Os dejamos con un interesante texto centrado en los grupos de apoyo mutuo en salud mental y escrito desde una mirada marcada por la antropología. Es un material que hemos sacado de la Red de Grupos de Apoyo Mutuo para personas psiquiatrizadas / Xarxa de Grups d’Ajuda Mútua formada per persones psiquiatritzades i crítiques amb el Sistema de Salut Mental. Os invitamos a echar un vistazo a su web y conocer a uno de los proyectos más interesantes que podemos encontrar en todo el estado dentro del ámbito de la salud mental.
«Sólo lo sabes si lo has pasado»
Esta frase, que muchas veces es recibida con recelo por el profesional de la salud que se cree el depositario de un saber exclusivo, resume algunos de los fundamentos principales de los grupos de apoyo mutuo (GAM). Y abre la puerta a un acercamiento de estos grupos desde la antropología, precisamente por el interés de esta disciplina en recoger el punto de vista del otro, aplicando lo que llamamos el enfoque emic. Los resultados de utilizar este enfoque es lo que hay que aportar al creciente número de profesionales de la salud interesados en los GAM. Estos grupos aparecen, por otro lado, como un recurso que ha sido evaluado reiteradamente como muy beneficioso para las personas participantes, incluso considerando los indicadores más estrictamente médico-sanitarios.
Los GAM constituyen un terreno de gran interés para el antropólogo interesado en los hechos de nuestras sociedades. Hay que señalar, por ello, que muy a menudo, cuando hablamos de los nuevos campos de investigación de la antropología social y cultural, tendemos a olvidar el amplio patrimonio etnográfico y teórico de la disciplina elaborado a partir del estudio de las sociedades llamadas primitivas y tradicionales, como si el método comparativo dejara fuera del campo de estudio a nuestras sociedades urbanas. El tema que presentamos aquí, en cambio, demuestra la validez de ciertos conceptos antropológicos muy clásicos cuando se aplican a un fenómeno contemporáneo como los GAM. En este caso, el concepto sobre el que habrá que construir la interpretación teórica inicial es el de reciprocidad. Conste, pues, la deuda que tenemos con autores tan consagrados como Malinowski, Mauss, Polanyi, Sahlins o Godelier. Aquí hay que hacer también una mención especial a Eduardo Menéndez (1984), a quien sigo en su propuesta para definir desde una perspectiva antropológica el fenómeno del apoyo mutuo. Menéndez apunta, además, que el análisis de la reciprocidad y de la autoayuda nos lleva no sólo a plantearnos la cuestión de la autoatención en el campo de la salud sino que, de modo más amplio, conduce a tratar el problema del poder y a explorar las posibilidades de la reciprocidad o, si os parece, de la autogestión de la salud.
Un recordatorio necesario sobre el papel de la autoatención doméstica
No podemos entrar en este tema sin recordar el papel central de la autoatención doméstica-familiar en los procesos asistenciales de atención a la enfermedad, una cuestión abordada desde hace años por autores como Zola (1966) o Kleinman (1980), y en la que entre nosotros ha insistido reiterada-mente Comelles (1985, 1993, 1997). Los dispositivos institucionalizados de gestión de la salud y la enfermedad se han considerado a sí mismos como el centro del sistema de respuesta a los problemas de salud, pero desde la perspectiva de que la antropología de la medicina ha construido sobre un cuerpo de investigación empírica que ya empieza a ser consistente, la auténtica atención primaria sigue situada en el ámbito doméstico-familiar de los afectados y en su red social más próxima, una precisión semántica que también ha planteado Menéndez en distintos momentos. Es en este contexto donde podemos encontrar las formas tradicionales de apoyo mutuo, que persisten en lo más fundamental a pesar de las variaciones de la estructura familiar.
Los aspectos mencionados están siendo redescubiertos y muy revalorizados en estos momentos, cuando la actual prevalencia de la cronicidad pone unos límites evidentes a la imagen milagrosa que la medicina hegemónica ha querido dar de sí misma.
