Os presentamos algo que no es muy habitual en Primera Vocal, un texto de completa elaboración propia. Tal y como sucede en alguno de los pocos casos anteriores en los que hemos presentado materiales redactados íntegramente por algunas de las personas cercanas a este proyecto, cuando no se encuentran artículos sobre algo de lo que se quiere hablar, no queda más remedio que sentarse delante del ordenador e intentarlo…
«Serás amado el día que puedas mostrar tu debilidad sin que el otro se sirva de ella para afirmar su fuerza» Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno
Esta frase de Adorno suele servir para escribir cualquier banalidad sobre el amor. Es la típica cita recurrente que queda bien la coloques donde la coloques. Sin embargo, y como suele pasar casi siempre que se recurre a las citas descontextualizadas como fuente de inspiración o como recurso estilístico con el que abrir un texto, es imposible apreciar el calado de las palabras escritas por el pensador de turno. En este caso concreto, Adorno emitió una sentencia rotunda que cualquiera puede compartir, pero que leída desde el contexto del sufrimiento psíquico (comúnmente llamado patología mental) tiene una significación especial. Y ahí, a esa pequeña parcela del amar, el pensar y el sufrir, me voy a ceñir en este breve texto. Breve no porque el tema carezca de interés, sino porque es muy difícil hablar de él sin caer en desabarres personales. Desgraciadamente no puedo ofrecer un escrito objetivo y riguroso, y mucho menos un estudio con datos y referencias específicas de casos reales. Me limitaré a esbozar un par de ideas con la menor torpeza posible, de manera que sea cada lector quien las lleve a su terreno y coteje lo que aquí se apunta con la propia experiencia.
Partamos de un supuesto muy sencillo: una persona ama a otra y dicho amante sufre psíquicamente. Podríamos complicar la cosa y decir que la persona amada también tiene problemas de orden psicológico, pero en esta ocasión la reflexión se centrará en la situación más simple: relación sentimental de dos personas, una de las cuales está especialmente jodida de la cabeza (estando la otra “bien”, o cuando menos, menos jodida que la primera). Un lugar que quienes llevamos años bregando con la llamada enfermedad mental (no entraremos aquí a discutir etiquetas) conocemos bien: todos hemos tenido parejas que en un principio no tenían ese problema en común con nosotros.
Las relaciones humanas son la realidad más compleja que conozco. Y las sentimentales, las más complejas dentro de la ya de por sí compleja relación entre seres humanos. Queda claro que en el amor a otra persona se ofrece lo mejor y lo peor de cada cual. Nos encendemos y brillamos, nos entregamos sin contrapartidas. Pero también construimos espacios donde salen nuestros demonios (¿cómo ocultarlos cuando se convive y duerme con una persona?), donde nuestras flaquezas hunden profundas sus raíces. Sobre el papel todo queda muy bonito: honestidad, transparencia, lealtad, bla, bla, bla. Pero no olvidemos que una relación de pareja es entre personas, no entre ángeles bíblicos. Las miserias las tenemos todos; y las miserias se caracterizan porque más tarde o más temprano salen a pasear. La madurez y la calidad humana se definen por la gestión de dichas miserias, no por su negación (de hecho, si se conoce a alguien limpio y ajeno a ellas, mi recomendación personal es salir corriendo: él, o ella, es demasiado peligroso).
Ahora bien, cuando la salud mental se añade como ingrediente en las relaciones de pareja, lo que ya era complicado de por sí, se vuelve un poco más intrincado todavía. Compartir la propia singularidad, hablar de ella sin cortapisas tiene varios efectos. Y ninguno de ellos es trivial.
Para empezar desde el lado más positivo, compartir el sufrimiento de cada cual es compartir lo que uno es. Y mientras no se haga desde el victimismo y el chantaje, sino desde una postura clara y sincera, es mostrarse al otro como lo que eres; es mostrar cómo lo que vives en la cabeza ha contribuido a quien eres. Pongamos un ejemplo concreto: ¿qué sentido tiene el vivir con alguien, el amar a alguien, y ocultarle que se tienen alucinaciones auditivas?, ¿o ataques de pánico?, ¿o bajones depresivos cíclicos con los que llevas años luchando? A no ser que se haga gala del cinismo como bandera y se defienda ocultar lo propio con la finalidad de disponer de una pareja pero no tener problemas, ocultarse a la larga no deja de ser un suicidio emocional. Uno puede esconderse en el trabajo, con la familia, en determinados lugares y ambientes… son meras estrategias de supervivencia en el mundo en el que vivimos (no parece tener mucho sentido el decirle a una determinadas personas que es que has comenzado a escuchar voces dentro de tu cabeza; pensemos por ejemplo en una madre octogenaria con la que no hay una muy buena relación o en el director de recursos humanos de la empresa donde trabajas). Sin embargo, sufrir psíquicamente sin que lo sepa la persona con la que compartes la vida es una garantía de que más tarde o más temprano vas a hacer más grande ese sufrimiento.
