[Interesante y literaria reseña de Medicamentos que matan y crimen organizado, de Peter Gotzsche]
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Se trata de crear una urgencia.
Haces que quieran comprar lo que vendes.
Les cuentas que es algo que necesitan…
¿Entiendes lo que quiero decir?
Leonardo DiCaprio, El Lobo de Wall Street
A Madame Bovary la mataron las drogas. Se envenenó a sí misma con el arsénico en polvo que adquirió en la botica de Monsieur Homais. «Y en seguida su pecho empezó a jadear en un estertor acelerado. Le salía toda la lengua fuera de la boca; sus ojos, dando vueltas, palidecían como dos globos de lámparas que se apagan, hasta parecer muerta de no ser por la horrible aceleración de las costillas, sacudidas con un jadeo furioso, como si el alma diera botes para desprenderse». A Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia, también lo mataron las drogas. Baroja opta por matar a su personaje, o permitir que él, huyendo de lo que Ortega llamó la España del Desastre, se mate a sí mismo, con un frasquito de aconitina cristalizada, droga que, por cierto, se usaba entre otras cosas para tratar la arritmia. «Entraron en el cuarto. Tendido en la cama, muy pálido, con los labios blancos, estaba Andrés». Es más, el propio Romeo, como sin duda recordarán ustedes, también murió por culpa de las drogas. Y eso que en la escena III del acto segundo, Fray Lorenzo advierte a Romeo de cómo esas plantitas con las que nos curamos también pueden matarnos:
La tierra, que es madre de la Naturaleza, es también su tumba. Lo que es su fosa sepulcral, es su materno seno; y nacidos de él y criados a sus pechos naturales, hallamos seres de especies diversas, excelentes muchos por sus muchas virtudes, ninguno sin alguna, y todos, no obstante, distintos … La virtud misma conviértese en vicio, mal aplicada, y en ocasiones el vicio se dignifica por la acción.
Si me prometen que esto va a quedar entre ustedes y yo, les confieso que incluso uno de los dos escritores que más me ha influido, David Foster Wallace, murió a manos de las drogas. Wallace se pasó toda su vida, literalmente, desde la adolescencia, tomando antidepresivos. En concreto, Phenelzine. Hasta que se dio cuenta de que décadas de sustancias químicas le habían embotado el cerebro, las funciones nerviosas, la vista. Lo más valioso: su creatividad. Así que, en un instante de lucidez, o falsa lucidez, decidió abandonar los antidepresivos. Pero su cuerpo estaba tan habituado a aquellos jodidos fármacos que en seguida fue presa de un devastador síndrome de abstinencia. Y decidió acabar con todo. Ató una soga al techo de su garaje y se colgó. Eso sí, antes de ahorcarse, según D. T. Max, su biógrafo, y también según su esposa (i.e. la esposa de Wallace), es probable que el autor de La broma infinita abrazase por última vez a sus perros adoptivos, Werner y Bella.
Es curioso que, ya sea causa del destino, ya de los efectos secundarios de esa misma lucidez, el otro escritor que más me ha influido, el segundo, o el primero, José Saramago, también era consciente de que esas pastillitas que guardan ustedes en el cajón de la mesa de noche, o en la cómoda, o quizá en el cuarto de baño, son sumamente peligrosas. En Ensayo sobre la ceguera, la mujer del médico, único personaje que no pierde la vista a lo largo de este estremecedor viaje por nuestro ofuscamiento y nuestra invidencia, se extraña, o tal vez sea Saramago quien lo hace, de nuestra temeraria relación con las drogas:
Se paró, le dijo a la chica de las gafas oscuras, esperaos aquí, no os mováis, y fue a mirar por la puerta acristalada de una farmacia, le pareció ver dentro unos bultos tumbados, llamó en los cristales, una de las sombras se movió, alguien se levantó volviendo la cara hacia el lugar de donde venía el ruido, están todos ciegos, pensó la mujer del médico, sin entender por qué se encontraban allí, quizás sea la familia del farmacéutico, pero, si es así, por qué no están en su propia casa, con más comodidad que aquel suelo duro, a no ser que estuvieran guardando el establecimiento, contra quién, y menos siendo estas mercancías lo que son, que tanto pueden salvar como matar.
