Publicado en italiano en Il Mitte el 17/11/2022.
Traducción inédita en A este lado del Mediterráneo el 1/12/2022.
La salud mental es uno de los temas más importantes de nuestra época, de esos que habría que tratar con mayor profundidad. A pesar de su importancia, cuando se habla de salud mental se pasa normalmente del estigma al cliché, de la patologización paroxística a la antipsiquiatría de matriz conspiracionista. Así, el debate en torno a este tema acaba a menudo por estancarse o perderse en derivas que no nos acercan lo más mínimo a la creación de un sistema capaz de ayudar y tutelar a quien lo necesita. Entre estas derivas, especialmente desde el lado del ejercicio de la psiquiatría, se incluyen los condicionamientos culturales en sus distintas declinaciones (racismo y otras discriminaciones), que a menudo se abren camino en contextos de cuidados sin que nadie se oponga abiertamente a ello.
¿Cuál es la relación entre la salud mental y el condicionamiento cultural? ¿Estar “bien de la cabeza” en un cierto contexto social, religioso y/o étnico, es lo mismo que estarlo en otros lugares? ¿Cómo se aplican estas consideraciones, por ejemplo, en contextos de migración? La última conferencia del Disruption Network Lab, que llevaba como título “Madness – Fighting for Justiche in Mental Health”, tuvo lugar en Berlín el pasado fin de semana del 25-27 de noviembre. Uno de los encuentros, dedicado a la descolonización de la psiquiatría, contó con la presencia de Donato Zupin, psiquiatra de Trieste y presidente de la Sección Especial de Psiquiatría Transcultural de la Sociedad Italiana de Psiquiatría. Antes de la conferencia, tuve el placer de conversar con él sobre cómo se encaja el tema del condicionamiento cultural en los discursos relacionados con la salud mental, y sobre su relación con la religión, el colonialismo y el prejuicio.
Empecemos con un cuadro general de tu actividad. Trabajas en Trieste, en un punto de Italia crucial, no solo para la inmigración proveniente de la ruta balcánica, sino también por ser un mosaico de identidades nacionales, regionales y locales entremezcladas, las cuales han tenido y han sabido coexistir de distintas formas en la historia de nuestro país y del continente europeo. En tu opinión, ¿de qué forma la mezcla o, al contrario, la segregación de las identidades, influencian la forma en que la psiquiatría distingue lo que es patológico de lo que no lo es? En palabras más sencillas: ¿En qué medida el concepto de “locura” es un concepto influenciado por las diferencias culturales?
Antes que nada, te agradezco la seriedad y profundidad de la pregunta. El concepto de locura, su definición, la idea de cuáles son las causas y cuáles las soluciones representan variables profundamente influenciadas por factores culturales, además de por las condiciones políticas y económicas de cada momento y lugar. Dos aspectos del trastorno mental grave que cambian de forma sorprendente son: ¿Cuánto dura? ¿Cómo se resuelve? En Occidente estamos acostumbrados a pensar que quien está loco lo estará para siempre, y que incluso con los mejores cuidados podrá, como mucho, mejorar un poco. Creo que precisamente por este motivo nació la idea terrible del manicomio, con la esperanza de encerrar esa parte de la sociedad que era considerada desviada en un lugar y un espacio apartados, una suerte de “ojos que no ven, corazón que no siente”. Lo increíble es que esa forma de locura crónica, incurable, parece ser producto de nuestra misma sociedad. En las culturas extraoccidentales, sobre todo en contextos no industrializados, los trastornos mentales graves se manifiestan más frecuentemente de forma breve, transitoria, y se resuelven espontáneamente o con menos necesidad de fármacos.
Por tanto, la cultura puede provocar la enfermedad, pero también puede dar un horizonte de cura. Lo que estoy diciendo no es una exaltación ingenua de una idea mal entendida del “buen salvaje” a lo Rousseau, sino un dato epidemiológico ampliamente demostrado. Otra cosa sorprendente es que, a pesar de que la relación entre occidentalización y locura crónica esté más que demostrada, la psiquiatría generalmente reflexiona muy poco sobre la cuestión. La psiquiatría cultural es la disciplina que más se ha ocupado de este ámbito de investigación, el cual es, en mi opinión, de la máxima importancia.
En 2018, publicaste, junto al psicólogo Andrea Celoria y la antropóloga Elisa Rapisarda, un estudio sobre la evolución del concepto de realidad objetiva en relación con los condicionamientos y creencias culturales, y de la patologización de tales interpretaciones de la realidad. ¿Existe, en la psiquiatría moderna, un consenso sobre cuándo y cómo se puede clasificar como patológica una convicción dada o tratarla como un síntoma y cuando, en cambio, lo que puede parecer delirante desde fuera de un cierto contexto cultural ha de ser considerado no patológico dentro de una colectividad que comparte determinados valores?
