Alguien voló sobre el nido del cuco, de Ken Kesey [Fragmento]

Es la primera vez en mucho, mucho tiempo que estoy acostado sin haber tomado esa capsulita roja (si me escondo para que no me la den, la enfermera de noche con la marca de nacimiento envía al negro llamado Geever en mi busca y éste me persigue y me acorrala con su linterna mientras ella prepara la jeringa), por eso finjo estar dormido cuando pasa el negro con su linterna.

Cuando se toma una de esas pastillas rojas, uno no se duerme; el sueño lo paraliza, y no puede despertarse en toda la noche, ocurra lo que ocurra a su alrededor. Por eso me dan pastillas; en el otro local adquirí la costumbre de despertarme por la noche y los cogía cometiendo todo tipo de horribles crímenes en la persona de los pacientes que dormían a mi alrededor.

Me quedo muy quieto y contengo el aliento, a la espera de que ocurra algo. Está oscuro, cielo santo, y les oigo arrastrar los pies ahí fuera con sus zapatillas de caucho; se asoman dos veces al dormitorio y van iluminando a todo el mundo con una linterna. Mantengo los ojos cerrados y sigo despierto. Oigo un gemido en la sala de los Perturbados, uuu, uuu, uuuu —han conectado a algún tipo para captar mensajes en clave.

—Oh, no nos vendría mal una cerveza, nos espera una noche muy larga —oigo que le susurra un negro a otro.

Las zapatillas de caucho se encaminan chirriando hacia la Casilla de las Enfermeras, donde está la nevera.

— ¿Una cerveza, encanto? Nos espera una noche muy larga.

El tipo de arriba se calla. El débil quejido de los mecanismos de la pared se va haciendo más y más imperceptible, hasta quedar reducido a nada. Ni un sonido en todo el hospital, a excepción de un sordo murmullo apagado en algún profundo rincón de las entrañas del edificio, un sonido que oigo por primera vez; se parece un poco al rumor que se escucha por la noche en lo alto de una gran presa hidroeléctrica. Una profunda, implacable, fuerza bruta.

El negro gordo está parado ahí fuera en el pasillo y desde mi cama puedo ver cómo mira a su alrededor y se ríe entre dientes. Avanza a paso lento hacia la puerta del dormitorio, golpeándose los sobacos con las grises palmas húmedas. La luz de la Casilla de las Enfermeras proyecta su sombra contra la pared del dormitorio, primero es del tamaño de un elefante, y luego cuando se acerca al dormitorio y mira por la puerta, va haciéndose más pequeña. Suelta otra risita, abre la caja de los fusibles que hay junto a la puerta y mete la mano dentro.

—Eso es, preciosos, seguid durmiendo.

Gira un botón y todo el piso comienza a deslizarse hacia abajo, ¡va hundiéndose en el edificio como la plataforma de un montacargas!

Todo permanece inmóvil excepto el suelo del dormitorio y nos deslizamos y nos alejamos de las paredes y de la puerta y de las ventanas de la galería a gran velocidad; las camas, las mesitas de noche, todo. La maquinaria —probablemente algún tipo de rueda dentada, engranada a una cremallera, en cada esquina del pozo— está bien engrasada y no hace el menor ruido. Sólo oigo la respiración de los demás, y el retumbar que se oye ahí abajo va haciéndose más fuerte a medida que descendemos. Cien metros más arriba, en lo alto del agujero la luz del dormitorio se ha convertido en un puntito que parece cubrir, con un polvillo luminoso, las paredes del pozo. Se hace más y más débil cada vez hasta que un grito lejano resuena en las paredes del pozo. —¡Apártese!— y la luz se apaga por completo.

El suelo toca fondo muy abajo y se detiene con una tenue sacudida. Está oscuro como una boca de lobo y la sábana que me sujeta ahoga mi aliento. Cuando por fin consigo zafarme de la sábana, el piso comienza a inclinarse hacia adelante con un ligero vaivén. Como si debajo tuviera unos cojinetes que no puedo oír. Ni siquiera puedo oír respirar a los tipos que me rodean y de pronto comprendo que ello se debe a que el retumbo ha ido subiendo gradualmente de tono hasta convertirse en lo único que consigo oír. Debemos estar justo en medio de ese ruido. Comienzo a tirar de la sábana que me sujeta, y en el momento en que empieza a soltarse, toda una pared se levanta y deja al descubierto una gran sala con una interminable hilera de máquinas que se extienden hasta el infinito y entre las cuales se afana un enjambre de hombres sudorosos, sin camisa, con los rostros pálidos y embobados bajo los reflejos emitidos por un centenar de altos hornos.

