Si no lo habéis leído, ya estáis tardando. Si lo habéis leído solo de niños, también estáis tardando.
Vivimos en un mundo oscuro donde hay que acudir a los libros infantiles en busca de afectos y verdades sobre el hecho de tener una mente que funcione de manera diferente.
[…]
Aun cuando alguien tiene muchos amigos, suele haber entre ellos unos pocos a los que se quiere todavía más que a los demás. También en el caso de Momo era así.
Tenía dos grandes amigos que iban a verla cada día y que compartían con ella todo lo que tenían. Uno era joven y otro viejo.
Momo no habría sabido decir a quién de los dos quería más.
El viejo se llamaba Beppo Barrendero. Seguro que en realidad tendría otro apellido, pero como era barrendero de profesión y todos le llamaban así, él también decía que ése era su nombre.
Beppo Barrendero vivía en una choza que él mismo se había construido, cerca del anfiteatro, a base de ladrillos, latas y cartón embreado. Era extraordinariamente bajo e iba siempre un poco encorvado, por lo que apenas sobrepasaba a Momo. Siempre llevaba su gran cabeza, sobre la que se erguía un mechón de pelos canosos, un poco torcida, y sobre la nariz llevaba unas pequeñas gafas.
Algunos opinaban que a Beppo Barrendero le faltaba algún tornillo. Lo decían porque ante las preguntas se limitaba a sonreír amablemente y no contestaba. Pensaba. Y cuando creía que una respuesta era innecesaria, se callaba. Pero cuando la creía necesaria, pensaba sobre ella. A veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un día. Mientras tanto, el otro, claro está, había olvidado qué había preguntado, por lo que la respuesta de Beppo le sorprendía.
Solo Momo sabía esperar tanto y entendía lo que decía. Sabía que se tomaba tanto tiempo para no decir nunca nada que no fuera verdad. Pues en su opinión, todas las desgracias del mundo nacían de las muchas mentiras, las dichas a propósito, pero también las involuntarias, causadas por la prisa o la imprecisión.
Cada mañana iba, antes del amanecer, en su vieja y chirriante bicicleta, hacia el centro de la ciudad, a un gran edificio. Allí esperaba, con sus compañeros, en un patio, hasta que le daban una escoba y le señalaban una calle que tenía que barrer.
A Beppo le gustaban estas horas antes del amanecer, cuando la ciudad todavía dormía. Le gustaba su trabajo y lo hacía bien. Sabía que era un trabajo muy necesario.
Cuando barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia; a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida. Paso—inspiración—barrida. Paso—inspiración—barrida. De vez en cuando, se paraba un momento y miraba pensativamente ante sí. Después proseguía paso—inspiración—barrida.
Mientras se iba moviendo, con la calle sucia ante sí y la limpia detrás, se le ocurrían pensamientos. Pero eran pensamientos sin palabras, pensamientos tan difíciles de comunicar como un olor del que uno a duras penas se acuerda, o como un color que se ha soñado. Después del trabajo, cuando se sentaba con momo, le explicaba sus pensamientos. Y como ella le escuchaba a su modo, tan peculiar, su lengua se soltaba y hallaba las palabras adecuadas.
—Ves, Momo —le decía, por ejemplo—, las cosas son así: a veces tienes ante ti una calle larguísima. Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás acabarla.
Miró un rato en silencio a su alrededor; entonces siguió:
—Y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más todavía, empiezas a tener miedo, al final estás sin aliento. y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer.
Pensó durante un rato. Entonces siguió hablando:
—Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Solo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nnunca nada más que en el siguiente.
Volvió a callar y reflexionar, antes de añadir:
—Entonces es divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser.
Después de una nueva y larga interrupción, siguió:
—De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta cómo ha sido, y no se está sin aliento.
Asintió en silencio y dijo, poniendo punto final:
—Eso es importante.
Otra vez se sentó al lado de momo, callado, y ella vio que estaba pensando y que quería decir algo muy especial. De repente, él la miró a los ojos y le dijo:
—Nos he reconocido.
Pasó mucho rato antes de que continuara con voz baja:
—Eso ocurre, a veces… a mediodía…, cuando todo duerme en el calor… el mundo se vuelve transparente… como un río, ¿entiendes?… se puede ver el fondo.
Asintió y calló un rato, para decir en voz más baja:
—Hay allí otros tiempos, allí al fondo.
Volvió a pensar un buen rato, buscando las palabras adecuadas. Pero pareció no encontrarlas, pues de repente dijo con voz totalmente normal:
—Hoy estuve barriendo junto a las viejas murallas. Hay allí cinco sillares de otro color. Así, ¿entiendes?
Y con el dedo dibujó una gran «T» en el suelo. La miró con la cabeza torcida y, de repente, murmuró:
—Las he reconocido, las piedras.
Después de otra interrupción siguió a empellones:
—Esos eran otros tiempos, cuando se construyó la muralla… trabajaron muchos en ella… pero había dos, entre ellos, que colocaron esos sillares… era una señal, ¿comprendes?… la he reconocido.
Se pasó las manos por los ojos. Parecía costarle un gran esfuerzo lo que intentaba decir, porque al seguir hablando, las palabras salían con esfuerzo:
—Tenían otro aspecto, esos dos, en aquel entonces.
Pero entonces dijo, en tono definitivo y casi colérico.
—Pero nos he reconocido, a ti y mí. ¡Nos he reconocido!