A ver, sobre el papel la psiquiatría oficial es muy democrática y respetuosa de las diferencias culturales. Pongamos un ejemplo cercano, y dime si responde a la pregunta. Pongamos que a una mujer mayor de un pequeño pueblecito italiano, viuda desde hace poco y en un momento de dificultad económica, se le aparece la virgen. Según la psiquiatría oficial, esta señora debería ser considerada sana, porque su creencia es culturalmente compartida y, por tanto, no se trata como síntoma. Un psiquiatra podría ofrecerle un apoyo psicológico entendiendo el momento de dificultad de la señora, pero difícilmente le prescribiría fármacos antipsicóticos. Esto tendría que valer para todas las culturas, pero la realidad es muy distinta. La psiquiatría, como muchas otras disciplinas, arrastra una cierta herencia imperialista y etnocéntrica. Esto provoca que a menudo los pacientes migrantes sean considerados psicóticos cuando en realidad no lo son. Por ejemplo, un africano que crea que le persigue un espíritu de sus antepasados porque no ha realizado determinados sacrificios rituales tiene una probabilidad mucho mayor de ser considerado un loco respecto a la señora italiana de la que hablaba antes, cuando, en realidad, no es tal cosa si esa creencia sobre sus antepasados es compartida por su grupo cultural.
De hecho, respecto a los europeos, los africanos, en situaciones parecidas a este ejemplo, reciben mucho menos apoyo desde el punto de vista psicológico y muchas más prescripciones de fármacos antipsicóticos, así como más diagnósticos de trastornos mentales graves. Por tanto, en la práctica, a la hora de diagnosticar se usa un doble rasero, reafirmando implícitamente la superioridad de nuestra religión y de nuestra civilización sobre las demás. Esto tiene, como decía antes, el efecto de mantener una postura implícitamente imperialista y teocrática de nuestra sociedad. Es como si, sin darnos cuenta, dijéramos: “Somos mejores que el resto de pueblos porque somos más poderosos, y somos más poderosos porque nuestro dios es auténtico, mientras que el suyo es falso”. No estoy comparando estrictamente Italia con países declaradamente confesionales, pero es cierto que algunas herencias de esa forma de pensar sobreviven aún en nuestro mundo actual.
En ese sentido, la materia de la que me ocupo, la psiquiatría cultural, puede contribuir de forma importante a la reflexión de nuestra civilización sobre sus propios cimientos, ayudándonos a deconstruir algunas premisas nocivas que no han cambiado demasiado desde la época del colonialismo. “With God on our side” no es una buena premisa para relacionarnos y cuidar a personas de otras culturas y, añadiría, ni siquiera para cuidar nuestra propia salud mental.
¿De qué forma la movilidad de personas que comparten creencias y condicionamientos culturales distintos de los del lugar a los que llegan a vivir influencia las demandas que se realizan a las estructuras de asistencia psiquiátrica y psicológica en un territorio? Estoy pensando claramente en Trieste, pero también a la translabilidad de ese concepto a una gran metrópolis multicultural como Berlín.
Sobre Berlín no sabría decirte, espero descubrirlo en el “Madness” del Disruption Network Lab, al cual aprovecho para agradecerle la invitación. Espero que en Alemania la situación sea mejor. En Italia las creencias culturales de la sociedad italiana son las que influencian las demandas que llegan a los Departamentos de Salud Mental.
Las minorías étnicas en nuestro país raramente tienen la fuerza para realizar demandas autónomas, por lo que las demandas las realizan partes sociales italianas que se convierten en intérpretes de las necesidades de los migrantes (estructuras de acogida, de voluntariado, cuerpos de policía u otros servicios públicos). Al final, a los psiquiatras se nos llama para dos cosas: control social y apoyo habitacional.
Se trata de cuestiones ligadas a estereotipos nuestros sobre los migrantes. Por un lado, la tutela del orden público frente a un “hombre negro” que se percibe como amenazador; por el otro, el migrante como un pobrecito que no sabe cuidar de sí mismo y al que, por tanto, hay que darle comida y alojamiento – a veces incluso antes de haberle preguntado su opinión. Esto refleja, de algún modo, una escisión de nuestro imaginario político. Luego, cuando vas a hablar con un o una ciudadano/a migrante, normalmente descubres que sus deseos, sufrimientos y proyectos son muy distintos de los que habías imaginado. Ésta es la propuesta que me gustaría desarrollar junto con el público berlinés en mi charla.
Podríamos decir esquemáticamente que existen dos aspectos culturales en la salud mental, uno ligado a la cultura del paciente migrante y otro ligado a la cultura de la sociedad de acogida. Muchos se ocupan del primer aspecto, yo estoy contestando a las preguntas concentrándome más en el segundo, porque es el que se ha desarrollado menos y sobre el que creo que hay más necesidad de ampliar la reflexión.