La RAE, la antigua y la nueva, hay cosas que, viva por una vez la ortodoxia, no cambian, define las drogas como sustancias de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno, pero también como sustancias minerales, vegetales o animales que se emplean en medicina. Droga versus medicamento. Droga versus droga. ¿Cuál creen ustedes que es más peligrosa, más dañina? Walter White lo tenía claro. Es posible que, directa o indirectamente, a este profesor de química acabasen matándolo las drogas. Pero permítanme recordarles algo, claramente, sin ambages: Walter White nunca le tuvo miedo a las drogas, pero sí a las drogas (i.e. a los medicamentos). Por eso en la primera temporada, cuando aún no era un monstruo, o lo era, quién sabe, sin saberlo, Walter no quiere someterse a un tratamiento contra el cáncer de pulmón. Recuerden esa escena en la que la familia al completo, Hank, aún vivito y coleando, Skyler, Walter Junior, Marie, se reúnen en el salón para decidir, cual Senado romano, si el protagonista de Breaking Bad debe o no someterse a un tratamiento oncológico. Walter White, que como les digo jamás se dejó intimidar por la anfetamina azul, lo tiene bastante claro:
Skyler, tú leíste las estadísticas. Estos médicos solo hablan de «sobrevivir» durante un año o dos, como si eso fuera lo único que importa. ¿Pero de qué me sirve sobrevivir si estoy demasiado enfermo para trabajar, disfrutar de una comida, hacer el amor? El tiempo que me queda de vida, quiero vivirlo en mi propia casa y dormir en mi propia cama. No quiero tragarme treinta o cuarenta pastillas en un solo día, perder el pelo y andar por ahí recostado, demasiado cansado para levantarme, sintiendo tantas náuseas que no pueda siquiera mover la cabeza.
Sí, amigos míos, los medicamentos son peligrosos. Y la industria farmacéutica, a juzgar por lo que se dice, y aquí llegamos al meollo del asunto, también (i.e. también es peligrosa). Voy a darles dos ejemplos, menos ambiguos que los ya enunciados. Uno «ficticio», el otro real. Empecemos por la falsa mentira.
En El jardinero fiel, John Le Carré nos cuenta la historia de una mujer, Tessa Qualy, dispuesta a todo por demostrar que la Dyapraxa, «un innovador y milagroso medicamento contra la tuberculosis», es tremendamente nocivo para los seres humanos. Tessa, esposa de Justin, diplomático británico afincado en Nairobi, descubre que TresAbejas, la mega empresa farmacéutica de turno, está utilizando a las poblaciones más vulnerables de África como conejillo de indias de su nueva droga, que, como en la vida misma, produce graves efectos secundarios en los supuestos beneficiarios: insuficiencia hepática, hemorragias internas, vértigos, lesiones en el nervio óptico, muerte.
Honrando su propia costumbre, Le Carré no se conforma con escribir una novela de intriga desbordante y personajes embrollados en brutales dilemas morales. Además de eso, nos muestra un problema que, para la mayoría de sus lectores, es completamente desconocido. En El jardinero fiel, tras el asesinato de Tessa, su marido decide plantar cara a TresAbejas, llenando así páginas de persecuciones, de palizas, de casi-muero-pero-sigo-vivo y, por supuesto, de denuncias contra los malos. Porque cuando un novelista investiga, e investiga bien, descubre cosas intolerables que se nos escapan: codicia sin límites, dinero por encima de vidas humanas, fraude, engaños, la hipocresía de la industria farmacéutica:
En cuanto a las charlas en congresos científicos y la publicidad de las compañías farmacéuticas, uno ha de ser aún más escéptico… Aquí las oportunidades de parcialidad son enormes… Nota de Tessa: Según Arnold, los grandes laboratorios destinan millones y millones a comprar los servicios de científicos y médicos para que difundan sus productos. Birgit informa de que KVH donó recientemente cincuenta millones de dólares a un importante hospital universitario de EE. UU.
