Relato presentado en la mesa espejo de las jornadas sobre Coerción y violencia en salud mental, organizadas por la Revolución Delirante, Valladolid, día 14 de octubre del 2016.
Buenas tardes, me llamo Cristina y me considero una superviviente del sistema de salud mental.
Me gustaría dar las gracias a la organización por haberme facilitado la participación en esta mesa.
Es la primera vez que hablo en público, delante de tantas personas, y además tiene el añadido de que la mayoría sois profesionales, así que, efectivamente, me siento nerviosa y expuesta. Como preveía que esto me iba a pasar, ya que tengo bastante miedo escénico, me he permitido el escribir mi presentación. Disculpad pero a día de hoy necesito esta muleta en la que apoyarme.
También soy bastante emocional así que espero que no se me corte demasiado la voz al leer. Estoy hablando de aspectos dolorosos de mi vida y seguramente me emocione en algunos momentos.
Me gustaría aclarar que esto de lo que voy a hablar es mi experiencia. Hablo de lo que yo he vivido y de cómo lo he vivido.
Creo que lo mejor sería empezar hablando de por qué puedo estar hoy aquí con todos vosotros y vosotras y no perdida en las entrañas del sistema de salud mental. Y lo voy a hacer porque creo que está en relación directa con el tema que nos ocupa esta tarde. No soy un falso positivo (es decir, no soy una persona que se ha recuperado porque fue diagnosticada erróneamente, tal y como en ocasiones se afirma para invalidar determinadas posiciones críticas con los discursos dominantes de la psiquiatría y la psicología), ni tampoco soy distinta a muchos de mis compañeros y compañeras. Estoy aquí porque he tenido suerte en la vida y porque mi rebeldía me ha hecho poner siempre en duda las verdades impuestas. Para comenzar esta presentación me pareció interesante el pararme a reflexionar sobre qué cosas en concreto me han ido permitiendo el ir recuperando paso a paso y lentamente mi salud. Estas han sido:
– Lo primero y lo más importante de todo el mantenerme siempre lo más lejos que he podido del sistema de salud mental.
– En segundo lugar pertenecer a una comunidad con unos valores basados en el apoyo mutuo y la libertad que me ha ayudado, apoyado y respetado en momentos de crisis.
– El negarme a identificarme con una etiqueta diagnóstica o con la condición de enferma.
– Reducir el consumo de drogas psiquiátricas exclusivamente a los momentos de crisis.
– El haber iniciado un proceso terapéutico en el que voy pudiendo dar significado a mi sufrimiento psíquico.
– El haber encontrado profesionales, seres humanos de carne y hueso, que me acompañan en mi proceso terapéutico y que son conscientes de que no pueden saber más de mí, ni qué me sienta bien, mejor que yo misma.
– Y por último, y no por ello menos importante, y menos en los tiempos que corren, el tener la suerte de disponer de recursos económicos (yo o mi entorno) para poder cuidarme y descansar cuando lo he necesitado y para poder pagarme un proceso terapéutico privado (ya que en lo público desgraciadamente esto es algo absolutamente inviable).
Cuando me ofrecieron la posibilidad de venir a hablar pensé: “¿Qué puedo aportar yo?”, el sistema de salud mental nunca ha llegado a ejercer sobre mí una violencia tan clara y específica como sí lo ha hecho con la mayoría de mis compañeros y compañeras. Luego pensé que en realidad era una oportunidad, pues así podría hablar de la violencia sutil, esa que es más difícil de identificar porque es menos escandalosa y parece a simple vista no poner tanto en tela de juicio los derechos humanos.
Para entendernos y tomando como referencia el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, podríamos decir que una acción, o en nuestro caso una intervención, es violenta cuando implica el uso de la fuerza, ya sea física o moral. Yo diría que la violencia siempre tiene las dos dimensiones, ya que cuando tu integridad física se ve violentada, esto también tiene una implicación moral, y cuando es moral suele tener detrás una amenaza contra tu propia integridad física.