¿Cuáles deberían ser, a tu modo de entender, los principios sobre los que la psiquiatría debería informarse para poder ayudar de verdad al individuo y favorecer un cuidado real de su salud mental?
Ah, es muy amable por su parte, pero aquí me pide un poco demasiado. No haría afirmaciones tan generales. Lo que puedo decir con seguridad es esto: que la cultura occidental puede dañar a la salud mental, cronificar la locura. Por ahora, frente a este dato la psiquiatría general se interroga muy poco. Hemos de afrontar este punto, apoyándonos también en otras disciplinas. No me malentiendas: no soy absolutamente un antipsiquiatra. Cuando estás mal, tienes que pedir ayuda: antes que nada, con la psicoterapia, el apoyo social y, en último término, si es necesario, también con fármacos. Pero es importante distinguir las causas colectivas –y la cultura puede ser una concausa del sufrimiento– y el tratamiento de los casos individuales.
En otro estudio de 2020, escrito junto a la antropóloga Elisa Rapisarda y publicado por la World Cultural Psychiatry Research Review, te ocupaste de los actos de terrorismo suicida desde un punto de vista histórico y, obviamente, psiquiátrico. El estudio postulaba que, si el terrorismo yihadista suicida se considera relacionado con cuestione geopolíticas y culturales medioorientales, la modalidad con la que esa violencia se pone en práctica y es gestionada en términos mediáticos toma sus formas de las dinámicas occidentales. ¿De qué forma, en tu opinión, las sociedades occidentales y especialmente la psiquiatría, pueden o deben intervenir para desmantelar las dinámicas que favorecen, a falta de un término más adecuado, la fascinación o la atracción que el acto terrorista suicida ejerce sobre quien lo comete?
¡Fascinación me parece el término perfecto! Intentemos enfocar la cosa desde otro punto de vista. En mi profesión, quien quiere tratar bien a los demás debe antes hacer una psicoterapia para sí mismo. Si, por ejemplo, un psiquiatra tiene problemas relacionales con sus padres, tendrá en primer lugar que reconocerlos y enfrentarlos, antes de poder ayudar a sus pacientes con problemas análogos. De la misma forma, imagino que nuestra sociedad y la psiquiatra han de liberarse de muchos prejuicios implícitamente fundamentalistas antes de enfrentar el fundamentalismo de los demás.
Como en el ejemplo de la señora italiana y el hombre africano, creo que existen aún actitudes impregnadas de imperialismo en las teorías y prácticas psiquiátricas, así como una afirmación implícita de nuestra superioridad religiosa, a veces de forma inconsciente y otras de forma consciente. Por tanto, para contestar a tu pregunta, te diré que creo que la psiquiatría tiene que participar de una amplia reflexión, junto con otras disciplinas como la antropología y la sociología, una reflexión que incluya también a la opinión pública, sobre cómo enfrentar nuestras herencias culturales. Antes has recordado algunos artículos que hemos escrito sobre ese tema con el grupo de la Revista de Psiquiatría y Psicoterapia Cultural: invitaría a todos los académicos de todas las disciplinas afines a contribuir a ese debate abierto.
Esto vale para el nivel de la investigación, otra cosa es la traducción de esa investigación en práctica clínica. Para poder ayudar a un ser humano a entender las dinámicas culturales inconscientes que lo han atrapado en un fundamentalismo el cual le impide desarrollar su potencial creativo, resulta imprescindible que exista una relación de colaboración y confianza. Evidentemente estas condiciones son poco frecuentes. Recuerdo una experiencia de ese tipo, con un neofascista que en lugar de poner en práctica la violencia contra las minorías étnicas, nos expresó su deseo de entenderla y cambiarla. Para hacer algo así hace falta personal, medios, formación y recursos que en este momento el Estado italiano no ofrece a los Departamentos de Salud Mental. También sería necesario contar con una colaboración estrechísima con el resto de instituciones públicas y la sociedad civil. En el caso del neofascista, más allá de la violencia xenófoba, la persona en cuestión tenía varias cuestiones legales pendientes, sufría un trastorno psiquiátrico, una adicción a la cocaína y se encontraba temporalmente en paro y sin casa. Con un importante esfuerzo conjunto de varios servicios públicos y la disponibilidad de la persona a la autorreflexión, conseguimos abordar el caso.
Lo que, por otro lado, la psiquiatría no puede (y no debe) hacer es actuar como una especie de policía de la mente, encerrando a la fuerza a cualquiera que exprese una idea o una visión consideradas peligrosas por la sociedad. No existe un fármaco que cure las desviaciones sociales. La responsabilidad de afrontar el machismo, los imperialismos y las teocracias es nuestra como seres humanos aun antes que como psiquiatras, y no podemos eludir esas responsabilidades esperando milagros por parte de la psicofarmacología.