En el ring del malestar: terapia versus política; de María Zapata

Os dejamos con uno de los textos que más debate ha generado en los últimos tiempos en el ámbito de la salud mental y los movimientos sociales. Queremos agradecer a la autora el haber abierto brecha. Fue publicado originalmente en El Salto el 11 de mayo del pasado 2020.

En los últimos años he visto cómo mis espacios politizados se van terapeutizando sin ninguna resistencia e, incluso, dejamos que eso ocurra como si se tratase de un triunfo. Contaré algunas situaciones para explicar a qué me refiero con esto de la terapeutización.

Ejemplo 1: un buen amigo, compañero de lucha militante en espacios liberados, me cuenta, orgulloso, que lleva varios años en psicoterapia. Le pregunto por qué, y me dice que empezó para trabajarse algunas historias familiares, y que luego siguió porque le enganchó eso de poder hablar de sus emociones y de “trabajarse” a sí mismo. Es una persona muy cercana, porque no sólo hemos compartido militancia, sino que hemos vivido juntas. Entonces le comento que rara vez habla conmigo de sus emociones o historias familiares, le hablo de los retos de la masculinidad hegemónica, y le pregunto por qué no habla de esto con amigas/os del su entorno.

Me contesta que prefiere la psicóloga, porque es alguien ajena a su mundo cotidiano, y porque ya tiene la costumbre de prepararse durante la semana lo que dirá en la sesión, y luego ir y poder hablar sin parar durante una hora. Todo esto me lo cuenta durante una hora y media, y en ningún momento me pregunta por mí, aunque hace mucho tiempo que no nos vemos. Supongo que es el entrenamiento de ser sólo escuchado, y yo me siento la psicóloga (sin sueldo) de turno.

Ejemplo 2: Varias compañeras del colectivo han hecho o están haciendo la formación en psicoterapia Gestalt, como muchas otras personas de mi entorno. Un día tenemos un conflicto en el colectivo y ellas proponen hablar de las necesidades y deseos de cada una, y lo argumentan diciendo que para las feministas “lo personal es político”. Probamos, y durante varias horas cada una habla desde su yo, sin referencia de lo colectivo. A mí me chirría todo esto, y me parece que está bien saber qué queremos cada una, pero que lo importante es saber qué necesita y desea el colectivo.

Discutimos sobre lo que significa cuidados, porque para ellas se basa en saber lo que cada una quiere y poder respetarlo. Para mí, y para otras compañeras, cuidarse pasa por respetarse a una misma, pero también a las necesidades y deseos del colectivo. Es una discusión que no acaba en consenso, y se generan fisuras insalvables en el colectivo.

¿Os suenan estas historias? No son las únicas que podría contaros, y estoy segura de que también vosotras tenéis muchas más, porque en los movimientos sociales no escapamos de lo que ocurre en el resto de la sociedad, y también nuestros espacios de militancia y nuestras relaciones se están psicologizando.Es decir, la terapia está fomentando la individualización y la pérdida de la comunidad en los espacios políticos, o al menos, lo intenta. Explicaré esta idea poco a poco, y las diferencias que veo entre una y otra forma de abordar los malestares. Empezaré con una, muy breve, revisión de nuestra historia.

Desde finales del siglo XX hemos asistido a una transformación de la biopolítica (que se refiere al poder de gobernar sobre las formas de vivir), donde el ámbito de lo emocional ha tomado protagonismo y paulatinamente viene aconteciendo una psicologización de la sociedad (Eduardo Crespo y Mª Amparo Serrano, 2013). Las emociones, como señala la socióloga Arlie R. Hochschild (1979 y 2008), son fenómenos culturales cargados de significados propios dependiendo del grupo social y de su contexto sociohistórico. Y siempre existe un control social de lo emocional porque es algo intrínseco a todo grupo social y, además, la forma de ese control cambia con el paso del tiempo y de los acontecimientos históricos y políticos.

En nuestra cultura occidental moderna se han ido sucediendo multitud de mutaciones, según pasábamos de una economía basada en el sector secundario a una basada en el sector terciario (Hochschild, 2008). Y el impulso del sector servicios trajo consigo un cambio en cuanto a lo emocional: antes era algo reservado al ámbito de lo privado, y ahora también toma valor en la esfera de lo público debido a una serie de beneficios en relación con lo económico y lo laboral que, poco a poco, van permeando al resto de esferas de la vida.

