Este breve texto fue publicado hace poco más de tres años por Ajoblanco. Lo rescatamos de la velocidad del mundo en el que vivimos.
En los últimos años hemos asistido a la mágica transmutación de “La Psiquiatría” en “Salud Mental”. La versión oficial de la historia, esa que escriben los vencedores, nos cuenta que los procesos de Reforma Psiquiátrica consiguieron cerrar los manicomios y crear modernos servicios de salud mental más cercanos y eficaces para atender el sufrimiento psíquico. También nos dice que el desarrollo de los psicofármacos -ahora con muchos menos efectos secundarios que los antiguos- es el responsable de que personas que en otras épocas hubiesen tenido que ser recluidas de por vida, hoy puedan tener una existencia normalizada. Incluso pueden conseguir empleos precarios e insertarse en el mercado laboral. Y señala que el principal obstáculo para la total integración social estriba en que la “enfermedad mental” tiene mala prensa y es necesario emprender campañas de sensibilización con el objetivo de que la sociedad comprenda que la depresión, la esquizofrenia o el trastorno bipolar son enfermedades como cualquier otra, como el asma o la diabetes, por ejemplo.
Esta versión oficial de la historia, sumada a la ilusión del Estado de Bienestar en la que hemos vivido hasta hace poco menos de una década, ha logrado que la única reivindicación durante todos estos años haya sido cuantitativa. Se exigen más centros, más servicios, más profesionales, más fármacos, más campañas, más recursos para la Salud Mental. Como resultado, tenemos una amplísima red de servicios, un batallón de profesionales destinados a diagnosticar a cualquier persona que manifieste malestar o que se comporte de un modo no funcional para el sistema, campañas anti-estigma en las marquesinas de las ciudades más pobladas del país y reportajes en los medios de comunicación generalistas relatando las bondades y avances de la disciplina. Sin embargo, la realidad objetiva nos muestra que este desarrollo no ha ofrecido un escenario más positivo que el que teníamos a finales de los años 80. A pesar de la multiplicación de recursos y la aparición de nuevos y mejorados psicofármacos no se ha evitado que el número de personas que viven con un diagnóstico psiquiátrico haya aumentado de forma alarmante.
Los ciudadanos que usan los servicios de salud mental se convierten, gracias al toque mágico del diagnóstico, en personas cuya capacidad de entendimiento, decisión y acción automáticamente se pone en duda y rechaza, como ocurría con los enajenados hace un par de siglos. Cuestionar el orden social sigue siendo peligroso. Revelar -a través del sufrimiento- los daños que producen sobre nuestra existencia la desigualdad social, la exigencia de normalidad, el mandato de ser siempre productivos, la precariedad o la soledad, exige un golpe de efecto para acallarlos. Recibir un diagnóstico de trastorno mental se ha convertido en la camisa de fuerza de nuestros días.
El avance de la ciencia médica ha sustituido -con otro truco de magia- los muros del manicomio por elevadas dosis de drogas psiquiátricas que provocan sobre las personas heridas parecidas a las que causaba la reclusión. El encierro es ahora un encierro químico: la dependencia indefinida de sustancias que modifican los afectos, las sensaciones, la capacidad de pensar y el propio cuerpo. Contando además con la generosa ayuda de la industria farmacéutica, hoy ya tenemos el psicofármaco adecuado para cada estado emocional perturbador. Porque todo se diagnostica. Porque parece no ser posible sufrir sin ser diagnosticado y medicado.
Las lógicas de control social y exclusión que combatió la antipsiquiatría siguen estando vivas en la patologización del sufrimiento (esa tendencia a diagnosticar cualquier malestar y convertirlo en “enfermedad mental”) y su consiguiente medicalización. También están presentes en los internamientos hospitalarios involuntarios, en la toma de medicación forzosa, en las exigencias de sometimiento cotidianas (“tienes que venir a las citas”, “tienes que perder peso”, “no puedes vivir sola”, “no puedes tener novia”, etc.) y en la coerción de cada día. La ilusión de que se está haciendo algo sustancialmente distinto, más humanitario a la vez que científico, que se está cuidando a la ciudadanía desde los recursos que pone a su disposición un estado de derecho, puede mantenerse intacta con una buena operación cosmética y el ilusionismo llevado a cabo por el Estado de Bienestar. Pero los centros de salud mental, los centros de atención psicosocial, las asociaciones y los equipos de atención no son más que un psiquiátrico troceado (un poco más de magia), un laberinto del que no será posible salir a partir del momento en que se atraviesa la puerta de entrada al sistema de salud mental. El poder otorgado al saber psiquiátrico -al saber “salud mental” hoy-, que permite que siga desplegando su artillería para llevar a cualquier ciudadano desviado a la normalidad moral, siempre por nuestro bien, sigue siendo el monstruo a combatir. Hoy, exactamente igual que ayer.
Nos encontramos en un momento en el que la propia psiquiatría hegemónica naufraga. El mérito es solo suyo: se trata de una disciplina con cada vez más pacientes y un sufrimiento que no cesa de aumentar. Desde un punto de vista científico, médico, el paradigma es insostenible. Ni cuida, ni ofrece alternativas. Simplemente ha definido los confines de un callejón sin salida donde la falta de luz y aire fresco no puede ser justificada bajo ninguna premisa. Las contradicciones del mundo de la salud mental se agudizan por momentos… ¿cómo puede ser que la formación de los profesionales esté en manos de las empresas farmacéuticas?, ¿cómo se puede justificar el crecimiento exponencial del gasto en psicofármacos?, ¿qué garantías ofrece el actual sistema de patrocinios y financiación de la investigación psiquiátrica?, ¿qué sucede con el uso generalizado de correas e ingresos forzosos en los hospitales y dispositivos?, ¿por qué la atención psiquiátrica sigue siendo un ámbito de excepción donde no se ofrecen datos (por ejemplo sobre las contenciones con correas) ni explicaciones (por ejemplo cuando un psiquiatra director de un recurso es acusado de tres agresiones sexuales, tal y como ha pasado recientemente en Madrid)?
Ante este panorama, defendemos la necesidad de un pensamiento a contramano, de un movimiento que trabaje por la superación de las condiciones de vida que impone la psiquiatría tal y como la conocemos y sufrimos. Por eso nos enlazamos con la historia de la antipsiquiatría y abogamos por su pertinencia. La antipsiquiatría sigue siendo necesaria porque no podemos tolerar la intromisión en nuestros cuerpos y mentes de la industria farmacéutica y la vulneración sistemática de los derechos humanos sin ejercer una frontal oposición.
No nos queda otro remedio que estar ahí, tirando de la cuerda cuanto sea necesario. Siendo uno más de los muchos agentes que trabajan por construir paso a paso un contrapoder que ofrezca resistencia y comunidad. No es una opción estratégica, es la única salida posible.