Dicho esto, intervenciones violentas claras y evidentes en salud mental serían para mí por poner algunos ejemplos: que te ingresen por la fuerza, que te aten a la cama, que te obliguen a tomar drogas psiquiátricas en contra de tu voluntad… Este tipo de intervenciones, a las que me niego a denominar terapéuticas, son intervenciones violentas, creo que en esto todos podemos estar de acuerdo, ya que se utiliza la fuerza física para obligarte a hacer algo en contra de tu misma voluntad. A mi entender, se podría hablar de maltrato en todos los casos e incluso de tortura en muchos de ellos. Utilizar la violencia, la fuerza, para tratar de ayudar a una persona en crisis, que está sufriendo psíquicamente, que está nerviosa, que está asustada, o desorientada, os puedo asegurar que no aminora para nada su dolor, sino que lo multiplica. Dicho así parece una afirmación de perogrullo, pero desgraciadamente todos y todas sabemos lo que sucede diariamente en los dispositivos de salud mental.
¿Y por qué hablo de esto? Aunque yo no he llegado a vivir este tipo de intervenciones en mis propias carnes, siempre han supuesto una gran amenaza sobre mi persona cada vez que me he acercado al sistema de salud mental. Y esto es violencia también. Igual pareciera más de tipo moral, pero es la amenaza de la violencia física la que hace que hagas cosas que no quieres cuando te ves acorralada o a mentir y decir lo que los profesionales quieren oír porque sabes que está en juego tú integridad física o tu misma libertad.
Al principio he dicho que lo primero y más importante para mí de cara a recuperar salud mental ha sido mantenerme lo más lejos que he podido precisamente del sistema de salud mental. Esto no ha sido por una casualidad, ni se debe tan solo a una cuestión de rebeldía. Siempre me he mantenido lo más lejos que he podido, simple y llanamente, porque me genera miedo, porque esas amenazas siempre están presentes cuando piso una consulta de psiquiatría. Acercarme a solicitar ayuda allí es jugármela. Y querría poner tan sólo un par de ejemplos que he vivido para ilustrarlo:
– El primer psiquiatra que me atendió con 17 años le ofreció a mi madre, para resolver una crisis familiar, ingresarme involuntariamente. Mi madre no accedió, pero ahí estaba la posibilidad. Podían hacerlo. Si no me portaba “bien” y era obediente podían quitarme mi libertad y encerrarme en psiquiatría. Y yo ya sabía lo que sucede cuando estás ingresada porque ya lo había estado: te roban toda capacidad de control o autonomía sobre tu persona. Ellos deciden si puedes estar en tu habitación o no; ellos deciden si puedes hablar por teléfono o no; ellos deciden si puedes fumar o no; ellos deciden si puedes tener tus pertenencias o no… incluso deciden cómo vas a vestir. Y no sólo eso, sino que cuando estás ingresada allí más te vale también portarte “bien”, es decir, que más de te vale mostrarte sumisa y colaborativa porque si no te pueden atar a la cama, o pueden forzarte a tomar drogas que no quieres, o pueden convertir tu ingreso en involuntario… Y todo ello está ahí en el aire, amenazando la vida.
– Con veintipico años, en una crisis, en urgencias de mi hospital, me dijeron que podían aplicarme “terapia electroconvulsiva”, vamos electroshock, que podíamos probar a ver si así mejoraba. Tengo que decir que no cumplo los criterios para ello (tal y como he podido contrastar con algunos profesionales). Quién sabe por qué lo hicieron, tal vez porque tenían una máquina nueva o porque se encontraban en mitad de alguna investigación… o tan solo para asustarme. El caso es que si no me espabilaba existía la posibilidad de que pudieran pegarme descargas eléctricas en la cabeza. Algo, que por cierto, es bastante violento.
Resumiendo: mantenerme lejos siempre que he podido ha sido una cuestión de supervivencia.