Si quieren pasar un buen rato, entretenerse y aprender, lean El jardinero fiel. O disfruten de la adaptación cinematográfica de Fernando Meirelles, director, además, de Ciudad de Dios. (El África de Meirelles, por cierto, es más rica, colorida y auténtica que el África de Le Carré). Ahora bien, si lo que quieren es entender en qué lío andamos metidos, ustedes y yo, decántense por un ensayo: Medicamentos que matan y crimen organizado, de Peter Gøtzsche. (Por si anda al acecho la Sargento Margaret, advierto de antemano que Enrique Murillo, el editor de Gøtzsche en España, es también el mío).
En Medicamentos que matan y crimen organizado, Gøtzsche parte de dos premisas. La primera, que la industria farmacéutica mata a millones de personas, y que, de hecho, sus productos son la tercera causa de muerte en el mundo, tras el cáncer y las enfermedades cardiovasculares. (Sí, sí, ya sé que no le/me creen —esperen—). La segunda, e igual de importante, aunque el ensayo solo la mencione, por razones obvias, de pasada, es que los medicamentos son a veces necesarios. Y salvan/mejoran vidas. De modo que hay drogas que sí hay que tomar, como los antibióticos si sufre usted una infección provocada por ciertos gérmenes, o el Aciclovir contra los herpes, o la aspirina si le duele la cabeza. Sin embargo, la mayoría de medicamentos, esas pastillitas que guardan ustedes en el cajón de la mesa de noche, o en la cómoda, o quizá en el cuarto de baño, son veneno. Como el veneno que mató a Madame Bovary, o a Romeo, o a Andrés Hurtado, o a Wallace.
A lo largo de cuatrocientas cortísimas páginas, Gøtzsche (médico, investigador, autor de decenas de ensayos clínicos y publicaciones académicas) demuestra, con una bibliografía contrastable, no como las de César Vidal, que la industria farmacéutica opera, más o menos, de la siguiente forma: 1) Investiga sustancias químicas, con frecuencia valiéndose de dinero público; 2) Realiza ensayos clínicos para demostrar las bondades del medicamento en cuestión; gracias a la magia de las estadísticas, los resultados suelen ser siempre favorables y el medicamento empieza a comercializarse; 3) Si los resultados de los ensayos clínicos son catastróficos, se guarda la información en un cajón, no como el de sus mesas de noche, sino uno más seguro, bajo llave, y se oculta del escrutinio de reguladores e investigadores ajenos a la compañía; 4) En cualquier caso, los efectos secundarios se minimizan, o directamente se esconden; 5) La industria farmacéutica soborna, a través de consultorías de decenas de miles de euros, a través de becas de investigación, a través de vacaciones pagadas, a través de jugosos patrocinios a hospitales o revistas médicas especializadas, a través de dinero ingresado en paraísos fiscales, y les hablo de cuantías que hacen que los seis millones de euros que el banco de inversión franco-estadounidense Lazard ingresó presuntamente en una cuenta extranjera del no-sé-nada Rodrigo Rata, perdón, Rato, parezcan un cuento de los hermanos Grimm, a través de todo esto, les digo, la industria farmacéutica soborna al puñado de especialistas que podría en principio contribuir a que el público, ustedes, yo, nos enteremos de los efectos secundarios clandestinos, desconocidos, o no tanto, de las puñeteras pastillitas que tomamos cada día.
Dicho así, a bote pronto, esto parece ciencia ficción. Parece Le Carré. Pero no. Tengan en cuenta que les estoy hablando de una de las mayores industrias del planeta, que tan solo en el primer semestre de 2014 movió la friolera cifra de doscientos treinta billones de dólares y a cuyas empresas, según Gøtzsche, pertenecen cuatro de los diez ejecutivos mejor pagados de Estados Unidos. «John Hammergren, el directivo mejor pagado del país, ocupaba el cargo de director ejecutivo de la distribuidora farmacéutica McKesson Corporation y tenía un sueldo de ciento cuarenta y cinco millones de dólares anuales». Ahí empieza parte del problema, ¿alguien cree, alguien puede ser tan ingenuo como para creer, que a estos señores les importa un pimiento la salud de sus conciudadanos? No. Nadie. Cuando alguien gana ciento cuarenta y cinco millones de dólares al año por dirigir una compañía, solo hay una cosa que puede importarle: aumentar los beneficios de dicha empresa. (Me dirán ustedes que quizás le importen dos cosas: eso, y la tarjeta de crédito de la empresa para irse de compras sin pagar impuestos. De acuerdo, lo acepto).
