Texto de Amador Fernádez-Savater. Publicado originalmente en eldiario.es
Una escena puede servirnos para arrancar esta reflexión sobre la actualidad del pensamiento político de Michel Foucault, en el treinta aniversario de su muerte.
A finales de 1977, socialistas y comunistas discuten la elaboración de un «programa común» para presentarse conjuntamente a las elecciones generales francesas de marzo 1978.
Ha llegado ya el momento, piensan algunos, de traducir la revuelta de Mayo del 68 en una victoria electoral e institucional a través de la necesaria «unidad de la izquierda». Es hora de la «política con mayúsculas» y de las cosas serias, tras tanta autogestión, tanta democracia directa y tanta autoorganización, inconsistentes para transformar la realidad.
Al mismo tiempo, dos publicaciones organizan un encuentro entre personas comprometidas en la intervención en ámbitos específicos de la sociedad como la educación, la asistencia sanitaria, el urbanismo, el medio ambiente o el trabajo.
Michel Foucault, tal vez la estrella más luminosa en el firmamento intelectual del momento, acude al encuentro y se inscribe en el taller «medicina de barrio». Le Nouvel Observateur (nº 670) recoge sus impresiones al finalizar los trabajos en una breve entrevista titulada: «Una movilización cultural». Entre otras cosas, Foucault dice:
«Yo escribo y trabajo para personas como las que están ahí en ese taller, gentes nuevas que plantean preguntas nuevas. Son las preguntas de las enfermeras o de los guardias de prisiones las que deberían interesar a los intelectuales. Son infinitamente más importantes que los anatemas que se lanzan a la cabeza los profesionales de la intelectualidad parisina. »
«Durante los dos días de intensos debates y discusiones profundamente políticas, ya que se trataba de cuestionar las relaciones de poder, de saber, de dinero, ninguno de los treinta participantes del grupo ‘medicina de barrio’ usó las palabras ‘marzo 1978’ o ‘elecciones’. Esto es importante y significativo. La innovación ya no pasa por los partidos, los sindicatos, las burocracias, la política. Se trata de un cuidado individual, moral. Ya no preguntamos a la teoría política qué hacer, ya no son necesarios los tutores. El cambio es ideológico, y profundo».
«Un gran movimiento se ha activado durante estos últimos quince años, del que la anti-psiquiatría es el modelo y Mayo del 68, un momento. En las capas que una vez garantizaban la felicidad de la sociedad, como por ejemplo los médicos, ahora hay poblaciones enteras que se vuelven inestables, que se ponen en movimiento, en búsqueda, fuera del vocabulario y las estructuras de costumbre. Es una… no me atrevo a decir revolución cultural, pero sin duda una movilización cultural. Políticamente irrecuperable: se siente que en ningún momento el problema para ellos cambiaría si hubiese un cambio de gobierno. Y eso me alegra.»
El gesto es altamente provocador. Para el filósofo más grande, un modesto taller es más relevante que la discusión sobre el «programa común» de socialistas y comunistas, es ese taller lo que está en línea directa con Mayo del 68 y no la posible victoria electoral del frente de izquierdas, la invención política pasa por un pequeño grupo de gente que se muestra indiferente al cambio eventual de gobierno. Como si estar «a la altura del momento» consistiese en colocarse muy abajo, como si «la política con mayúsculas» se escribiese en realidad con minúsculas.
Provocador sí, pero no caprichoso. El gesto de Foucault es perfectamente coherente con sus desarrollos teóricos de la época. ¿Qué entendía entonces Foucault por poder (si no se trataba del poder político)? ¿Cómo pensaba las resistencias (por fuera del paradigma del partido)? ¿En qué consistía para él una aportación intelectual a las prácticas de emancipación (si no pasaba por firmar manifiestos u opinar sobre la coyuntura)?
Poder, saber y resistencias son tres problemas fundamentales a lo largo de toda la trayectoria del filósofo francés. No soy especialista en su obra, ni me atrevería a intentar restituir en unas pocas líneas toda la complejidad de su meditación sobre estos problemas, pero querría apuntar algunos elementos para tratar de entender mejor dónde residía el valor de esa «movilización cultural» y en qué sentido me parece que la seguimos necesitando hoy.
En primer lugar, la cuestión del poder
«En el pensamiento y el análisis político, aún no se ha guillotinado al rey», escribe Foucault en 1976. ¿Qué significa eso? Foucault alude aquí a la figura de un poder majestuoso, concentrado en un lugar determinado, siempre lejano y en lo alto, que irradia verticalmente su voluntad sobre sus súbditos/víctimas.