Una medicina que ha constituido sus modelos de actuación sobre el paradigma del ataque contundente y de efecto rápido sobre la enfermedad infecciosa aguda, ahora debe hacer frente a las consecuencias de perlongación de la esperanza de vida y de la supervivencia de casos que antes morían prematuramente. La cronicidad no permite curaciones rápidas, tan sólo autoriza a paliar
los efectos de la enfermedad y a lograr una convivencia lo menos molesta o perjudicial posible con esta. Por otra parte, los servicios sanitarios son desbordados por una de demanda creciente que, en la mayoría de los casos, sólo requiere asistencia institucionalizada en periodos puntuales. Es en este contexto de la historia epidemiológica en el que la revalorización del cuidado familiar lleva a definir, e incluso a idealizar, la figura de los llamados cuidadores informales, una denominación que habría que cuestionar, dado que las reglas tácitas de la asistencia en el ámbito doméstico-familiar resultan estar muy formalizadas si las analizamos atentamente.
Las obligaciones que se atribuyen a los miembros del grupo familiar en función del género (cuidar de los enfermos es una función culturalmente definida como femenina), de la posición en las relaciones de parentesco y en la escala generacional, así como las derivadas del cumplimiento de las normas de la reciprocidad, que aparecen de forma casi imperativa en el contexto familiar, dibujan un conjunto de derechos y deberes que no necesitan ser totalmente explicitados para ser efectivos y que son una fuente frecuente de conflictos cuando hay discrepancias entre la norma ideal y las posibilidades o las disposiciones reales de los miembros de la red familiar. Especialmente cuando el balance entre lo que se ha recibido y lo que se supone que tiene que dar, o en la cuenta de lo que cada uno ha aportado, presentan desequilibrios que se consideran inaceptables. Las normas morales que rigen en este tema y la creencia en las virtudes de los vínculos afectivos, reforzada por la impregnación psicologista de buena parte de nuestra sociedad, entran en crisis cuando el balance contable de las obligaciones basadas en la reciprocidad presenta demasiados números rojos por alguna parte. Las dificultades que todo esto plantea han contribuido a aumentar el interés por formas de apoyo mutuo externas al marco doméstico-familiar.
Una definición antropológica del apoyo mutuo.
La reciprocidad, tal como ha sido insinuado en los párrafos anteriores, es el tipo de relación que fundamenta el autocuidado en el ámbito doméstico, junto con las atribuciones culturales de género (Comas, Roca, 1996). Pese a lo que han dicho los defensores de las llamadas teorías de la modernización, la reciprocidad sigue teniendo un papel importante en nuestras sociedades, aunque su lugar sea marginal frente a las relaciones económicas que marcan las grandes tendencias a nivel macro-social. Intuyo que también en estos niveles encontraríamos más hechos basados en la reciprocidad de los que podríamos imaginar a primer golpe de vista. En todo caso, es evidente que sigue teniendo un papel crucial en la circulación de la ayuda en el plano de la cotidianidad (Contreras, Karotzky, 1997).
El hecho de que pidamos apoyo mutuo es una forma de reciprocidad, como a continuación iremos viendo. El apoyo mutuo es un concepto que tiende a definirse por sí mismo por lo que lo definido entra en la definición, algo frecuente en nociones muy incorporadas al habla cotidiana. La primera referencia formal en el apoyo mutuo posiblemente sea la de Kropotkin en su libro Mutual aid, a factor in evolution (1902). El aristócata y teórico anarquista ruso (una contradicción que parezca premonitoria de todas las ambigüedades que acompañarán al concepto), asimilaba el apoyo mutuo a la cooperación en su intento de mostrar que la naturaleza humana es más cooperadora que agresiva o competitiva.
Sus argumentos se parecen mucho a los que después ha utilizado Ashley Montagu en el muy difundido On being human (1950), o el mismo Sahlins en Uso y abuso de la biología (1982), su conocida refutación de las tesis socio-biológicas. Katz (1993), uno de los principales teóricos de los GAM, remite al actual conocimiento antropológico para sostener las ideas de Kropotkin. Más recientemente, y ya dentro del tratamiento de los GAM como dispositivos útiles en el campo sanitario, Silverman (1980) escribe: “el apoyo mutuo se da únicamente cuando la persona que ayuda y la que recibe la ayuda comparten una historia del mismo problema”, que viene a ser una consecuencia inmediata de la frase que inicia este texto. Para el mismo Silverman, la esencia del proceso radica en la mutualidad, que resulta un elemento tautológico, y en la reciprocidad. Es en este último término donde encontramos una pista interesante, que nos permite aplicar unos conceptos centrales de la antropología económica.
Un concepto que, además, podemos considerar con pocas reticencias como un universal humano. Según Gouldner (1979:231), la reciprocidad sería tan universal como el tabú del incesto. Posiblemente se quedó corto, dadas las grandes variaciones de límites que presenta este último.
