El Confidencial, 02/08/2014.
Texto breve sobre los efectos mentales que provoca el aislamiento de las personas presas. Está centrado en los EE.UU. Desgraciadamente el estado español tiene una larga y sombría tradición a la hora de concebir mecanismos de represión dentro de los muros de sus prisiones. Se echa de menos, por tanto, una referencia al uso sitemático del aislamiento en las cárceles españolas, lo que supondría hablar del abobinable régimen FIES concebido en su día por el gobierno socialista en 1991.
La liberación de Kenny “Zulu” Whitmore, un reo de 59 años que ha pasado los últimos 28 incomunicado en la Cárcel del Estado de Luisiana, ha vuelto a reabrir el debate en EEUU sobre el solitary confinement (“confinamiento solitario”), una de las formas de castigo más extremas del mundo. Como han explicado los medios de su país, Whitmore actualmente pasa 23 horas al día en un cubículo de 1,82 metros por 2,7, es decir, un tamaño poco más grande que el del armario de la mayor parte de viviendas.
No hay que irse muy lejos para comprobar las terribles consecuencias que en el cuerpo y en la mente tiene esta clase de régimen carcelario, ya que el examen de Whitmore arroja conclusiones esclarecedoras. Como ha explicado el Proyecto de Justicia de Medill, su visión se ha deteriorado sensiblemente y sufre de hipertensión. Pero eso sólo son los rasgos más visibles, puesto que ciertos síntomas comunes empiezan a aparecer apenas tres meses después de ser recluido en solitario. Y Whitmore ha pasado casi tres décadas bajo este régimen.
Entre ellos se cuentan los altos niveles de ansiedad que suelen conducir a ataques de pánico, una acuciante paranoia y pensamiento desordenado, así como conductas compulsivas, como explica el doctor Terry Kupers, uno de los grandes expertos en su país, en Time. En dicho artículo comenta cómo muchos de los internos con los que ha trabajado durante décadas le han confesado cómo, tarde o temprano, han dejado de hacer una de las pocas cosas que se pueden llevar a cabo en un cubículo de ese tamaño, es decir, leer. “Dicen que es porque no son capaces de recordar lo que acaban de leer hace apenas tres páginas”.
Kupers recuerda que estos presos carecen de dos necesidades de todo ser humano, lo que impide su reinserción: la interacción social y llevar a cabo actividades significativas. Un camino que suele terminar indefectiblemente en la locura, la ceguera –apenas ven la luz del día– y, sobre todo, la reincidencia. Por lo general, recuerda el psicólogo, estos presos se vuelven tan sensibles a los estímulos que los rodean que vivir en el mundo exterior es un infierno para ellos, por lo que deciden volver a enclaustrarse por su cuenta.
Una breve historia de la infamia
¿En qué momento comenzó a pensarse que aislar a un ser humano del contacto la sociedad podía ser una manera de reformarlo? En un revelador reportaje publicado en Aeon Magazine, Shruti Ravindran explica que este castigo fue instaurado en EEUU en el año 1829, cuando la Cárcel del Este del Estado de Filadelfia abrió sus puertas. Era una solución ingeniosa para una época donde ya no tenía sentido enviar a galeras a ningún preso. Por el contrario, se decidió que era necesario un acto de contrición para el preso sanguinario, favorecido por la única compañía con la que aquellos contaban, la de una Biblia.
El propio Charles Dickens visitó a mediados del siglo XIX una de estas cárceles y dejó escrito que su “lenta y diaria corrupción de los misterios de la mente es inmensurablemente peor que cualquier tortura del cuerpo”. Tanto es así que, en los años estelares de la Guerra Fría, la CIA comenzó a investigar sobre el confinamiento en solitario con objetivos no precisamente terapéuticos. Según defendía el psicólogo canadiense Donald O. Hebb, el aislamiento continuado reducía la capacidad de reacción del prisionero y allanaba el terreno para lavar su mente.
No fuese hasta comienzos de los años ochenta que el psicólogo aún en activo Stuart Grassian se propuso investigar de forma más detallada la salud mental de dichos presos. Y lo que más le sorprendió es la gran cantidad de distintos síntomas que mostraban los reos con los que pudo charlar. Entre los síntomas más evidentes se encontraban el delirio, las alucinaciones o el estado catatónico, y dichos casos fueron reproducidos en una investigación canónica publicada en el Journal of Psychiatry.
Atrapado en el agujero
Más de la mitad de los presos sufrían severas alucinaciones. Entre los ruidos que uno de ellos oía en su cabeza le pareció entender que sus guardianes estaban planeando amputarle las piernas. Otro sentía cómo la celda empezaba a derretirse. Probablemente, era víctima de lo que se conoce como “pérdida de consistencia perceptual”, y que provoca ser incapaz de percibir los objetos como una misma cosa cuando se cambia el punto de vista desde el que se observan. Muchos de estos síntomas eran similares a los del delirium tremens alcohólico, o a lo que relataban algunos pacientes de la polio, exploradores de los polos o gente con problemas de espalda o de visión.
Lo más llamativo de algunos experimentos consultados por Grassian y realizados por Hebb para la CIA es que demostraron que algunos de los efectos más graves aparecían en apenas 24 horas. Los estudiantes analizados no podían concentrarse ni pensar y comenzaban a percibir alucinaciones tanto visuales como auditivas. Sin motivo aparente, su vello se erizaba y su piel adquiría la textura de la de una gallina. ¿Qué pasaba si, como se experimentó con un grupo de militares, se aislaba a alguien en una cámara sin sonidos durante cuatro días? Que sus sentidos se aguzaban y se volvían ultrasensibles a cualquier estímulo de su entorno, incluso a aquellos que pasarían desapercibidos en circunstancias normales.
Aún más descorazonadora es una de las historias que el artículo de Aeon expone sobre King, un preso que pasó 75 días aislado. Este explica cómo escribía picantes cartas de amor a una mujer de Nueva York, y él mismo redactaba la carta de respuesta para sentir cierta ilusión cuando estas llegaban a su buzón. King disponía de una hora al día fuera de la celda, en la que podía abandonar su habitáculo para visitar otro de mayor tamaño que tenía vistas a “una carretera, algo de césped y árboles y gaviotas comiendo basura”. Peor aún, explica, es compartir celda, algo que reduce la cantidad de aire respirable y aumenta la posibilidad de ser golpeado o asesinado. Una salida que, como explicaba uno de los pacientes de Grassian, que intentó cortarse las venas porque era “la única forma de huir de aquí”, termina pareciendo hasta deseable.