Se sustituye al rey por el Estado, el imperio de la ley o la dominación de clase, pero se reproduce una forma de entender el poder: una especie de «sala de mandos» situada en la cúspide de la sociedad. Todo el trabajo de Foucault apunta a romper ese esquema conceptual/mental.
En lugar de un poder que se concentra o se deduce de las grandes figuras (Estado, ley, clase), Foucault nos propone pensarlo como un «campo social de fuerzas». El poder no desciende de un punto soberano, sino que viene de todos los lados: millares de relaciones de fuerza atraviesan y configuran nuestra forma (práctica) de entender la educación, la salud, la ciudad, la sexualidad o el trabajo.
Esas relaciones de fuerza no se codifican únicamente en términos jurídicos (lo que se puede y no se puede hacer según la ley), sino que consisten en una pluralidad infinita de procedimientos extra-legales que funcionan ajustando los cuerpos y los comportamientos a normas (diferentes de una ley). Pensemos por ejemplo en una prisión: su ley explícita dice que se trata de un espacio para la reinserción del preso en la sociedad, pero mil procedimientos cotidianos producen algo bien distinto: un marcaje, una estigmatización del delincuente como delincuente, una exclusión. El análisis exclusivamente jurídico del poder es ciego a esas fuerzas determinantes.
En ese campo social de fuerzas hay, sin duda, «puntos de especial adensamiento»: el Estado, la ley, las hegemonías sociales… Son los nodos más grandes de la red de poder. Pero Foucault nos propone pensarlos (invirtiendo radicalmente la perspectiva normal) como «formas terminales». Es decir, no tanto causas como efectos del juego de las relaciones de fuerza. No tanto instancias primeras y generadoras, como segundas y derivadas. Perfiles, contornos, puntas de un iceberg… Los aparatos estatales, las leyes y las hegemonías sociales son las figuras visibles que se recortan sobre el fondo oscuro y en permanente ebullición de la pelea cotidiana.
Formas terminales, pero no pasivas. Las figuras visibles del poder son el resultado del campo social de fuerzas y se apoyan en él, pero a la vez lo fijan (aunque nunca definitivamente). Es decir, encadenan distintas relaciones de fuerza concretas y locales produciendo de ese modo efectos globales y estrategias de conjunto. Una cita muy clara de Foucault al respecto, discutiendo con el marxismo dominante en los años 70: «No me parece que sea la clase burguesa (o tales o cuales de sus elementos) la que impone el conjunto de las relaciones de poder. Digamos que esa clase las aprovecha, las utiliza, las modifica, trata de intensificar unas y de atenuar otras. No hay, pues, un foco único del que todas ellas salgan como si fueran por emanación, sino un entrelazamiento de relaciones de poder que, en suma, hace posible la dominación de una clase social sobre otra, de un grupo sobre otro».
En la famosa entrevista de Jordi Évole a Pepe Mujica, el presentador catalán le preguntó al presidente uruguayo si había cumplido su programa electoral: «Qué va», contestó riendo Mujica, «¿usted cree que un presidente es un rey que hace lo que quiere?» Y le vino a dar a Évole una pequeña «lección foucaultiana» explicándole cómo lo que puede y no puede hacer el poder político está condicionado por el campo social de fuerzas (el entramado jurídico que construye el neoliberalismo a su medida, los mismos deseos y expectativas de los sujetos sociales, etc.).
El poder no es un objeto que se encuentre en un lugar privilegiado que se pueda ocupar o asaltar: el paradigma revolucionario hegemónico en el siglo XX entra aquí en crisis. Sin relación con el campo social de fuerzas, ese lugar está vacío y ese poder es impotente. Hay que repensarlo todo de nuevo, no para desechar la exigencia revolucionaria, sino para reactivarla desde una mirada nueva.
En segundo lugar, la cuestión de las resistencias
«Allí donde hay poder, hay resistencias», reza una célebre máxima foucaultiana. La idea de que el poder no se concentra en un único punto (los dirigentes, la casta política, etc.), sino que se genera y brota desde todos los rincones de la sociedad no es una tesis pesimista sobre la omnipotencia de la dominación. Al contrario: definir el poder como una relación de fuerzas significa entenderlo como la relación entre una acción y otra acción. Una acción de mando y otra acción que le responde. La fuerza no se ejerce sobre un objeto pasivo, sino sobre otra fuerza siempre capaz de acción y de una respuesta no previsible.