Menéndez (1984), más cuidadosamente, plantea que la ayuda mutua no deriva de la reciprocidad por sí sola como concepto genérico. De acuerdo con este autor, podríamos hablar de ayuda mutua siempre y cuando haya cierta igualdad entre las personas implicadas, y por lo menos, una percepción de horizontalidad en sus relaciones. Una premisa necesaria de la ayuda mutua genuina sería la equivalencia y simetría entre los actores, y entre lo que se da y lo que se recibe. De no ser así, por existir ayuda, sin más adjetivos, pero una ayuda que puede generar la dependencia del más débil debido a la desigualdad, verticalidad y asimetría entre los actores. Si, siguiendo a Mauss, quien da crea la obligación de recibir y quien recibe adquiere la obligación de devolver, las condiciones apuntadas de horizontalidad, equivalencia y simetría resultan imprescindibles para el funcionamiento del circuito de la ayuda. Por lo menos, de una ayuda que vaya más de los socorros puntuales que no tienen continuación, como cuando ayudamos a levantarse a alguien que ha caído ante nosotros por la calle, alguien a quien no volveremos a ver nunca más1. La circulación continua de la ayuda entre las mismas personas, que pueda ser considerada propiamente como ayuda mutua,
requiere la existencia de las premisas señaladas por Menéndez.
Para que la disposición a la ayuda sea sostenible en el tiempo y se adapte a la secuencia de los hechos que la hacen necesaria, hay alguna condición más. Estos hechos no se presentan con la alternancia rigurosa que permitiría una reciprocidad ordenada, similar al intercambio de regalos a lo largo de las fechas señaladas del calendario. Por lo tanto, es necesario que el retorno de la ayuda
recibida pueda realizarse sin condiciones previas de tiempo, calidad o cantidad, es decir, que responda a las características de lo que Sahlins (1983: 210-212) va a denominar reciprocidad generalizada. Estamos ante un tipo de reciprocidad en el que la disposición a dar y recibir es más
importante que el balance contable de lo que se da y lo que se recibe, lo que requiere algún acuerdo básico en forma de valores morales, de implicación afectiva o de conciencia de una necesidad que genera un interés mutuo, elementos que casi siempre aparecen entrelazados y muy difíciles de discernir. Ya he apuntado, de todos modos, que hay un mínimo cumplimiento satisfactorio de la reciprocidad para que estos elementos se mantengan vigentes.
Sahlins (1983: 211) habla del extremo solidario al referirse a las situaciones en que aplica el mencionado tipo de reciprocidad, contraponiéndose a aquellas en que predomina el interés estrictamente utilitario. En este punto, es fácil caer en concepciones dualistas que fácilmente derivan en maniqueísmo moral. Una cuestión que dificulta muchas veces el análisis de las relaciones de reciprocidad es lo que podríamos llamar tabú del interés. Alrededor de la oposición binaria entre el interés, asimilado al egoísmo, y el desinterés, entendido como generosidad, podríamos articular una serie de contraposiciones que harían las delicias de un estructuralista y que nos permitirían identificar valores morales fundamentales, tanto en la tradición cristiana como en la moral laica. En las situaciones reales estos valores absolutos se encuentran considerablemente relativizados por muchas necesidades y constricciones concretas. De hecho, la acción más desinteresada, según los cánones morales, puede ser la que reporte más beneficios, precisamente por la reciprocidad que estimula. De este modo, la divisoria entre interés y desinterés se difumina, incorporando ambas actitudes dentro de un mismo conjunto pragmático, por mucho que eso sea obviado por los actores y observadores mediante la interferencia de un juicio basado en categorías
morales. Al fin y al cabo, todo esto corresponde a situaciones que todo el mundo ha experimentado, lo que no significa que siempre se puedan o quieran tratar objetivamente. En definitiva, estas ambivalencias y ambigüedades hacen que las condiciones de la reciprocidad, y muy especialmente de la reciprocidad generalizada, se produzcan en el estado de un “como si…”. Por ejemplo, la obligación de tener cuidado de enfermos y viejos atribuida culturalmente a las mujeres de la familia, funciona como si fuera verdad que la mujer cuidadora fuera una figura que corresponde recíprocamente a la del hombre proveedor, lo cada vez es menos cierto y que posiblemente nunca lo ha sido del todo, como no sea por aprendizajes que han conducido a unas y otras a adoptar y aceptar sus roles respectivos.