Igual es difícil de comprender, pero podemos intentar pensar en cómo era antes el mundo laboral y cómo es ahora. Un ejemplo es que actualmente se valora mucho una sonrisa o el buen humor en una trabajadora, aunque no esté de cara al público. Y esto es así porque se prioriza que la persona trabajadora pueda “gestionar” o “manejar” sus emociones (todos términos del mundo empresarial), a la vez que todos los ámbitos de nuestra vida se inundan con un vocabulario propio de la psicología: ya no estamos nerviosas sino que tenemos ansiedad, o no estamos pasando un duelo sino que tenemos depresión, o la empatía y la resilencia son nuestras mejores aliadas frente al enojo, que tan pocas veces debe mostrarse en público.

Vivimos en lo que Eva Illouz (2007) ha definido como capitalismo emocional, una nueva fase de este sistema socioeconómico donde, en palabras de Illouz, “las emociones se convierten en realidades a ser evaluadas, examinadas, discutidas, negociadas, cuantificadas y mercantilizadas […] El capitalismo emocional imbuyó las transacciones económicas —en realidad, la mayor parte de las relaciones sociales— de una atención cultural sin precedentes al manejo lingüístico de las emociones, convirtiéndolas en el centro de las estrategias de diálogo, reconocimiento, intimidad y autoemancipación.”

Un nuevo orden psico-biopolítico, que diría Byung-Chul Ha (2012), cuya principal característica es gobernar la vida por medio del discurso terapéutico, creando nuevos significados del self, es decir, re-produciendo nuevas formas de subjetividad. Y esta nueva forma de poder y gobernanza está impulsada por el nacimiento y consolidación de la psicología, que desde principios del siglo viene dando pasos para convertirse en nuevo dispositivo biopolítico de lo emocional, expandiendo el discurso terapéutico a todos los ámbitos de la sociedad (educación, trabajo, familiar…). Y, ahora, su lenguaje está por todas partes creando realidad. Ya no tenemos un jefe que pisotea nuestros derechos laborales, sino que sufrimos mobbing en el trabajo, o en la escuela ya no hay niñas/os que son crueles con otras/os, sino que se padece bulling, o en los hogares ahora hay que abrazar los conflictos y al sistema familiar que sostiene nuestra personalidad, porque los problemas están en las formas que han tomado esas interacciones y no en las estructuras desiguales de dominación.

En otras palabras: no es que el cisheteropatriarcado se encarne en tu madre y te haga la vida imposible por ser una marimacho, sino que su propia trayectoria familiar le hace expresar su malestar de esa forma y tendrías que intentar entender su rol y el tuyo en ese sistema familiar que compartís para encontrar la serenidad (emoción muy bien valorada socialmente).

Esta nueva sociedad terapéutica, como la llama el colectivo Espai en Blanc (2007), tiene dos implicaciones en cuanto a nuestros malestares: la primera es que la persona es la única responsable de las acciones a emprender para acabar con su sufrimiento (la lógica capitalista del “hazte a ti mismo”), y la segunda es que al ser individual es más fácil patologizar situaciones de desigualdad social y económica y comenzar a leer todos esos malestares sociales encarnados como una mala salud emocional de individuos concretos.

Unas consecuencias que ayudan a la implantación del capitalismo neoliberal y que son justo lo contrario por lo que muchas veces luchamos en nuestros espacios políticos. Y es que la terapia y la política son cosas muy distintas y quiero dar ejemplos de esto, porque varias veces he escuchado comentar “qué terapéutico es esto”, después de participar en un evento o jornada antisistema y es algo que me genera muchísima inquietud. Me parece imposible hablar de una terapia política o de una política terapéutica, de hecho, me parecen términos contrarios. Explicaré por qué.

Términos contradictorios

Primero, el discurso y la ideología terapéutica tienen como único centro al individuo. La lógica terapéutica es indagar en la propia historia personal, guiada por los traumas o momentos más dolorosos, para poder entender y transformar el presente. Es decir, se potencia la idea de aprender desde el sufrimiento del sujeto como motor y lugar de aprendizaje. Sin embargo, politizar el malestar es justo lo contrario; es buscar e identificar las causas sociales del malestar, mirar cómo lo colectivo se encarna en sujetos individuales que son continuamente relacionales y salir del rol de víctima de la propia historia. El sufrimiento está, es inevitable, y por supuesto que lo vivimos cada una en sus carnes, pero es algo que responde al contexto en el que vivimos y muchas veces es fruto de injusticias que hay que denunciar y evitar que vuelvan a pasar. Ésto es lo que pretendían nuestras antecesoras feministas al enunciar “lo personal es político”.

