lo yo-no-puedo-más abre una puerta, ¿no? El yo-no-puedo-más es la bifurcación que se abre ante ti: o te coges a la cuerda que te estrangula, o te coges a una cuerda para no caer y tirar hacia adelante.
La idea que subyace en el no-puedo-más a mí me parece un final. Pero, en cambio, tú crees que esto es como una rebelión. No lo entiendo…
Cualquiera que diga “yo no puedo más” o “yo no soporto más esta sociedad” es ya un rebelde: porque el que expresa estando enfermo es que no se quiere doblegar, que no quiere bajar la cabeza y someterse. Todo este tipo de enfermedades, que pueden ir desde la fatiga crónica o el simple cansancio hasta un cuadro de depresión o de ansiedad, son enfermedades de la normalidad, o enfermedades del vacío. Si no viviésemos en este mundo, ¿tendríamos estas enfermedades? Lo que tienen en común es la desconexión. Yo me desconecto de este mundo. Pero ¿por qué nos desconectamos? Nos desconectamos porque no queremos estar metidos dentro de un movimiento impulsado continuamente por esta máquina de matar poco a poco. La sociedad nos va destruyendo, nos va minando, nos va sacando todo el jugo. Y nos rebelamos. Yo aquí veo, en el fondo, una alegría extraña.
Yo tenía un prejuicio, quizás por culpa de otra gente que me hablaba de ti, que me enfrentaba a un autor nihilista, pesimista, que hablaba de la muerte. Pero, leyéndote, al final he encontrado un López Petit que en realidad está haciendo un canto en la vida. Defiendes, en varios escritos, el “querer vivir la vida”, y escribes cosas como: “Pensar el querer vivir ha sido para mí la manera de seguir vivo”. ¿Eres un optimista en el fondo?
No soy optimista ni pesimista, porque lo que está en una lucha no se plantea si es optimista o pesimista, o si hay esperanza o no en un cambio. El lugar desde donde yo miro el mundo no es desesperanzado. No, no, no. Es desesperado. Desesperado es otra cosa.
Hostia… ¿qué diferencia ves?
Si tú miras el mundo hoy, o tenso una mirada desesperada, o eres un cínico. La guerra es la nueva centralidad. Hoy hay más de 100 guerras al mundo y, además, estamos viendo cómo aparecen potencias militares nuevas, paramilitares o económicas que quieren disputar el poder a los Estados Unidos. Y esto solo es la superficie. Vivimos en un sistema basado en la violencia, la que se ve, y la que no se ve. Te pongo un ejemplo: aquí, en el barrio de Gracia, de Barcelona, se han puesto de moda los talleres de cerámica; hay un montón, y la gente suele decir que va a hacer cerámica porque así se encuentra en sí misma. Pues bien, esto es una estupidez. Van para no ver el mundo, para evadirse. Para… escaparse de la realidad.
Escribiste, sin embargo, un libro después de un hecho sobrecogedor como fue la muerte por suicidio del activista social barcelonés Pablo Molano. Lo titulaste El gesto absoluto.
No me interesa el suicidio como lugar reflexivo. No soy un existencialista, ni pienso que la vida sea absurda. Me interesa el querer vivir, que es lo que he intentado pensar toda la vida. Todos los subtítulos de mis libros son en defensa del querer vivir. Pero me encontré que Pablo Molano, que había estado estudiando y amigo mío, decidió suicidarse. Entonces pensé que tenía que hacer algo, no para preguntarme por qué se había suicidado, sino para intentar contestar qué nos dice su muerte, qué nos dice su suicidio, a la gente que estamos vivos. Intento pensar el suicidio como un fracaso colectivo y a la vez como una herida abierta que nos hace pensar, que nos hace pensar sobre este mundo.
Volvemos al punto donde nos hemos tenido que parar: así, pues, ¿cómo se atraviesa de la sociedad del malestar o de la enfermedad a una sociedad de resistencia o de rebelión?
En primer lugar, pasa por politizar la vida, politizar la existencia, y esto no tiene nada que ver con hacer política. Es decir, no es apuntarse a un sindicato, o a un partido, o una cosa así. No tiene nada que ver. La política, hoy, satura la realidad y, de hecho, la política es una de las maneras más sofisticadas de despolitizar. Entonces, ¿qué seria politizar la existencia? Politizar la existencia sería atreverse a hacer de tu imposibilidad de vivir, de tu “yo no puedo más”, un desafío. Decir “yo no seré una pieza de esta máquina de movilización”, seré una anomalía. Politizar quiere decir ser una anomalía, es decir, una vida rota, pero que persiste y se rompe porque no acepta lo que hay y se rompe como manera de desafiar.