En el parentesco cercano, en las relaciones intensas de vecindario en donde aún persisten o en la amistad íntima, el juego de prestaciones y contraprestaciones implícito a la reciprocidad no se explicita y queda oculto por las obligaciones atribuidas al tipo de relación y por la norma moral, que en este caso exacerba las ocultaciones amparadas en el tabú del interés. Las cualidades atribuidas y exigidas en estas relaciones oscurecen a menudo la existencia de desigualdades, jerarquías y asimetrías que cuestionan la posibilidad de una reciprocidad horizontal, simétrica y generalizada que sea algo más que un tipo ideal en sentido weberiano. La coerción moral y práctica que se puede dar en este contexto, puede ser tan fuerte, tan discutida y tan burlada como la coerción fiscal que sustenta al Estado del Bienestar contemporáneo en los países industrializados.
Los GAM aparecen en un momento histórico en el que está muy extendida la percepción de una situación de crisis de los modelos familiares tradicionalmente proveedores de ayuda y del Estado del Bienestar que ha hecho este papel a gran escala en Europa occidental, asumiendo funciones tradicionalmente atribuidas a las relaciones de parentesco. Sin entrar a discutir aquí la certeza y la extensión de ambas crisis, esta coincidencia no deja de llamar la atención. Por otro lado, que los GAM se difundieran primero y más ampliamente en Estados Unidos, donde no ha existido el modelo europeo de Welfare State, no es tampoco un hecho casual.
Los GAM adquieren un especial interés cuando las redes primarias tienen muchas dificultades para hacer frente a problemas que duran mucho o necesitan, además, ciertos conocimientos y habilidades específicos que no forman parte de los aprendizajes habituales de las personas tradicionalmente cuidadoras. Aprendizajes, éstos, erosionados también por una historia de asunción por parte de instancias profesionales de lo que habían sido actos de incumbencia doméstica. Sea cual sea la profundidad de los cambios en la familia occidental contemporánea, se detecta una debilidad de las relaciones familiares menos cercanas, afectadas entre otras cosas por la movilidad social, tanto espacial como socio-económica, y una evidente crisis de las relaciones permanentes de vecindario, especialmente en el medio urbano, que no permite compensar la escasez de efectivos cuidadores de muchas unidades domésticas.
Esto, unido al mencionado aumento de la prevalencia de enfermedades crónicas, genera nuevas necesidades asistenciales que afectan a personas que requieren una atención especial pero que, como ya se ha dicho, a menudo sólo necesitan una atención institucionalizada muy puntualmente.
Por otra parte, los GAM también reciben un impulso indirecto de los fracasos de la medicina. Menéndez señala como la incapacidad de la medicina para resolver el alcoholismo fue un factor decisivo para el surgimiento de Alcohólicos Anónimos, grupo pionero en la historia de los GAM. De manera similar, actualmente vemos proliferar GAM y asociaciones dirigidos a personas afectadas por patologías muy minoritarias que reciben una atención insuficiente por parte del sistema sanitario público, así como por enfermedades para las cuales no existe solución médica.
También es significativo que los GAM aparezcan vinculados a patologías o en conductas conside-adas patológicas que comporten un grado elevado de estigma social. Éste también era el caso de Alcohólicos Anónimos, que ahora se extiende desde la adicción a otras sustancias hasta la ludopatía, y que sería extensible a todas aquellas enfermedades que implican una apariencia externa que provoca rechazo.
El GAM es una transposición a un contexto extradoméstico de la reciprocidad que mueve a la autoatención en el medio familiar. De todos modos, esta transposición no es mecánica, ya que presenta importantes diferencias.
La principal es el hecho de que mientras que en el mundo doméstico-familiar la obligación de ayudar es previa a la situación que genera la necesidad, los GAM se constituyen por asociación voluntaria a partir de una necesidad ya existente. Esto, entre otras cosas, permite clarificar más fácilmente los sobreentendidos, ambivalencias y ambigüedades antes planteadas sobre la obligación de la reciprocidad y el apoyo mutuo en el ambiente familiar.