Corresponde exactamente —todo lo que veo— al sonido que se oía, como si fueran las entrañas de una enorme presa. Grandes tubos de latón desaparecen en la oscuridad que nos cubre. Se ven hilos tendidos hacia invisibles transformadores. Todo está cubierto de grasa y de cenizas que, sobre las juntas, los motores y las dinamos, dejan manchas rojas y negras como el carbón.

Todos los trabajadores se mueven a un mismo ritmo acompasado, con paso fluido y sin esfuerzo. Nadie tiene prisa. Uno se detiene un segundo, gira un mando, aprieta un botón, acciona un interruptor y un lado de su cara se ilumina con blancos destellos que recuerdan el chisporroteo del interruptor que acaba de conectar, y sigue avanzando, y sube unos peldaños de acero y continúa a lo largo de una pasarela de hierro ondulado —se cruzan tan suavemente y pasan tan cerca unos de otros que puedo oír el roce de sus costados húmedos como el rumor de la cola de un salmón en el agua— y se detiene otra vez, hace chisporrotear otro interruptor y sigue adelante. Las breves imágenes de los soñadores rostros de muñeco de los trabajadores destellan en todas direcciones hasta perderse de vista.

Un trabajador cierra bruscamente los ojos mientras corre a toda velocidad y se desploma allí mismo; dos de sus compañeros que cruzaban corriendo lo cogen y, al pasar, lo dejan caer en un horno. El horno arroja una bola de fuego y oigo estallar un millón de tubos como si estuviera caminando por un campo cubierto de cáscaras secas. Ese sonido se mezcla con el zumbido y el repiqueteo de las otras máquinas.

Es un ruido arrítmico, como un pulso desenfrenado.

El suelo del dormitorio se desliza fuera del pozo y se introduce en la sala de máquinas. En el acto advierto qué es lo que tenemos justo encima: es un raíl, parecido a los que pueden verse en los mataderos, unas vías con vagonetas para que se pueda trasladar la carne del congelador al mostrador del carnicero. En la pasarela, sobre nuestras camas, hay dos hombres que visten pantalones sport, camisas blancas con las mangas arremangadas y estrechas corbatas negras y que se inclinan sobre nosotros y gesticulan al hablar trazando rojas líneas luminosas con los cigarrillos que sostienen en el extremo de largas boquillas. Están hablando pero, entre el rítmico estruendo que les rodea, es imposible distinguir las palabras. Uno de los tipos chasquea los dedos y el trabajador más próximo hace un rápido giro y, de un salto, acude a su lado. El tipo le indica con la boquilla una de las camas y el operario se aleja en dirección a las escaleras de acero y baja hasta donde estamos nosotros y desaparece entre dos transformadores grandes como silos.

Cuando el operario reaparece va tirando de un gancho que cuelga del raíl y avanza a grandes pasos. Pasa junto a mi cama y de pronto su rostro se ilumina justo sobre el mío con la luz de un horno que brama en algún rincón; es un rostro bello y brutal y con una consistencia de cera, como si fuese una máscara, un rostro inexpresivo. He visto millones de caras parecidas.

Se acerca a la cama y con una mano agarra al viejo Vegetal Blastic por un pie y lo levanta como si sólo pesase unas cuantas libras; con la otra mano clava el gancho en el tendón del talón y el viejo queda, allí, colgado cabeza abajo, con el rostro mohoso muy grande, asustado, los ojos empañados de mudo terror. Agita sin parar los brazos y la pierna que tiene libre hasta que la chaqueta del pijama cae sobre su cabeza. El operario coge la chaqueta del pijama y la retuerce como si fuese un saco de arpillera y empuja la vagoneta que, traqueteando, retrocede sobre el carril, hasta la pasarela y levanta los ojos hacia los dos tipos con camisas blancas que siguen allí de pie. Uno de los tipos se saca un bisturí de la pistolera que cuelga de su cinturón. El bisturí está soldado a una cadena. El tipo se lo tiende al operario y enrolla el otro extremo de la cadena en torno al raíl de modo que aquél no pueda salir corriendo con un arma en la mano.

