La Isla de las Tentaciones y el capitalismo emocional; de Eudald Espluga

Texto originalmente publicado en El Salto, el 21 de octubre de 2020.

Pese a lo que pudiera pensarse en un principio, no es necesario estar demasiado familiarizado con el programa televisivo analizado para aprender del análisis expuesto y pensar a partir de él.

Empecemos con una idea contraintuitiva: “La Isla de las Tentaciones” no es un reality sobre el amor romántico. No trata de sexo ni de relaciones de pareja. A pesar de la mezcla entre iconografía bíblica y erotismo kitsch que define el imaginario visual del programa —el paraíso, la serpiente, la manzana, los fornidos cuerpos desnudos, la hoja de parra—, la tentación de la isla nada tiene que ver con la fragilidad de la carne. Lo verdaderamente pornográfico nunca ocurre de noche, en la piscina o bajo las sábanas. El reality se vuelve obsceno a la luz de los focos, cuando los concursantes adoptan la retórica de la realización personal para explicar —y explicarse a sí mismos— todas sus acciones: el simulacro de transgresión romántica se empaqueta como una narrativa emancipadora sobre el amor propio, el autoconocimiento y la conquista del bienestar emocional.

Desde el principio, “La Isla de las Tentaciones” deja clara su premisa: los concursantes vienen a poner a prueba su relación, pero lo hacen a título individual. La experiencia está destinada a cuestionar si sus sentimientos son sinceros, si están viviendo de acuerdo con su naturaleza o bien se están engañando a sí mismos. Como relato audiovisual, el concurso no abandera la lógica sensiblera del flechazo, ni da pie a una interpretación del amor romántico como una pasión irracional y ciega, como una fuerza centrífuga que arrastra a los enamorados fuera de sí en un estado de frenesí sexual. En la isla no hay montescos y capuletos, ni el deseo es un fuego subversivo y dispendioso. Los cuerpos bronceados y concupiscentes de los tentadores son solo un instrumento para desvelar la verdad del alma de los concursantes, igual que masturbar a un nuevo amante o tener una crisis de ansiedad pasan a formar parte de un proceso de aceptación personal y autocuidado.

El arco narrativo del programa persigue la emancipación emocional de sus protagonistas, que equivale a su autosuficiencia como individuos: Melyssa sobreponiéndose al maltrato emocional de Tom, Pablo escogiéndose a sí mismo después de saberse cornudo, Marta reconociendo que estaba tan enamorada de Lester que “se desenamoró de sí misma”, Tom abandonando la isla solo porque necesita escuchar a su corazón, Melodie sintiéndose auténtica y libre al descubrir que puede actuar de forma autointeresada.

No resulta sorprendente, entonces, que el clímax de esta segunda temporada haya sido también la angustia melodramática —los gritos desgarrados, el rímel corrido, las carreras desesperadas en medio de la playa tropical—, ni que los productores hayan convertido el tormento de los concursantes en el motor comercial del producto. Según Eva Illouz, “la cultura terapéutica debe generar una estructura narrativa en la que el sufrimiento y la condición de víctima definan al yo. De hecho, la narrativa terapéutica solo funciona concibiendo los hechos de la vida como indicadores de oportunidades fallidas del propio desarrollo”.

El análisis de Illouz —quien ha tratado extensamente la relación entre el ocaso del amor romántico y el capitalismo emocional a partir del análisis de productos culturales como Cincuenta sombras de Grey— resulta especialmente interesante para entender hasta qué punto el trabajo emocional del yo sobre sí mismo se ha convertido en el verdadero protagonista del reality: en la medida que este discurso terapéutico es tautológico —“ser uno mismo” se convierte en sinónimo de bienestar emocional, pero ambos conceptos están vacíos y solo se definen en relación a su par—, cualquier forma de malestar se traduce en un fallo de ese “yo”, que no está esforzando lo suficiente en ser idéntico a sí mismo.