En una entrevista de 1977, Foucault llama «la plebe» a todas esas resistencias. En primer lugar, la plebe es una respuesta concreta, local y situada a un procedimiento de poder igualmente concreto, local y situado. Ahí está de hecho su potencia: responde al poder allí donde se ejerce y no en otro lado. «La plebe es menos el exterior de las relaciones de poder que su envés, su límite, su contrapunto; es lo que responde a cualquier avance del poder con un movimiento para deshacerse de él».
En segundo lugar, la plebe no es una realidad sociológica (aquellos que comparten condición social o intereses), sino más bien una falla en las identidades dadas. No es el pueblo, ni los pobres, ni los excluidos: «hay plebe en los cuerpos, en las almas, en los individuos, en el proletariado, también en la burguesía, pero con una extensión, unas formas, unas energías y una irreductibilidades diversas». No hay división binaria entre el bloque de poder y el bloque de las resistencias: poder y resistencia lo atraviesan todo (y a cada uno).
Por último, la plebe no es una sustancia, sino una acción. «La plebe no existe pero hay plebe». Como cuando decimos «la amistad no existe, pero hay pruebas de amistad». Es algo que pasa o simplemente no existe. Es un hecho, una manifestación, un acontecimiento.
¿Puede «organizarse» la plebe, una realidad tan móvil, heterogénea y compleja? La respuesta es sí. Igual que el poder encadena y entrelaza distintas relaciones de fuerza concretas y locales produciendo estrategias globales, las resistencias pueden ser «codificadas estratégicamente» produciendo efectos generales: revoluciones.
¿Cómo? Se trata de evitar al menos dos inercias a la hora de pensar la organización: 1) la simplificación (sólo puede organizarse lo idéntico) y 2) la separación (para organizarse hay que «salir» de los lugares concretos donde las resistencias se desarrollan). Los «sujetos políticos» que hemos conocido a lo largo del siglo XX (el partido político o el grupo armado) siguen ese modelo: pensándose a sí mismos como la cabeza y la articulación de las resistencias, se construyen en realidad como espacios homogéneos, cerrados y aislados de los mundos donde las resistencias viven.
¿Entonces? Se trataría de reimaginar la organización en términos de «circulación» entre los distintos puntos de resistencia. Asumir el carácter disperso y situado de las resistencias, no como un obstáculo a conjurar, sino como una potencia. Pensar, no de qué manera englobar las resistencias bajo formas centralizadas y sin relación orgánica con sus mundos, sino cómo construir «lazos transversales de saber a saber, de un punto de politización a otro, los cruces y los intercambiadores».
La plebe se organiza comunicando y extendiendo sus prácticas de resistencia. Seguramente, si Foucault disfrutó tanto esos talleres de 1978 fue porque abrían un espacio donde las resistencias podían encontrarse y compartir sin poner entre paréntesis sus diferencias y sus mundos propios.
Y por último, la cuestión del saber
«Cada vez que intenté hacer un trabajo teórico, lo hice a partir de elementos de mi propia existencia, siempre en relación con procesos que yo veía desarrollarse en torno a mí», explica Foucault. Para elucidar la experiencia vivida, Foucault podía irse realmente lejos en el tiempo y el espacio (siglos remotos, personajes oscuros, textos perdidos), pero toda su erudición está puesta al servicio de pensar los «problemas, las angustias, las heridas y las inquietudes» del presente.
Es la diferencia entre pensar al pie de la calle y pensar al pie de la letra. En el pensar al pie de la letra, los libros remiten a libros. En el pensar al pie de la calle, los libros resuenan con los problemas de la vida individual y colectiva.
Uno sale más fuerte, más inteligente, más alegre después de leer a Foucault y sin embargo él no hace sino complicarlo todo. ¿Cómo es posible? Mi intuición es esta: la alegría en el pensamiento no tiene que ver con lo reconfortante de las conclusiones a las que se llega, sino con el hecho de descubrirnos capaces de llegar a un sitio por nosotros mismos. Es una experiencia que deja una huella duradera: si hemos sido capaces de pensar algo (lo que sea) por nosotros mismos, podremos volver a hacerlo.