El problema fundamental es que tenemos un sistema de salud mental basado en la amenaza: como no estés de acuerdo con nosotros, como no admitas que estás enfermo, como no hagas lo que nosotros te decimos y te tomes las drogas que nosotros te prescribimos, como no te muestres dócil y colaborativo podemos quitarte tu libertad, podemos obligarte a tomar drogas que no quieres, podemos incluso atarte o aplicarte electroshock para que te calmes, podemos incapacitarte y que dejes de tener acceso a tu propio dinero… Podemos hacer contigo casi lo que queramos, porque cualquier muestra de disidencia será entendida como un síntoma de enfermedad, lo cual justificará cualquier intervención por violenta que ésta sea. Para colmo, tenemos que escuchar afirmaciones del tipo de que todo esto es para protegernos, que es por nuestro propio bien. ¿No os suena esto de “Por tu propio bien” al título de un libro de Alice Miller? ¿No os parece lógico que las personas puedan sentirse en muchas ocasiones alteradas en un espacio que se sustenta sobre tanta amenaza? ¿Y quién nos protege de aquellos que nos quieren proteger? Por ello no nos queda otra más que juntarnos y organizarnos. Entre iguales, para iguales, de manera horizontal, sin responder a otros intereses que nos sean los nuestros: ni de familiares, ni de instituciones, ni de farmacéuticas. Está en juego no sólo nuestra salud mental, también nuestra propia integridad física y nuestra misma condición de personas libres.
Esta situación de desamparo no solo expone a los individuos a la intemperie, sino que también puede llegar a dinamitar las relaciones más cercanas. Me explico… ¿no se ven afectadas las relaciones familiares cuando una parte (la parte que no está diagnosticada) sabe que puede poner en juego mecanismos con los que invadir la autonomía de otro? ¿De veras las relaciones familiares suelen ser tan honestas y trasparentes como para que la irrupción de ese poder no establezca nuevos miedos, nuevas neurosis? Sería ingenuo pensarlo. Yo tuve suerte cuando mi madre decidió que no quería que la cosa se resolviera ingresándome por la fuerza. Pero ella también disponía de ese poder junto con el psiquiatra. No sólo vivimos bajo la amenaza del sistema de salud mental, sino también bajo la amenaza de la trasferencia de poder que éste le otorga a la familia, la cual, no lo olvidemos, es parte esencial de todo esto.
La amenaza velada es violencia, para mí era muy importante hablar sobre esto. Y esa amenaza pende todo el tiempo sobre nuestras cabezas, especialmente cuando nos acercamos a los dispositivos de salud mental.
Ya para ir finalizando me gustaría exponer algunas vivencias que también he experimentado como violentas en el contexto de los dispositivos de salud mental aunque en algunas, la violencia es tan sutil, que incluso me ha costado algo de tiempo el darme cuenta de lo agresivas que realmente fueron ya que la violencia no era clara y explícita, pero sí, estaba presente:
– Que me cambien la medicación porque al psiquiatra le parece oportuno a pesar de que le explico que con la medicación que estoy me está yendo bien. Y que encima luego esta nueva me siente fatal y me tenga que volver a facilitar la que tomaba antes. Aquí aprovecho para hacer un pequeño inciso: ¿No sería más sencillo que nos pregunten abiertamente?, ¿no somos, de alguna manera, especialistas en los propios tóxicos que nos prescriben? Al fin y al cabo nosotros nos los metemos en el cuerpo, ellos solo leen el Vademecum y escuchan las promociones de los laboratorios.
– Que me prescriban más medicación de la que necesito, que lo hable en consulta y el psiquiatra no me la quiera bajar. Entiendo que muchas veces se medica a la alta para evitar nuevos ingresos o porque no hay tiempo para poder atendernos las veces o el tiempo que sea necesario, pero lo que nos recetan son tóxicos, no son medicinas, no curan, son adictivos y tienen efectos adversos sobre nuestra salud. Y es nuestra salud, tenemos derecho a velar por ella y a no tomar más drogas de las que necesitamos en un momento dado sólo porque el sistema de salud mental no disponga de los recursos necesarios o no tenga un buen funcionamiento interno.