Segundo, la narrativa terapéutica está creada sobre una estructura de sentimientos y emociones, pero con la lógica de “manejar” lo sentido, o de intentar no sentirlo, o de sólo sentirlo en lugares determinados y boicoteando o malinterpretando la lucha feminista de dejar de subyugar lo afectivo bajo lo racional.

La terapeutización es una forma de control social por medio del autocontrol sobre una/o misma/a, haciendo sujetos cada vez más homogéneos porque se normativiza lo emocional. Y es que la terapia no es “liberadora”, sino ortopédica (que es su raíz etimológica), es decir, su función es la de corregir lo disfuncional, lo torcido, lo que no sirve al sistema. Frente a esta cuestión la politización sería lo contrario: abrazar la diversidad y asumir que en las diferencias encontramos la vida. Dejar de controlar lo emocional para satisfacer las economías de mercado y hacerlo sólo para poder vivir de forma respetuosa en sociedad a partir de unas normas y valores compartidos y no desde la lógica narcisista de los propios deseos y necesidades.

Con todo esto no quiero decir que la psicoterapia no sea necesaria. Todo lo contrario, me parece una muy buena herramienta para momentos vitales en los que nos vemos desbordadas o sin herramientas propias y colectivas, sobre todo, cuando son psicoterapeutas feministas o ya politizadas las que acompañan y cuando ya hemos intentado otras muchas estrategias. Pero tendría que ser en momentos puntuales, y no algo que releve a nuestras formas autogestivas de sostener el bienestar o paliar el malestar.

Las terapias son algo privado y privativo que siguen lógicas poco comunitarias, como hemos visto, y sin embargo el cuidado es un fenómeno social vinculante que implica siempre una interdependecia radical Y quizás este sea nuestro talón de Aquiles: la incapacidad de asumirnos vulnerables, frágiles, y dependientes de las otras. El capitalismo nos ha grabado a fuego que tenemos que ser autosuficientes, capaces de todo por nosotras mismas, sobre todo si performas la masculinidad hegemónica, que es el sujeto ideal del neoliberalismo cisheteropatriarcal.

Quizás por eso el amigo del ejemplo 1, lejos de buscar en su entorno de amistades un espacio de confianza y seguridad para poder hablar de sus malestares, lo hace con una profesional a la que paga por los servicios de acompañamiento. Quizás, era demasiado doloroso sentirse un gudari [soldado, en euskera] destronado por la templanza perdida e ir a una psicóloga costaba menos de aceptar porque uno mismo se siente menos juzgado (por el control social introyectado). Quizás, si quisiéramos crear una verdadera comunidad con nuestras compañeras de militancia no sólo deberíamos compartir los cócteles molotov, sino el miedo o la tristeza cuando los tiramos, o la culpa que llevamos años arrastrando por no ser como mi padre quiso que yo fuera. Pero también ser capaces de escuchar y de apoyar a las otras cuando están desanimadas, sumidas en su miseria o incapaces de levantarse de la cama, y para eso hace falta paciencia y un entrenamiento y distribución de los cuidados.

¿Estamos todas dispuestas? Por otro lado, propongo reservar, siempre, un lugar a lo emocional en nuestros espacios de militancia, pero sin caer en la tiranía de lo afectivo o en la sobredimensión de este ámbito. Y por supuesto, siempre llevarlo al ámbito de lo sociocultural. Por ejemplo, en Teatro de las Oprimidas siempre partimos de historias propias que ha vivido alguna integrante del grupo y, desde el sufrimiento que esa historia particular de opresión genera, vamos caminando hacia la estructura de poder que encarnan esos personajes concretos. Incluso, aunque estemos investigando sobre la vertiente más introspectivas de ese sufrimiento emocional, la idea es ver cómo nos identificamos las demás con esa misma historia, volver a lo colectivo, hacer cada sufrimiento parte del grupo porque todo el grupo vive bajo las mismas desigualdades y violencias socioculturales. Y no me hace falta haber tenido la misma experiencia, exactamente igual, para poder identificarme.

Hace falta ir a los elementos que sí se comparten como oprimidas o, en algunas ocasiones, como opresoras de nuestras historias. Ésta sería una forma política de abordar el sufrimiento y no terapéutica. Por lo tanto, propongo iniciar una reflexión crítica sobre lo que está pasando en nuestros espacios politizados y una llamada de atención para que los nuevos mecanismos de control social no se cuelen en nuestros colectivos sin ser vistos ni olidos. El debate está servido.


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