Grupos de apoyo mutuo y otras formas de organizaciones de afectados: reciprocidad y redistribución como conceptos diacríticos
Para que un GAM sea genuinamente un GAM y no otra forma de grupo o de asociación, es necesario que se estructure sobre la función de apoyo mutuo definida a partir del cumplimiento de las reglas de la reciprocidad horizontal, simétrica y generalizada. Llamar la atención sobre este aspecto es muy importante actualmente en nuestro país debido a la confusión existente entre auténticos GAM y asociaciones de afectados con otros fines, que pueden incluir o no el apoyo mutuo entre sus actividades, y que en muchos casos han alcanzado una indudable proyección pública. En este mundo, que crece considerablemente, aparecen terminologías que aplican los términos apoyo mutuo a actuaciones que propiamente no lo son. Aunque todos estos dispositivos basados en la asociación voluntaria hacen un papel interesante y necesario en el campo de la salud, considero importante clarificar las tipologías asociativas, porque esto facilitará saber qué se puede esperar de cada tipo de grupo o de asociación y qué diferentes implicaciones tienen para sus miembros. También aquí los conceptos de la antropología económica pueden ayudarnos a
ver más claro. En este caso, confrontar la reciprocidad en la redistribución resulta un elemento diacrítico fundamental en el plan teórico, como veremos más adelante.
Las asociaciones de afectados alcanzan en muchos casos un tamaño que, por sí solo, ya no
hace posible el funcionamiento propio de un GAM, que por imperativos funcionales debe ser un grupo pequeño. En todo caso, pueden existir GAM dentro de la estructura de una asociación.
Estas asociaciones son formas organizativas que ocupan un espacio intermedio entre la asistencia sanitaria institucionalizada y el autocuidado doméstico. En cierto modo, responderían al concepto
durkhemiano de institución intermedia. Evidentemente, en su mayoría son creaciones de personas afectadas por un determinado problema y, en este sentido, podríamos hablar de formas colectivas o asociadas de autoayuda. Pero autoayuda es un concepto de contornos imprecisos. Puede aplicarse igualmente a la ayuda que el individuo se da a sí mismo, por ejemplo, y hay que diferenciarlo del concepto de ayuda mutua tal como ha sido delimitado anteriormente. El uso de autoayuda y ayuda mutua como sinónimos no ayuda mucho a clarificar las cosas. Por si fuera poco, la proliferación editorial de textos y manuales que se reclaman de la autoayuda, siguiendo el modelo de la literatura
inspiracional norteamericana, añade un nuevo elemento de confusión.
Las tendencias dominantes en la política social, que quieren dar respuesta a la crisis de Estado del Bienestar y que tienen como objetivo, confesado o no, la reducción del déficit público, favorecen la formación y el crecimiento de asociaciones que tienen finalidades distintas a la ayuda mutua. El discurso que tiende a potenciar la asunción de responsabilidades asistenciales por parte de instancias de la sociedad civil, un concepto que se encuentra muy devaluado por su uso abusivo, tiende a primar la acción de las asociaciones de afectados como instrumentos suplementarios de acción redistributiva del Estado.
En estas asociaciones, los afectados por determinadas problemáticas pueden encontrar, además de apoyo emocional y social, formas de facilitación de recursos técnicos y de ayuda profesional más económicos y más accesibles que en otros servicios o instituciones. En el caso de patologías muy minoritarias, pueden ser el único lugar donde pueden encontrar aquello que necesitan, empezando por una información inexistente en otros ámbitos2.
Podemos considerar que las asociaciones de afectados que tienen prioritariamente en el estado dicha función proveedora de recursos, funcionan más a partir de mecanismos redistributivos que no basados en la reciprocidad, especialmente aquellas que han adquirido grandes dimensiones. Sea porque canalizan subvenciones públicas (muchas veces la posibilidad de acceso a las mismas es un motivo determinante para constituir una asociación), sea porque se nutren de donaciones privadas (que en algunos casos favorecen la vía de constituirse como fundaciones), o porque reciban fondos de ambas procedencias, su papel económico es claramente redistribuidor. En caso de que una asociación se financie básicamente mediante las aportaciones de sus miembros, estaríamos ante una forma de redistribución horizontal, más cercana a la reciprocidad, pero que seguiría presentando rasgos típicos de la redistribución: la recogida y centralización de unos recursos para un individuo o grupo que luego los re-distribuye.