Lo más escalofriante de Medicamentos que matan y crimen organizado es que Gøtzsche no se contenta con desmenuzar ante ustedes el fariseísmo de la industria farmacéutica, con mucha más rigurosidad de la que puede uno permitirse en un artículo de Jot Down, sino que dedica una buena parte del libro a darnos ejemplos de esos efectos secundarios, de esas consecuencias fatales (y con frecuencia mortales) de nuestras dichosas pastillitas. Uno aprende, por ejemplo, que es mejor dejar de lado las cápsulas adelgazantes, que los fármacos contra la hipertensión son nocivos a largo plazo, que las drogas contra la diabetes deberían ser un último recurso, al igual que los antipsicóticos y los antidepresivos (estos últimos, dice Gøtzsche, son los peores, y añade que si usted decide tomarlos es muy probable que acabe no curándose nunca de su supuesta depresión —por supuesto, usted, como casi todo Occidente, sufre de depresión, o de trastorno bipolar, o de déficit de atención sin hiperactividad, o de algo que requiere pastillitas, pastillitas, pastillitas) o que las bondades de muchos de los tratamientos contra el cáncer ni siquiera han sido clínicamente demostradas —sí, existen medicamentos contra el cáncer, comercializados, ahí, en las farmacias al lado de sus casas, que tal vez ayuden a prevenir la metástasis, pero a la vez que le dañan a usted el corazón, o los pulmones, o sus funciones cognitivas. Las empresas farmacéuticas, y los médicos, por ignorancia o un lavado de cerebro que roza la male fe, le dicen lo primero (i.e. que el medicamento ayuda a prevenir la metástasis), ocultando lo segundo (i.e. que su calidad y esperanza de vida pueden en realidad disminuir por culpa de los efectos secundarios, algunos de los cuales ni siquiera han sido estudiados). ¿Y los reguladores? Los reguladores, según Gøtzsche, y da pruebas más que suficientes para creerle, se callan como cabrones.
Medicamentos que matan y crimen organizado es un libro preocupante. En el prólogo, Joan-Ramon Laporte lo recomienda a «legisladores, políticos, gestores, directivos, profesionales sanitarios y estudiantes de ciencias de la salud». Yo, personalmente, se lo recomendaría a cualquier madre y padre que quiera, si no educarse a sí mismo, pues tal vez sea demasiado tarde —ya saben: la fuerza de la costumbre—, al menos saber cómo educar a sus hijos. Y hablo con conocimiento de causa. Nací en un hogar donde abundaban las drogas. A veces me dolía la barriga de comer turrón o chocolate o helado y mi madre, ejerciendo su peculiar derecho a mimar, me decía que tomase más, que comiese natillas, o almendras garrapiñadas, o caramelos de anís, y que luego solucionase la pesadez tomándome un protector de estómago (!). Una pastillita. Y así crecí, tomando pastillitas para todo. Para no tener granos (Roacután), para respirar un poco mejor (Singulair), para poder comer más golosinas sin que me duela la barriga (Lansoprazol) e incluso, pese a haber notado jodidísimos efectos secundarios que ni siquiera se anunciaban en el prospecto, para que no se me cayese el pelo (Finasteride). Pastillitas, pastillitas, pastillitas. He necesitado leer a Gøtzsche, y comprender que tiene razón, para darme cuenta de que, con treinta años, y mientras aún estoy relativamente sano, es preciso que empiece a odiar a la (mayor parte de la) industria farmacéutica, que nos miente, nos engaña y convence a todo Dios de que jamás podremos vivir sin sus dañinos productos. Mierda, he necesitado leer a Gøtzsche para aceptar de una vez que tengo que dejar de tomar esos medicamentos que (me) matan. (Y a usted).