La variante extrema del dentro en que se produce nuestra inmanencia –nuestra virtualidad como seres que pueden ser algo en sí mismos, al margen del mundo externo– es también el escenario de represiones que obstaculizan su desarrollo y nos impiden “encontrarnos a nosotros mismos”. Esos problemas subjetivos suelen ser contemplados como la causa de nuestras dificultades a la hora de relacionarnos con los demás. Esa idea –la de que un yo averiado es la causa, que no la consecuencia, de nuestros problemas, que pasan a ser siempre de un modo u otro personales, en el doble sentido de individuales y relativos a la personalidad– es la que ha suscitado la aparición de una especie de ciencia del sujeto llamada psicología, a la vez que motivaba un alud de ofertas místicas de renovación/restauración del yo en forma de todo tipo de religiones. Un mercado se ponía así al servicio de autonomías personales experimentadas como dañadas o en mal estado. Lo constituían, de un lado, los profesionales de la reparación del sujeto deteriorado –los psicólogos– y los proveedores de sujetos completamente nuevos –las diferentes corrientes religiosas que concurrían al supermercado de la trascendencia.
Ahora bien, no se ha sabido siempre reconocer cómo el supuesto yo interior se ha convertido en el instrumento más sofisticado que concibiera pudiese al servicio de la dominación, una dominación que ya no procede de alguna instancia divina o humana, pero exterior, cuya vigilancia puede ser eventualmente burlada, sino de una voz autoritaria que suena desde dentro y no puede, por tanto, ser desacatada. La alienación puede ser de este modo ignorada en su fuente real –que procede siempre de contingencias sociales que están ahí fuera– y ser percibida como procedente del mal funcionamiento del objeto sagrado por excelencia en nuestros días, esto es del sujeto. Esa fetichización del yo hace más tolerables las relaciones de sometimiento, interioriza la represión y se naturaliza como artefacto de control que, por mucho que se aparezca como fuente de imperativos éticos, no suele ser otra cosa que un dispositivo de disciplina social y políticamente determinado.
Esa verdadera revolución cultural que, de la mano de Descartes y Calvino, implicó el brutal divorcio entre interioridad y exterioridad –de la que dependió el surgimiento del sujeto moderno– no se pudo llevar a cabo sino a partir de una devaluación absoluta del exterior, de ese afuera, en que ya no podía haber más que silencio y desolación, puesto que la experiencia de lo verdadero sólo podía llevarse a cabo dentro de cada cual. El mundo dejaba así de hablar y de mirarnos, dado que era un inefable interior lo que había que atender. Ni los demás ni la naturaleza –todo lo que estaba fuera alrededor– podían ser fuentes fiables de certeza, en tanto no había nada en ellos que pudiera satisfacer una demanda inconmesurable de autenticidad y confianza. Allí fuera no había nada que fuera susceptible de garantizar la fijeza de un yo víctima de un malestar que no podía ser aliviado, ya que tampoco se sabía qué causaba su angustia o su insatisfacción. Todo conflicto pasaba entonces a ser vivido en clave psicológica, es decir que ya no podía reconocer en el exterior las causas de su mal, sino que buscaba lo que le afectaba en ese dentro abisal cuyo fondo no se podía atisbar. Del mismo modo que se era incapaz de encontrar en el exterior lo que le podría salvar, tampoco encuentra allí las desigualdades o agravios que le afectan en realidad. Las causas del dolor interior están en el interior, se sostiene, y por tanto han de ser atribuidas a la pérdida de sustancia o integridad del sujeto.
Ese fue el gran desastre: la obligación que se le impuso al yo de atrincherarse en sí mismo, hacerse hipocondríaco ante las acechanzas de la discontinuidad y la contradicción que lo asediaban desde el exterior. Todos los habitantes de las afueras de uno mismo –incluso los seres que podríamos llegar a amar– pasaban a ser apreciados como potenciales conjurados contra la integridad del sujeto. Ese –el propio yo– era el territorio que había que defender a toda costa de un mundo imaginado como manteniendo un pacto abominable con el demonio y la carne y del que no cabía esperar nada que fuera realmente valioso. La naturaleza, los demás y nuestros propios sentidos –sus agentes– no podían ser sino obstáculos que nos apartaban de una presunta experiencia psicológica pura que llenará un interior que se sentía tan vacío como el mal reputado exterior.
En cambio, he ahí el principal lastre que nos impide escapar hacia un exterior que siempre estuvo y está lleno: lleno de mundo. Acaso nuestro objetivo no debería ser otro que vencer esa ruptura terrible que, como nos recuerda Lévi-Strauss, un día se encarnizó con nosotros y nos obligó a concebir como incompatibles, “el yo y el otro, lo sensible y lo racional, la humanidad y la vida”. En pos de esa meta, acaso imposible, es el sujeto lo que nos sujeta, puesto que es lo que no convierte realmente en sujetos, en el sentido de seres atados o asidos.
¿Cuándo nos daremos cuenta de que la lucha pendiente no es la que nos permitiría liberar el yo, sino liberarnos de él? ¿Y si fuera cierto lo que proclama el lema de una famosa serie televisiva y la verdad estuviera ahí fuera, en lo que uno se encuentra al cerrar una puerta tras de sí para salir y no para entrar? En cambio, insistimos en pensar que es de dentro, de un interior invisible e inefable, de donde cabe esperar la revelación de lo que somos o de lo que creemos o queremos ser realmente, y que ni hemos sido, ni somos, ni seremos. Pánico a los desmanes de una existencia social y una comunicación con el universo que sólo pueden ser exteriores, en la medida que buscan saciar otra sed no menos imperiosa: la de todos los otros y la todo de lo otro. Vértigo ante la evidencia de que penetrar en cualquier afuera nos obliga a multiplicarnos y a ser diferentes a nosotros mismos. Negación testaruda de que es cierto que es en el afuera, en nuestros alrededores, donde residen nuestros peores enemigos, pero también los cómplices que nos ayudarían a combatirlos. Pavor ante la heterogeneidad del ser; ansia y nostalgia por el Uno perdido o abandonado. Todo lo que está ahí, esperándonos a la salida, mancha, amenaza ese dios maltrecho que está en nuestro interior –y que somos nosotros mismos–, puesto que nos obliga a convertirnos en simplemente humanos.
Fragmento de De la estructura al acontecimiento. El dentro y el afuera en la sociedad contemporánea, texto en el catálogo de la exposición Revolving Doors, comisariada por Montse Badia en la Fundación Teléfonica, Madrid, 2004.
Extraído del blog del autor (El cor de les aparences) con la firme intención de que se lea fuera de la universidad.