En la Europa contemporánea estamos acostumbrados a considerar favorablemente la redistribución, y con toda la razón, pues los mecanismos estatales de redistribución van ligados indisolublemente con una mayor seguridad de los ciudadanos y con el aumento de la igualdad de oportunidades. Pero esto no nos debe hacer olvidar, recordando una vez más que la realidad es multiforme y contradictoria, que la redistribución ha sido siempre una forma de consolidación del poder en crear un consenso necesario para su perpetuación. Al menos, por una perpetuación eficiente que no tenga que gastar todas sus energías en la pura represión de los dominados. Godelier (1989) lo ha explicado y ejemplificado en cantidad suficiente. Pero este vínculo entre redistribución y poder no sólo es cierto a escala del poder político estatal (en este sentido las asociaciones que aquí nos interesan serían apéndice del aparato redistribuidor del Estado), sino que tiene repercusiones en el interior mismo de los grupos de las asociaciones. Las necesidades de administración y gestión de los propios recursos generan forzosamente órganos especializados que, por muy democráticos que sean (y suelen serlo), comportan grados variables de jerarquización, con la correspondiente desigualdad en el dominio de la información y de la capacidad efectiva de decisión. Por otra parte, los líderes de las asociaciones se convierten en interlocutores de los agentes políticos e instrumentos
institucionalizados de negociación, aunque puedan presentar algunos elementos de conflictividad en la defensa y reivindicación de los derechos de los colectivos asociados.
Estas dimensiones son, precisamente, las que hay que contraponer en el plano teórico, aunque tienen fuertes repercusiones prácticas, en la ayuda mutua tal como lo hemos definido anteriormente y los GAM genuinos como forma organizativa derivada. Sobre todo cuando la confusión sobre lo que son y hacen diferentes tipos de asociaciones y de grupos es el orden del día en nuestro país en estos momentos. Confusión que afecta a aspectos tan importantes como el papel de los profesionales en relación a los grupos, o en las imágenes sociales difundidas desde las instituciones públicas, que presentan una confluencia en la que GAM, asociaciones de afectados, fundaciones, otras formas de ONG y el voluntariado se presienten dentro de un mismo paquete, sin ningún tipo de distinción conceptual3 . Por si fuera poco, un lenguaje empleado de corrección política hace poco “recomendables” las aproximaciones críticas al fenómeno. Por esta razón, el análisis desde la antropología puede ayudar a fundamentar una buena práctica y a clarificar las utilidades de cada modelo asociativo y las significaciones diferentes que pueden tener para sus miembros.
Es cierto que la acción de las asociaciones que estamos considerando favorece la visibilidad
social de los sectores afectados, poco tenidos en cuenta para las políticas públicas de salud. Y que esta misma acción les aporta beneficios y les permite conquistar derechos que quizás sería imposible obtener por otras vías. No niego que la existencia de estas asociaciones puede ser absolutamente necesaria, aunque habría que discutir hasta qué punto algunas formas de promoción de asociacionismo pueden encubrir cierto abandono de responsabilidades por parte de las administraciones y repercutir en contra del principio de equidad, que es uno de los fundamentos del concepto de ciudadanía que incorpora los derechos sociales y no únicamente los derechos individuales (Contreras Peláez, 1994).
Lo que aquí debemos dejar claro es que el concepto ayuda mutua y la denominación GAM no pueden ser aplicados a la ligera cuando no corresponde. Una vez más, hay que insistir en el criterio de la reciprocidad horizontal, simétrica y generalizada como el elemento definidor decisivo. En una gran asociación de afectados por determinada enfermedad, por ejemplo, podemos encontrar personas que reciben mucho y aportan poco. No quiero hacer aquí una defensa moralista de la implicación militante, todo lo contrario, pero es innegable que, en estos casos, los beneficiarios de la acción asociativa son tan dependientes como pueden serlo los usuarios de un servicio convencional. La diferencia en relación a otros enfermos, tal como me decía un informante, radica en que prefieren depender de una estructura creada por otras tres personas con la misma problemática. Participarían de cierta autonomía abstracta como sector de afectados, sin buscar la autonomía concreta como personas afectadas, una cierta forma de convertirse en sujeto, que constituye uno los objetivos característicos de los GAM. Puede ser inevitable y necesario que la experiencia elaborada en un GAM genuino sobre el problema que comparten sus componentes, haga ver necesidades que sólo pueden ser abordadas constituyendo una asociación de más amplio alcance. Sobre todo cuando hay que reivindicar derechos con más fuerza u obtener recursos económicos o técnicos importantes. Como también lo manifestaba otro informante “parece más serio decirse asociación que grupo”. X lo relacionaba con el hecho de tener unos estatutos y una personalidad jurídica que permite competir en el mercado de las subvenciones.