Así pues, creo poder estar en condiciones de afirmar que si tienes pareja, lo razonable es que esté más o menos al tanto de lo que sucede en tu cabeza. Por supuesto no todo debe ser contado y no hay que contarlo todo en un primer momento. Al fin y al cabo, debemos tratar este aspecto de nuestras vidas como cualquier otro que sea de especial relevancia. Y no darle por tanto, ni más, ni menos importancia de la debida. Simplemente hay que ser consciente del paso que se da. Estás mostrando tu debilidad. Es aquí donde las palabras de Adorno sirven de guía. Una vez que lo hayas hecho, lo cierto es que ya no habrá la posibilidad de retroceder. Has puesto sobre la mesa un trozo de ti, uno de los importantes.
El problema viene después. La idealización del amor romántico con el que todos y todas hemos crecido hace que no veamos (o si se quiere, que no queramos ver) la trascendencia de lo que hacemos o dejamos de hacer. Los detalles se difuminan, los contornos desenfocados ofrecen una sensación de tranquilidad. Estás enamorado y todo va a salir bien. No es cuestión de minimizar la bondad de las caricias que el amor arroja a nuestros estómagos, hay que zambullirse en el éxtasis que se vive y disfrutarlo. Amar es arder, y soy un firme partidario de la necesidad de quemarse siempre que se nos presenta la oportunidad. Sin embargo, apelo a la autonomía y el nivel de conciencia trabajado por cada uno para que se tenga realmente en cuenta dónde se está: le has dicho a la persona que amas que estás loco en un grado u otro. Por tanto, creo que hay varias cosas que deben tenerse en cuenta:
La primera es que en nuestra sociedad estar loco no es algo que goce de demasiado prestigio. Fuera de espacios culturales marginales y pasajeros, estar loco no te da puntos. Nadie se imagina a su pareja hablando con sus padres en los siguientes términos: “Es un buen chaval, de Burgos, estudioso, trabajador… de adolescente se autolesionaba y tiene las piernas llenas de cortes, pero nada… ahora ya solo tiene ansiedad un par de veces al mes y vomita todo lo que tiene en el estómago”.
La segunda cosa a tener en cuenta está íntimamente relacionada con esta primera: lo más normal es que se esté compartiendo un secreto. A menos que por activismo o por cualquier otra razón alguien vaya por la vida hablando tranquilamente de su enfermedad mental, lo más normal es que haya una gente que sepa lo que sucede y otra no. Tal y como se ha mencionado antes, todo depende de los espacios y de las personas. En el ámbito laboral se suele ocultar, y otro tanto sucede con los espacios de socialización más secundarios, como grupos de conocidos, vecinos, etc. A veces la gente no se da cuenta de las posibles consecuencias que tiene desvelar un secreto de este tipo. No digo que no haya que hacerlo por miedo a lo que pueda pasar, digo que es necesario saber qué es lo que puede llegar a pasar. ¿Lo más evidente? Que te hagan daño con esa “debilidad” que has compartido…
La tercera tiene más que ver con la esencia misma de toda psicopatología. De una u otra manera, y en un sentido en el que aquí tampoco nos vamos a poner a desarrollar, la locura, el dolor psíquico, la enfermedad mental o como se le quiera denominar, tiene muchísimo que ver con el sentimiento de culpa. Es más, me atrevería a decir que en la mayor parte de las ocasiones la culpa es su principal motor.
Cuando uno se expone, no solo queda a merced del otro en cuanto al conocimiento de algo dado. Es decir, que el problema que se está tratando en estos párrafos no es tanto que el despecho de tu pareja le lleve a contarle a tu jefe que estás como una regadera, sino que de alguna manera has dejado en las manos del amado (y así debe ser si el amor es tomado en serio) la posibilidad de infligir dolor con la propia condición. Manipular, chantajear, o en otras palabras: utilizar el dolor de una persona para hacerla sentir culpable. El lector pensará que esto sucede en casos extremos, en aquellas ocasiones en las que la pareja es una perfecta desalmada. Lamentablemente, y tal y como se ha indicado al comienzo de este texto, la relaciones sentimentales son muy complejas. Demasiado. A veces ni siquiera el daño se provoca de manera consciente. Lo que en otro caso sería una miserable mezquindad, en el nuestro se convierte en una navaja afilada. Existe un riesgo. Si por lo que fuera, la pareja se hace daño entre sí, el que ha compartido la realidad de su dolor tiene las de llevarse la peor parte.