Quizá lo más impresionante es ver en directo cómo los concursantes, inducidos por psicólogos, productores y la propia presentadora, van asumiendo poco a poco este lenguaje terapéutico. Algunos, como Christian, andan perdidos por la casa, repitiendo consignas vacías para autoconvencerse de que estaban siendo infieles a su corazón mucho más que a su pareja: pocas escenas ilustran mejor el carácter patologizante del imperativo de ser uno mismo que sus conversaciones con Andrea, en las que él se presenta como víctima de su entrega amorosa. En otros casos, como el de Melyssa, la exaltación de esta narrativa toma un cariz épico: reconvierte los llantos y la ansiedad en una entereza insospechada, como una ave fénix renacida de la ansiedad y el gaslighting.

Este patrón, que se repite en casi todos los concursantes, tiene más sentido a la luz de las palabras de Illouz: “La narrativa terapéutica pone la normalidad y la autorrealización como el objetivo de la narrativa del yo, pero como nunca se le da un contenido positivo a ese objetivo, en realidad produce una amplia variedad de personas no realizadas y, por lo tanto, enfermas. La autorrealización se convierte en una categoría cultural que genera un juego de Sísifo”.

Estamos, pues, frente a una infelicidad privatizada, que debe gestionarse de forma racional, comunicativamente, bajo el prisma del interés personal: los protagonistas se someten a una experiencia de autoobservación reflexiva, de introspección, clasificación, articulación y verbalización de sus sentimientos, para tomar finalmente una decisión sobre el curso que tomarán sus vidas a partir de entonces. No por casualidad, el formato del programa -la división entre Villa Playa y Villa Montaña, con las parejas totalmente incomunicadas- guarda un parecido inquietante con el dilema del prisionero, un problema clásico de la teoría de juegos que se ha utilizado en economía para investigar la conducta humana frente a la toma de decisiones: dos ladrones son detenidos, aislados y colocados en celdas incomunicadas; se les amenaza con diferentes penas de cárcel, según si su compañero los inculpa o no. ¿Traicionarán a su compinche para minimizar la pena o confiarán en que el otro tampoco los delate, sabiendo que la cooperación es más beneficiosa para los dos?

Independientemente de la respuesta, la aplicación del dilema del prisionero en las ciencias sociales ha sido muy criticada por la clase de sujeto que postula —autointeresado, independiente, desapasionado— y por el tipo de racionalidad que se le presupone —abstracta, calculadora, eficiente—. Pero la comparación con La Isla de las Tentaciones es por ello más interesante, en la medida que el programa, bajo la lógica del capitalismo emocional, lo que hace es conducir a los concursantes hacia esa racionalidad instrumental y economicista: ¿somos realmente compatibles? ¿Estoy invirtiendo mal el tiempo en esta persona? ¿Esta relación favorece mi bienestar emocional? ¿Podré ser yo mismo junto a este chico incapaz de comunicarse y ser empático conmigo? De hecho, en esta segunda temporada, la única pareja que puso su amor por delante del autoconocimiento —Ángel e Inma— fueron rápidamente expulsados del programa, no sin antes recibir una buena reprimenda sobre lo improductivo que resultaba su comportamiento —para ellos y para Mediaset, claro—.

La frialdad de este decisionismo terapéutico, sin embargo, contrasta con la imagen típica que habitualmente nos hacemos de estos programas. Los tratamos como una expresión sobreexcitada de la sociedad del espectáculo, puro entretenimiento vacío, y tendemos a descartarlos como el deshecho de una cultura acelerada e infantilizada que solo busca la hipertrofia emocional del espectador, saturando la pantalla de lágrimas, gritos y cuerpos desnudos. Pero si hay algo de cierto en lo que he intentado explicar aquí, más que como un desecho cultural, deberíamos ver “La Isla de las Tentaciones” como un síntoma del capitalismo emocional, pues pocos productos permiten ver de forma tan explícita cómo los discursos terapéuticos moldean el yo hacia un individualismo instrumental y autosuficiente.

 


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