La cuestión a considerar es si la constitución de una asociación refuerza a unos GAM que pueden vivir dentro de su estructura o si, por el contrario, tiende a diluir la ayuda mutua, que va siendo sustituida por otras formas de ayuda. Por otro lado, mientras la asociación va ocupando un espacio público, la ayuda mutua propiamente dicha resta relegada a un espacio percibido como en privado y a menudo considerado como marginal (equivalente al que ocupa la autoatención doméstica a la sociedad general). Los GAM tienen otra dimensión que plantea cuestiones de gran importancia y que tienen un especial interés desde la óptica de la antropología. Un GAM es también un campo de interacción simbólica. El grupo se define a sí mismo y redefine el problema que afecta
a sus componentes y su posición en el mundo, alterada por la enfermedad o el problema alrededor del cual se ha constituido el grupo. En este proceso, los individuos recomponen su relación con la enfermedad o problema que les afecta. Esto supone también redefinir una nueva “normalidad”.
En este sentido, resulta emblemática la definición como “temporalmente válidos” de algunos grupos de discapacitados físicos norteamericanos dan a los no discapacitados.
Como ejemplo de las redefinición de la relación con la enfermedad, es interesante lo que explica una informante asmática a partir de su participación en un GAM: “el asma es como una amiga un poco rara que tienes que saber cómo tratarla “. Los grupos de ayuda mutua: una presentación actual de reciprocidad. El proceso de redefinición de la situación compartida que se produce en el GAM tiene implicaciones importantes para las condiciones que hacen posible la reciprocidad productora de ayuda mutua. La equivalencia entre los miembros del grupo se construye sobre los problemas y experiencias comunes. Esto permite establecer unas relaciones de horizontalidad que dejen de lado diferencias más o menos objetivas entre los miembros del GAM, que podrían obstaculizar el tipo de reciprocidad necesaria. Al fin y al cabo, la horizontalidad y simetría perfectas no existen nunca. Pero sí se puede crear una percepción de equivalencia que tenga los mismos resultados. Una vez más, contra lo que creen los positivistas, la subjetividad se convierte en un dato de la realidad. Todo lo que se acaba de exponer tiene implicaciones de gran importancia para las relaciones entre profesionales de la salud y GAM. El proceso de redefinición parece necesario que se haga sin profesionales no afectados de por medio.
El profesional, especialmente cuando se trata de un médico o un psicólogo, tiene una función diagnostica que podrá definir la situación y tomar la iniciativa, a veces por imposición, sobre lo que hay que hacer. Es él quien marca las reglas del juego.
Quien define adquiere un poder considerable sobre aquello definido. En este sentido, la ausencia de profesionales dentro del grupo es una característica fundamental de un GAM genuino, pues su presencia interferiría la redefinición desde la propia experiencia que hacen sus miembros, desvalorizando la elaboración de de solidaridades y la recuperación de la autoestima que los GAM pretenden. Es necesario que nos remitamos de nuevo a la frase que encabeza este artículo. Además, como un aspecto muy importante desde la línea teórica que aquí sigo, la presencia de un profesional, aunque crea ser muy poco directivo, es un obstáculo para la construcción de la equivalencia que hace posible la clase de reciprocidad que hemos reconocido como ayuda mutua.
Si un GAM reconstruye, en un otro ámbito y con diferencias cualitativas importantes, algo parecido a la autoatención doméstica, su comportamiento frente a los médicos y otros profesionales no es tan distinto del que tiene el grupo doméstico. Sus miembros, de manera individual o grupal, pueden requerir los servicios puntuales de un profesional, de la misma manera que en una familia se busca la intervención de un médico, un psicólogo, un abogado o un lampista.
Eso choca con la tendencia de muchos profesionales a mantener el control bajo el conjunto de procesos que, en el caso de la medicina, ha sido muy reforzada por el modelo hospitalario. Es menester no olvidar que el hospital ha sido el ámbito de formación dominante para la profesión médica. Cuando se nos habla de GAM más o menos tutelados por profesionales, estamos ante grupos de apoyo, terapéuticos o otras alternativas, pero no de GAM.
Cuando des de los profesionales se habla de los GAM como un nuevo «campo de intervención», cabe que no pongamos en guardia lo que implican expresiones de este tipo. Lo que peligra en estos casos, por desgracia bastante frecuentes, es la autonomía de los grupos como campos de interacción simbólica y de elaboración de significados, además de la garantía de unas condiciones adecuadas de reciprocidad.