– Que me pongan dificultades para dejar las drogas psiquiátricas cuando ya considero que no me hacen falta porque el momento de crisis ya ha pasado y ahora quiero recurrir a otras opciones alternativas. Más de lo mismo. ¿Qué clase de alianza terapéutica se puede establecer cuando el profesional no respeta, y es más, niega la capacidad de la persona que tiene sentada enfrente de decidir sobre lo que es mejor para ella?
– Que me coloquen una etiqueta diagnóstica tras hablar conmigo menos de cinco minutos y que el profesional de turno ya no me escuche porque ya sabe todo lo que tiene que saber de mí. Cualquiera que tenga experiencia en el sistema de salud mental sabe a lo que me refiero, es una suerte de “diagnóstico mágico”… pero claro, esto es un resultado directo de moverse dentro de un paradigma donde los diagnósticos solo se basan en la subjetividad del psiquiatra, y no en prueba objetiva alguna.
– Que me receten una droga psiquiátrica y no me expliquen qué es, como por ejemplo con los antipsicóticos y sus posibles efectos, así que cuando me las tomo me asusto muchísimo porque no entiendo lo que me está sucediendo y es muy, muy desagradable.
– Que me expliquen que el motivo de mi sufrimiento es porque soy rebelde o porque soy anarquista y lo veo todo negro. Sugiriéndome además (y esto no es broma), que me olvide de los movimientos sociales a los que pertenecía y pertenezco y vote en las elecciones.
– Que me digan lo que tengo que hacer con mi vida, como por ejemplo dejar a quien entonces era mi pareja (a la que nunca conocieron) porque tiene un diagnóstico y no se medica, y “podría tirarse por la ventana”.
– Que no pueda llevar mi propia ropa cuando he estado ingresada y tenga que andar con un pijama de hospital como si estuviese enferma o presa (al fin y al cabo es un tipo de uniforme).
– Que comprueben si me he tragado la medicación cuando he estado ingresada, es absolutamente humillante, ni que fuéramos ganado.
– Y otras cosas que ya he nombrado antes como cuando estás ingresada y no puedes estar en tu habitación si lo necesitas, o hablar por teléfono con tus amigos, que te quiten tus pertenencias, que te racionen el tabaco… Se supone que cuando ingresas es porque te encuentras mal, porque estás en una crisis, que te traten como si fueras una presa no es algo que ayude para nada a recuperar salud mental. Tiene que haber una manera mejor de hacerlo que encerrarnos en una prisión pintada de blanco.
Esto son tan solo unos ejemplos… no quiero saturaros con ellos, tan solo invitaros a reflexionar sobre cómo la asimetría y la violencia atraviesan los distintos lugares de la asistencia psiquiátrica.
Para terminar, quiero decir que, en mi opinión, detrás de toda esta violencia está simple y llanamente el hecho de que se nos niega. Que se nos niega como interlocutores válidos para decidir sobre nuestras propias vidas. Sufrir psíquicamente no es ser un enfermo (o al menos no lo puede ser tan y como lo contempla el resto de la medicina), y aún en el caso de que así lo fuera o de que haya personas que así lo sientan, eso no nos inhabilita para ser personas con derecho a decidir sobre nuestras propias vidas.
Salud mental es sinónimo de autonomía. Si nos niegan o nos roban la autonomía, nos cronifican y nos condenan a seguir sufriendo y a caer cada vez en un hoyo más hondo. La recuperación no puede pasar por ser engañados, ninguneados, atados, drogados o encerrados. Y es triste que algo tan evidente para quienes estamos locos provoque tanta indiferencia en el resto de la sociedad.