Buff, a ver, explícamelo algo más, por favor, para que yo lo entienda…
Hace unos días fui a comprar el pan al horno, y la chica que era allá atendiendo se echó a llorar. Le cogió un ataque de ansiedad y tuvo que parar. ¿Cuánta gente está así? Muchas vidas personales se aguantan con hilos. Somos vidas rotas. Y es que vivimos dentro del vientre de la bestia, dile Vida en mayúsculas, o como lo quieras decir, di dentro del capitalismo. Pero la clave de todo es que somos nosotros los que, viviendo, alimentamos a la bestia. Por lo tanto, para matar la bestia, hay que salir de su vientre. Y, para salir, de alguna manera, tanto sí como no, te tendrás que hacer daño. Atravesar la noche hace daño, y sobre todo hace daño a los que más aprecias.
Claro, y nadie se quiere hacer daño, nadie quiere arriesgarse a perder lo poco que tenga, para salir del vientre de la bestia…
Pero es que es la única manera de tener aire, de poder respirar…
¿Por qué hablas de una Vida en mayúscula y una vida en minúscula? Tú hacías una reflexión en uno de tus libros: “En este mundo simulado es imposible vivir. No vivimos, tenemos una vida. Tenemos una vida que debe ser rentabilizada”. ¿Así alimentamos la bestia?
A raíz de la pandemia de la Covid-19, el Estado nos dijo: “Tenemos que salvar la vida y, para salvar la vida, os encerramos en casa”. Yo, en cambio, pensaba aquellos días: “¿Salvar la vida? ¿Qué vida quieren salvar?” Querían salvar la Vida en mayúscula, es decir, la economía, el capital, las estructuras económicas y políticas. Es que tener una vida no quiere decir vivir. Porque tener una vida ahora quiere decir trabajar para hacerla rentable. No vivimos: tenemos una vida. Y, además, con una deuda permanente. Cómo si debiéramos algo. Somos esclavos, pero de una manera sofisticada. Porque antes la sujeción se hacía gracias a la sociedad disciplinaria. Ahora no, ahora la proclama es eres libre, las oportunidades son ante ti, depende de tú que las aproveches.
Pero ¿no hay escapatoria, pues?
La lucha tiene que ser contra esta Vida en mayúscula, para arrancarle la vida. Tenemos que interrumpir la máquina, es decir, dejar de ser los terminales, hacerse incontables, no visibles, o sea, no codificables. Y este es el gran peligro para el poder, que no sabe lo que hay en los agujeros negros. La dicotomía actual está entre ser un terminal del algoritmo, una pieza de la máquina de movilización, o una anomalía. Tenemos que escoger, y lo hacemos cada día. Ahora bien, si eres una anomalía, lo pagarás. Lo pagarás, por ejemplo, con estas enfermedades de la normalidad, con un gran malestar, con la pobreza, con la marginación. Pienso que una alianza de amigos puede ayudar a vivir, pero ciertamente no hay bastante si es autorreferente y no piensa el problema de la coyuntura y de la mayoría. No es suficiente una ética del querer vivir: necesitamos una política del querer vivir. La cuestión fundamental para mí es: ¿cómo hacer que la fuerza de dolor se encuentre con la fuerza del anonimato? Esta cuestión es la que intento plantear en mi próximo libro, Tiempos de espera. Marx, Artaud y la fuerza de dolor, que querría acabar este año.
El odio del querer vivir es una expresión que repites a menudo en tus libros. Al principio me costó entenderlo, la verdad. Llegas a decir: “El odio a la vida es la llama que enciende el fuego”. ¿Cómo puedes odiar la vida?
Si tú no odias tu vida, ¿cómo la cambiarás? Es decir, odiar tu vida quiere decir hacer una demarcación: esto lo quiero vivir, esto no lo quiero vivir. Y yo siempre digo: la Vida en mayúscula te pasa lista cada día. Y te miras al espejo y dices, ¿por cuánto dinero me vendo hoy? Hay un odio que no te lleva al suicidio, a la muerte, que tampoco es resentimiento, no es odio al otro, es un odio liberador. De hecho, Marx hablaba del odio de clase. Pero, si no hay un odio de clase, ¿cómo puedes cambiar la sociedad? Hay que odiar esta vida que nos encierra y, es necesario “hacer del querer vivir un desafío”. Dicho así brutalmente, al final del libro Hijos de la noche, hay esta frase: “Pero me agarro con todas mis fuerzas a esta puta vida tan hermosa”. Pues, para poder escribir esto, he tardado cuarenta años y cientos de páginas. Aquí se condensa todo: la vida, el querer vivir, y su relación.
Sobre todo en el libro Amar y pensar, defiendes que “amar, pensar y luchar son los tres gestos radicales”.
Una vida política es aquella que se basa en amar, pensar y luchar. Y con esto ya basta. Contra las filosofías vitalistas que exaltan la vida… yo lo que planteo es una lucha a muerte con la Vida en mayúscula. Para provocarla, para arrancarle un poco de vida. Esta exacerbación es lo que te llevará a amar, a pensar, y a resistir. Si no estás dispuesto a sacudir tu vida, no podrás nunca amar, pensar, ni resistir… En este sentido, amar es de valientes porque quiere decir compartir tu querer vivir con un extraño que tiene que permanecer siempre extraño.