Y aquí, como en otros tantas situaciones de la vida, las mujeres suelen enfrentar un territorio más hostil todavía. Recordemos que el diagnóstico de histeria se desarrolló asociado al género femenino. Pese al paso de los años, no es demasiado inusual volver a ese lugar común y que en una discusión una de las dos partes de la pareja se permita llamar a la otra “histérica”. La baraja se rompe y la relación de poder se agudiza. De una confrontación más o menos desafortunada entre iguales se pasa a una agresión de baja intensidad. El trasfondo del conflicto está claro, la “otra” es una “loca” y de alguna manera se expone subliminalmente una miserable certeza: la persona diagnosticada debería agradecer en el fondo el hecho de que la persona sin diagnosticar esté a su lado.
Culpa, culpa, culpa… Ese es el escenario donde los fantasmas se hacen fuertes. La inoculación de ese sentimiento rastrero se puede hacer de varias maneras. El descrito anteriormente solo es uno de los más generales, pero cada psicopatología (o si se prefiere: cada síntoma) lleva asociadas sus propias estrategias de destrucción. Un caso específico es el de las alucinaciones auditivas, uno de los tipos de locura más clásicos y con una mayor influencia en la cultura contemporánea (piénsese simplemente en cine y literatura). Las voces se pueden convertir en chivo expiatorio del otro, de manera que cuando la pareja se ve confrontada puede recurrir a ellas. Citemos algunas frases habituales: “¿Eso qué… te lo han dicho tus voces?”, “Son tus voces cariño…” o “No voy a permitir que tus voces controlen mi vida”.
Evidentemente, estamos hablando todo el rato de situaciones en las que la propia salud mental no tiene que ver con la situación que se vive, siendo la otra persona quien la invoca para salir airosa de un lance indeseado o sencillamente para hacer daño en un momento de desquicio. Por supuesto que escuchar voces puede llevar asociada una conducta con rasgos paranoides que provoque dolor en la otra persona, o que experimentar estados de ánimo extremos y antagónicos puede generar momentos de extrema tensión en la pareja. No por estar jodidos nos libramos de poder agredir a los demás. Ni mucho menos. Todo lo que pretende este texto es ayudar a detectar situaciones cotidianas en las que la locura es usada como arma arrojadiza independientemente de lo que suceda o deje de suceder entre dos personas.
Herir a la persona amada es lo más sencillo del mundo. La conocemos y la conocemos bien. Todos hemos herido a alguien que hemos amado y no por ello somos depredadores emocionales (o al menos no todos lo somos). El problema que se quiere plantear aquí reside en que cuando tu pareja conoce aspectos de ti que no solo son desconocidos para la mayoría de personas que te rodean, sino que además implican una exposición especialmente sensible al otro, el daño que te puede causar es considerable. Volverte más loco de lo que estás es algo muy sencillo. Solo basta con que esa persona a quien quieres te reproche tu dolor psíquico, haciéndote sentir culpable y débil por él. Sucede con cierta frecuencia. Es una especie de micro-estigma o de estigmatización doméstica. No implica complejos mecanismos mentales, de hecho es el mismo que aprenden a utilizar los niños cuando son pequeños: si a alguien le duele algo, ahí tienes la llave con la que doblegarle. Es algo perfectamente humano, se hace con otros mil aspectos de la vida de cada uno, solo que con este que comentamos es especialmente letal.
Si en algún momento experimentas esto de lo que estamos hablando más allá de un reproche puntual o de alguna escaramuza propia de la cotidianidad, huye. No estás siendo amado. Es así de sencillo y así de complicado. Dolerá, pero lo que viene después si te quedas te va a doler muchísimo más. Busca otra gente con la que compartir experiencias, no eres la primera persona a la que le va a pasar y tampoco serás la última.
Si la persona a la que amas nunca usa ese resorte, sabrás por qué pienso que en el amor merece la pena correr riesgos.
En todo caso, la culpa, cuando hace acto de presencia, nunca trae nada bueno.