El operario coge el bisturí y con un hábil movimiento abre el vientre del viejo Blastic y éste deja de agitarse. Creo que voy a marearme, pero no se ve sangre ni se le salen las entrañas como esperaba —sólo un chorro de orín y cenizas y, de tarde en tarde, un trozo de vidrio o de alambre. El operario está hundido hasta la rodilla en lo que parece escoria.

En algún rincón, un horno ha abierto la boca y se traga a alguien.

Pienso que debería levantarme y moverme y despertar a McMurphy y a Harding y a todos los que pueda, pero no tendría sentido. Si despertase a alguno a sacudidas, me diría, vamos idiota, ¿qué demonios tienes? Y luego probablemente ayudaría a uno de los obreros a colgarme de un gancho de ésos y diría, ¿vamos a ver cómo son las tripas de un indio!

Oigo el agudo, frío, siseante aliento húmedo de la máquina de hacer niebla, veo cómo comienza a asomarse la bruma por debajo de la cama de McMurphy. Espero que se le ocurra esconderse en la niebla.

Oigo un estúpido parloteo que me recuerda algo familiar y me vuelvo un poco para poder ver qué ocurre al otro lado. Es el calvo de Relaciones Públicas, el de la cara embotada, cuya hinchazón es motivo de constantes discusiones entre los pacientes que se preguntan a qué será debida.

—Yo creo que lo lleva —argumenta uno.

—Yo digo que no; ¿habéis conocido alguna vez a alguien que de verdad lo llevara?

—Bueno, ¿pero habías conocido alguna vez a un tipo como ése?

El primer paciente se encoge de hombros y asiente.

—Un detalle a considerar.

Ahora va desnudo, excepto por una larga camiseta con curiosos monogramas rojos bordados delante y detrás. Y compruebo sin lugar a dudas (cuando pasa junto a mí, la camiseta se le levanta un poco por detrás y me permite echar un vistazo) que desde luego lleva el corsé, y tan apretado que podría estallar en cualquier momento.

Y de las ballenas del corsé le cuelgan media docena de bichos disecados atados por los pelos como si fuesen cueros cabelludos.

Lleva una botellita de algo y va bebiendo sorbos para que no se le agarrote la garganta y así poder hablar y un pañuelo empapado en alcanfor que se lleva de vez en cuando a la nariz para protegerse del hedor. Le sigue un apretado grupo de maestras y colegialas y gente por el estilo. Llevan delantales azules y el cabello rizado y peinado sobre las orejas. Escuchan la breve disertación que les ofrece durante el recorrido.

Se le ocurre algo divertido y tiene que interrumpir un momento su discurso para beber un sorbo de la botella y cortar de cuajo la risa. Una de sus discípulas aprovecha la pausa para mirar a su alrededor y ve al Crónico destripado que cuelga de un pie. Traga saliva y da un salto atrás. El de Relaciones Públicas se vuelve, divisa el cuerpo y corre a coger una de esas manos inertes y la retuerce. La alumna se agacha para echarle un prudente vistazo con el rostro como en trance.

—¿Lo ve?, ¿lo ve?

Lanza agudos chillidos y hace girar los ojos y va bebiendo sorbos de su botella, tan fuertes son sus carcajadas. Sigue riendo hasta que creo que va a explotar.

Por fin consigue ahogar la risa y continúa avanzando a lo largo de la hilera de máquinas mientras prosigue su disertación. De pronto, se detiene y se da una palmada en la frente —¡Oh, qué distraído soy! — y corre otra vez junto al Crónico que cuelga del gancho para hacerse con otro trofeo y prendérselo en el corsé.

A derecha e izquierda ocurren cosas igualmente horribles: cosas alucinantes demasiado absurdas y extravagantes para provocar el llanto y demasiado ciertas para poder reírse de ellas; pero la niebla ya comienza a ser bastante espesa y no tengo que seguir mirando. Alguien me está tirando del brazo. Ya sé lo que ocurrirá: alguien me arrastrará fuera de la niebla y nos encontraremos nuevamente en la galería y no quedará rastro de lo que ha ocurrido esta noche y si fuese lo suficientemente estúpido para intentar hablar de ello a alguien, dirían: Idiota, sólo fue una pesadilla; cosas tan alucinantes como una gran sala de máquinas en las entrañas de una presa en la que obreros robots abren a la gente en canal no puede existir.

Pero si no existen, ¿cómo se explica que alguien las vea?


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