Es lo contrario de lo que Foucault llamó «la posición profética», asociándola a menudo al marxismo: un pensamiento movilizador que en realidad consigue la desmovilización del pensamiento. ¿Cómo? 1) Confundiendo la necesidad histórica y los objetivos a alcanzar, como si estos estuviesen ya escritos en el curso mismo de lo real («llega el fin del capitalismo», etc.); 2) tapando «el aspecto sombrío y solitario de las luchas»: las dificultades, las contradicciones y los claroscuros de la realidad, las fases de silencio e invisibilidad en las que una lucha no goza del protagonismo mediático o la atención de los focos; y 3) buscando todo el rato nuestra adhesión a unas tesis, pero sin requerirnos ningún tipo de trabajo personal.
En lugar de la posición profética de superioridad, que es como la voz en off que describe lo que pasa sin que sepamos nunca de donde sale, Foucault entiende la teoría como una «caja de herramientas». No como un sistema teórico válido siempre, sino como un instrumento adecuado para descifrar la lógica propia de una relación de fuerzas concreta. No como un diagnóstico cerrado y perfecto, sino como lentes que uno debe aprender a graduar por sí mismo. Un pensamiento inacabado que requiere (en los dos sentidos) la activación del otro. «Querría producir efectos de verdad que sean tales que puedan utilizarse en una batalla posible, conducida por quienes lo deseen, en formas por inventar y organizaciones por definir, dejo esa libertad al término de mi discurso a quien quiera hacer algo con ella».
El intelectual (cualquiera) que entiende la teoría como una caja de herramientas no es un gurú, un oráculo ni un guía, sino lo que Foucault llamó un «intelectual específico». No el portavoz de valores universales, sino de situaciones concretas. No quien traza líneas a seguir, sino quien aporta herramientas que pueden usarse libremente. No la voz en off que todo lo sabe, sino la prolongación de la potencia de una lucha.
Pensar en plural
En esos talleres de 1978 se desarrollaron discusiones «profundamente políticas», pero sin embargo Foucault preferió hablar de «una movilización cultural». ¿Por qué? Creo que lo que Foucault percibió allí fue una modificación en las maneras de ver y pensar. Es decir, un cambio cultural o de paradigma. Algunos elementos de la «nueva imaginación política» que él reclamaba.
Podríamos tal vez definir así uno de esos elementos: pensar en plural. Por ejemplo, no entender el poder como un monopolio del Estado, sino como un campo social de fuerzas. No entender las resistencias como un monopolio de los partidos políticos, sino como posibilidades al alcance de cualquiera, en cualquier lugar. No entender el saber como un monopolio de los especialistas y las Voces Explicadoras, sino como una caja de herramientas sin autor ni propietario, de la que todos podemos servirnos y a la que todos podemos aportar.
Nuestro momento histórico es por supuesto muy distinto de los años 70, pero ¿no sigue siendo imperiosa la necesidad de pensar en plural, sin centro? ¿Pensar y hacer el cambio social, no como algo que pasa por un solo plano (partidos-elecciones-poder político), sino a través de una pluralidad de tiempos, espacios y actores?
Un criterio para distinguir entre «vieja política» y «nueva política» podría ser, mejor que un simple criterio temporal, esta clave: pensar en plural o pensar en uno mismo (como centro).
Así, la vieja política sería aquella que re-centraliza todo el tiempo, absorbiendo todas las energías sociales en torno a unos pocos tiempos, lugares y actores. Esos pocos centros acumularían poder a costa de la pasividad y la desertización del resto (siempre en nombre de la eficacia, etc.).
Por su lado, la nueva política sería la que que vacía una y otra vez el centro potenciando lo demás. La que abre posibilidades de intervención política en lugar de acotarlas a unos espacios privilegiados, la que multiplica las capacidades de cualquiera (de hacer, de decir, de pensar) en lugar de producir espectadores, la que activa conversaciones y no monólogos.
Una de las lecciones foucaultianas que podemos recoger hoy es que la madurez del pensamiento político no consiste en pasar de lo pequeño a lo grande o en «saltar» de las calles a las instituciones (ni en lo contrario), sino en guillotinar por fin al rey e inventarnos lenguajes y mapas para empujar un cambio que será (en) plural o no será.
Textos relacionados:
«Fuerza y poder. Reimaginar la revolución»
«Notas para una política no estadocéntrica»
«El anarquismo como catapulta: entrevista con Tomás Ibañez»
Algunas referencias que sirvieron para este artículo:
La voluntad de saber, Michel Foucault, editorial siglo XXI
Un diálogo sobre el poder, Michel Foucault, Alianza Editorial
El poder, una bestia magnífica, Michel Foucault, Siglo XXI
Foucault y el poder, Gilles Deleuze, Errata Naturae
Esto no es un programa, Tiqqun, Errata Naturae