A propósito de las contradicciones mencionadas, no estará de más añadir una pequeña reflexión sobre el concepto de autonomía que aparece de manera recurrente cuando de habla de los GAM, y que ocupa un lugar importante en los actuales discursos sanitarios y de la intervención social. El concepto de autonomía que ha llegado a nosotros a través de los discursos profesionales, tiene referencias culturales de origen que podemos rastrear en el mundo protestante. No en vano los discursos profesionales dominantes siguen modelos anglosajones.
Es fácil seguir una corriente presente en los componentes conversionistas de la ideología de Alcohólicos Anónimos implícitamente en la literatura inspiracional, y otra tendencia más amplia que confiere un alto valor a la autonomía personal, que está reciclada dentro de la tradición del mundo protestante por los movimientos feministas, entre otros, que tienen una gran influencia en el impulso de nuevas formas de self-help en salud en Estados Unidos durante los años sesenta.
La concepción de la autonomía que todo esto ha producido empieza a tener eco en nuestro medio social cuando se han dado los cambios sociales favorables a la receptividad de estas ideas. Un eco importante en ciertos sectores sociales y prácticamente nulo en otros. En cualquier caso, en nuestra sociedad sigue pesando la tradición que en el mundo latino y católico ha favorecido las relaciones de dependencia en los procesos de asistencia. Más en la lógica que lleva a los profesionales y a las instituciones a controlar lo más íntegramente posible estos procesos, los factores culturales apuntados también contribuyen a explicar que en nuestro país se desarrollen más fácilmente las asociaciones de afectados proveedores de servicios que los auténticos GAM.
Por otro lado, la aplicación de la reciprocidad que se ha hecho aquí, especialmente de las formas propuestas por Sahlins, plantea algunos problemas teóricos que sería interesante abordar en profundidad. Es necesario tener presente que estamos tratando con conceptos elaborados a partir del estudio de sociedades preindustriales y muy condicionadas por su encaje en el capítulo de la antropología económica.
Una de las dificultades que plantean las conceptualizaciones existentes, y que se hacen evidentes cuando las aplicamos al estudio de fenómenos como los tratados en estas páginas, radica en una modelización excesivamente bilateral de las relaciones que se pretende explicar. Así es especialmente importante en el caso de la reciprocidad generalizada. En otro lugar, a cubierto de la crítica de mis colegas por tratarse de la crítica de mis colegas por tratarse de una publicación del ámbito sanitario, he utilizado el concepto de reciprocidad generalizada extendiéndolo a la posibilidad de que el retorno de la ayuda recibida a un miembro del grupo diferente al que ha generado la deuda sea considerado como una retribución válida del mismo.
De esta manera, el grupo se revela dipositario colectivo de las deudas pendientes de cada uno de sus miembros. Entre otras cosas, así permite la permanencia del grupo aunque algunos de sus componentes lo dejen y entren nuevos.
Más allá de lo que es la reciprocidad como forma de de intercambio, hace falta plantearse lo que representa como construcción simbólica capaz de funcionar como una idea-fuerza, aunque como tal no sea del todo consciente en la mente de las personas implicadas. Ir por ese camino supone profundizar en un análisis de la reciprocidad que ultrapase las concepciones económicas. Quizás Mauss no era tan ingenuo al adoptar el discurso indígena sobre el han. Lo que haría falta identificar es la correspondencia de este concepto maorí en nuestro imaginario.
Podemos concluir afirmando que los GAM y las nuevas formas asociativas son una alternativa interesante no solamente en el campo sanitario. Para el antropólogo son un laboratorio que permite abordar problemas teóricos clásicos y plantearse nuevos.
1En situaciones de ayuda puntual, como la que aquí pone como ejemplo, se espera una mínima expresión de agradecimiento. Además de las tendencias más o menos altruistas de cada uno, es evidente que ayudamos pensando en que seremos ayudados en una situación parecida. En el fondo, existe la creencia en una reciprocidad genérica entre las personas “de buen hacer”.
2Es muy interesante la difusión de información que circula y se intercambia por Internet en estos casos.
3Dejo de lado expresamente la cuestión del voluntariado. en el que motivaciones religiosas, ideológicas y psicológicas plantean una problemática bastante diferente. Aunque podríamos encontrar implicaciones absttactas de la reciprocidad, sea con Dios o la sociedad entendida como ente casi metafísico. Hay sugerencias interesantes en Salazar, 1995.